El torrero
EL TORRERO[1]
I
El torrero del faro de Aspinwal, situado no muy lejos de Panamá, había desaparecido un día de improviso, sin dejar huella alguna. Como la cosa había sucedido en una noche de temporal, todos convinieron en opinar que una ola había debido de llevarse al infeliz al pasar acaso por el borde extremo del granítico arrecife sobre el cual se eleva la torre. Y vino a dar verisimilitud a tal aserto el hecho de que al día siguiente no se encontrara por ningún lado el bote, que estaba siempre amarrado en una miniatura de rada, entre dos rocas.
Aquel destino de torrero estaba, por consiguiente, vacante, y era asunto de gran urgencia el proveerlo, pues era el faro aquel de suma importancia, no sólo para el tráfico local, sino también para los buques que salen de Nueva York con rumbo a Panamá. El golfo de los Mosquitos, con sus bancos y sus arenas movedizas, estaba cuajado de peligros, aun para atravesarlo de día. De noche, sobre todo, cuando de las aguas calentadas por los rayos del sol ecuatorial surge la niebla, lo que sucede a menudo, resulta la travesía casi imposible.
Entonces el único guía de los numerosos barcos que por allí navegan es la luz del faro.
Al cónsul de los Estados Unidos en Panamá era a quien incumbía la elección del nuevo torrero; cometido no poco difícil, si se tiene en cuenta que el plazo para proveer el cargo no podía ser mayor, en ningún caso, de doce horas, con la agravante de que no se podía admitir al que primero se presentara, sino tan sólo á un hombre idóneo y concienzudo. Otra dificultad, y no pequeña, era que en aquel tiempo faltaban los aspirantes por completo. Es la vida en aquel faro muy penosa, y carece en absoluto de aliciente para los habitantes del Sur, tan amantes del ocio y de la libertad.
El torrero es casi un prisionero; fuera del domingo, ni por un instante puede abandonar su islote.
Cada día, una barca de Aspinwal le lleva comida y agua fresca, y vuelve a marchar inmediatamente. No hay alma viviente en todo el islote, que tiene media fanega de extensión; vive el torrero en la torre del faro, y toda su faena consiste en tenerlo en regla. Durante el día, según la altura barométrica, da las señales, sirviéndose de banderas de diversos colores, y por la noche enciende la luz.
No sería ésta, en verdad, una vida muy fatigosa sin la particularidad de que para llegar a lo alto de la torre, donde está la linterna, es menester encaramarse por una escalera de caracol, que cuenta, por lo menos, cuatrocientos peldaños, y que esta ascensión debe realizarla el torrero un sinnúmero de veces cada día. Es realmente una vida monacal, y aun más, una vida de verdadero ermitaño; por, eso no es de extrañar que fueran grandísimos los apuros que pasaba míster Isaac Folcombridge para dar con un substituto del difunto; como no es de extrañar tampoco la alegría que le embargó el ánimo al ver comparecer el mismo día inopinadamente a un aspirante.
Era éste un anciano de setenta años, o más tal vez; pero robusto todavía, tieso, y con algo en su porte y en sus ademanes que recordaba el antiguo soldado. Tenía los cabellos blanquísimos y moreno el cutis, como un criollo; pero sus ojos azules decían claramente que no era un hijo del Sur. Tenía triste y abatido el semblante, en el que se leía además una gran lealtad.
En seguida fué del agrado de míster Folcombridge; pero fué menester examinarlo un poco, y a este fin hízole diversas preguntas.
—¿De dónde es usted?
—Soy polaco.
—¿Qué ha hecho usted hasta ahora?
—He recorrido el mundo.
—Un torrero debe estar dispuesto a permanecer siempre en el mismo sitio.
—Necesito quietud.
—¿Ha servido usted ya? ¿Posee usted certificados de haber desempeñado algún honrado destino oficial?
Sacó el viejo de su bolsillo un trapo de seda desteñido por los años, semejante a un jirón de bandera, y dijo: — Aquí están mis certificados: esta cruz la gané el año 30; esa otra procede de la guerra carlista en España; la tercera es la Legión de Honor francesa; la cuarta fué ganada en Hungría. Después combatí en los Estados Unidos contra los meridionales; allí no se daban recompensas; pero, en cambio, tengo este papel.
Cogió el funcionario la hoja y empezó a leer, y después que hubo leído, exclamó: —¡Eh? Skawinski se llama usted?... ¡Cómo!...
¡Dos banderas conquistadas por su propia mano en un ataque a la bayoneta?... ¡Ha sido usted un valiente soldado!
—También seré un concienzudo torrero.
—Es menester subir muchas veces al día a lo alto del faro...; ¿tiene usted buenas piernas?
— He atravesado a pie las plenys (1).
—All right! ¡Es usted práctico en los servicios marítimos?
— He servido tres años a bordo de un gran barco pesquero.
