En la carrera: 06

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En la carrera de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo VI

Capítulo VI

Una mañana, al salir con Cerrato para San Carlos, Esteban se encontró en el mismo portón una visita. Un señor. «Parecía de Badajoz.» ¡Sí, esta vez no fue visión de su casi olvidada mamá!...,de Badajoz: Collado, Zacarías Collado.

-¡Hola! ¿Cómo estamos?... ¿No es usted Esteban Sicilia?... Pues muchas memorias de su madre. Acabamos de llegar, yo y la Renata.

No se habían hablado nunca. Apenas si de vista conocíanse. Esteban le recordaba como una de las clásicas figuras de Badajoz, tal que a Daguirri el fosforero, a Bonifacio el de los sermones, y a Charepe. En otra categoría y con más respeto, es decir, sin que le siguieran los chiquillos nunca, este Zacarías, el lelo, solía verse con su alta y flaca figura desvaída, con sus barbas lacias y su boca abierta, siempre solo por las calles, una veces a pie, otras en un caballo que tranqueaba o trotaba a su placer, baja la cabeza y las riendas en el cuello.

Le invitó a entrar en la sala, y Cerrato se marchó, porque era tarde.

-Pues, sí, hemos venido yo y la Renata. Su madre de usted está buena, y tan gorda. Íbamos a almorzar y la Renata me dice: «Anda, ve y dile a Esteban que estamos.» Yo creo que ella quiere que usted nos lleve por Madrid, es una pintura; porque no sabemos nosotros. Yo vine cuando chico. Ahora es que venimos a cuestión de médicos. Paramos en el Inglés.

En el corazón de Esteban brincó la dulcísima memoria de aquel único momento en que había hablado con Renata Mir, con la rubia y elegante Renata Mir, aureolada en Badajoz con fama de viajera aventurera y que le dedicó su azul mirar tan tierno cuando él volvía la hoja en el piano. Consultó el reloj, y vio que llegaría tarde a la clase; además, no importaba faltar hoy, por honor a los paisanos..., por honor a...¡Oh!

Salió con Zacarías. A éste le había traído un mozo del hotel, que esperaba abajo. Pusiéronse en marcha y el joven estudiante no cesaba de admirar la facha de babieca que veíale a Zacarías con su asombro de Madrid... ¡No había estado en Madrid! La «célebre viajera», según el marido le informó, había preferido siempre sus dehesas, Sevilla, Montemayor, Portugal...

La encontraron, con vaporoso matiné y transminantes perfumes, en una confortable sala que tenía la alcoba entre columnas. La alfombra era color de oro viejo con cenefa verde oliva. Esteban fue acogido por Renata como un antiguo amigo. «¡Oh, sí, íbamos a salir, de que almorcemos! ¡Almuerce con nosotros! Venimos de temporada. Tienen que ver a éste los especialistas. Usted querrá guiarnos por Madrid, ¿verdad?» Y de paso, los ojos azules, azules como un azul romántico y siniestro de miosotis, mirábanle, mirábanle... acariciábanle... sin la menor inquietud por Zacarías, que se había sentado en un sillón a quitarse lo negro de las uñas.

Era casi alta, y su pelo de un rubio profundo de caoba, encantador. El matiné, flojo y diáfano, dejaba dentro vislumbrar suelta y frágil su cintura presa en el corsé limón y el raso cielo de la enagua..., y arriba encajes y carne de los hombros. Tuvo que mudarse, con el fin de bajar al comedor, para lo cual, y sin dejar de hablar, por cierto, esquivóse apenas detrás de la cortina. Esteban sentíala en la alcoba trastear charladora y adorable, y a veces veía sus brazos alargarse a coger de encima de la cama algunas ropas.

-¡Sí, mujer, abrígate! Creo que estás para Madrid muy fresca! -habíala aprobado el marido.

