En la carrera: 07

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En la carrera de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo VII

Capítulo VII

Y esta noche, al volver, Esteban por sí propio comprobaba que hay un grado de la dicha que llega hasta el tormento. Sus labios traían la quemadura de un ascua fresca de la gloria. Fueron besos en la mano llena de sortijas, cuando ella se entreasomó al pasillo a despedirle. La mano resistió, pero... ¡entregada!

Daban las tres.

Cogió el dichoso la gardenia -la pobre gardenia de diez días, que ya sólo era un despojo- y desde la solapa la guardó eucarísticamente en el baúl. Se apoyó en las barras de la cama, y quedóse absorto, abrumadísimo. No había cenado en casa. Vio dos cartas sobre un fémur. Eran de su madre y de la novia. Las cogió, rompió los sobres, las miró..., no pudo decir que las leyó. ¡Cuán lejos todo eso!

Empezó lentamente a desnudarse. Se olvidaba, y sorprendíase tirando de una bota sin haberla desabrochado. A los tres botones volvía a pararse. «¡Sí, los besos, en la completa sazón para la que ya tenía rendida el alma! Mañana..., otro en los rizos de la sien; pasado, en la boca; al otro...»

Aquí el programa se perdía, y se sacó Esteban la otra bota. «¿Consentiría desde traspasado mañana en ir devolviéndole los besos..., o haríale falta seguir como robándoselos tres días más?»

Ya en el lecho, arropado, advirtió que tenía puestos el cuello y la corbata. Al quitárselos, permaneció sobre el codo. «Bah, rápido lo demás; una mujer decente es como el agua: lento y difícil ponerla en punto de ebullición; pero... una burbuja..., y toda hierve!»

Pensaba esto con un aplomo de experiencia que le sorprendió. ¡Como si no fuese la vez primera que le pasaba a él con una mujer así... con una mujer decente! Martina, aun resultando en verdad su iniciadora, quedaba en el ínfimo nivel de fregatriz simpática, que se iba con no importase quién desde un baile. Y sentíase tan grande su amor, luz radiosa en su cerebro y en su alma, que alumbrábale la vida como el sol alumbra el mar. «Sabía», él, por revelación. Su sol, Renata, desde el primer momento. No se concebía de otra manera que se hubiese conducido junto a ella con tal seguridad.

La torpeza que hacíale ser aventajado incluso por la Burra floreando a las modistas, habíasele tornado con Renata en ligereza, en ágil y segura sencillez. Corría su amor, herido en el fondo de su vida, como corre una fuente herida en su caudal. Espontáneo. Sin violencias de mentiras, ni artificios. Sin prisas de propósito, propósito el mismo de sí mismo, que los iba determinando y especializándolos de un modo natural en cada instante. Un maestro, pues, de falso galanteo, creía el joven que pudiese haberlo, o que pudiese serlo la experiencia; un maestro de amor, no, tan inútil como un maestro de hacer saltar a los gatos o de hacer cantar a los mirlos.

Renata, con su sola presencia y la sola comunión franca con su espíritu, le devolvió el divino sentido de la vida. Culto y Ansia. Cielo y tierra. Humanidad. Veíala a un tiempo material y etérea, como una armonía del universo. Fusión perfecta, integración definitiva y absoluta de aquellas sus inmensas adoraciones puras del altar, guiadas hacia Antonia por un instinto poderoso, y de aquellas delicias innegables, tan sólo por limitadas tristes, de la carne de Martina. Al lado de Renata, bajo el resplandor celeste de su alma, y por ella ennoblecido, adivinaba en las elegantes sedas su cuerpo, su deidad, su dignidad de mujer diosa, brasa y luz.

Una razón de física, en la conciencia del estudiante reflexivo que tendía a unificar la idea de Dios y la del péndulo, comprobábale su acierto: si aquí alcanzábale el fulgor del alma de Renata en una emanación que atenuaba la distancia, y que aumentaba, lo mismo que el de un arco voltaico velado por su globo, según que la distancia era menor, hasta ser en su proximidad gloriosamente intolerable, justo era creer que desnuda, sin sus sedas, como el foco sin su opaca bomba, brillase deslumbrante e inmortal su alma en su carne misma..., carbón de la belleza y de la vida... y del alma, que no sería entonces sino eso..., ¡un resplandor!

