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Ensayos de crítica histórica y literaria/Psicología y costumbres del pueblo escandinavo

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época


Psicología y costumbres del Pueblo escandinavo.


Señores:

E

s siempre provechoso al mismo tiempo que agradable para el auditorio, asistir á una conferencia en que con el auxilio del aparato de proyecciones vaya el conferenciante explicando las bellezas naturales de los

países que ha recorrido, los primores arquitectónicos de las ciudades que ha visitado ó la pintoresca gama de colores con que regalaron su vista los trajes característicos de los sencillos campesinos, no vestidos aún con el sombrío uniforme del ejército adocenado de lo que hemos dado en llamar civilización.

Sólo de pasada he de tocar estos amenísimos aspectos de mi último viaje y reciente residencia en las regiones de Scandinavia y esforzándome por compensar con la concisión la aridez del tema, me propongo hacer en breve espacio de tiempo algunas sucintas reflexiones acerca de la psicología escandinava y en particular de le sueca, que es la que me ha sido dado observar y estudiar con mayor detenimiento.

Las aptitudes psicológicas determinan eficazmente las actitudes y éstas son las que encauzan y dan vida y color á las costumbres de los pueblos. Recorrer estos pueblos con los ojos de la fantasía, evocar al conjuro de la imaginación el alma de sus paisajes ó espigar en alas del recuerdo por el campo de su Historia, sería acaso labor más brillante; pero fuera también á no dudar menos útil y brindaría al espíritu de los oyentes menos provechosas enseñanzas.

Estimúlame por otra parte á emprender estos más seguros derroteros, el deseo de contribuir en la escasa medida de mis fuerzas á dos fines que considero esenciales para el mejoramiento y regeneración de nuestra patria. Es el primero reglamentar con las lecciones del empirismo el desaforado prurito de imitar, no ya lo extranjero, sino pura y exclusivamente lo que nos viene de Francia. Es el segundo poner de manifiesto por virtud de qué principios, hoy mirados por nosotros con menosprecio inexplicable, han logrado los pueblos germánicos ese bienestar material por que nosotros tan viva é irreflexivamente suspiramos.

A mediados de Diciembre de 1902 abandoné la populosa y culta ciudad de Berlín, y después de recorrer en ferrocarril durante cuatro horas las grises y estériles llanuras de la Pomerania, me embarqué en Warnemunde á bordo de pequeño vapor con rumbo á las playas de la isla de Falster.

Dos horas y media tardó el navio en surcar las plomizas olas y á las tres de la tarde, ya en agonizante crepúsculo, partía en tren con dirección á Copenhague. Llegué á las siete de la noche. La nieve vestía las calles de la ciudad y azuleaba á los reflejos de la iluminación de las tiendas. Por Ostergäde, la calle principal y más concurrida, llamó poderosamente mi atención el profundo silencio que en ella reinaba en medio del incesante ir y venir de los transeúntes, envueltos en largos gabanes forrados de marta ó de bisonte y cubiertos, sin distinción de sexos, por gorras de astrakán, chinchilla ó zebellina. Ese silencio que entonces me extrañó tanto, impresionóme con mayor intensidad más tarde en Stockolmo, donde lo mismo en las calles centro del comercio y de la industria europeas, que á las puertas de los teatros, tanto en las plazas de abastos como en les almacenes del puerto, así en los parques frecuentados por la grave burguesía en las escrupulosamente guardadas fiestas dominicales como á las puertas de los ceñudos templos ó en torno de las mesas de los frecuentadísimos restaurants, ese silencio hondo, frío, terco, refleja uno de los aspectos del alma escandinava, dice lo tardo de su imaginación, tarda en exteriorizar sus tardas impresiones; pregona la perseverancia de la voluntad, más amiga de laborar sordamente que de levantar estrépito con la predicación de redenciones utópicas; acusa la lentitud del proceso de sus facultades pensantes, invita más á la meditación profunda que al superficial escarceo; revela la compasada firmeza de los pasos, hace presentir la docilidad incorruptible con que aquellos hombres acatan y respetan y defienden el principio de autoridad; da idea del tesón con que serían capaces de defender sus caras tradiciones, si algún desatentado innovador tratase de borrarlas de sus almas tranquilas y tenaces.

Como en el aprendizaje oscuro y silencioso de los laboratorios ó de los gabinetes preparan los filósofos y los sabios el fruto de sus largas meditaciones, en la obscuridad del largo crepúsculo ártico y en medio del silencio de los bosques de nieves y de abetos ó de los lagos desrizados por los alientos del Polo, prepara su bienestar social aquella raza que antes de conocer un dictador esclarecido vivía entre témpanos y rocas, poco más culta que las hordas de Alarico.