—¡Muchos oficios ha probado usted!
—Nunca he descansado.
—¿Y cómo es eso?
Encogióse de hombros el anciano y dijo: —El destino...
(1) Llámanse así las inmensas estepas que se extienden entre Nueva York y California.
—Y, además, muy entrado en años me parece usted para torrero.
—¡Sir!—exclamó de pronto el aspirante con voz conmovida, estoy cansado y abatido; ya ve usted, he sufrido y penado mucho, y éste es precisamente un destino al que desde hace tiempo ardientemente aspiro. Soy viejo y necesito quietud; necesito poder decir: Aquí vas a encontrar un asilo permanente, aquí está tu puesto. ¡Ah, sir!; esto sólo depende de usted; semejante oportunidad no vuelve nunca a presentarse. ¡Qué suerte que me haya encontrado en Panamá!... Se lo suplico...
Dios me es testigo de que soy como una barca que zozobra si no entra en el puerto... Si quiere usted hacer feliz a un viejo... Se lo juro, soy un hombre honrado... ¡Pero estoy tan cansado de esta vida errante!...
Los ojos azules del anciano suplicaban, imploraban de tal modo, que el señor Folcombridge, que tenía un corazón sencillo y bondadoso, sintióse conmovido.
—Well—dijo—, entendido; es usted torrero.
Una indecible alegría se dibujó en el semblante del viejo.
—¡Gracias!
—¿Puede usted subir hoy misino al faro?
—¡Ya lo creo!
— Bien...; entonces, good—bye! ¡Ah, otra cosa!
Cualquier negligencia o descuido en el servicio implica la inmediata destitución.
— All right!
Cuando aquella misma noche hubo desaparecido el Sol más allá del istmo y, después de un día esplendoroso, llegaron sin crepúsculo las tinieblas, el nuevo torrero debía de estar ya en su puesto, porque el faro lanzaba sus fulgores, como de costumbre, sobre el mar.
Era la noche aquella apacible y silenciosa, una verdadera noche tropical, impregnada de clara neblina, que formaba alrededor de la Luna, a modo de un arco iris, un gran anillo, cuyos bordes se desvanecían en matices esfumados. Sólo el mar se agitaba inquieto, porque era la hora en que se hinchaba el oleaje. Skawinski estaba apoyado en la baranda, junto al gigantesco foco de luz, y visto desde abajo semejaba un diminuto punto negro.
Quería recoger y coordinar sus pensamientos y darse cuenta de su nueva situación; pero se hallaba todavía demasiado bajo la conmoción de las recientes impresiones para pensar con calma. Sentíase como una fiera perseguida que ha encontrado finalmente un refugio, fuera del alcance de sus perseguidores, en un peñasco inaccesible o en una cueva. Para él también había sonado por fin la hora de la paz. Una sensación de seguridad le llenaba el alma de voluptuosidad ilimitada; desde aquella torre podía muy bien burlarse de su pasado, de su vida trashumante, de sus desventuras, de sus decepciones de otros tiempos. Asemejábase a una barca a la que el viento ha tronchado los palos y destrozado las velas, precipitándola desde alturas vertiginosas hasta los abismos del mar, cubriéndola de espuma, y que logra, sin embargo, refugiarse finalmente en el puerto.
Las imágenes de aquella tormenta atravesaban ahora rápidamente su espíritu, en contraposición al plácido porvenir que desde este momento le esperaba. Sólo le había contado a míster Folcombridge una parte de sus andanzas y aventuras, sin ni siquiera aludir a otras muchas innumerables.
Su trágico destino así lo había querido: cada vez que había plantado su tienda en un sitio cualquiera y encendido su hogar, una ráfaga do viento había derribado los palos de la tienda, apagado la lumbre y echádole a él de nuevo a la ruina.
Al contemplar ahora, desde lo alto del faro, las olas iluminadas, recordaba perfectamente todas sus pesadumbres y sus sufrimientos. Arrojado de las cuatro partes del mundo por la adversa fortuna, todas las profesiones había probado en su destierro, y aun a veces, siendo como era honrado y laborioso, había logrado reunir algunos ahorros; pero, a pesar de sus cuidados y desvelos, y cuando menos lo esperaba, todo lo había vuelto a perder.
Fué excavador de oro en Australia, buscador de diamantes en Africa, cazador a sueldo del Estado en la India Oriental; tuvo en cierta época instalada en California una factoría, que pertinaces sequías arruinaron por completo; había emprendido tráfico de mercancías con las tribus salvajes del Brasil, y una vez, habiéndosele descoyuntado la almadía en el río de las Amazonas, tuvo que errar, sin armas y casi desnudo, por los bosques durante muchas semanas, alimentándose de frutos silvestres, expuesto a cada momento a ser devorado por las fieras. En la ciudad de Helena, en el Arkansas, tuvo una fragua, que destruyó completamente el gran incendio que devastó la población. Luego fué prisionero de los indios en las Montañas Rocosas, logrando escapar de milagro, ayudado por los cazadores canadienses. Había servido después como marinero a bordo de un buque que iba de Bahía a Burdeos, y luego como arponero en un gran barco pesquero: las dos embarcaciones naufragaron. Tuvo en la Habana una fábrica de tabacos, y su socio le robó mientras se hallaba él en cama atacado del vómito. Finalmente se había venido a Aspinwal, donde iban a terminar de una vez todas sus penalidades e infortunios.