¡Oh, el alma un resplandor de la materia ardiendo en vida y en belleza! Hermosamente herética, la idea. Le llevaba a otra avenencia entre Dios y la historia natural, donde él se estudió como mamífero del mismo grupo que los cerdos y con el desaliento subsiguiente a haberlo hecho la psicología considerarse no sabía qué soplo azul... Ahora, el Amor, maestro de maestros, ciencia de las ciencias, decíale que la psicología y la historia natural eran tal vez dos cosas tan estúpidamente partidas, a pretexto de materialidades e inmaterialidades, como dos libros que antitéticamente pretendiesen estudiar, el uno la luz, el otro la lámpara. ¡Si, el amor! Comprendía Esteban que su alma hallábase clavada, por rayos de celeste inmaterial materia, a aquel cuerpo, a aquella preciosa vida de mujer que harto físicamente pudiera suprimirle, por ejemplo, un atropello de tranvía.

Y la paradoja, la perenne paradoja, le dejó suspenso otra vez, parecíale extraño que precisamente al delimitársele la vida como algo fugaz y transitorio, menos que nunca le pareciese la mujer un vaso de cerveza.

«¡Perdóname!», le pidió su pensamiento, en Renata, a todas las bellas mujeres nobles a quienes calumnió su corazón por culpa de las viles y viciosas. Percibió la monstruosidad de las masculinas torpeza y despreocupación que a él también le iban arrastrando: juzgar de las mujeres por las prostitutas, infelices procedentes de la capa social más degradada, era lo mismo que si las honorables damas, entregándose a mendigos y rateros, juzgasen por ellos a los hombres. ¡Absurdo!

Sus ojos, con la paralización de la piedad y la injusticia, miraban en la alfombrilla del suelo un papel. La carta de Antonia. Se había rodado de la cama. La cogió y la puso en la mesita, lleno de respeto, lleno de amargura. «Sabía, sabía», por la ciencia divina de Renata. No sólo podía decir que no quería a la pobre novia, sino que no la quiso nunca. Un culto transportado desde una imagen de un altar a otra lejana imagen de una reja. Certero el instinto, en la humanización de ideales del niño que volvíase hombre; pero las circunstancias adversas. No hablándola, contemplándola de lejos, recibiendo siempre sus cartas infantiles y no el efluvio total y directo de su ser, lógico era que aquel «amor» se hubiese flotante sostenido como vacío ensueño que hubiera de abatirse y contemplarse sobre una mujer como Renata. De Antonia, si alguien le hubiese dicho veinte días atrás que él la deseaba, le habría dado un puñetazo. De Renata, si alguien le dijese que él no la tendría suya, suya en sus brazos y en su alma y en sus dientes..., sería capaz de darle un tiro.

¡Renata era suya, y sería suya, porque él era de Renata! Y pensándolo y diciéndolo así, su corazón «la enaltecía».

Restituido a sí propio por esta enorme verdad, notó el silencio de la casa..., del comedor. Lo más raro fue que, al entrar, había ido a la cocina, en busca de agua, sin darse cuenta de que no estaban los jugadores esta noche..., sin acordarse de que doña Rosa habíaseles plantado en la anterior, porque no quería hallarse expuesta a visitas policiacas, y porque le estropeaban los muebles.

Luego... ¡esto sin nadie y el esqueleto en el cuarto de la Burra, y aquí la calavera, y los huesos, y el gato!...

¡Bien! Esteban torció la llave de la luz, y dispúsose a dormir...

No sólo era su voluntad no tener miedo, sino que, además, no lo tenía.

No lo tenía.

Ni pensando en los pobres muertos de San Carlos, tan abandonados por él.

¿A qué ir, si no estudiaba? Después de marzo, daríale otro empujón a los libros, cuando Renata partiese y él descansase en el triunfo de esta felicidad suprema que le importaban por encima de todas las cosas de la vida.

Olía a ella, a su perfume..., que diariamente poníale en el pañuelo, y él, aquí, para dormir, bajo la almohada.

Soñó con ella, con sus manos de sortijas. Soñó que pasaba otra barrera de alambres, y que tenía ajorcas de brillantes y esmeraldas en los pies y en las rodillas...; y su carne, por encima, era de un nácar del cielo.

Despertó a las doce, cuando Eduardo, y le habló de ella.

-¿Por qué no vais a Fornos por las noches, que la conozcamos?

-¡Que la conozcáis!

-Vamos, de vista.

-¡Ah!

Esteban se vestía, y salió, a pelarse, porque era domingo y cerraban pronto los barberos. Se encontró luego en la calle de Sevilla, tan cerca del hotel, que no pudo resistirse a la tentación de saludar a su Renata, antes del almuerzo.

