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Elementos de economía política: 54

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Capítulo XIII : De la libertad del comercio.

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    • I. Que el comercio debe ser libre.
    • II. De las excepciones que comporta la libertad del comercio.
    • III. Aplicación de la libertad del comercio a los países sometidos al régimen prohibitivo.

§. I. Que el comercio debe ser libre.

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376. Si no hubiera en el mundo entero ninguna barrera aduanera o política para la entrada o salida de las mercancías, viviríamos bajo el régimen absoluto de la libertad del comercio, del hagan lo que quieran, pase todo [1], aplicado a la circulación de la riqueza, con tanta más intensidad cuanto más seguras, más rápidas y menos costosas fuesen las comunicaciones.
¿Qué sucedería en este grado de libertad? Se efectuaría una división espontánea del trabajo, con arreglo a las condiciones peculiares de cada pueblo: el capital se distribuiría con arreglo a la misma ley natural. Cada país fabricaría, por consiguiente, mejor y más baratos los productos de su especialidad; el consumo, animado por la abundancia y la baratura, excitaría la producción, que a su vez influiría activamente sobre el consumo, y se obtendría el mínimum de esfuerzos perdidos, de tentativas vanas y de capitales aventurados.
Este es un axioma, es decir, una verdad fundada en el buen sentido, que nadie puede negar, y que se deriva naturalmente de los principios de la división del trabajo.
En esta hipótesis, y perdiendo la humanidad la menor suma posible de sus fuerzas productivas, el nivel de la riqueza pública se elevaría rápidamente; y la fácil satisfacción de las necesidades físicas dejaría a los trabajadores el solaz necesario para el cultivo del entendimiento, y les inspiraría la afición a los goces morales.
377. Empero a estos asertos incontestables y verdaderamente seductores se han opuesto objeciones que vamos a examinar.
378. La mayor parte de las objeciones opuestas al régimen de libertad comercial, cualesquiera que sean por lo demás su origen y su forma, se reducen en último análisis a esta:
Primera objeción. La competencia permitida a Pedro será funesta a Juan, porque, dicen algunos, la competencia es un privilegio provechoso para unos y funesto para otros, de suerte que ese supuesto principio de libertad y de igualdad, aplicado al comercio y a la industria, no sirve más que para producir la ruina de un gran número de trabajadores.
Pero en primer lugar, ¿a quién puede en realidad perjudicar la competencia? Claro está que no puede ser más que a los capitalistas, a los trabajadores, a los trabajadores capitalistas, o bien aun a los consumidores.
Ocupémonos primeramente en estos últimos, y hagámosles hablando de ellos, un honor a que no están acostumbrados; además, el argumento que vamos a presentar, en lo que los concierne, es muy breve, hele aquí: siempre que el consumidor obtenga más cosas con el mismo sacrificio, la competencia le será provechosa. Baste este aserto, pues nunca los adversarios de la libertad comercial se han cuidado de los consumidores en el concepto de tales.
379. Pero se ha dicho: los consumidores son trabajadores, y entonces ¿qué importa que el sistema les sea favorable como consumidores si les es fatal como trabajadores? ¿A qué fin ofrecerles géneros baratos si por carecer de trabajo no pueden comprarlos?
Fuerte es la objeción, pero se puede destruir. En la hipótesis del principio natural de la libertad del comercio no hubiera habido cebo falaz para provocar ese hacinamiento artificial de capitales y de población, que el sistema prohibitivo ha favorecido de un modo lamentable. Los capitales y el trabajo, pudiendo constante y libremente pasar de un sitio a otro y de una industria a otra, se hubieran siempre hallado en proporción con los medios de producción y las exigencias del mercado. Entonces los trabajadores hubieran tenido siempre un jornal, y un jornal que hubiera sido suficiente cuando se hubieran presentado como consumidores.
Es, pues, un grande error creer que la competencia hubiera ocasionado el mal; la restricción es la verdadera responsable de él. Lo único que puede decirse es que en este momento la competencia, lanzada de súbito en medio de nuestro sistema artificial, sería funesta a un gran número de trabajadores, y esto es lo que condena doblemente el sistema establecido, que, no sólo es malo en sí mismo, sino que además dificulta, por no decir que imposibilita, la vuelta al único sistema que puede apoyar la razón.
380. La libertad del comercio ¿perjudica al capitalista? Examinemos. Si el capitalista quiere asegurarse grandes ganancias con un pequeño capital y colocaciones seguras y fáciles, ciertamente sueña una utopía. A consecuencia de la ley del progreso, cada día son necesarias más habilidad y actividad para hacer producir los fondos, cuyo interés tiende siempre a bajar; pero, por otra parte, es preciso reconocer también que la cantidad del capital va aumentando igualmente que la facilidad de colocarle al precio común.