Circunscribiéndome á Suecia, que es el país que mejor conozco, y prescindiendo de abocetar los matices que distinguen á sus naturales de los vecinos noruegos y daneses, bien puede decirse que salvo la aurora boreal que en la Historia sueca representa el paso por este mundo de San Erico, instaurador del Cristianismo á fines del siglo XII, Suecia per maneció en un perpetuo estado de anarquía, presa de feudales señores apenas sometidos á fines del siglo XIV por la Unión de Calmar.

Esta unión bajo el cetro de una Soberana danesa, poco halagüeña para el orgullo sueco y menos favorable á la codicia de los proceres, no tardó en romperse dando ocasión á una guerra pertinaz que duró más de un siglo, durante el cual, diezmada la población y talados los campos, ya por las huestes danesas ya por las mesnadas indígenas de los Canutson y los Stures, nadie podía presumir la rápida resurrección de las energías nacionales que iba á contemplar Europa absorta á fines del siglo XVI.

Perteneciente á noble y antigua familia Gustavo Vasa, pasó los primeros años de su juventud prisionero del rey de Dinamarca en calidad de rehén y fugado de la prisión con un conocimiento profundo de las flaquezas de sus adversarios, refugióse á las monta ñas de Dalecarlia y avivando allí el fuego del patriotismo en los sencillos corazones de los campesinos, logró tras encarnizada lucha con los dinamarqueses penetrar en Stockolmo y ser proclamado Rey por una Asamblea compuesta de nobles y de labradores. Puede considerarse esta Asamblea como la aurora del Riksdag, dieta famosa que á partir del año 1523 hasta nuestros días viene rigiendo en colaboración con el Rey los destinos de Suecia. Aunque en posesión de la capital, no podía sin embargo Gustavo Vasa con sus menguados recursos, hacer frente al poderio del Danés que todavía ocupaba gran parte del territorio, y veíase por otra parte el nuevo Soberano en humillante dependencia económica de la ciudad hanseática de Lubeck, en donde habían los Sture levantado empréstito cuantioso á raíz del rompimiento de la Unión de Calmar. Halagado ya Vasa por los esplendores de la dignidad real y ávido de perpetuar en su linaje la improvisada corona, no quiso reparar en la mayor ó menor legitimidad de los medios conducentes al logro de sus fines y decidió poner mano en los bienes de la Iglesia Católica, únicos suficientemente cuantiosos para saciar la avaricia de los usureros de Lubeck y para consolidar la realeza en su familia.

En balde fueron las protestas de los obispos que habían por su parte contribuido también eficazmente á la independencia de la patria, en vano las amenazas fulminadas por el Pontífice Romano: Gustavo se apropió los bienes de la Iglesia, arrogóse la facultad de nombrar por sí mismo los obispos, y buscando en las engañosas tesis de Lutero un bálsamo para tranquilizar su conciencia y para engañarse á sí propio, difundió las doctrinas protestantes por sus Estados y rompió abiertamente con Roma.

Y en este caso, señores, como en el de Enrique VIII de Inglaterra y como en el de los Príncipes del Imperio, se observa que no es efecto de una profunda convicción del espíri tu ni de un imperativo dictado de la conciencia la apostasía de los Príncipes cristianos; es el orgullo desapoderado, es la mal reprimida lascivia, es la avidez de placeres ó de oro, la causa que determina la desobediencia de los Príncipes al Vicario de Jesucristo. Pero, dejando á un lado este orden de consideraciones, conviene observar como un hecho verdaderamente extraordinario que el establecimiento de la Religión luterana en Suecia no fué causa de la menor alteración ni de las más insignificante contienda. Verdad es que las doctrinas que halagan las pasiones encuentran para germinar terreno favorable en todas partes; pero no es menos inconcuso que las creencias arraigadas en el corazón por espacio de muchas centurias no pueden ser arrancadas sino tras violentas conmociones del orden social.

Ahora bien, ese orden social no existía en Suecia todavía. Desde el establecimiento del Cristianismo por San Erico hasta los tiempos de Vasa, la vida sueca había sido una perpetua batalla. Ni había propietario seguro de su propiedad, ni señor seguro de su fuero, ni familia segura de su hogar, ni pastor de almas seguro del rebaño que apacentaba. Las costumbres y las tradiciones se desarrollan lo mismo en estado de guerra que en estado de paz, pero no arraigan ni adquieren la veneración y el prestigio de las leyes sino cuando en más normales circunstancias despiertan merced á su influjo benéfico ó á sus tentadores halagos, la amorosa adhesión de los pueblos.

