Ir al contenido

Estudios críticos por Lord Macaulay/Burleigh y su época

De Wikisource, la biblioteca libre.
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

BURLEIGH Y SU ÉPOCA.


Memoirs of the Life and Administration of the Right Honourable William Cecil, lord Burleigh, secretary of State in the Reign of King Edward the Sixth, and lord High Treasurer of England in the Reign of Queen Elizabeth, containing an Historical view of the times in which he lived, and of the many eminent and illustrious persons with whom he was connected; with extracts from his private and official correspondence and other papers, now first published from the originals. By the Reverend Edward Narrs. D. D., Regius Professor of Modern History in the University of Oxford. 3 vols, 4.—London, 1828-32[1].

I.

La obra del Dr. Nares, que tenemos delante y euyo titulo trascribimos integro á la cabeza de estas líneas, nos ha producido la misma sorpresa que al capitan Lemuel Gulliver, al desembarcar en Brobdingnac, ver espigas de trigo tamañas como encinas, dedales como cubos y jilgueros como pavos.

Porque, á decir verdad, el libro todo y cada una de las partes que lo componen revisten proporciones gigantescas: el título contiene tanta lectura como un prólogo, la introduccion como un libro, y el libro como una biblioteca, no siendo posible resumir los méritos de tan enorme cantidad de papel, sino es diciendo que consta de dos mil páginas en cuarto mayor, de letra menuda, que mide mil quinientas pulgadas cúbicas y que pesa sesenta libras inglesas.

Acaso en tiempos anteriores al diluvio libros tamaños se reputarian por Hilpa y Shalum (1) lecturas de solaz y entretenimiento; no así en los nuestros, cuando la vida humana se halla encerrada en límites tan estrechos que no pasa de los setenta años; siendo por tanto demasía desaforada de parte de un autor pretender siquiera que consagremos á estudiar sus elucubraciones espacio relativamente largo, de relativamente corta existencia. Pues comparado el trabajo y la molestia de leer la obra del Dr. Nares con las mayores penalidades de los presidiarios ó de los negros africanos en los ingenios, se antojan éstas descanso y recreo.

Cuentan de un criminal italiano, á quien dejaron libre la eleccion de su castigo, entre ir á galeras ó leer á Guicciardini, que prefirió al remo el historiador; pero es fama que la relacion de la guerra de Pisa triunfó de sus propósitos, y que, dando entónces de lado á los libros, de su propio movimiento se hizo galeote. Mas á pesar de esto, y de que no es Guicciardini, si se considera, escritor ameno y agradable, comparado con el doctor Nares aparece nuevo Herodoto. Pero no es sólo en volúmen, sino en peso específico tambien en lo que las Memorias que nos ocupan exceden á toda otra produccion hu(1) Personajes de una novelita de Addison, publicada en el Spectator bajo el título de Amores de Hilpa y de Shatum.

mana, pues acerca de cada punto escribe triple que cualquiera otro, logrando que sea cada página suya más enojosa que tres de otro cualquiera, y que merced á repeticiones interminables, á episodios que ninguna relacion tienen con la accion general, á citas de libros que pueden hallarse hasta en gabinetes de lectura, y á reflexiones y consideraciones que, cuando por casualidad son justas y razonables, ninguna novedad ofrecen y se ocurririan á todo el mundo, adquiera la obra proporciones enormes. La verdad más trivial necesita para ser expuesta, desarrollada y defendida por él, más aparato y más lujo de palabras que otro escritor emplearia en sostener la mayor paradoja; y como no tiene idea siquiera de las reglas de la perspectiva histórica, sus cuadros carecen de primero y segundo término, viéndose así en ellos que las guerras de Cárlos V en Alemania y las turbulencias de Escocia se describen tan circunstanciada y prolijamente como en la vida del Emperador por Robertson ó en la historia de Knox por Mac—Crie. Injusto sería negar que haya hecho el doctor Nares grandes investigaciones con mucha perseverancia; mas tambien daríamos señalada muestra de parcialidad no diciendo que carece por completo de las condiciones necesarias á poner en órden los materiales recogidos por él, y que mejor habría hecho para el caso dejándolos descansar en donde se hallaban.

II.

Pero ni los hechos descubiertos de la sagacidad del doctor Nares, ni los argumentos que aduce serán parte á reformar en nada esencial, á nuestro parecer, la opinion que ya tienen formada de su héroe quienes leen la historia con aprovechamiento.