381. Lo que es cierto con aplicación al capitalista propiamente tal lo es igualmente aplicado al que reúne la calidad de trabajador a la de capitalista.
382. En suma, el sistema exclusivo tiene por objeto asegurar a ciertos productores y por un tiempo dado, una condición privilegiada, es decir, una masa de hombres precisados a comprarles a un precio más alto (o sea en cambio de mayores sacrificios) sus alimentos, sus vestidos, sus muebles y los demás productos capaces de satisfacer sus necesidades. Cuando nuestros padres estaban obligados a ir a moler su trigo en el molino del señor o a cocer su pan en el horno del mismo, no eran más de lo que nosotros lo somos víctimas de un sistema antieconómico.
383. Segunda objeción. No puede negarse, dicen, la diversidad de las naciones, y entonces es preciso doblegar el principio radical del indiferentismo (laissez-faire) a las necesidades de cada una de esas naciones.
No es esta la ocasión de tratar a fondo la gran cuestión política de saber si los estados individuales existen o no existen como medios indispensables a la especie humana, no sólo de prosperidad material, sino también de perfeccionamiento moral, y si las naciones deben o no deben confundirse en una sola; admitiremos la diferencia de los pueblos, de los talleres nacionales, de los diversos mercados del globo, y vamos a examinar si esta diversidad debe modificar la doctrina que acabamos de exponer. Si esta modificación es inevitable, ¿cuál es su medida? ¿cuáles son sus consecuencias?
384. En primer lugar, hay estados nuevos que se constituyen y estados que tienen antecedentes.
Supongamos primeramente un estado naciente, y la hipótesis no es quimérica, pues podemos tomar por ejemplo a todos los estados del nuevo continente, que se han formado a nuestra vista, a las colonias que todos los días se agregan a su metrópoli, a la Argelia, verbi gracia, que ahora mismo se está trabajando en rodear de una cintura de aduanas. Para todos estos países la cuestión está resuelta; con la libertad del comercio la producción seguiría sus leyes naturales, y como ya se ha demostrado en la teoría de las salidas, el país, comprando y vendiendo, no haría simplemente más que cambiar por productos de que carece sus propios productos, es decir, los productos de su suelo, de su trabajo y de sus capitales.
385. Admitamos ahora que el estado que nos sirve de ejemplo se asemeje a los de la Europa, y que en él se proteja (que es la expresión consagrada) la industria, prohibiendo las mercancías extranjeras o bien gravando estas mercancías con crecidos derechos para impedirles competir con las mercancías del país; todo se hará menos proteger la industria nacional, el trabajo nacional, y dejar de pagar tributo a los extranjeros.
386. Supongamos, para explicar nuestro pensamiento, una prohibición, la de los cueros, por ejemplo, y veamos lo que sucede. Primeramente, si los cueros están prohibidos, y si los nacionales no los hacen pagar más caros que los extranjeros, se atrae artificialmente el capital y el trabajo a la tenería con detrimento de todas las demás industrias naturales, y se preparan numerosas complicaciones, haciendo por una industria una cosa que es perjudicial a todas las demás.
Pero si, como siempre sucede, compramos los productos nacionales más caros que los que prohibimos, hacemos pagar a todos los consumidores y a todos los trabajadores una prima para el sostenimiento de una industria facticia, y hacemos afluir los capitales hacia aquella industria, que llamamos nacional, y que no es más que privilegiada; y como los capitales no se improvisan, lo que se hace es trasladarlos de una dirección a otra, y se arruinan las industrias naturales, la agricultura tal vez. Y no se limita a esto el mal; los capitalistas, engolosinados por el lucro, entran en competencia, los beneficios bajan a su cuota común, y los trabajadores acaban por recibir un jornal más módico que en las industrias que no son nacionales.
387. Así pues, la prohibición es un artificio que aprovecha al principio a algunos productores, y que acaba por no aprovechar a nadie.
Los derechos protectores, que no son más que derechos prohibitivos disfrazados, obran en el mismo sentido, según su intensidad. Así, los protectores fanáticos del trabajo nacional, no queriendo pagar tributo a los extranjeros, son simplemente unos opresores del trabajo nacional, y unos privilegiados cuyos verdaderos tributarios son los nacionales.

  1. Laissez faire, laissez passer, fórmula de Gournay, adoptada por la escuela fisiocrática.
    «Consérvese la entera libertad del comercio, porque la más segura y exacta policía del comercio interior y exterior y la más provechosa a la nación y al Estado consiste en la plena libertad de la competencia.» Máxima XXV de Quesnay. Tal era también la opinión de Sully, el célebre ministro de Enrique IV.