Los católicos suecos, pastores guerreros y labradores no menos belicosos, estaban ansiosos de paz y de sosiego. La figura de Vasa se presentó á sus ojos á través de un prisma deslumbrante. Con Vasa sacudieron el yugo danés, gracias á Vasa pudieron normalizar su vida y poco instruidos para distinguir la verdad que abandonaban del error que seguían, y de entendimiento poco ágil para improvisar un juicio propio y de condición poco díscola para discutir la autoridad del caudillo que los había llevado á la victoria, se sometieron al rito luterano que por otra parte no lesionaba tampoco sus hábitos, tan tornátiles y efímeros hasta entonces como inestables y caprichosos eran los azares de la guerra. En suma, en Suecia no se formó ni pudo formarse la conciencia colectiva hasta que se normalizó la vida de la nación: el pueblo sueco no tuvo precisa conciencia de sí propio hasta que trajo el orden y la paz Gustavo Vasa; y como esta paz y este orden coincidió con la ruptura con la Santa Sede, puede decirse que la conciencia popular empezó á desarrollarse en Suecia con la doctrina protestante pero no merced á la doctrina protestante.

Si el pueblo sueco hubiese tenido entidad política independiente antes de la Reforma, puede asegurarse que la nacionalidad sueca se hubiera integrado tan sólida y espléndidamente como se integró bajo los auspicios de Lutero; porque las condiciones psicológicas avaloradas y templadas por la influencia del clima y por los complejos factores del medio ambiente, no sólo son compatibles con la creencia católica, sino que tal vez bajo el benéfico influjo de esta única salvadora creencia, hubieran alumbrado con resplandores más vivos al continente europeo.

En efecto, la base de la prosperidad y del bienestar suecos es la disciplina social. ¿Qué religión define más netamente, consagra más fervorosamente y con mayor valentía predica y mantiene la disciplina social? La disciplina social es la obediencia al poder constituido; la disciplina social es la armonización de los fines individuales con el supremo fin colectivo; la disciplina social es una tácita declaración de fe en los destinos de un pueblo; la disciplina social es una muda pero elocuente declaración de que no puede justificar derecho alguno la falta del cumplimiento de los deberes. En la disciplina social palpita un altruismo que imita aunque no iguala, á ese otro sublime altruismo que se llama caridad cristiana, ese altruismo soberano que inspira el amor, ese amor que es base imperecedera, fundamento indestructible de la Religión Católica.

¿Qué Religión puede concebirse más apta para fomentar la disciplina social que la Religión Católica? ¿No veis claramente que ella ensancha las fronteras de esa social disciplina más allá de las fronteras geográficas de los Estados temporales? ¿No sabéis que la Religión Católica mira con desdén esos efímeros poderíos de las Romas y de las Grecias, de las Babilonias y de las Nínives y tiende á convertir la Humanidad en una sola nación, heterogénea por las abigarradas costumbres, pintoresca por las diversas usanzas, pero una en el sentimiento de mutuo amor y uniformemente templada para la abnegación y el sacrificio?

La Iglesia Católica es inflexible para el mantenimiento de la disciplina social; pero en cambio conservando el dogma incólume y los principios morales intactos, se amolda á las circunstancias y al medio ambiente, se identifica con las costumbres y con los usos de todos los pueblos en cuanto esos usos y costumbres no lesionan los divinos preceptos que profesa y que propaga. Ejemplo elocuente de mi aserto son los santos misioneros que evangelizan en el Celeste Imperio y en los arenales africanos.

No cabe, pues, afirmar que, ni por el espíritu de sus enseñanzas ni por la rigidez de su funcionamiento, la Iglesia Católica hubiera sido un obstáculo para la prosperidad y adelanto de Suecia.

Parece, á mi ver, más lógico explicar esta prosperidad y este adelanto por las cualidades y por los defectos de los naturales del país, que no por las influencias que hayan dejado de sentir estos naturales. Estudiar las cualidades y los defectos de los suecos equivale á estudiar su psicología y su ética: es decir cómo es el alma sueca y cuál el aspecto que adopta la moral en ese alma. El alma sueca es lenta en asimilarse las impresiones que recibe del medio en que nace y se desarrolla y es más lenta todavía en transformar esas impresiones en juicios. Las insinuaciones ligeras que bastarían á un meridional para adoptar una norma de conducta, recíbelas el sueco impasible sin que la menor contracción de su rostro ni el más mínimo destello de su mirada acuse que su intelecto funciona bajo el influjo del interlocutor; el movimiento de manos y de ojos, el procedimiento mímico, cualquiera que sea, que basta á un doméstico español ó italiano para darse cuenta del servicio que de él se exige, no ejerce en el cerebro estupefacto del sueco más impresión que la que refleja su atónita mirada ante la vaga y continua caída de los copos de nieve en las verdes agujas de los abetos de sus bosques. La pluralidad de aptitudes de los hijos del Mediodía, merced á la cual gustan de disertar acerca de lo divino y de lo humano sin haberse tomado el trabajo de profundizar en Teología ni en Filosofía, es causa de admiración para un sueco. El principio de la división del trabajo, que para nosotros sería muy beneficioso pero que no es para nosotros indispensable, es por el contrario para un sueco de una necesidad absoluta. El sueco, en general, no sirve para aprender más que una sola cosa y aun para aprenderla necesita hacer un esfuerzo que no seríamos capaces de hacer nosotros, por lo dóciles que somos á las sugestiones de la pereza.

