Entre si juro o no juro
Há más de un cuarto de siglo que, por malos de mis pecados, que deben ser muchos y gordos, tuve un litigio judicial con el que, á pesar de haber alcanzado, tras no pocos meses de brega, sentencia favorable, quedé escarmentado para no meterme en otro. Tengo para mí que es peor que maldición de gitano eso de andar á tornas y vueltas con el papel sellado. No en mis días, que ya no serán largos; una, y no más. Por eso, en mis tarjetas de ano nuevo, deseo á mis amigos como colmo de la felicidad humana,—salud, pesetas y que Dios los libre del papel sellado.
Pero un hombre propone, un juez dispone y un escribano descompone, y gracias si no toma también carta en este tresillo un abogado. Cuentan apolilladas crónicas, complementarias del Añalejo, que á san Ibo, patrón en el cielo de los abogados, lo pintan con un gato á los pies, y que, cuando se trató de la canonización, el pueblo protestó, hasta cierto punto, con esta antífona:
¿Advocatus et sanctus?
¡Res miranda populo!
Es el caso que, hace quince días, cuando muy quieto me estaba en el sillón oficinesco, ensimismado en compulsar unas papeletas bibliográficas, se me presentó un caballerito que, por lo acicalado y cumplido, y por la buena caída de ojos, no tenia estampa de cartulario, y con toda cortesía me notificó auto para presentarme á prestar una declaración ante mi amigo el juez de primera instancia doctor B...... Aquello fué como una puñalada traicionera. ¡Qué iba yo á imaginarme que tan correctas y simpáticas apariencias eran las de un escribano á la moderna? En mis mocedades no se usaban escribanos con camisa limpia, levita negra bien cepillada, y corbata fin du siécle.
Firmar la notificación y entrarme escalofríos de terciana, fué todo uno. Póngase cualquiera en mi situación, que se la doy al más guapo. Yo, que de mío soy poquito, y que viendo cartapacio de papel sellado se me atraganta la saliva y me podrían ahorcar con una hebra de pelo, verme obligado á comparecer ante la justicia!!! La cosa era para atortolarse, ¿no es verdad? Digan ustedes que sí.
Sea todo por Dios, me dije; y al otro día cogí bastón y sombrero y, paso entre paso, á las dos en punto de la tarde, ni minuto más ni minuto menos, me presenté á cumplimentar el mandato.
El señor juez me dijo que estaba citado para reconocer contenido y firma de carta escrita hace años, y de la que me acordaba yo tanto como del chupón y mamadera de la niñez, y me preguntó si estaba llano á declarar.
—Sí, señor juez. Firma y contenido son míos, y muy míos.
Su señoría se levantó del asiento, y me dijo:
—Tenga usted la bondad, señor don Ricardo, de ponerse en pie para prestar juramento.
¿Juramento conmigo? Aquí se me volvió la carne de gallina, y contesté:
—Perdone su señoría que me niegue á jurar; porque mi religión me lo prohibe. En esto de juramento soy cuáquero y puritano.
—Pero la ley le manda á usted jurar.
—La ley, señor juez, en el siglo que vivimos, no alcanza, como en los tiempos de la Inquisición, al santuario de la conciencia humana. Cristo, en cuya doctrina creo, me ha prohibido, terminantemente, jurar, salvo que el Congreso haya declarado apócrifo y abolido un Evangelio.
—YO respeto las ideas religiosas de usted; pero, en mi puesto de juez, no me cumple discutir sino hacer acatar la ley. ¿Jura usted ó no jura?
—Yo no me repito como bendición de obispo: ya he dicho que no juro, señor juez.
Casi, casi me acordé en ese instante del borracho á quien dijo el alcalde:—Alce usted la mano para que preste juramento.—¡Córcholis! preferiría alzar el codo.
Y el doctor B...... ordenó al escribano poner constancia de mi negativa, y que la declaración quedara en suspenso hasta que él proveyera lo conveniente, en derecho ó en torcido. Firmé, y me retiré meditabundo ante el conflicto de deberes que para mí surgía.
Yo debo acatar, buenas ó malas, las leyes de mi patria—me decía,—pero también debo acatar las leyes divinas que mi religión me impone. ¡El Código me ordena jurar; pero Cristo, de una manera rotunda, que no admite recancanillas de chicana ni distingos casuísticos, y con palabras más claras que el agua limpia de un puquio, me prohibe jurar. ¿A quién obedezco? ¿A quién sigo?
He aquí, al pie de la letra, según san Mateo, las palabras del Redentor en el Sermón de la montaña:
Y os digo que de ningún modo juréis. (De ningún modo ¿estamos?)
Ni por el cielo, porque es el trono de dios: ni por la tierra, porque es la peana de sus pies; ni por Jerusalem, porque es la ciudad del Grande Rey; ni por tu cabeza, porque no puedes hacer un cabello, blanco ó negro.
Que vuestro hablar sea sí, sí; no, no; porque lo que exceda de esto, de mal procede.
Si estos conceptos del Salvador, que tan alto colocan la dignidad del hombre, no son concluyentes, sino pompa de jabón; si de ellos no se desprende que el juramento no es lícito en quien precie de tener convicciones adquiridas en la lectura de la Biblia, el libro por excelencia como lo llama la Iglesia, digo..... que no lo entiendo. Yo no tengo por qué ni para qué echarme á averiguar quién inventó el juramento, ni á qué propósito moral ó social obedece su práctica en nuestra patria, á despecho de una Constitución que garantiza la libertad de pensamiento, y contra la corriente de la civilización que, en los países más cultos del globo, ha abolido el juramento. A mi me basta y me sobra, como buen creyente, con saber que el Hijo de Dios, al- prohibir el juramento, no se reveló contra la voluntad del Eterno padre.