El ascensor le dejó casi enfrente de las habitaciones de ella; pero habíanle advertido abajo que don Zacarías no estaba, y una emoción tremenda le hizo retardarse en el pasillo. ¡Sola! ¡Peinándose quizás!, ¡con aquellas batas leves!... ¿Cuál debería ser su entrada y su conducta? Tocó la puerta, con misterio. Le abrió Renata, y tuvo un semigesto de sorpresa. Él pasó sin decir una palabra, observando con pesar que ella no echaba la llave nuevamente.

Renata tenía en la mano un libro. Hallábase peinada y vestida como para salir. Se acercó a Esteban, que ya se había sentado en el sofá, y se sentó en una butaca.

Ante la turbación vigilante de ella, quebrábase el aplomo del joven.

-¿Leía usted? -dijo por fin.

-Sí, este libro.

-¿Novela?

-Versos. De un amigo.

-¿De un amigo?

-De Julián Enríquez. De ése que le dije en Lara la otra noche que estuvo en Badajoz. ¡El poeta!

-¡Ah! Y los versos son... ¿a usted?

-No, nada... ¿cómo? Enotro libro sí me tiene algunos dedicados. Éste... es que al volver de la consulta, ahora, lo vi en un escaparate y lo compré.

Determinó inmediatamente, viendo el disgusto de Esteban, que la tal amistad databa de cuando ella se casó, seis años antes. Sabíase de memoria los versos dedicados, y los dijo. Hablaban de amor..., ¡como todos! Julián estuvo de secretario del gobierno un año. Luego fue a Gerona. Después, a las Canarias. Cruzáronse cartas algún tiempo, y al fin..., ¡lo que pasa!..., se habían ido enfriando la amistad y la correspondencia... Él, no sabía el librero si hallábase en Madrid; pero si estuviese y se enterase de que ella estaba, claro es que vendría inmediatamente a visitarlos.

-Sí, créalo usted, ¡le vería con gusto!

El dolor tenía trémulo a Esteban. Lo advertía Renata, y se apiadó.

-¡Sé un amigo! ¡Un amigo! Y bien menos propasado que... otros. Yo no debiera hoy recibirle a usted, sencillamente. Y menos, sola. Zacarías está a echar cartas al correo.

En la confusión de Esteban quedó predominante el tono del reproche, afable, perdonador, puesto que «no debía recibirle»... y habíale recibido. El libro y el poeta borráronse con sus celos momentáneos.

-Sí. Ya sé que no está Zacarías. Abajo me lo han dicho.

-Pues no ha debido subir, después de lo de anoche. ¡Bah! ¡Y lo que Antonia tendría que pensar de usted si supiese!... Yo, francamente, Esteban -terminó seria y mimosa-, no me podía imaginar que nuestras charlas de Antonia le condujesen a esto!

-¡Renata! -saltó él apasionado, con una firme precisión que la sorprendió y que le sorprendía a él mismo, de tanto hallar siempre las mejores elocuencias en el simplicísimo sistema de no velar sus emociones. Usted sabe que Antonia no ha sido entre los dos más que un pretexto! ¡Usted sabe... que yo no quiero a Antonia, que yo he dejado de quererla por usted...!

-¡Ah, por Dios! ¡Qué atrocidad!

Calláronse. Y como el tímido de los primeros días, a quien ella tuvo que animar delante del marido; como el suelto y hábil de los días siguientes, a quien ella delante del marido tuvo que atajarle sus más que audaces charlas muchas veces..., aquí, ahora, sin el marido, era un infantil expedito extraño que pretendió goloso cortar el silencio cogiéndole las manos otra vez, como anoche. Ella se levantó y se refugió junto al piano.

-¡Oh, Esteban -dijo-, olvida usted que soy casada!

Quedaba él en el sofá, sin intentar perseguirla, pero con una profunda calma anhelosa en los ojos, y se limitó a encogerse de hombros, replicando:

-¿Y qué?

A la angélica insolencia, Renata no supo contestar. Se sentó al piano y tecleó, torpe, encendida su faz, bajo el pelo rubio, como un jirón de aurora.

Hubo otra pausa llena por las notas sueltas, por arpegios.

Esteban pidió desde su sitio:

-¡Toque usted!

Fue obedecido, y la escuchó primero encendiendo un cigarro, observando de paso cómo temblaba en sus dedos la cerilla... (pero no de cortedad ni cobardía); luego, acercándose a volverle la hoja, como siempre.

Sólo que no había hoja -o al menos no era, él no sabía qué vals tocaba ella, de estos papeles que estaban abiertos delante- y no tenía nada que volver.