Si un escandinavo tratase de descollar á un tiempo mismo en la Literatura y en la Matemática, se armaría tal confusión en su cerebro, que no podría aprender ni aun la más ligera noción de esta ciencia ni de aquel arte. Los cerebros enciclopédicos son para los hombres del Norte cosa desusada y sorprendente. Mas no compadezcamos esa pobreza de espíritu, antes bien envidiémosla. Esa limitación psicológica es la dictadora de la disci plina intelectual; la impone y la arraiga por fuerza: la impone porque para saber algo el sueco ha de contentarse con saber una sola cosa y la explotación de ese conocimiento le obliga á moverse únicamente dentro de la esfera en que puede ser útil á la sociedad ese su único conocimiento: la arraiga porque aquello que con trabajo se aprende, además de aprenderse con mayor solidez, inspira mayor amor al estudiante que lo que aprendió sin esfuerzo.

Nada es, por otra parte, más perjudicial á la social disciplina que la osadía de los superficiales enciclopédicos; nada más ventajoso para ella que la noble timidez del que practica el nosce te ipsum, desconfiando de las propias fuerzas. El espíritu aventurero tiene por condición ineludible la fertilidad de la fantasía. En alas de la fantasía abandona á menudo el meridional lo cierto por lo dudoso, deja el oficio en que sus mayores encallecieron sus manos, por el frívolo placer de desco llar en su Concejo ó por la criminal satisfacción de medrar en él á costa de sus cofrades. Allí donde la fantasía es pobre, las ilusiones son más limitadas y se positiviza el carácter. Tal sucede en Suecia. Contribuye á ello también eficazmente el clima en dos sentidos: en primer término, porque la monotonía del paisaje no puede ser un estimulante para la loca de la casa; en segundo término, porque la necesidad de preservarse de los perennes rigores atmosféricos obliga á todo ciudadano á trabajar para vivir, porque en Escandinavia no podrían subsistir esos Diógenes que por aquí vemos emitiendo al sol los vacuos preceptos de su demoledora filosofía.

Las condiciones intelectuales del alma sueca y las materiales condiciones de Suecia son en absoluto independientes de la doctrina religiosa en el país imperante y el alma tarda sometida al clima ingrato, no tiene alas para volar libremente y como nunca las tuvo, no siente la falta de ellas y circunscribe sus ideales de libertad á que el Poder que reglamenta la vida colectiva, el Estado, proporcione á cada ciudadano medios que le consientan desenvolver libremente la industria, oficio ó carrera que ejerce.

El Estado, conocedor de la índole de sus súbditos, se esfuerza por satisfacer las necesidades de ellos, y como cree con fundamento que la instrucción primaria es de una conveniencia indudable para el progreso del país, á ella consagra asiduamente sus desvelos y desarrolla su pensamiento docente en una ley de Instrucción Pública muy superior á las que rigen en los países que se ufanan de ejercer la hegemonía en Europa. Las estadísticas de cada país acusan una proporción entre analfabetos y gente que sabe leer y escribir más ó menos lisonjera para la pública cultura; pero en Escandinavia y sobre todo en Suecia, pueden contarse los individuos que no han recibido los beneficios de la instrucción.

La nota más característica de esta instruc ción popular es la importancia esencial que en ella se reconoce á la enseñanza religiosa. Enseñanza religiosa no basada en vagos principios de moral, sino inflexiblemente encauzada por las doctrinas del Sínodo luterano. Las definiciones dogmáticas de este Sínodo son mantenidas por el Estado, y pese á la libertad que el Estado se ufana de mantener incólume, lleva su rigor en este punto hasta el extremo de no consentir que en las Universidades profese nadie doctrinas que pugnen con la enseñanza religiosa.

Comparad esta sabia conducta con la temeraria que, á ejemplo de Francia, nosotros observamos. Comparadla, no apoyados en los más rudimentarios principios de Moral sino fundados en miras más egoístas, más positivistas, de carácter más práctico. Comparadlas por los efectos que producen en los países respectivos y veréis al momento que el pueblo educado en la sabia aunque fría disciplina luterana, es más dichoso mil veces que los pueblos desventurados que, sintiendo inconscientemente la ausencia del Dios que le arrancaron del corazón insensatas predicaciones, se erigen vanos ídolos que adorar en las personas de hueros é hipócritas redentores.