En efecto; ¿qué peligros podían acecharle todavía en aquel arrecife? Ni el agua, ni el fuego, ni los hombres podían nada contra él. Los hombres, por lo demás, no le habían causado mucho daño a Skawinski; más había conocido de buenos que de malos.
Eran los cuatro elementos más bien los que se mostraban implacables enemigos suyos, y afirmaban sus conocidos que todo ello era debido a su mala suerte. Esto hizo que se volviera al fin un poquito supersticioso y maniático, empezando a creer que una mano vengadora y omnipotente le perseguía por todas partes, por la tierra y por los mares. Pero no gustaba de conversar de esto con los demás; sólo cuando alguna vez le preguntaban de dónde podía venir aquella omnipotente mano, contestábales, señalando la estrella polar, que venía de allí...
Tantas eran las desgracias que le habían ido saliendo al paso, que no era de extrañar que hubieran extraviado un poco su razón. Sin embargo, era paciente como un indio, y poseía una gran fuerza de resistencia, hija de su honrado sentir y parecer.
Una vez recibió en Hungría unos golpes de bayoneta por no haber querido utilizar un medio que le ofrecían para salvarse, inclinándose hasta besar el estribo y gritar: «¡Perdón!» Las desventuras no podían doblegarlo; trepaba agarrándose por el monte con la paciente porfía de la hormiga; cien veces rechazado, emprendía esforzadamente su nueva peregrinación. Era en su género un hombre bien singular; aquel viejo soldado bronceado por el sol de Dios sabe qué países, endurecido por mil combates, que tanto había debido sufrir, tenía un corazón de niño. En Cuba, durante una epidemia, vióse atacado por el mal por haber distribuído entre los pacientes su importante provisión de quinina, sin guardar para él ni un solo gramo.
Y no dejaba de ser una cosa bien singular también el que fiase todavía en el porvenir, después de tantos reveses y desventuras, y que no le abandonara ni por un instante la esperanza de que todo se había de arreglar un día. En invierno se sentía reanimado y conjeturaba grandes cosas, que aguardaba con gran impaciencia. Tales pensamientos y conjeturas manteníanle los ánimos durante años enteros; pero transcurrían los inviernos uno tras otro, y ningún cambio se operaba; sólo los cabellos se le encanecían más y más. Por último, se sintió viejo y empezó a perder la energía; su paciencia se fué convirtiendo en resignación; su sosiego, en debilidad de espíritu, y aquel soldado, endurecido por las luchas y la intemperie, llegó a tener tal propensión a las lágrimas, que se echaba a llorar por cualquier fruslería.
Además de esto, le torturaba de un modo atroz la nostalgia que el más insignificante motivo lograba despertar: las golondrinas que pasaban revoloteando; ciertos pajarillos grises que se parecían a los gorriones de su país; la nieve de las montañas; las tonadas que le hacían recordar cantos oídos en sus mocedades...
Pero, por encima de todo esto, dominó en él un único pensamiento: el pensamiento del reposo.
Este sentimiento se posesionó del viejo de tal suerte que absorbió todos sus deseos, todas sus esperanzas. El eterno peregrino nada podía imaginar más deseable y apetecible que un solitario rincón donde descansar y esperar tranquilamente la muerte. Su destino singular le había echado por todos los países y por todos los mares, sin tregua alguna, y por eso ahora parecíale la más excelsa felicidad humana el cesar en su triste vagabundear.
Y en verdad que bien merecía esta suerte modesta; pero, acostumbrado ya a las desilusiones, parecíale esto también una cosa irrealizable, y ni siquiera se atrevía a admitir su posibilidad.
Ahora, de improviso, en menos de doce horas había logrado un destino que parecía hecho ex profeso para él; no era, pues, de extrañar que al anochecer, una vez encendido el faro, se hallara como pasmado y aun entontecido, y que se preguntase si todo aquello era verdad o ilusión de sus sentidos.