La música salía con marras de los dedos. Mas a cada instante, porque más a cada instante, y de insensible modo, íbase aumentando la lánguida inclinación del oyente hacia Renata.

De pronto, ella ahogó un gemido: Esteban habíala abrazado del cuello, y la besaba la sien... Se debatía, la sorprendida..., la sorprendida al menos por esta dulce violencia sofocadora de los brazos, que la dejaban indefensa recibiendo aquellos besos, y al fin las protestas de su boca fueron cortadas con otro..., al tiempo que subía al rojo fuego el rojo aurora de su faz... ¡con otro beso en los labios, en los dientes, loco y blanco y húmedo..., que la venció..., que nunca quería acabarse, y que la desmayó en derrota sobre el hombro del ansioso...; se hizo el fuego palidez, y la faz de seda dormía su muerte en aquellos brazos bajo aquel beso feroz de los labios a que no sabía si sus labios iban contestando, al fin, estremecidos, o era que quisieran aún continuar, dulcemente aprisionados, sus protestas...

-¡Por Dios! -logró ella luego suspirar, huyéndole la boca y quedándose prendida por el pelo en un botón.

Esteban la libertó, deshizo el enredo de su manga, y fue a caer borracho de gloria en el sofá. Se había hartado de sus labios. Ahora no sabía si querría que le matase.

Y Renata, que había abrumado de bruces hacia el teclado su vergüenza, se levantó lentamente. Nada decía. Estaba otra vez encarnadísima.

Colgábale una peina en un rizo suelto sobre el rostro, y fue a ordenárselo al espejo.

«Quizás, mejor -pensaba Esteban-, hacía esto por ocultarle a él su turbación, de espaldas.»

-Renata, siéntate aquí -dijo, dando en la tapicería una palmada que le dejó tendido el brazo.

No le contestaba, y él volvió con calmosa resolución a levantarse. Entonces, ella giróse en susto:

-¡Esteban, por favor! No creo haberle dado pie para que usted... ¡No..., no!..., ¡siéntese! Mi marido puede...

Se detuvo, a medio camino de su ruego, y Esteban a mitad de camino de su audacia. Unos pasos habíanles hecho dirigir las miradas a la puerta.

¡El marido!

-Hola, Renata.

Entraba con el sombrero hasta el cogote y atestados de paquetes los bolsillos del gabán, y su boca abierta acentuó su asombro de ver aquí el paisano.

-¡Hola! -le saludó también.

Puso los paquetes, que sacaba con trabajo, en la consola, y preguntó:

-¿Qué hacíais?

Su mujer le preguntó también en vez de responderle:

-¿Diste con la tienda? ¿Traes las botas?

-Sí, mira. Acabadas de acabar. He esperado a que le pongan los botones.

De un papel rosa desenvolvió las finas y altas botas de tafilete color bronce. De otro, un enorme pastel comprado en La Pajarita, al paso del correo. Además, traía un ratón mecánico, dos «Toribios» y sobres comerciales, de la Puerta del Sol, «por la cuarta parte de su precio». Verdad que no se le hacían falta para nada; pero aprovechó la ocasión: «El vendedor decía que era del saldo de un comerciante que habíase vuelto loco»...

Aun comprendiendo Esteban que la contrariedad del infeliz pudiera más que a otra cosa referirse al regocijo que, por tales compras, con su mujer, turbábale un extraño, tembló a la idea de cómo pudo sorprenderlos si llega poco antes. ¿Qué efecto le habría hecho ver a Renata abrazada?... ¡La simpleza tendríala en el entendimiento Zacarías, pero en los ojos, no!... Así, en la lucha de sus ojos con el entendimiento simple, ya, en un café, él sentado enfrente y ellos como siempre en el diván, habíale oído decir la otra noche: «Hija, Renata, desapartaros un poco, ¡que le estáis llamando a la gente la atención!»

Por cuanto a Renata, ahora examinaba las adquisiciones del marido, le preguntaba los precios, y no le hablaba a Esteban. No le miraba tampoco, esquivando en una especie de triste hostilidad las frases que amable y honestamente él deslizaba en la honrada conversación del matrimonio. Pensó el joven que debía marcharse, lo manifestó..., y sufrió en seguida la pena de la silenciosa alegría que pareció causarle a ella la noticia. ¡Oh, no le decía ni «adiós», ni le despedían sus ojos de miosotis!... Pero desde la puerta la oyó decir mansamente:

-Zacarías, ya que has traído el pastel, que lo coma Esteban con nosotros. ¿No quiere almorzar con nosotros, Esteban?