El estado turbulento creado en los espíritus por la ausencia de una fe positiva y exacerbado por la súbita aparición de una fe vaga, amengua las energías físicas y las energías morales y disgrega los esfuerzos de los ciudadanos que, reglamentados por una sólida fe engendradora de una común esperanza, hubieran podido en Francia cimentar sólidamente esa pública Moral que labra la ventura de los pueblos escandinavos.

Nosotros, por desgracia, nos empeñamos en cerrar los ojos á la luz meridiana que vierte una observación concienzuda de las causas que producen los diferentes estados sociales de las naciones de Europa. Los elementos radicales de nuestra patria que orgullosamente se arrogan la representación del Progreso, continúan en un estado de atraso tan lamentable y palmario, que no han cesado todavía de seguir la moda de imitar cuanto bueno ó malo se hace en Francia, introducida en España por el testamento de Carlos II. Imitábamos entonces la Enciclopedia, jugábamos entonces al Jansenismo, reíamos á lo Voltaire y pensábamos á lo Juan Jacobo y menospreciando los usos, las costumbres y el genio peculiar de cada una de las regiones que formaban la Monarquía española, ahogábamos las energías de todas ellas en el hondísimo pozo de una centralización absorbente á la francesa.

Olvidábamos que la nacionalidad francesa se había formado por factores muy distintos de los que integraban la española, perdíamos de vista que la agregación de los dispersos y siempre tributarios aunque díscolos elementos del Feudalismo, era más apta para soportar una uniforme administración que no la unión de cuatro diversas Coronas, sin otro lazo que el ya remoto temor al Sarraceno ni otro vínculo que el atado por los enlaces de los Príncipes. Con idéntica inconsciencia con que al soplo venido de Versalles nos apresuramos á demoler las patrias tradiciones, seguimos destruyéndolas sin tino después del 2 de Mayo, tal vez con una buena fe infantil conmovedora, pero también con una total ausencia del instinto de conservación.

Esta ciega imitación, siempre censurable por inoportuna, hubiera sido al menos disculpable si la prosperidad de la Nación á quien copiamos hubiese podido deslumbrarnos. Pero ni aun esta excusa merece la funesta manía imitadora de que me vengo lamentando. ¿Es por ventura envidiable el estado de un pueblo cuyos directores, en nombre de la libertad, pretenden arrancar á viva fuerza del corazón de los ciudadanos las santas creencias que aprendieron en la cuna y son el más glorioso timbre de su Historia?

¡Qué diferencia entre el desasosiego creciente de estos pueblos que apostatan de sus tradiciones y aquellos otros germánicos que cada día las veneran con fervor más intenso! ¡No importa que en los primeros sea más rico el territorio, más fecundo y apacible el clima, las inteligencias de sus naturales más despiertas, si para desplegar las energías que desarrollan tan envidiables cualidades han de apoyarse en arena movediza!

Los pueblos escandinavos, por el contrario, son tardos de comprensión, fríos de sentimientos, sus tierras no ofrecen más productos que las maderas de sus negros pinares, los insípidos peces de sus opacos lagos, los filones de hierro de sus montañas blancas; la luz solar tiene allí las fuerzas de un niño recién salido de la cuna, las estrellas no alumbran aquellas regiones polares con los fulgores que sobre nuestros campos derraman; y sin embargo, el progreso en aquellos países, más escasos de medios de combate para adquirirlo, es más rápido; ¿sabéis por qué? Porque allí el progreso no avanza á brincos sino paso á paso. Desde que la nacionalidad sueca se forma bajo Gustavo Vasa hasta los días presentes, sólo registra una revolución la Historia de Suecia y aun esta revolución se contrae á un simple cambio de Monarca dentro de la misma dinastía, sin que el advenimiento del nuevo soberano determine cambio alguno en las instituciones ni en el régimen tradicional del país. Ni la demencia de Erico XIV, ni las veleidades de Cristina, ni las crueldades de Carlos XII, ni las aventuras insensatas y sublimes del vencedor de Narva, ni la tiranía de la Dieta en mengua de la Autoridad Real, ni la violenta reacción con que volvió por sus fueros el despotismo del Tercer Gustavo, tuvieron nunca fuerza bastante para perturbar la segura marcha de aquel pueblo por las vías de su material mejoramiento.

No cabe atribuir al Protestantismo el mérito de tan razonable actitud. Por el contrario, el Protestantismo que predica el libre examen y que niega la eficacia de las buenas obras, es estímulo á la rebeldía y remora para el trabajo. Dócil el pueblo á las definiciones del Sínodo luterano, con la misma ó mayor docilidad hubiera aceptado los comentarios y las doctrinas de la Iglesia Católica, y sólo gracias á la lentitud del funcionamiento de sus facultades intelectuales, ha podido soportar sin mengua de su paz interior y sin detrimento de la social disciplina los demoledores principios de la Reforma.