Y, no obstante, la realidad, hablándole con tan irrecusables pruebas (transcurrían las horas, en el balcón de la torre, una tras otra), acabó por convencerle. Sumergióse entonces su espíritu en la dulzura de aquella realidad, y hubiérase dicho que veía el mar por primera vez... La lente del faro abría en las tinieblas un gigantesco cono luminoso; pero la mirada del viejo torrero se perdía en el mar, más allá de la superficie iluminada, en el inmenso espacio obscuro, misterioso, lúgubre, y le parecía que aquella inmensidad corría hacia la luz. Gruesas olas surgían de la obscuridad, y borbollando estrellábanse a los mismos pies del islote; sus crestas espumosas chispeaban, coloreadas de rojo, en el círculo luminoso de la torre; el oleaje iba creciendo, inundando la arenosa playa. Cada vez se oía más potente y distinta la voz misteriosa del Océano, ora semejante al estampido de los cañones, ora parecida al susurro de las selvas vírgenes, ora a un vocerío humano. A veces todo enmudecía, y entonces llegaba a oídos del anciano un rumor como de suspiros, de sollozos, y luego un estallido violento. El viento desgarraba la niebla; pero al mismo tiempo acumulaba gruesas nubes negras, que iban ocultando la Luna. La tempestad se avecinaba por la parte del Occidente; rompían las olas con mayor violencia contra los peñascos del faro, cuyos cimientos lamía una blanquísima espuma; lejana, lejana, rugía ya la borrasca. Por encima de la obscura y agitada superficie del mar veíanse brillar los verdes faroles colgados de los palos de las embarcaciones, los cuales, diminutos como puntitos verdes, se alzaban altos, altos, y parecían luego hundirse; pero reaparecían, oscilaban, inclinábanse, ora a la derecha, ora a la izquierda.
Skawinski descendió y entróse en su aposento.
Bramaba la tempestad. Allá afuera, a bordo de aquellas naves, luchaban los hombres con la noche, con el viento, con las olas; en el reducido aposento, por el contrario, todo era silencio y calma.
Las gruesas paredes interceptaban casi por completo el estrépito de la tormenta; sólo se oía el acompasado tictac del reloj, que parecía mecer al extenuado anciano y velar su sueño.
II
Pasaron horas, días, semanas...
Afirman los marineros que a veces, cuando el mar está embravecido, oyen, desde lo profundo de la noche y de las tinieblas, llamarse por su nombre. Y si el infinito del mar puede llamar al hom- bre, ¿por qué no ha de poder oír éste, al llegar a viejo, la voz de otro infinito, todavía más lóbrego y más misterioso? Cuanto más le haya agobiado la vida con su peso, tanto más grato habrá de serle el grito aquel. Pero para oírlo es menester un gran silencio; por eso aman los viejos la soledad, que es para ellos como el presentimiento del sepulcro.
Para Skawinski, la torre del faro era ya el preludio de la tumba. Nada hay en el mundo tan uniforme como la vida de un torrero; si los que a ella aspiran son jóvenes, muy pronto se cansan y la abandonan; por eso el torrero de un faro suele ser, por lo general, un viejo rudo y taciturno, y si por azar deja su destino y vuelve a vivir entre los hombres, anda y gesticula cual si saliera de un profundo sueño. Y es que le faltan en la torre aquellas pequeñas impresiones que en la vida ordinaria enseñan al hombre a referir y a proporcionar todas las cosas a sí mismo. Todo lo que se halla en contacto con el torrero de un faro es gigantesco, sin contornos claros: el cielo..., un infinito, el agua..., otro infinito, y en medio, sola, un alma humana.
Es una vida en la que el pensar es un eterno soñar, del cual no aciertan a distraer las cotidianas ocupaciones. Los días se parecen unos a otros como las cuentas de un rosario, y sólo rompen su monotonía los cambios del tiempo.
Skawinski se sentía tan dichoso como jamás en su vida lo había sido; alzábase al despuntar la aurora, comía un bocado, limpiaba los cristales del faro y se sentaba luego junto a la baranda de la galería, contemplando la inmensidad del mar; espectáculo de que jamás se cansaba.
Veíanse de ordinario en el infinito horizonte azul una multitud de velas desplegadas que brillaban de tal modo bajo los rayos del Sol, que los ojos quedaban deslumbrados. A veces las barcas, aprovechando los monzones, ringlaban una tras otra en línea recta, cual ringlera de gaviotas o de albatros, por un paso marcado con toneles rojos que dulcemente se mecían sobre las olas. Y hacia el mediodía podía columbrarse entre las velas una parda columna de humo: era el vapor de Nueva York que conducía a Aspinwal a los pasajeros y toda clase de mercancías, dejando tras de sí una larga y blanquísima estela espumosa.
Del otro lado de la galería podía Skawinski divisar distintamente, como si la tuviese en la mano, la ciudad de Aspinwal, con su animado puerto, en el que los palos de los grandes y pequeños buques formaban como un bosque, y, un poco separadas, las blancas casas y sus pequeñas torres.
Vistos desde la altura del faro, parecían aquellos edificios nidos de gaviotas, y aquellos barcos, escarabajos, y movíanse los hombres cual si fueran puntos negros por el adoquinado. Por las mañanas, la suave brisa de Oriente hacía llegar hasta arriba el rumor del tráfico ciudadano, en el que más nítidamente se distinguía el silbido de los vapores.