Porque clasificar á lord Burleigh entre los grandes hombres no es posible, habiendo sido siempre por naturaleza y por costumbre de aquellos que se dejan llevar de la corriente, no de los que encauzan y dirigen y cambian con el esfuerzo de su ingenio y de su energía la faz de los imperios. Pero si ninguna palabra ni obra suya de cuantas se recuerdan indica elevacion moral ó intelectual, en cambio fueron sus facultades eminentemente prácticas, ya que no brillantes, y sus principios ni más ni ménos rígidos que los de sus amigos y rivales, ya que no inflexibles. Era de carácter frio, de juicio sano, de grande aplicacion, y sobre todo de los que no apartan el pensamiento un sólo instante de su medro y conveniencia personal, negocio importantísimo y á su parecer el primero de todos. Gustábanle mucho las burlas cuando jóven; mas no por ellas mismas solamente, si que tambien por el partido y las ventajas que sacaba de las bufonadas. Recuerda su biógrafo con este motivo que, hallándose en Gray's Inn cur sando derecho, jugó y perdió cuanto poseia, incluso los muebles de su cuarto y hasta sus libros.

Vivia pared por medio con el ganancioso, y llegada que fué la noche, por un ventanillo que comunicaba las dos estancias, ahuecando la voz, comenzó á proferir tantas y tales y tan temerosas amenazas de castigos eternos en la otra vida que ya fuera realmente por miedo de merecerlos, ya porque las voces de Roberto despertaran sentimientos más generosos en su alma, ya porque quisiera dormir tranquilamente, prometió restituir lo ganado, y así lo hizo muy de mañana al otro día, con muestras de hallarse arrepentido y propósito de no volver á jugar. «Muchas otras cosas, dice un cronista de lord Burleigh, le of contar tan festivas como esta; pero su extension no me consiente reproducirlas.» Roberto Cecil conservó hasta el fin de su vida grande aficion á las bromas, y Bacon da tambien testimonio de ello citando algunas de las mejores; pero demuestran más malicia que generosidad, y fueron dirigidas principalmente á exigir dinero y á justificar y razonar el cuidado que ponia en librarlo de asechanzas. Fuerza será decir tambien que así era prolijo y celoso de los intereses públicos como de los suyos propios, y que tan absurdo sería exagerar las virtudes y excelencias de su carácter moral, como representarlo avaro, malo y corrompido. Por lo demas, Burleigh no abandonó nunca un amigo sino cuando se hizo muy molesto sostenerlo; perseveró en el protestantismo, miéntras no vió ventaja en ser católico; recomendó la política tolerante á su reina y señora, siempre que pudo hacerlo sin aventurarse á perder su gracia; no mandó al tormento sino las personas de quienes creyó poder conseguir por obra del martirio útiles declaraciones, y fué tan moderado en sus deseos que sólo textó trescientas fincas rústicas, pudiendo haber dejado á sus herederos infinitas más, como dice muy bien su fiel servidor y cronista, «si hubiera tomado dinero del Tesoro para sus necesidades y uso particular á la manera de tantos otros tesoreros.»

III.

Del propio modo era Burleigh que su precursor en la cancillería, el marqués de Winchester, flexible como el sauce, no enhiesto y rígido como el cedro. Dióse primero á conocer defendiendo la supremacía de Enrique VIII, y despues medró con el auxilio y la proteccion del duque de Somerset, hallando más tarde la fórmula para no caer al propio tiempo que su padrino, y de representar importante papel en la administracion del duque de Northumberland en vez de quedar sepultado entre las ruinas de la anterior. Con este motivo, dice y repite el doctor Nares que la conducta de Cecil no es censurable, pues continuó en las mejores relaciones con Cromwell, argumento que no logra persuadirnos; que nosotros, á semejanza del sastre de Falstaff, necesitamos fiadores de más responsabilidad que Bardolph para sir John[2].