El sol que resurgía. Aceptó y no tuvo más que esperarlos. La bajó del brazo. El marido precedíalos con el pastel.

Durante el almuerzo acordaron ir a los Carabancheles, en tranvía, para recordar los pueblos extremeños. Cumplido el programa, pasaron la tarde bien, salvo la dificultad de hablarse directamente de... los besos, y de las cien cosas más que Esteban hubiese querido dejar establecidas. Calles de aldea. Callejones con bardales y gallinas. Iglesias de ingenua construcción y muchos perros. Zacarías marchó casi todo el tiempo al lado de los dos.

Esta noche fueron al Real, y a paraíso. Llano gusto de Renata, le hizo traer las entradas al marido, mientras Esteban los dejó para cenar. En los teatros grandes placíanles los anfiteatros, las modestas delanteras numeradas..., por economía (según Zacarías declaró, «¡es una pintura!»), y porque a ella y al amigo no les iba mal en la estrechez de los asientos. La intimidad, bajo la música de Wagner, y con el antepecho por valla protectora, pasó del disimulo a las delicadas intenciones. Los contactos de los codos al descuido ganáronles los pies..., subieron a las rodillas..., y a plenas conciencia y tolerancia de la esquiva, tras un enojo del terco acosador. Una sonrisa y una mirada de resignación sellaron el pacto y una elástica morbidez de calor muy dulce sintió Esteban contra todo el plano externo de su pierna desde entonces. Los wagnerianos crescendos del metal despertaron al final a Zacarías.

Todo esto tenía una sencillez que encantaba al estudiante. En plena corte había sabido formarse una vida de aislamiento. Aceptábala sin prisa, confiado a su ritmo natural; pues aunque sus ansias fueran la aceleratriz, el regulador era el marido, que no se separaba de Renata. Volvió en las dos mañanas siguientes a la fonda, por si anduviese aquél a sus compras o al correo..., y ¡nada, firme, tecleando la Marcha Real mientras ella se adornaba al tocador prolijamente! Hubo de conformarse con los besos en las manos, al despedirle en el pasillo, y con otro que pudo darle en la nuca al cruce de una puerta. Pasaban juntos doce o trece horas cada día. Los paseos campestres, deliciosos. En tanto Zacarías iba delante, o detrás, ellos hablaban ya libremente de sí mismos, de su amor, aunque recogido y sostenido por Renata, en la fase de las declaraciones tenacísimas, que no acababa de aceptarle en toda su extensión..., con todas sus consecuencias. Él se lo explicaba: Renata, casada a los dieciséis años con un tonto, no había sido la novia, nunca, y quería gustar y prolongar todo lo posible, en un verdadero amor, este preámbulo de traviesos idealismos. Por eso le hacía lucir en el ojal el despojo seco de lo que fue gardenia, y ella en la escarcela conservaba el crisantemo. Por eso complacíala que él fuese convirtiendo en reliquia cada trébol, cada brizna de hierba, cada papel de caramelo y cada platilla de bombón que sus dedos consagraban. Por eso él generoso manteníase con ella en la más exquisita corrección, conteniéndole a sus manos impacientes toda irreverencia en aquellas confianzas del teatro. Lo que sí le molestaba algunas veces, en los poéticos paseos que duraban desde la una hasta las ocho, eran las ganas de orinar: antes reventar que ceder a tamaña grosería, y se admiraba lo que resiste una mujer. El marido, sí, solía ausentarse cuando entraban en los cafés de vuelta, o sencillamente resguardándose un poco contra el boj de los jardines.

En la Vaquería del Retiro, esta tarde, por ejemplo, el desasosiego del joven iba siendo mucho. No le dejaba gusto para hablar, ni casi para atender con su tic amable de sonrisa. Renata distraíase mirando los paseantes. De pronto la oyó, toda alborozo:

-¡Julián! ¡Julián Enríquez! ¡Mira, allá, por el estanque, Zacarías!... ¡Corre y llámale! ¿Le ves?

-¡Le veo! -dijo Zacarías; y partió como una flecha.

Un momento después, Julián Enríquez era recibido a todo honor de confianzas y alegrías. Hablábales de tú, nada menos, al marido y a la mujer; y para saludar a ésta y decirse mutuamente si encotrábanse más flacos o más gordos, le retuvo entre las suyas ambas manos. Bajo una lluvia de preguntas, se sentó, y vino la presentación, por Renata:

-Esteban Sicilia, paisano nuestro.