Después del mediodía, llegada la hora de la siesta, cesaba el movimiento del puerto, ocultábanse las gaviotas en las hendeduras de las rocas, alisábanse las olas, como si también ellas se sintieran cansadas, y descendía entonces sobre el mar y sobre el faro un profundo silencio. La amarillenta arena, que las olas dejaban al descubierto, resplandecía igual que oro en la superficie de las aguas; dibujábase la torre, clara y destacada en el fondo azul, y los rayos del Sol bajaban a torrentes sobre el agua, sobre los bancos de arena, sobre los peñascos de la costa.
El viejo Skawinski sentíase dominado también por una voluptuosa sensación de agotamiento; la tranquilidad a la cual podía abandonarse ahora por completo era para él, en verdad, una cosa deliciosa, y la idea de que aquel sosiego iba a ser desde aquel día definitivo y duradero cumplía y colmaba todos sus deseos y aspiraciones. Y entregóse en cuerpo y alma a aquel sentimiento de felicidad.
Y como es ley de la vida que el hombre se acostumbre muy pronto a una situación mejor, recobró a no tardar la confianza perdida y la fe en el porvenir. Y pensaba el anciano que si fabrican los hombres asilos para sus inválidos, ¿por qué no había de preparar el Dios de misericordia un refugio duradero para él? Y el tiempo le afirmó en aquella convicción.
Entretanto, el viejo se había familiarizado con la torre, la linterna, los peñascos, los bancos de arena y la soledad; había trabado amistad con las gaviotas, que hacían su nido en los escollos y que de noche tenían sus reuniones sobre el tejado del faro. Solía echarles los restos de su comida, y al cabo de algún tiempo volviéronse tan mansas, que al darles de comer revoloteaban siempre numerosísimas en torno de su cabeza, y movíase el viejo en medio de aquellos blancos animalitos como un pastor entre sus ovejas.
Durante la bajamar recorría la arenosa orilla en busca de sabrosos caracoles y elegantes conchas de madreperla que la marea dejaba allí diseminados. A veces, a la luz del faro o de la Luna, cogía peces que hormigueaban entre los escollos. En una palabra, púsose a amar intensamente su islote pelado, en el que sólo crecían algunas plantas menudas y grasientas, que destilaban un jugo viscoso. El extenso panorama le compensaba con creces de aquella desnudez.
Hacia el mediodía, cuando el aire se ponía transparente, podíase abrazar con la mirada el istmo entero hasta el océano Pacífico, cubierto de exuberante vegetación, de suerte que le parecía a Skawinski contemplar un inmenso jardín. Frondosas palmas de cocotero y gigantescos bananos formaban alrededor de las casas de Aspinwal espesos y maravillosos ramilletes; más allá, entre Aspinwal y Panamá, había un bosque dilatadísimo, envuelto mañana y tarde en una neblina rojiza; verdadera selva tropical, con sus aguas pantanosas, sus palmeras gigantescas, sus corpulentos cocoteros, gomeros, cactos y otros árboles ecuatoriales.
Con su anteojo podía distinguir el viejo no sólo los troncos y las anchas hojas de los bananeros, sino también piaras enteras de monos, bandadas de marabúes y de cotorras, que de vez en cuando se subían, cual nube multicolor, a las copas de los árboles. Ya conocía Skawinski aquellos bosques, porque, después de su naufragio en el Amazonas, había errado semanas enteras por grutas y espesuras semejantes, y sabía muy bien los peligros que se ocultan bajo su risueño aspecto.
¡Cuántas veces había oído junto a él, durante la noche, la voz sepulcral de la hiena y el aullido del jaguar! ¡Cuántas veces había visto gigantescas serpientes balancearse, cual trenzas de hierbas trepadoras, en las ramas de los árboles! Estaba familiarizado ya con aquellos estanques encantados, en cuyo fondo se agitan caimanes y cocodrilos; sabía en medio de qué asechanzas vive el hombre en aquellas intrincadas espesuras, donde los mosquitos y los cínifes, ávidos de sangre; las sanguijuelas y las arañas venenosas viven a millones.
Todo lo había aprendido a expensas suyas, todo lo había probado a costa de sufrimientos, y por esto era para él un delicioso placer contemplar desde lo alto aquellos «matos» y admirar su belleza, lejos de sus peligros y traiciones. La torre le protegía de todo mal.
Por eso raras veces la dejaba. El domingo por la mañana solía bajar a la ciudad. Poníase entonces su uniforme de torrero, que era azul marino con botones plateados; adornábase el pecho con sus condecoraciones, y levantaba la cabeza, cubierta de nieve, con cierto orgullo, cuando al salir de la iglesia oía decir a los criollos:
—Tenemos un buen torrero, y por más que sea yanqui, no por esto es un ateo.