La conducta de Cecil en la infame intriga tramada en torno del lecho mortuorio de Eduardo VI se contrajo á evitar, primero el descontento del duque de Northumberland, y despues el de la reina María; y como experimentaba cierta repugnancia en firmar el acta en cuya virtud se mudaba el órden de la sucesion, y temia tambien las violencias de Dudley, árbitro del palacio real, buscó el medio de conciliar ambos extremos, y de satisfacer su conciencia y su cordura, suscribiendo, segun sus propias palabras, como testigo, no como parte. Fuera dificil dar cuenta de la pericia y habilidad demostradas en esta crisis tan azarosa por Cecil en términos más apropiados que lo hace Fuller, diciendo: «Firmó su mano como secretario de Estado; mas lo resistió su corazon, y áun se opuso resueltamente á ello, cediendo, al fin, á la grandeza de Northumberland en tiempos tales que se ahogaba quien no iba con la corriente. Pero del propio modo, añade, que á pesar de dirigirse los planetas del Este al Oeste impulsados del primum mobile, tienen otro movimiento contrario y propio, que los lleva del Oeste al Este, así tambien hacía entónces Cecil esfuerzos en direccion opuesta á las corrientes de la corte, y se afanaba para que prevalecieran sus buenos propósitos sobre las ambiciones del Duque.» Ocasion fué aquella de mucho peligro, y acaso la más aventurada de la vida de Cecil, porque si en las restantes hubo siempre un refugio y á él se acogió, no así en la indicada, escueta de suyo y sin arrimo, y tal que ni podia permanecer indiferente, ni inclinarse hácia ningun lado sin exponerse á temerosas contingencias. Así lo comprendió el sagaz político, y se preparó á todas las eventualidades, enviando el peculio y la plata labrada que poseía fuera de Lóndres, otorgando testamento y presentándose armado en todas partes y dispuesto á rechazar la fuerza con la fuerza, ó al ménos á vender cara su vida.

Pero su mejor defensa no consistia en el acero, sino en su sagacidad y su imperio sobre sí mismo, y por tanto, al acabar la odiosa y absurda conjura en la cual participó, mal de su grado, con la ruina de sus autores, como necesariamente debia de concluir, él supo desasirse á tiempo y sin ruido, logrando así servir, unos en pos de otros, al rey Enrique y los duques de Somerset y de Northumberland, y prosperar bajo el amparo de la reina María.

IV.

No aspiraba Cecil á la corona del martirio, y de consiguiente confesaba y cumplia con la Iglesia en Wimbledon, y tenía capellan á mesa y mantel para la mejor direccion de sus negocios espirituales. El doctor Nares, cuya simplicidad aventaja con exceso la de cuantos casuistas conocemos, defiende á su héroe, afirmando que no hacía esto por supersticion, sino lisa y llanamente por hipocresía. «Es innegable, dice, que se conformó[3] hasta cierto punto; mas tambien estamos persuadidos de que durante reinado tan azaroso cual fué todo el de María, no perdió nunca la esperanza de elra revolucion favorable al protestantismo.» Más adelante añade que «Cecil no fué nunca movido de propósitos iaolátricos á misa.» Nadie, que sepamos al ménos, ha formulado jamás este cargo á lord Burleigh, pues si de algo se le acusa es precisamente de no haber tenido intenciones de idolatría, y por lo que á nosotros respecta no lo hubiéramos censurado tampoco si hubiese ido á la iglesia de Wimbledon animado del espíritu católico para orar sincera y devotamente al pié de los altares. Parecerá extraño, por tanto, que quien trata en diversos lugares de su obra con severa justicia de la casuística de les Jesuitas, y con admiracion no ménos justa de las cartas incomparables de Pascal, adopte y siga en toda su latitud la jesuítica doctrina de la direccion de las intenciones.

No censuramos á Cecil por no haber querido ir á la hoguera; pero sí diremos que la mancha indeleble impresa en su memoria proviene de que cuando fué poderoso y ejerció en las esferas del Gobierno influjo extraordinario, sacrificó sin escrúpulo la vida de otros hombres á diferencias de opinion por las cuales nada quiso exponer nunca. El Dr. Nares alega para disculpar á Burleigh de haberse conformado durante la época de Maria con las ceremonias de la Iglesia católica, la suposicion de que tal vez fuera de igual modo de pensar en órden al caso que los protestantes alemanes llamados adiaforistas, y que reputaban los ritos de Roma cosa indiferente.