Salió al poco, ella monísima, exquisitamente vestida para calle, e incluso con gran sombrero y un largo abrigo café, de pieles caras. Los dedos teníalos cuajados de sortijas. A nada que se movía al espejo, en últimos detalles, todo lo inundaba alrededor de esencias. Se perfumó el pañuelo, y perfumó cortés el del joven. Nunca éste se alegró tanto de tenerle de alta novedad, de aquellos de la calle del Príncipe. Su cuello, su corbata, su sombrero, su bastón... también irreprochables, como el terno caqui acinturado. ¡Qué diferencia de su porte al del pobre Zacarías!

Bajaron. Por la escalera, él le ofreció el brazo a Renata.

-Eh, concho, ¿dónde vais?..., ¡que nos pongan esto! -les gritó el marido.

Quería bajar en el ascensor. Explicáronle que hacía falta para subir, solamente. Se resignó y bajó detrás, pisando al menos por la tira de alfombra, «ya que lo pagaban».

Esteban no almorzó, porque había almorzado en casa. Renata le obsequiaba dándole aceitunas. Pero tenía que vigilar al marido, en ciertos platos, a fin de que no hiciese el ridículo ante la distinguida concurrencia, y ella misma, además, no cesaba de mirar por las contiguas mesas a las damas. Estos silencios utilizábalos el joven para tratar de comprender cómo había podido casarse tal mujer con tal idiota, que debía llevarla ocho a diez años. Zacarías representaba treinta y cuatro o treinta y cinco. Renata, rabiando, veintitrés.Por otra parte, también Esteban sufría un poco la extrañeza del comedor suntuoso, lleno de arañas y dorados, como Fornos, acostumbrado él al de doña Rosa. Renata no descomponía en el ambiente de buen tono. ¡Renata, que le miraba, que le seguía mirando..., que...! ¡Oh!

¡Ella le había mandado llamar!

¡Tan bonita y tan llena de brillantes! Un diente montado sobre otro, en la divinamente blanca dentadura, le daba un agrio seductor a su sonrisa.

-Sí, tengo el encargo de verle, en nombre de su mamá y sus hermanas, y sobre todo..., de Antonia. Como vecina y buenas amigas las dos, ¡qué mona la chiquilla!, ¡qué linda!... ¡Ella sí que es linda!... Hemos hablado de usted con frecuencia. ¿Eh?... Por eso me he atrevido a molestarle, cierta de que lo agradecerá.

Manifestó que Antonia le leía las cartas..., las bellas y largas cartas de tres pliegos que le llegaban de Madrid. Y aun antes de hacerse «un madrileño» el novio, leía Renata sus cartas... todas; por donde ella también, sin que Esteban pudiera sospecharlo, saboreaba aquellas cosas. Tal fue la razón de que le hubiese conocido con más gusto la noche en que le llevó su madre.

-¡Oh! -hizo el joven, como a una grata explicación retrospectiva.

-Pero esas cartas..., ¡vamos!, ¡perdón!..., ¡son mentiras bonitas que dicen ustedes los hombres! ¡La pobre Antonia se las cree! ¡Le quiere a usted como una loca!

-¿Qué ponen hoy en el Real? -preguntaba Zacarías, oyendo hablar del Real en otra mesa.

No le atendieron ni su mujer ni el paisanito, más que intrigados por las cartas y la novia, al tiempo que servía biscuit glacé el camarero. Esteban, contento de ser tratado como hombre, como experto hombre por esta bella mujer de Badajoz, oíala y comprobaba, en un espejo tras ella, que la barba le azuleaba a él en fuerza de afeitarse..., que todo él habíase como ensanchado y crecido en los tres meses de ruda batalla de Madrid.

-¿Qué ponen hoy en el Real? -volvió a preguntar Zacarías.

No le contestaban. Sacó el camarero un Imparcial, miró los espectáculos, y dijo:

-Orpheo.

-¡Será Orfeón, concho! -rióse Zacarías, que lo juzgó equivocación del torpe mozo.

Renata, con un rápido mirar, le atajó las risotadas. Cuando el camarero se fue le amonestó. Debía preguntarle a ella todo lo que quisiese preguntar.

-¡Es tan simple este infeliz! -se lamentó con Esteban, no queriendo confesarle tonto declarado-. ¡Es un niño, por completo!