Pero el tumulto de preguntas sin respuestas se fue fijando poco a poco. Renata y el poeta, y el mismo Zacarías trabaron una voluble y veloz conversación de cuanto desconocían de sus vidas en tres años. No se escribían desde no recordaban cuándo, porque él había rodado mucho. Estuvo para casarse dos veces..., la última en Logroño. Gotas de ajenjo, el libro que acababa de publicar, pensaba habérselo enviado...

¡Cómo le sonreía ella! ¡Cómo le miraba!... Esteban, contrariadísimo, relegado al mismo desdén que los sorbetes que tenían delante, observaba la extrema distinción de Enríquez y la música como extranjera de su voz. Delgado y alto, de unos veintisiete años y de una estirada cara particular, aristocrática; vivos y hundidos los pequeños ojos y muy juntos en la confluencia de las cejas con el estrecho arranque de la nariz; finos y húmedos los labios, entre los largos dientes de impecable blancura y la sedosa sombra de un bigotillo, cuyos rizosos pelos, igual que los de la barba, podrían contarse. Vestía un terno inglés, de cuadros, de «última», y tenía lentes de oro de puente recto, y calcetines con flores. Cansado Esteban de escucharlos y de apretar las piernas, se levantó:

-Bueno, Renata -dijo-, hasta después. Voy a ver a un compañero, aquí en la calle de Lagasca.

-Pero... ¿se marcha? -dijo Renata sorprendida.

Los ojos de miosotis, bruscamente compasivos ante esta brusquedad, pedíanle que se quedase, y con tal fijeza y tal fervor, que al notarlo Enríquez, por vez primera miró también con atención al estudiante. Este pensó:

«Sí, nada más que amigos». Pero, ya hecho el intento, que haríale quedarse descansado, partió, prometiendo volver aquí, si le esperaban. «Sólo tenía que recoger unos apuntes.»

Iba a la carrera... Buscaba un urinario. Salió del parque. No lo encontró hasta la calle de Alcalá, junto a la Cibeles. Esperó a que uno se quitase, y otro que tuvo detrás, en seguida, le esperó a él... ¡un mes! Aquello no llevaba trazas de acabarse... Y descansado, no menos a escape, volvió a la Vaquería.

¡Amigos, sí! Renata le atendió compartiéndole su afecto, y dándole a Esteban ocasiones para comprobar él mismo que no desmerecía del otro en ingeniosidad y seguridad: si ágil el poeta, él profundo, con una intuición del amor y de las cosas impropia de su juventud. Porque claro es que no podían sino girar en torno del amor un poeta, una mujer y un apasionado: aquél comparaba los ojos de Renata a los lirios; Esteban, a dos luces de un ensueño de turquesa. Pronto echó de menos, sin embargo, la libertad que a ella le restaba la compañía de quien no era tonto. Julián Enríquez, lejos de marcharse, les acompañó de regreso hasta el hotel, y prometió volver para el teatro.

¡Oh, los días siguientes! Con ellos, con ellos Enríquez, a todas partes, a todas horas. Pero ¿es que no tenía nada que hacer este hombre?... Y una de ropa, ¡ah!... chaqués, americanas, frac, esmoquin, levita... Todo de una flamante novedad que ni los príncipes. Esteban al principio volvíase loco combinando las tres prendas de su traje caqui con las otras tres de su traje negro... ¡Imposible competir! A Enríquez conocíale todo el mundo, lo mismo los hombres por la calle que las damas de los palcos, títulos, según él, y púas de aquellas de Apolo (aunque estuviesen también en la Zarzuela y en Eslava) según la conciencia de Esteban. Ahora, sí, de lo que el elegantísimo poeta andaba no tan bien era de cuartos. Notábasele en que con su elegancia y todo se sometió al modesto plan de diversiones, convidado las más veces y tratando de corresponder con butacas de periódicos y billetes para las Caballerizas, para la Casa de Campo, para las tribunas del Senado y del Congreso, donde por cierto, una tarde, Zacarías, con un sonoro bostezo colosal, se atrajo la expectación de la Cámara.

Era de una memez completamente incorregible el pobre Zacarías. Les llamaba «las merluzas» a los tritones de piedra de las fuentes. Grande admirador y amigo de Julián, preguntábale del todo; y cuando éste, en una revista política del Cómico, satisfacia su curiosidad diciendo: «Ése es Romanones. Ése es Maura. Ése es Canalejas», llegó a creer que se trataba de los auténticos prohombres.