Inmediatamente después de la misa regresaba a su islote; sentíase feliz al entrar en él, porque todavía no había podido recobrar su confianza en la tierra firme.
Los domingos Skawinski leía un periódico español, que solía comprar en la ciudad, y el Heraldo de Nueva York, que míster Folcombridge le prestaba; y en aquellas publicaciones buscaba con avidez noticias de Europa. ¡Pobre viejo corazón que allí, encima de aquel faro, en el otro hemisferio, latía siempre por la patria!... A veces bajaba de la torre cuando la barca le desembarcaba las provisiones, y echaba unos párrafos con John, el guardián del puerto.
Pero, a pesar de todo, empezó a volverse jíbaro; interrumpió sus idas a la ciudad, dejó de leer los periódicos, cesó de conversar de política con John, y así transcurrieron unas semanas, durante las cuales no vió a nadie y de nadie fué visto. La única prueba de que el viejo torrero seguía vivo estaba en que la comida desaparecía de la roca donde la colocaban y que la luz del faro lanzaba cada noche sus destellos con la misma regularidad con que en estas regiones sale el Sol cada mañana de lo profundo del mar.
El mundo llegó a serle completamente indiferente, y no a causa de la nostalgia, pues hasta este sentimiento habíase trocado en él en resignación, sino porque el islote constituía todo su mundo; y acostumbrado a pensar que no había de abandonar el faro sino después de muerto, todo recuerdo del mundo exterior se había borrado fácilmente de su memoria.
Por añadidura habíase vuelto místico. Sus suavísimos ojos azules tenían una expresión infantil y miraban pensativos y fijos en la incierta lejanía.
En su continua clausura, en médio de aquella simplicidad y de aquella grandiosidad que por todas partes le rodeaban, perdió el viejo poco a poco la conciencia de su propia personalidad; cesó de considerarse como un individuo, y acabó por identificarse con cuanto veía a su alrededor, sin profundizar en ello, sintiéndolo inconscientemente.
Así, llegó finalmente a imaginar que el cielo, el agua, su arrecife, el faro, los áureos bancos de arena, las velas desplegadas, las gaviotas, el flujo y el reflujo constituían una gran unidad, un alma gigantesca y misteriosa; alma que sintió llena de vida bonancible y en la que se dejó mecer, olvidando todo lo demás. Anegóse el viejo en el misterio de aquella alma y en el anonadamiento de su propio ser; en aquel estado de semivigilia y de semisueño encontró una quietud y una paz tan grandes, que se asemejaban mucho ya a las que deben reinar en la antesala de la muerte.
III
El despertar llegó, sin embargo.
Un día, al recoger las provisiones que la barca le dejara en la roca una hora antes, encontró Skawinski con ellas un paquete franqueado con sellos de los Estados Unidos, y que llevaba escrito sobre la gruesa tela encerada, con caracteres muy claros, el nombre «Skawinski Eso»».
Abrió, lleno de curiosidad, el paquete y vió que contenía libros. Cogió uno, observólo, y luego, con mano trémula, volvió a ponerlo con los otroscerrando los ojos, cual si no diera crédito a su propia mirada. ¡Un libro polaco! ¿Qué significaba aquello? ¿Quién se lo podía haber expedido? Ya no recordaba que en los primeros tiempos de su empleo de torrero había leído en el Heraldo que se había formado recientemente en Nueva York una sociedad polaca, a la cual había mandado la mitad de sus honorarios mensuales; allá, en la torre, poco apego le tenía al dinero. Ahora la sociedad le significaba su gratitud enviándole aque llos libros. Llegábanle éstos, de consiguiente, por un conducto muy natural; pero de momento no podía el viejo atinar en ello. ¡Libros polacos en Aspinwal!, ¡en aquella solitaria torre!... Era una cosa extraordinaria, una ráfaga de remotos tiempos, un milagro. Parecíale sentir, como los marineros en las noches tormentosas, una querida voz casi olvidada que le llamaba por su nombre.
Permaneció sentado unos instantes con los ojos cerrados, cual si temiese que al abrirlos habíase de desvanecer su ilusión. Pero no; el paquete estaba allí deshecho, y en él, iluminado por los rayos del sol de la tarde, el libro abierto. Cuando el viejo tendió las manos sintió en aquel silencio los latidos de su corazón; miró el libro: eran versos. En gruesos caracteres estaba escrito el título de la obra, y más abajo el nombre del poeta; nombre bien conocido de Skawinski, pues había leído sus obras en París, allá por los años que siguieron al año 30.
Más tarde, durante el tiempo que pasó en las guerras de Argelia y de España, había oído hablar a sus compatriotas de la gloria siempre creciente del excelso poeta (1); pero entonces se había acostumbrado de tal modo al manejo de los fusiles, que ya sus manos no sabían coger un libro.