Sin embargo, breve, al salir, y en tanto caminaron por la calle Echegaray, Zacarías delante, ella y el joven detrás, contábale a éste que su boda fue una boda de familia. No supo lo que hizo. ¡Una criatura! ¡Quince años!... Su marido había ido quedándose después, así... como corto, poco a poco.

La Carrera y la calle de Sevilla causáronles admiración. Era un tranquilo día de marzo, y muchos los coches y la gente. Ellos habían visto, como lo mejor, Lisboa, y no podía compararse. Miraban todo. Preguntaban. A Renata, en casa de Thomas, se le antojó una bolsita de mano. En La Favorita, una sombrilla. Pesábale su abrigo de piel. Zacarías regateaba en las compras; tenía tendencia a ir delante, pero acercábase a menudo a preguntar y a indicarles que «eran de Badajoz» los que pasaban. Esteban, reconociendo su «manía», la manía de todo forastero, hallaba un gran placer sirviéndoles de guía. Los elogios a las tiendas y edificios salían de su boca sin violencia. Madrid le parecía lleno de una luz y de una hermosura insuperables.

Dirigiéronse al Retiro. La débil atención de Zacarías se fatigaba. Desde el Banco de España, echó delante, con las manos siempre en los bolsillos del gabán, y mirando por su cuenta. Renata, con su recuerdo de Lisboa, que al fin le disminuía la curiosidad por otra gran capital, conversaba con el joven. El sol, desde que entraron en el parque, hízola quitarse el abrigo y llevarlo al brazo. Su charla recaía en Antonía, sin cesar. «¡Oh, si en vez de a mí la tuviese usted a su lado!», insistíale al novio. Y como el novio oíaselo por cuarta vez, lo menos, y siempre sufriendo el martirio azul y extraño de aquellos ojos de miosotis, repuso ahora:

-¡Yo voy muy bien, Renata, con usted!

-¿Porque le hablo de ella?

-Eso es igual. ¡Hábleme de lo que guste!

Hablaron de «los sentimientos», entonces, en términos generales. Las cartas de él reveláronle a Renata una romántica pasión exaltadísima, como no creía que en la realidad existiese. Ella, al menos, poníalo en duda. Nunca lo pudo saber, porque la obediencia de chiquilla que la había conducido al matrimonio le impidió gozar ensueños e ilusiones. Y eran..., habían sido su avidez. Un cariño reducido a su parte material le repugnaba...

Zacarías quiso embarcarse en el estanque. Se opuso su mujer, viendo que no había señoras en las lanchas, y Esteban los llevó a la Casa de Fieras. La libertad del joven fue mayor.La de Renata la misma, pues no se reservaba del marido, que aquí, en tanto ellos charlaban por delante de las jaulas, quedábase a ver comer al tigre o a reírse con los monos.

Al cabo de una hora cruzaban nuevamente el Paseo de Coches y perdíanse entre los bosquecillos y los lagos. El sol iba declinando.

La disquisición sentimental parecía irisarse de alma a alma, en la pareja, con los mismos ópalos que el cielo. Era Renata la que escuchaba al fin, y Esteban el que, cautivándola, admirábase de estar diciendo cosas profundas, todavía más bellas y profundas que en las cartas, donde asimismo aparecíase como un maestro. Para ello no tenía más que expresar sus emociones. Renata era una exquisita niña desdichada a quien él debiera generosamente consolar. Tan generosamente, que por piedad, por delicadísima consideración hacia el martirio suyo en una boda que sólo pudo ofrecerla del amor su aspecto repulsivo, impersonalizaba, espiritualizaba más su natural romanticismo, no obstante su inmenso calor de humanidad. Es decir, que simulaban ambos seguir refiriéndose a Antonia hasta cuando él, mirándola las manos y la boca, encarnaba los más altos idealismos en unos labios rojos, y en unos dientes blancos, y en unas manos llenas de sortijas. De rato en rato llegaba completamente a pararlos la conversación. El romántico no se acordaba ya de Madrid ni de su papel de cicerone. Pasaron ante el Angel Caído sin mirarlo. Volvieron por el parterre sin preocuparse de los juegos de los niños. Y tornaban siempre a los boscajes y a las sendas solitarias, y cortaban flores, al descuido, que Renata deshojaba lentamente. Pero una vez, la flor cortada era una gardenia. Desde los dedos de Renata pasó a la mano del joven, que la besó y se la puso en el ojal. Ella sonrió.

