El velorio

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Poesías (1913) de Evaristo Carriego
El velorio
EL VELORIO


Como ya en el barrio corrió la noticia,
algunos vecinos llegan consternados,
diciendo en voz baja toda la injusticia
que amarga la suerte de los desdichados...

A principios de año, repentinamente
murió el mayorcito... ¡Si es para asustarse:
apenas lo entierran cuando fatalmente
la misma desgracia vuelve a presentarse!

En medio del cuadro de caras llorosas
que llena el ambiente de recogimiento,
el padre recibe las frases piadosas
con que lo acompañan en el sentimiento...

Los íntimos quieren llevárselo afuera,
pues presienten una decisión sombría
en su mirar fijo: de cualquier manera
con desesperarse nada sacaría...

Porque hay que ser hombre, cede a las instancias
de los allegados, que fingen el gesto
de cansancio propio de las circunstancias:
— Paciencia, por algo Dios lo habrá dispuesto!

La forma expresiva de las condolencias
narra lo sincero de las aflicciones,
que « recien » en estas duras emergencias
se aprecian las pocas buenas relaciones.

Entre los amigos que han ido a excusarse
uno que otro padre de familia pasa
a cumplir, sintiendo no poder quedarse:
— ... ellos también tienen enfermos en casa!

Encuentran el golpe realmente sensible
aunque irreparable, saben que sus puestos
están allí, pero... les es imposible
al fin crían hijos y se hallan expuestos...

Como habla del duelo todo el conventillo
vienen comentarios desde la cocina,
mientras el teclado del ronco organillo,
más ronco y más grave solloza en la esquina.

Las muchas vecinas que desde temprano
fueron a brindarse, siempre cumplidoras,
están asombradas... ¡El era bien sano,
y en tan corto tiempo: cuarenta y ocho horas!

¡Parece mentira! ¡Pobre finadito!...
Nunca, jamás daba que hacer a la gente:
¡había que verlo, ya tan hombrecito,
tan fino en sus modos y tan obediente!

La angustiada madre, que llorando apura
el cáliz que el justo Señor la depara,
muestra a las visitas la vieja figura
con que la noche antes él aún jugara.

Y, afanosamente, buscando al acaso,
halla entre las vueltas de una serpentina,
aquel desteñido traje de payaso
que le regalase su santa madrina.

Y la rubia imagen a la cual rezaba
truncas devociones de rezos tardíos,
¡ha, que unción la suya, cuando comenzaba:
«Jesús Nazareno, rey de los judíos»!...

Como esas benditas cosas no la dejan,
y ella torna al mismo fúnebre relato
y va siendo tarde, todas la aconsejan
cariñosamente recostarse un rato.

Muchas de las que hace tiempo permanecen
con ella, se marchan, pues no les permite
quedarse la hora, pero antes se ofrecen
para algo de apuro que se necesite...

Las de « compromiso » van abandonando
silenciosamente la pieza mortuoria:
sólo las parientes se aguardan, orando
por el angelito que sube a la Gloria.

La crédula hermana se acerca en puntillas,
a ver, nuevamente, «... si ya está despierto...»
y le llama y pone sus frescas mejillas
sobre la carita apacible del muerto.

En el otro cuarto se tocan asuntos
de interés notorio: programas navales,
cuestiones, alarmas, crisis y presuntos
casos de conflictos internacionales.

Mientras corre el mate, se insinúan datos
sobre las carreras y las elecciones,
y la «fija, al freno», de los candidatos
es causa de algunas serias discusiones.

Como no es posible que en esos instantes,
y habiendo muchachas, puedan sostenerse
sin ningún motivo temas semejantes,
los juegos de prendas van a proponerse.

Varios se retiran como pesarosos
de no acompañarlos: no hay otro remedio,
quizás esperasen, sin duda gustosos,
si fuerzas mayores que están de por medio...

Y, al dejar al padre menos afligido,
a las susurradas frases de la breve
triste despedida, sigue el convenido
casi misterioso: — «Mañana a las nueve».