Y como á veces es preciso que también la poesía hable al espíritu, y poesía, y muy sublime, hay en el Sermón de la montaña, no creo fuera de oportunidad recordar el fragmento pertinente de la clásica traducción en verso, que los niños repiten de coro en las aulas municipales de Venezuela. En las postrimerías de nuestro siglo se encuentra uno versos hasta en la cucharada de sopa. La memoria conserva con facilidad las máximas expresadas en el lenguaje de las musas:
Y si de mal castigo
puede tu ojo derecho ser pretexto,
sácale, que tal ojo es tu enemigo.
Y la ley os manda esto:
Cumplid lo que juréis—pero yo os mando
que no juréis jamás, por ningún texto;
y ni al cielo invocando,
porque allí reina Dios en su grandeza;
ni por la tierra, que es su asiento blando;
y ni por tu cabeza,
porque tú mismo hacer no lograrías
de un cabello el tamaño ó la belleza.
Oid las voces mías;
y cuando habléis hacedlo llanamente:
sí, sí; no, no; que en lo otro hay ya falsías.
Aquí caigo en la cuenta de que predico en desierto al apoyarme en la autoridad del Nuevo Testamento, sabiendo como sé que nada es menos acatado que un testamento. Del mismo Dios se conocen dos testamentos: el Antiguo y el Nuevo. Y hasta el Papa, cuando á la Curia romana conviene, pasa sobre ellos, como sucede con esto del juramento.
Tanto se ha abusado del juramento, y hásele revestido de carácter tan rutinario empleándolo á roso y belloso, hasta para trivialidades, que por tal tengo el reconocimiento de una carta en asunto sin importancia real, que ha llegado á pasar con él lo que con las excomuniones: que ya á nadie preocupan y desvelan, ni hay quien niegue al excomulgado la sal, el agua y un cigarrillo. Casi es título á la consideración pública el llevar á cuestas siquiera un par de excomuniones.
Entiendo que hasta ha llegado á ser profesión ú oficio el de juradores á precio de tarifa; por jurar ante un juez de paz, dos soles, y por jurar ante un juez de derecho, cuatro soles. En ocasiones abarata la tarifa, como la de los responsos en el día de finados. Verdad que el oficio, como todo oficio, suele tener sus mermas y percances; pero rara vez manda el juez á la cárcel á uno de esos prójimos, por el delito de haberse ingeniado una manera de ganar el pan de cada día. Testigo habrá que jure haber visto persignarse á las hormigas: cuestión de peseta más ó menos.
Los mismos tribunales sólo acatan la prueba testimonial cuando no encuentran otras para el fallo. Así me lo han dicho quienes tienen obligación de saberlo, que yo no soy de la carrera, por mucho que la Universidad de mi tierra me haya honrado con el obsequio del diploma de Doctor en Jurisprudencia. En asuntos jurídicos, no entro ni salgo. Juro que no he leído los Códigos, ni me hace maldita de Dios la falta.
Volviendo al conflicto de deberes en que me estoy ocupando, solicite la opinión de dos magistrados amigos míos, uno liberal á machamartillo, y el otro conservador de tuerca y tornillo y, á pesar de la diversidad de escuela, ambos, como si se hubieran puesto de acuerdo, me contestaron:—Amigo mío, dura lex, sed lex. Que usted jura, no tiene que darle vuelta. Los magistrados no derogamos la ley sino, tuerta ó derecha, la aplicamos al pie de la letra. Quizá, como ciudadanos, estemos de acuerdo con usted en que el juramento es un ultraje á la dignidad del hombre, y sobre irreverente para con la divinidad da motivo á inmoralidades; pero, como jueces, decimos cartuchera al cañón. Como en el caso de usted no cabe apelación sino queja ante el Tribunal Superior le advertimos, cristiana y caritativamente, que tendrá que enredarse y desenredarse en ese papel sellado que es su cócora ó pesadilla, amén de que, en estos tiempos de pobreza franciscana, tendrá que gastar muchos realejos en escriba y fariseos; y por fin de fines tendrá usted que jurar, conducido al juzgado por un gendarme; y si aun persistiere en resistir irá á chirona, por desacato á la magistratura.
¡Caracolines! ¡¡Hasta vejámenes en perspectiva por ser buen cristiano, y por haber leído en la Biblia el Sermón de la montaña!
Resulta de todo lo borroneado que la conciencia no es, en nuestro Perú, un santuario inviolable, y que una ley absurda, monstruosa, hace mangas y capirotes de los ideales y creencias del ciudadano.
Como el papel de mártir, en defensa de una doctrina ó de un principio, pasó de moda, y los que se obstinan en desempeñarlo alcanzan reputación de necios ó extravagantes, yo, que no aspiro á gloria de mártir, ni á fama de tonto, he tenido que arriar bandera, amordazar mi conciencia y...... Dios me la perdone, que sí me lo perdonará, teniendo en cuenta que he cedido ante fuerza mayor, ante la presión de la ley civil y de los encargados de administrar justicia.
Rindiendo homenaje á mis convicciones radicales me atengo á la ley segunda, título doce del Fuero Real, que dice:—«Otro sí mandamos que ningun juramento que home ficiere sobre cualquier cosa, quier por fuerza ó poner miedo á su cuerpo, mandamos que non vale!!»
Lo único que yo no me habría perdonado sería el consentir, con mi silencio, en que lo absurdo y monstruoso se justifique. Por eso protesto (en pleno y libre ejercicio del imprescriptible derecho de pataleo) dando publicidad á estos renglones, para que, cuando llegue la ocasión, que con el tiempo y las aguas llegará, sean atendidas mis geremiadas en defensa de los fueros de mi conciencia.