-¡Veremos lo que dura!

-¡Veremos! -subrayó Renata la «promesa», en sutil y galante desafío.

El marido, unas veces caminaba precediéndolos, y otras detrás. Para acordar con ellos el paso y la distancia, deteníase y los miraba, aburridísimo, con las manos siempre en los bolsillos.

-Pero ¡por Dios! ¡Acérquese! ¡Hable con nosotros! -habíale invitado Esteban al principio.

Él contestaba:

-¿Yo?... ¡Allá ustedes! ¡No tengo que meterme en lo que no me importa!

Convencido el estudiante de que en realidad «no le importaba» esta locuacidad de su mujer, que por lo demás, no se recataba lo más mínimo aunque lo tuviere cerca, no volvió a invitarle.

Pero habíase puesto el sol, había tenido que volver a ponerse el abrigo Renata, por consejos del cuidadoso Zacarías, y salieron del Retiro.

La conversación se continuó hasta las ocho en el Lion d'Or, tomando soda. Tres «horizontales», y ninguna con el sólido lujo de Renata, los miraban. Sin embargo, habíanse instalado ellos en el fondo, con un perfecto desdén hacia las gentes, y nada les preocupaba fuera de ellos mismos. El marido compró y hojeaba el Blanco y Negro, el Nuevo Mundo, Los Sucesos... Esteban, después de detallar prolijamente su inolvidable recuerdo de Renata en el tren, por sólo haberla hablado la noche antes media hora, sintió colmada su alegría al oírla que la cuestión de los médicos retendríalos en Madrid por todo marzo. Ella le convidó a cenar y él no aceptó, por ir a mudarse de traje para el teatro. Convinieron, camino del hotel, en cuya puerta les dejó, que volvería a las nueve.

No tardó en llegar a casa diez minutos. En dos, se cambió el traje caqui por el negro. Deplorando no tener otros que le permitieran variaciones, se puso otra corbata.

Pero servía la cena más tarde doña Rosa y él la reclamó. Fueron llegando los demás cuando terminaba los garbanzos. Antonio Mazo, también, esta noche. Se habló de los paisanos a preguntas pícaras de Luis, y Antonio dio informes de la boda. Él no trataba a Renata; sabía todo Badajoz que la casó su familia con el tonto porque poseía éste buenas fincas. Y nada de tonto luego de casados, como a Esteban le habían dicho: lo era de «nacencia», sin remisión... ¡Valiente cosa adelantarían los médicos!

-¡Hala con ella, Estebita! -azuzó viendo al muchacho levantarse más que listo-. ¡Pero ojo al tonto! ¡Dicen que es un garañón!

La broma le pareció al joven de mal gusto, e impía para el infeliz. Sin embargo, salvado en prisas el camino del Inglés, halló que más ingenua y groseramente, aún Zacarías confirmábale lo mismo. Estaba en el salón de tertulia, y le salió al encuentro y allí lo recibió: «No tardaría la Renata; vestíase arriba»... Hablaron de los especialistas, por no saber Esteban qué otra conversación pudiese interesarle, y el tonto declaró a las pocas vueltas:

-Bueno, quien viene a curarse es la Renata. Dice que diga que yo; pero es ella. Como no tiene familia, creen que lo da de la matriz. En Badajoz han dicho los médicos que la tengo lastimada... porque, vamos, porque es una pintura, porque dicen que no guarda proporción..., que soy muy hombre.

«¡Burro!», pensó el estudiante viendo bajar por la escalera a Renata con su traje claro de teatro.

Y no pudo evitarse, ante su gentil delicadeza de muñeca fina, imaginársela chillando debajo del imbécil. Esto le aumentó el romántico interés hacia la que tantas razones tendría para abominar del matrimonio, de lo material, de lo infinitamente bestia y grotesco.

-¡La mía gardenia! -saludó con italiana construcción, a fin de acentuar la «galantuomía» de su ademán de minué.