En 1849 marchó a América, y en el transcurso de su vida trashumante raras veces había encontrado a polacos, ni había tenido ocasión de leer libro alguno escrito en la lengua de su país. Por eso ahora, al volver con mano trémula y saltándole el corazón la primera hoja de aquel libro, parecíale que en su islote desierto iba a suceder algo muy solemne. Todo era calma y silencio a su alrededor; los relojes de Aspinwal acababan de dar las cinco; el cielo era límpido, sin una nube que lo empañara; sólo en lontananza unas gaviotas blancas se destacaban en el azulado espacio; el inmen(1) Trátase del célebre poeta Mickiewicz y de su libro titulado Pan Tadeusz.—(N. del T.) so Océano se mecía mansamente; las olas apenas murmuraban al besar la playa, y en el fondo, las casas de Aspinwal, con sus espléndidos ramilletes de palmeras, sonreían... Todo era solemne, apacible y grave.
De pronto, en medio de la paz de la Naturaleza, resonó la temblorosa voz del viejo, que leía en alta voz para comprender mejor: ¡Eres la salud, oh patria, oh Lituania mial Sólo aquel que te pierde conoce tu valor; hoy contemplo tu hermosura en todo su esplendor, y la canto, porque, sedienta, corre hacia ti mi fantasia...
Faltóle a Skawinski el aliento; empezaron las letras a tambalearse ante sus ojos; sentía que una cosa le subía desde el corazón a borbollones hasta la garganta, aprisionándole la voz... Pasó un instante, hizo un gran esfuerzo sobre sí mismo y prosiguió: h Virgen santa que defiendes la luminosa Czestochowa y que brillas en el portal de Ostra! ¡Tú, que el castillo Nowogrodek proteges con su pueblo fiel!
Así como, por milagro, me devolviste un día, stendo niño, la salud (cuando, puesto bajo tu protección por mi desconsolada madre, pude alzar de nuevo mis párpados sin vida y andar luego, a pie, hacia el umbral de tus santuarios a darle gracias a Dios por la vida recobrada), así también, por milagro, condúcenos al patrio hogar...
Imposible fué al anciano dominar su emoción; lanzó un grito y se arrojó al suelo, y sus cabellos de nieve se confundieron con la arena de la playa.
Cuarenta años habían transcurrido desde el día que vió su tierra por postrera vez, y sólo Dios sabe cuánto tiempo hacía que no había oído su lengua.
Y ahora la lengua materna llegaba por sí sola hasta él, surcando el Océano, buscando al solitario hasta el otro hemisferio! ¡Oh querida, adorada, hermosa lengua!
Los sollozos que agitaban el pecho del viejo po; laco no eran fruto de su dolor, sino de un amor inmenso, repentinamente despertado, al lado del cual todo otro sentimiento desaparece... Con su llanto violento Skawinski imploraba perdón a la querida, a la lejana patria por haberse vuelto tan viejo y haberse identificado de tal suerte con su peñasco que todo lo demás había desaparecido de su corazón, y que hasta la añoranza había estado a punto de desvanecerse por completo. ¡Y hete ahí que ahora, por milagro», sentíase también conducido al patrio hogar»»!
Los minutos pasaban uno tras otro, y el viejo permanecía allí, tendido en la playa, inmóvil.
Revoloteaban las gaviotas alrededor del faro, lanzando de vez en cuando fuertes chillidos, cual si se sintieran inquietas por la suerte de su viejo amigo. Era la hora en que el torrero solía distribuir a aquellas aves los restos de su comida, y algunas de ellas bajaron de lo alto de la torre hasta la playa; otras bajaron luego, y otras, y otras, y empezaron a picotearlo ligeramente, batiendo sus blancas alas por encima de su cabeza, hasta que, por último, le despertaron.
Después de aquellas abundantes lágrimas, invadió al viejo como una ola de sosiego y de serenidad; sus pupilas brillaban de inspiración; echó a las gaviotas toda su comida, y mientras éstas se precipitaban sobre el espléndido banquete, armando gran batahola, volvió él a su lectura.
Desaparecía ya el Sol detrás de los jardines y de las selvas vírgenes de Panamá, y lentamente, lentamente se iba hundiendo más allá del istmo, en el otro Océano; pero mostrábase todavía el Atlántico lleno de esplendor. La luz era clara todavía, y Skawinski continuaba leyendo: Y mientras tanto, lleva mi alma, llena de añoranza, hacia las umbrosas colinas, hacia las verdes praderas...
El crepúsculo anubló los caracteres; un crepúsculo breve que terminó en un decir Jesús. Apoyó el anciano su cabeza en la roca y cerró los ojos; y entonces «Aquella que defiende la luminosa Czestochowa» cogió su alma y la transportó a «aquellos campos pintados de trigos multicolores».