-¡Vamos, parece mentira que venga aquí a estas jeringonzas!... ¿Y por dinero?, ¿verdad?... ¿Cuánto les pagan?

Se le disuadió del error, y desde entonces le pareció menos interesante la revista.

Enríquez, con conocer a los cómicos y a tanta gente, acaparaba la atención, incluso de Renata. Y Esteban rectificaba de nuevo su juicio: «¡Más que amigos, más que amigos, los dos!»... Habíales sorprendido alusiones a recuerdos, como sorprendíales miraditas y sonrisas con sindéresis. No por esto ella, ecuánime y contenta por lo visto ante la doble adoración, se las negaba a él. Reducíase el cambio a que en los divanes del café y los asientos del teatro dejábanla ambos en medio, situándose el marido cerca del poeta. Y desde el poeta al estudiante, así, poco a poco, se entabló una sorda lucha en que iba desplegando sus recursos cada cual. Uno, su frac y su esmoquin, con lo que aparecía algunas noches en retardo por la fonda, diciendo que iba del té de una marquesa; su frivolidad, su vanidad de conocimientos artísticos mundanos -puesto que sabía música, óperas, francés, italiano, inglés, hacer versos y prestidigitaciones, los nombres de todos los perfumes y dirigir un cotillón-; otro, su aplomo y la profundísima intuición de sus pasionales idealismos, extrañamente voluptuosos, tal como Renata habíaselos ido forjando en la carne y en el alma.

Observador Esteban, y sutil y sereno, además, así que pudo recobrarse del deslumbramiento que al principio le produjo el poeta mariposa, no tardó en notar la práctica ventaja que en lucha tal le iba sacando: Renata, mientras parecía extasiarse oyéndole poéticos relatos de viajes y salones, oyéndole bohemios versos al champaña y a Lulú, era a él, a Esteban a quien le oprimía la pierna con la pierna debajo de la mesa. Primero, temió (y principalmente en la camilla con brasero que había hecho poner en el hotel el friolento Zacarías) que pudiese hacer lo mismo al otro lado la otra pierna de Renata; de que no, persuadiéronle algunas rápidas inquisiciones por debajo del tapete, como a mover la lumbre. Esto, de paso, le decía que si hubo un conato de amorosa inteligencia entre ambos, no llegó a la intimidad, Dios que supiera por qué; mas también resultábale indudable que lo hubo, y que le gustaba, que le había gustado en otro tiempo Enríquez a Renata. ¿Podía, si no, explicarse su conducta? ¿No eran esos los «derechos adquiridos» a que ateníase él cuando en los entreactos del teatro salía como a fumar y a hacerse mirar por ella entreasomándose a las puertas?

¡Oh!, una de estas noches, ya de vuelta a la camilla de la fonda, Esteban no podía con su rencor. Venían del Lírico, y el juego de aquel estratégico fumar y de aquellas miradas a distancia habían pasado de lo justo..., de lo justo por parte de ella, para calmar a un antiguo enamorado y aun para quitarle la idea, siendo casada al fin, de que fuese Esteban su amante. Al revés, diríase que buscaba dos, aspirando a que uno y otro lo supiesen. ¡Coqueta! ¡No le bastaba haberle entorpecido a él sus charlas deliciosas de abandono, la marcha rápida hacia el triunfo que los besos iniciaron, con retener junto a ellos a Julián en fuerza de afable acogimiento! Empezó a no hallarla respetable; empezó a menospreciarla. La veía junto al piano escuchándole al poeta tocar y cantar Elixir d'amore, y maldito si se preocupaba Esteban más que de calentarse los pies en el brasero. Ella le llamó. Luego volvió a llamarle. A la tercera vez, notándole el enojo, y puesto que no iba, vino a sentarse al lado. El cantor vino también y Zacarías se puso a teclear el No me mates. Pero nada reducía el desdén del joven; y siendo imposible conversar con él, Renata se resignó a escuchar la lectura que en su libro Gotas de ajenjo emprendió Julián Enríquez.