Siguiendo el pueblo sueco un camino diametralmente opuesto al que seguimos nosotros, no acepta del Extranjero otra cosa que los materiales progresos que contribuyen á hacer más agradable la vida, ó los frutos regalo del paladar, que no pueden proporcionarle áridas comarcas vecinas del Polo. Esfuérzase por otra parte la industria indígena en transformar en nacionales los progresos que le proporciona la extranjera, cesando así ele vivir en depresiva dependencia económica de nadie.

Pero si el extranjero que reside algún tiempo en Suecia trata de hacer exploraciones por el campo del intelectualismo, sentirá al punto la impresión de un enorme aislamiento. La lejanía geográfica en que se halla del resto de Europa la Península escandinava y sobre todo Suecia por la necesidad de atravesar el mar dos veces antes de pisar su territorio, se hace más sensible todavía cuando se entablan relaciones con el elemento intelectual.

Lo mismo que las modas francesas tardan mucho tiempo en penetrar en la acomodada y robusta burguesía, las modas literarias y filosóficas, pues también hay modas en literatura y en filosofía, si logran hacerse camino en aquellos cerebros del Norte, es con una lentitud extrema. Acentúase la resistencia á la invasión de lo extraño en lo relativo á los productos del genio francés. Ya el noruego Bjorkson hubo de tratar en cierta ocasión famosa con exagerada acritud la obra intelectual de la Francia moderna; y prueba de que este encono del famoso dramaturgo es más reflejo de un sentimiento predominante en las esferas oficiales que no un desahogo peregrino de su original espíritu, es que la ley de Segunda Enseñanza declara obligatorio, á elección del escolar, el estudio del alemán ó del inglés y el estudio del francés meramente potestativo.

Sin que yo comparta en lo más mínimo los severos juicios que merece al espíritu sueco la Literatura y el Arte franceses, no me cuesta gran esfuerzo encontrar la lógica que determina esta aversión.

El espíritu francés es antagónico del espíritu escandinavo; aquél es de percepción rápida, éste de asimilación tardía; el uno es frivolo, ágil, deslumbrante; el otro grave, rígido, sombrío; el francés ama las síntesis, es apto para las condensaciones superficiales; el sueco es devoto del análisis, idóneo para abismarse en alambicar los detalles.

¿Qué extraño es, dadas estas radicales diferencias, que repugne á la una raza las expansiones del espíritu de la otra? Pudiera objetarse que las razones que justifican que los suecos se abstengan de imitar lo francés, no pueden aducirse para hacernos desistir á nosotros de desdeñarlo, porque la comunidad de raza, la afinidad de sentimientos y los vínculos históricos en cierto modo asimilan nuestra idiosincrasia á la de la nación vecina.

Prescindiré aquí de desvanecer el error que cometen los que se contentan, prescindiendo de analizar transcendentales matices, con abarcar bajo la denominación de latinos á iberos, franceses é italianos; prescindiré de recordaros cuan considerable es el elemento germánico que integra la nacionalidad fran- cesa, cuan digno de tenerse en cuenta el arábigo y el africano que es factor importante en la nuestra; prescindiré, en fin, de analizar de cuan diverso modo y bajo la influencia de cuan distintas circunstancias se han desarrollado las nacionalidades latinas, y me limitaré tan sólo á afirmar que los pueblos escandinavos no han querido imitar y no han imitado nunca tampoco ciegamente ni las instituciones políticas ni las costumbres sociales de los pueblos germánicos.

Aprenden, sí, la lengua inglesa ó la alemana, porque para el perfeccionamiento de su industria y para el desarrollo de su comercio, son estas lenguas de una utilidad muy grande; y aprovechan el conocimiento de estas lenguas para estudiar cada cual con incansable perseverancia los adelantos y las mejoras introducidas por el extranjero en las profesiones ó artes respectivos.

Pero ni la lectura de las novelas ni el trato con las gentes de otros países contribuyen en poco ni en mucho á cambiar las patriarcales costumbres de las gentes de Escandinavia, ni á substituir por otros exóticos sus favoritos deportes.

Un hecho curioso puede observarse en Suecia: el contraste que ofrece lo extraordinariamente difundida que se halla la instrucción primaria y aun la segunda enseñanza, con los escasos cultivadores con que cuentan los estudios superiores. Verdad es que las personas que los cultivan se circunscriben, por lo general, á una determinada materia y las investigaciones que dentro de ella hacen constituyen un verdadero sacerdocio.

La seriedad del carácter, la frialdad del temperamento, incapaz de sentir súbitos y someros entusiasmos, no tolera la existencia de los diletantes, plaga de las sociedades meridionales, y profesión perjudicial que resta soldados á las filas del material progreso.