Unas fajas rosadas y áureas centellean aún, cual llamas en el cielo, y a la luz de aquellas antorchas vuela la fantasía hacia los lugares queridos; oye el susurro de los pinos, el murmullo de los ríos patrios; todo, todo lo ve como en otros tiempos lo veía; todo le pregunta: ¿Te acuerdas?» ¡Sí, se acuerda! Ve ante sí los campos dilatados, las praderas, los bosques, los villorrios...
Llegó la noche. A estas horas el faro acostumbra a iluminar ya las lobregueces de las aguas; pero hoy el torrero se encuentra en el pueblo natal.
Con la cabeza senil inclinada sobre el pecho sueña, y las más diversas imágenes pasan rápidas y confusas por su espíritu. No le es posible contemplar el viejo caserón donde nació, porque lo arrasó la guerra; tampoco puede ver al padre ni a la madre, a quienes prematuramente segó la muerte; pero distingue muy bien la aldea, cual si ayer mismo la hubiese dejado: la hilera de chozas, las ventanas iluminadas, el canal, el molino, los dos estanques, uno frente al otro, en los que de noche croan a coro las ranas. Precisamente una noche, cuando era ulano, estuvo de centinela en su pueblo natal, y este recuerdo se le presenta ahora de repente, en medio de los otros: está de guardia; la hostería le manda desde lejos miradas inflamadas; llegan hasta él, a través de la noche apacible, el pataleo de los bailadores, el son de los violines y de los contrabajos. ¡U—ha! ¡U—ha! Son los ulanos beodos, que al bailar golpean el suelo con los tacones, mientras el centinela se aburre, solo, entre tinieblas.
Las horas transcurren lentamente; poco a poco toda claridad se desvanece; hasta donde alcanza la mirada no se columbra mas que niebla, niebla impenetrable; de los prados sube un vapor espeso que todo lo va envolviendo en una nube blanquecina; diríase un océano de verdad... A no tardar, el rey de las codornices hará oír su voz en las tinieblas, y el alcaraván, metido entre los juncos, lanzará su estridente silbido. ¡Es la noche bonancible, pero fría; una verdadera noche de Polonia! En lontananza el bosque de pinos susurra sin viento..como las olas del mar.
Pronto la aurora iluminará el horizonte; cantan los gallos detrás de las empalizadas, haciendo cundir sus voces de choza en choza, y también las grullas lanzan por los aires sus chirridos.
¡Y el centinela ulano se siente tan feliz, tan esforzado! Se ha dicho que mañana había de librarse una batalla. ¡Adelante! No dejará él de ir, como los demás, en medio del estruendo de las armas y el ondear de las banderas. ¡Adelante! Su sangre moza vibra como una trompeta guerrera, a pesar del helado soplo de la noche. Las tinieblas palidecen; de entre la sombra surgen los bosques, los zarzales, la hilera de chozas, el molino, los álamos; despunta la aurora.
¡Qué hermosa es la querida, la adorada patria bajo el rosado esplendor del sol matinal! ¡Ah hermosa, hermosa entre todas!
¡Silencio! El centinela escucha; alguien se acerca...; es el relevo?
De pronto, una voz resuena junto a Skawinski: —¡Hola, viejo; levantaos! ¿Qué os pasa?
Abrió el viejo los ojos y miró al que estaba allí con él; en su cerebro luchaban las últimas imágenes del sueño con la realidad; pero poco a poco las visiones se esfumaron y desaparecieron por completo. John, el guardián del puerto, estaba delante de él.
—¿Qué sucede?—preguntó John—; ¿está usted malo?
—No.
—No ha encendido usted el faro, y ha de abandonar inmediatamente el servicio. La barca que viene de San Geromo se ha deshecho sobre un banco de arena, y suerte que no se ha ahogado ningún tripulante, porque, de lo contrario, tendría usted que comparecer ante los tribunales.
Baje usted conmigo; el cónsul le informará de todo lo demás.El viejo se puso lívido: ¡era verdad, no había encendido el faro!
Unos días después hallábase Skawinski a bordo del vapor que sale de Aspinwal con rumbo a Nueva York. El desgraciado había perdido su empleo, y otra vez la vida trashumante se le presentaba ante los ojos. El viento había vuelto a tomar por su cuenta aquella hoja seca para arrastrarla de nuevo por los mares y por los continentes, continuando su juego burlón y cruel.
Durante aquellos pocos días habíase operado en el viejo un cambio sorprendente. Iba muy encorvado, y sólo sus ojos conservaban un brillo singular. Para emprender el nuevo viaje habíase buscado un compañero: era su librito, que llevaba constantemente apretado contra el pecho y que de vez en cuando tocaba con los dedos, cual si le atormentara la idea de que algún día pudiera desaparecerle.
FIN
- ↑ Esta narración está basada en un hecho real, del que se hace mención en una de las Cartas de América, de J. Horin.