Pronto bajo la mesa un menudo pie buscó cauto al del celoso. Pero éste retiró el suyo, y todavía lo alejó otro poco, nada después, al advertir que el menudo y terco pie le perseguía. ¡Bien! Así oyeron tres sonetos: El Gnomo, Nereidas y Niña de marfil. Renata avanzó ahora una rodilla, y la de Esteban se esquivó; pero hallábanse tan cerca, que a un segundo intento más resuelto las piernas del esquivo fueron alcanzadas contra un palo de la mesa; restaba... aguantarse o levantarse; y entonces, el arisco, lleno de indignación, prefirió imponerle a la coqueta su voluntad si quería ser perdonada: cruzó ambos pies, dejando el de ella prisionero, y le puso una mano sobre el muslo. Renata bajó inmediatamente su mano izquierda al interior de la camilla, y trató de separársela: no lo consiguió; no podía tampoco libertarse el pie; y era esta vez a ella a quien no le quedaba otro remedio que aguantarse o levantarse. Las manos, habiendo logrado nada más la vigilante que la asaz irreverente bajase un poco a la rodilla, siguieron enlazadas.

Leía el poeta... A Sísifo, El mar de Egeo, El fauno y las bacantes... Renata le escuchaba, roja..., porque el juego oculto complicábase..., ¡ah, sí! No sólo en su pierna aprisionada tenía ella que atender a la mano prisionera, sino que la otra del joven, oculta también bajo la mesa, impunemente, suavemente, poco a poco, ¡oh!..., le iba deslizando la falda media arriba, a pellizcos...; torcióse, no siéndole posible otra defensa, y acercando las rodillas logró sujetarse la ropa entre las dos...

Leía el poeta. A Nínive, Barca de amor... Esteban le escuchaba, pálido, admirando lo que puede una mujer con cada fuerza de su cuerpo cuando no quiere una cosa. Aquellas sedas del vestido y aquellas batistas y encajes de la enagua quedaban como atados: por único triunfo dejábanle a la punta de los dedos un corto trecho de media sobre la bota imperial... Cansado de no recorrer sino aquel segmento de tersuras estallantes, le confió a su otra mano una diplomática misión: la sacó a la luz, sacó un lápiz del bolsillo, y escribió en el margen de un Heraldo: «No seas tonta. He de quitarte una liga.» Leído esto al desgaire por Renata, él rasgó la tira de papel, se la guardó y tornó al empeño. La mística, enunciaba el lector; y fuese por hacerle frente en algunos previos comentarios, o porque las alarmas de la oyente hubiéranse calmado en parte al conocer la limitación de los propósitos del loco, es lo cierto que éste se encontró con menos resistencia en su críptica tarea. Deslizando, deslizando, siempre deslizando, y tomando lenta posición de lo ganado, acariciaba más ampliamente cada vez la hermosa curva tibia y tersa de la media...; luego llegó por la altura a otros encajes que debían ser del pantalón, pero tan ceñidos con los mismos de la enagua, que sus dedos se perdieron..., y no sabían últimamente si se habían insinuado por encima o por debajo... ¡Oh, sí, por encima! ¡No era piel lo que tocaba, sino holanda!... Tarde, sin embargo, para retroceder en lo que tanto iba costándole, ya pasada la rodilla, se aplicó a inquirir el borde de la media. Encontraba lazos y escudetes de metal y cintas, sin saber de lo que fuesen; en cambio, no encontraba por su sitio el relieve de broche alguno de la liga. Todo redondo. Todo suave. Todo en fuego, como un horno, según transponían sus dedos, siempre en busca de la liga, hacia la parte interior... Pero de pronto juntárose otra vez poderosamente las rodillas: una indagadora ascensión ligerísima debió de hacerle temer a Renata designios de profundidades..., y los dedos, la mano torpe, quedó inmóvil otra vez como por una blanda tenaza de horno de la gloria entre el principio de los muslos... Leía el poeta, leía. Ella escuchaba, escuchaba, encarnadísima como si fuera a arder en luz. ¡Y él, Esteban, se iba muriendo!... ¡La noción de las finísimas telas abrasadas por la carne de horno le era irresistible! Una vez más maldijo su comparación de la mujer con la cerveza, y no podía ni retirar la inmovilizada mano, para librarse y librar a esta celeste mujer de una emoción que se les iba haciendo ostensible y peligrosa. En efecto, el poeta, extrañado por no se supiera qué nueva torsión de Renata o por qué estremecimiento, la miró... ¡y no volvió a leer! Todo también casi repentinamente volvió a su orden bajo la camilla...; pero había comprendido Enríquez: cerró el libro y se le tendió un velo de tristeza por el rostro.

Sólo el marido continuaba tecleando la Marcha Real.

-¡Vamos, hijos! -dijo al notar el silencio y girando en la banqueta-. ¡Me parece que os habéis dado una ración! ¡Son las tres, muy cerca!... ¡Aaaaúh!

Su bostezo tuvo cinco saltos de ternilla.

Se levantaron Esteban y Julián, y se fueron.