No sé si con las consideraciones que acabo de exponer, frutos de una observación asidua, habré tenido la fortuna de abocetar la psicología del pueblo escandinavo. Claro es que mi propósito ha sido únicamente trazaros las líneas generales del alma sueca, las que son comunes á todos los individuos pertenecientes á aquella raza; las que pueden servir de base para sacar deducciones que contribuyan á explicar á grandes rasgos el concepto que de la moral pública y de la moral privada pueden formar espíritus dotados de las aptitudes y de las deficiencias que acabo de apuntar.

Por lo que á la moral pública se refiere, se advierte fácilmente que esta moral tiene un fundamento sólido en los persistentes hábitos de trabajo que arraigó en el alma sueca la necesidad de combatir con el personal esfuerzo los inhospitalarios rigores del clima y del suelo. El hombre trabajador no deja que el ocio aliente las propensiones al vicio inherentes á la flaqueza humana; el hombre laborioso se encariña con su labor diaria y hace del taller un templo; el hombre perseverante y de temperamento pausado se contenta con prosperar dentro de la esfera en que ha nacido y ni gusta de subir á otra más alta, ni de que nadie, sin justos títulos, invada aquella en que se mueve. Ocupado toda su vida en una labor determinada, no se siente con fuerzas para consagrarse á otra y menos aún para ejercer las complejas funciones del gobernante, á cuyo ejercicio no puede lanzarle, por otra parte, la esperanza del lucro, tanto por la dificultad de alcanzarlo dentro de un sencillo y autónomo régimen administrativo, cuanto por lo temerario é ilusorio que juzga abandonar la positiva ganancia de su oficio por el eventual provecho del ejercicio de cualquier magistratura.

Un hecho he de relataros, sucedido durante mi estancia en Stockolmo. El Ministerio Böstrom, algo debilitado por la dimisión del Conde Douglas, Ministro de Negocios Extranjeros y partidario de adoptar temperamentos de energía enfrente de las tendencias emancipadoras de Noruega, resolvió presentar la dimisión en pleno, y el Rey estuvo por espacio de dos semanas buscando en vano á alguno de sus súbditos que quisiera formar Gabinete. Todos rechazaban resueltamente la carga onerosa que se les ofrecía; todos miraban como un grave peso lo que suele aquí constituir el ideal de toda una vida. Desesperado al fin el Monarca, tuvo que acudir al viejo Almirante von Otter, compañero suyo en la juventud cuando Oscar II servía en la Marina Real, sin sospechar siquiera que la muerte sin sucesión masculina de su hermano primogénito Carlos XV había de llamarle un día á ceñir la corona. Resistióse también von Otter hasta que, escuchando las voces de la amistad, se resignó á formar un Gobierno á cuyo frente no tuvo fuerza para permanecer un semestre. La dimisión de von Otter obligó al Rey á llamar de nuevo á Böstrom y á suplicarle rendidamente que volviese á formar Ministerio.

En Suecia la política no es una carrera, es un tributo que se paga al Estado. Allí no existe el turno más ó menos pacífico de los partidos en el disfrute del Presupuesto. Allí se da muy á menudo el jaso de la salida del Presidente del Consejo y la permanencia de todos los demás Ministros. Allí el Presidente y Vicepresidentes, no sólo de la primera Cámara del Riksdag (Senado), sino también los de la segunda Cámara (Congreso) son nombrados por el Rey; cuantos proyectos de Ley se presentan á las deliberaciones del Parlamento llevan el título de proposiciones Reales; y todos los días se da el caso de que la Dieta rechaza alguna de estas proposiciones, sin que por eso el Gobierno se considere derrotado. El Gobierno ha sido el conducto por donde las medidas que para el bien público propone al país la Corona, han llegado á conocimiento de los Representantes de la Nación; y éstos al rechazarlas, no desautorizan al Gobierno, porque no es él quien presenta el proyecto, y no desacatan al Rey tampoco, porque la Corona no ha hecho otra cosa que consultar al país.

Como un ejemplo de disciplina social puede citarse el hecho de que en los Reglamentos de las Cámaras no existe artículo alguno que prescriba medidas correctivas para impedir los desmanes de senadores ó diputados. El Reglamento ha sido redactado con arreglo á las lecciones de la práctica, y la práctica ha demostrado la superfluidad de semejantes medidas, pues tanto los senadores, reclutados en las más altas y educadas clases sociales, como los diputados, traídos de las más apartadas aldeas del Reino, dieron constantes y positivas pruebas de consideración al decoro de la Asamblea y de respeto á la autoridad del Presidente.

Repútase el alcoholismo como la plaga más dañina de Suecia. Los hombres del Norte sienten la necesidad de calentar á menudo sus ateridos cuerpos con los confortantes vapores de las bebidas alcohólicas, y no es raro ver los domingos, al caer de la tarde por las silenciosas calles, soldados que se dirigen al cuartel haciendo eses, sin que la momentánea perturbación de sus cerebros revista jamás caracteres agresivos ni se desenlace como entre nosotros con el derramamiento de la propia ó ajena sangre. Este vicio nacional, aunque deplorable, más tolerable allí que en los países en que caldea imaginaciones más prontas, es constantemente combatido por los poderes públicos y por la acción social.