La había cambiado de chaqueta. En la negra, la flor blanca resaltaba más.

Renata se inclinó también, y sonrió, abotonándose un guante. Costábale trabajo, con el otro puesto, y reclamó el auxilio del amigo. Tembló la mano de éste, electrizada por la tibia piel suave. Los azules ojos de miosotis pagaron el favor con una de aquellas miradas quietas y profundas.

-¿A Lara? -preguntó el dichoso en el vestíbulo.

Y la ayudaba todavía a ponerse la capa salmón, forrada de níveo raso. Le parecía que íbala envolviendo en sus cuidados y en su alma poco a poco; que iba tomándole los aromas mismos de su vida en esta impregnación de sus perfumes.

-Sí, a Lara.

Por un rato la emoción les hizo enmudecer. Él llevaba abierta la solapa del gabán para que no se estropease la gardenia. Pasaban por una tienda de flores y ocurríasele entrar y comprarla crisantemos.

Ella, uno, se lo prendió en el corazón; los otros los conservó en la mano izquierda.

-¡Gracias!

-¡Veremos lo que duran! -intimó el joven, refiriéndose al que Renata consagró, y aceptándole a plena vida el cielo azul de otra mirada.

-¡Sí, veremos!

«Corazón y mano izquierda.» Le pesaba no saber el lenguaje de las flores.

Detuvo a un cochero de punto. Hallábase como perdido en el océano de la galantería. Era el segundo coche que tomaba en Madrid. Su estrechez, él sentado enfrente, pudo permitirle tocar con las rodillas las de ella. No quiso; le bastó el leve roce de las sedas. Su trato con Renata llevaba por sí propio sesgos exquisitos que debía respetar. «Eh... eeép», decía el cochero en la bocacalle, de Preciados, y uno huyó. ¡Quizá la Burra, sin saber lo que iba dentro de este coche!

Recordando sus regateos de las tiendas, a pesar de los codazos de Renata, comprobó que era roñoso Zacarías: por pura fórmula se echó mano al bolsillo cuando Esteban pagó el simón y las butacas.

Últimas filas. Lleno el teatro. Renata situóse entre los dos. Al principio revisó con sus pequeños gemelos los palcos, y hablaron de «la preciosa bombonera» y de la gente. Esteban ya sabía que le llamaban a Lara «la preciosa bombonera». Su satisfacción de cicerone resurgía aunque limitada por su ignorancia del nombre de los cómicos. Menos aún podía satisfacer las curiosidades de Renata sobre quiénes fuesen los caballeros y señoras que alguna vez la dirigían los anteojos. Sus pies tocáronse una vez, pero ella lo esquivó. Sin embargo, a la mitad de la graciosísima comedia, cuyas frases de dos enamorados se dedicaban ellos con sonrisas, sus antebrazos habían establecido sobre el brazo del asiento un contacto suave.

Mientras se renovó el público para la segunda sección, los gemelos de Renata parecían buscar a alguien.

Últimamente inquirió:

-¿Conoce usted a Julián Enríquez?

-No. ¿Quién es?

-No, nadie. Un chico de aquí que estuvo en Badajoz de secretario del gobierno. Debe ir mucho por Fornos.

A la mitad de la segunda obra, el contacto de los brazos habíase complicado. El de Esteban, tras el de ella, recogíaselo como un nido. De tiempo en tiempo acentuaban dulcemente la presión.

A la salida tomaron chocolate en un café. Desquitábanse de lo que no habían podido hablar en Lara. El marido abría la boca con bostezos que hacíanle crujir ternillosamente las mandíbulas.

-Pero, ¡hombre!, ¿te aburres?

-Hija, Renata, ¿te parece que no hemos andado hoy más que un galgo?

Siguiendo el ejemplo de Renata, delante de él, Esteban refería «a Antonia» cuanto iba diciendo. Treta feliz para los dos, porque consentíale a su antojo florearla, y a ella aceptarle sin rebozo los floreos. Sólo que Antonia, aquí... era rubia.

-¿Rubia? ¿Tú no ves, mujer? -permitíase anotar entre dos bostezos el marido-. ¡Mira que... rubia Antoñilla! ¡Lo que éste la querrá, cuando no se le recuerda ni el pelo!