Con la supresión de espectáculos en los cuales el espectador podía al mismo tiempo que los presenciaba entregarse á peligrosas libaciones, ha recibido el alcoholismo sueco el golpe de gracia.

Dos palabras no más he de deciros, para daros una idea del concepto que reviste en los cerebros suecos la moral privada. Mucho pudiera hablarse de este complejo é interesante asunto, pero veo que ya voy abusando de vuestra atención indulgente. El espíritu sueco, como todos los espíritus educados en las doctrinas luteranas, ofrece dos notas características: el egoísmo y la hipocresía. Bajo el influjo del egoísmo no se aviene á renunciar á los goces sensuales; ese egoísmo ha desarrollado en el espíritu sueco una desapoderada tendencia á proclamar á todo trance «El derecho á la vida». La hipocresía luterana enseña á disfrazar con la apariencia de la virtud la satisfacción de los vicios.

Un ejemplo práctico os pondrá de manifiesto la coexistencia de esos dos defectos capitales en el alma escandinava. Un joven aristócrata, rico y de buena presencia, contrae matrimonio con una bella señorita de la burguesía, para quien es partido ventajoso. Al cabo de dos años de matrimonio transcurridos normalmente, encuentra la esposa en su camino á un buen mozo que la requiere de amores; ella escucha propicia las lisonjeras palabras del seductor y va poco á poco sintiendo más que la necesidad de satisfacer la ilusión, la de saciar el apetito que la solicitud del galán va desarrollando en su ser. Renunciar á la satisfacción de ese apetito fuera renunciar al «derecho á la vida», donoso nombre con que el egoísmo protestante disfraza las flaquezas de la carne. Pero la hipocresía protestante exige que aquella mujer busque una forma leal, decorosa, de lograr sus pecaminosos deseos, sin que la sociedad pueda cerrarle sus puertas. ¿Y sabéis á qué medio recurre? Asombraos: Va en unión del pretendiente á la presencia del marido y le dice que ya no le ama, que á quien ama es al otro; éste declara á su vez que le corresponde y dice que como la conciencia de ambos les impide cometer la iniquidad de engañar al marido, le ruegan que pida el divorcio á fin de que ellos puedan amarse legal y honradamente. El marido escucha impasible tan peregrina proposición sin que se inflame la sangre helada que corre por sus venas; agradece el noble proceder de los amantes y decide salir para Copenhague y pedir desde allí el divorcio, pues la residencia en tierra extranjera facilita los trámites. El día de la partida acude la mujer á la estación acompañada del amante y ambos efusivamente estrechan la mano del complaciente marido. Os citaré, para acabar, otros detalles que dan muy aproximada idea de la moral priva da en el país. Los escaparates de las tiendas no se cierran jamás durante las larguísimas noches. Las puertas de los pisos de las casas que dan á los rellanos de la escalera son de cristales. En Suecia no hay quien infrinja el séptimo mandamiento de la ley de Dios: del sexto no puede decirse otro tanto. Casi todas las criadas de servir solteras tienen varios hijos, uno de cada padre. Esto no les hace desmerecer en el concepto social; pero si alguna desventurada cayese en la tentación de apropiarse una corona ó peseta del amo, la vindicta pública sería para con ella implacable.

Manifestando un día á un ilustre Conde sueco el asombro que me había causado este concepto de la moralidad dominante en Suecia, se limitó á responderme: «La mujer es un ser libre y dueña por lo tanto de su cuerpo; al entregarlo ejercita un derecho que no perjudica á nadie; pero la mujer no es dueña del bolsillo ajeno y al poner en él la mano infringe el respeto debido á la propiedad y perturba la social economía.»

Para los que tenemos la dicha de profesar las doctrinas de la Religión Católica, para los que no vemos en esta vida más que un camino áspero que conduce á otras más excelsas regiones, de cuyas eternas delicias puso el divino soplo no sé qué prurito en nuestras almas, esa religión del derecho á la vida, ese constante bajar la vista al suelo, es al tamente desconsolador, es muy digno de lástima.

Y ese mismo pueblo que vosotros consideraréis acaso venturoso después de la pobre pintura que yo acabo de haceros de sus virtudes sociales, no penséis que está exento de dolores, no penséis que vive sin sentir vagamente la aspiración á un más allá, del que su fe le habla apenas y que parece contradecir su egoísmo. Prueba elocuente de lo que digo es la frecuencia con que aquellos robustos escandinavos van á buscar al fondo de las fúnebres aguas de sus lagos la clave misteriosa de su vida.