Sonreían los dos en el diván, subrayando con el tacto de sus codos el candor del pobre simple, y continuaban charlando, y el otro bostezando.

-Oye, Renata, tengo sueño. Ve cómo se me abre la boca, sin querer..., ¡aaaaúh!... No, no: me contengo la barba con la mano. ¡Ya sé yo de uno que se descuajaró!... ¡Aaaaúh!

Eran las dos y media.

Salieron. No quedaba nadie.

La mañana siguiente invirtiéronla en los médicos, Renata y el esposo. Esteban, en sus cátedras. A la una, según acuerdo, reuniéronse con el fin de pasar la tarde en la Moncloa. El crisantemo y la gardenia lucíanse en las solapas respectivas, algo lacios. Renata llevaba una levita color pasa, que armonizaba con el pelo y el sombrero y la sombrilla. Hacía calor. El marido, agricultor terrible, iba hoy siempre detrás, observando los viñedos, los sembrados, las jaulas de los faisanes y de las gallinas de Guinea. Idilio a veinte pasos de él, bajo la abierta sombrilla. El recuerdo de la novia se iba borrando en la pareja que vagaba, que guiaba, que bajaba cuestas o cruzaba los ribazos herbosos en que Esteban daba el brazo, cortés. A menudo se olvidaban de desenlazarlo, y así continuaban discutiendo si un cariño de hombre podía durar una existencia. Al anochecer, en una pradera de trébol, viéronse semicercados por una valla de alambres.

El joven la salvó y como en los pasados obstáculos, trató de ayudar a su dulce compañera. Imposible, por encima, sin cogerla en brazos. Los alambres tenían pinchos. Entonces, ella, a un intento de pasar por entre dos, se enredó la falda y enseñaba la tensa seda heliotropo sobre la bota imperial; gritaba apuradísima..., acudió el marido y la libró del percance. Esteban habíase vuelto de espaldas, prudente, mas no sin haber podido comprobar: «Parece delgada y no lo es. ¡Fina y maciza!» En efecto, jadeaba Zacarías, de haberla pasado por lo alto.

-¡Pareces tonto, hombre! ¡Vas siempre a cien leguas!

-Pero, hija, ¡que queréis..., si siempre estáis hablando de lo mismo!

Por la noche, sintiendo el cansancio del día anterior y de esta tarde, no salieron. Esteban pasó una vela deliciosa, oyéndola al piano. Tomaban té con pastas, a las doce. Zacarías se puso a teclear el No me mates, La Marsellesa y el principio de la Marcha Real, que estaba ahora aprendiendo. Últimamente se cansó, y vuelto en la banqueta, con las manos en las rodillas, mirándolos, abría una boca colosal, en sus bostezos ternillosos, proyectando la legua abarquillada por la punta, igual que los podencos.

-¡Aaaaúh! ¡Vamos, hijos, son las tres! ¡Me parece que os habéis dado una ración!

Y placíales tanto charlar, que con una gentil indiferencia de Renata hacia la corte, en toda la semana repitieron sus paseos por los parques soledosos y sus veladas del hotel. Apenas les concedían algunas horas, en las mañanas que «no hubo médico», a la parada del Palacio, a San Francisco el Grande y al Museo del Prado, y eso para desfilar igualmente embebecidos con su charla ante las músicas de reyes y los altares de santos y los Murillos y Velázquez... Por las noches, la Zarzuela, el Cómico, algún cine... Algo breve que les permitiese recalar en un café cualquiera hasta las once, y refugiarse en su piano de la fonda hasta la una, hasta las dos, hasta las tres...

Madrid le parecía al afortunadísimo muchacho una ciudad de magia. No sentía el frío, en estas retiradas tan tarde, desabrochado el gabán y suelta la blanca bufanda de flecos... Una ciudad del amor, a estas horas. No se veían más que parejas. Pero la reina, la diosa, allá quedaba en el hotel. La idolatraba.

Era tan suya, tan suya... como si ya lo hubiese sido.

¿Qué importaba el tiempo en las inmensidades de la vida y del amor?