Melanchthon opinaba como ellos, y segun el Doctor, áun fué más léjos todavía que lord Burleigh, sin merecer censuras por ello. No sólo como disculpa, sino como justificacion completa de Cecil, aceptaríamos lo expuesto si hubiera sido adiaforista el Canciller para bien de los demas, al propio tiempo que suyo; pero si son los ritos católicos de tan escasa importancia que pueda el buen protestante observarlos por egoismo y atendiendo sólo á su seguridad personal, será justo, ni siquiera humano, ahorcar ó descuartizar al católico que los practica por cumplir con su deber? Cuestiones son estas secundarias; mas entónces se tornaron principalisimas, y fueron negocio de vida ó muerte; y precisamente cuando Cecil se hallaba en la plenitud del favor, el Parlamento votó una ley en cuya virtud debian aplicarse iguales castigos que á los reos de lesa majestad á los que hicieran por conviccion aquello mismo que hizo él por cobardía.

V.

Al comenzar el reinado de María recibió Cecil una comision no muy conforme con el carácter del protestante celoso, y fué la de acompañar al legado del Papa, cardenal Pole, de Bruselas á Lóndres. Pero si la mayor parte de las personas de ideas templadas, y que daban más importancia que á los puntos controvertidos entre las Iglesias al reposo y tranquilidad del reino, ponian toda su esperanza en la sabiduría y prudencia del buen Cardenal, por lo que á Cecil respecta cultivó con mucho esmero su amistadpara sacar grandes medros y adelantos personales de su proteccion.

No obstante, la mejor y más eficaz y valiosa proteccion la debió Cecil durante la época desdichada de la reina María á su propia prudencia y á su carácter; prudencia que lo tuvo siempre vigilante y prevenido, y carácter que nada fué parte á exaltar en ningun caso, y por tal modo, mientras no dió pretexto siquiera para que los católicos lo atacaran, conservó el afecto y la buena voluntad de aquellos austeros protestantes que antes consintieron en expatriarse que no en retractarse; se adhirió á la causa de la heredera perseguida del trono, y adquirió derechos á su gratitud y confianza, sin dejar por eso de recibir señaladas muestras de favor por parte de María; y aunque se puso en la Cámara de los Comunes al frente del partido contrario á la corte, fué su lenguaje tan circunspecto y mesurado siempre, que al ser reducidos á prision muchos de los que obraban de concierto con él, su persona quedó á salvo.

Murió al fin María; le sucedió Isabel, y con esto Cecil llegó al colmo de los honores sin más tardanza; prestó juramento como consejero privado y secretario del despacho en manos de la nueva soberana cuando todavía estaba en la prision de Hatfield, y continuó sirviéndola durante cuarenta años consecutivos en los empleos más principales; lo cual no es de extrañar teniendo en cuenta que reunia las condiciones necesarias de carácter para estacionarse y vegetar largo tiempo en las esferas del poder. Porque Cecil pertenecia bajo este aspecto á la clase de los Pelham, de los Walpole y de los Liverpool, no á la de los Saint—John, de los Carteret, de los Chatham y de los Canning; y de no haber sido así, de haber sido emprendedor, animoso y original, no hubiera podido conservar las riendas en la mano y acaso tampoco la cabeza sobre los hombros, pues en el mismo Gobierno, siendo reina Isabel, no quedaba espacio para ella y un Richelieu; que la hija orgullosa y altanera de Enrique VIII habia menester de un ministro moderado, circunspecto, flexible, hábil en el manejo de los negocios, y apto, prudente y discreto en el consejo, pero sin aspiraciones á imponer su opinion ni ambicion de mando. Y como Cecil reunia todas estas circunstancias, nada fué nunca eficaz á quebrantar ni mermar la confianza que inspiró siempre á su Reina y señora, viéndose por tanto que ni las intrigas cortesanas mejor urdidas, ni la influencia de Leicester y de Essex, cuya galanura y talento impresionaron la imaginacion y acaso los sentidos de la mujer, pudieron nunca privar de su valimiento al Tesorero. Bien es cierto que á veces lo trataba con dureza en momentos de mal humor; mas lo es así mismo que se complacia honrándolo y distinguiéndolo; que con él no era, segun su costumbre, avara de riquezas y dignidades; que por él infringió la rigurosa y absurda etiqueta de su tiempo, y de la cual no prescindia con ninguno, y que mientras aquellos personajes á quienes dirigia la palabra ó miraba siquiera se prosternaban á sus piés, para Burleigh habia licencia de sentarse, y de esta suerte asistia el anciano ministro, que sólo era de nacimiento hidalgo del condado de Lincoln, á las audiencias en que los altivos descendientes de los Fitzalan y de los Vere, hablaban puestos casi de hinojos. Despues de sobrevivir á todos los coadjutores y rivales de su juventud, murió colmado de dias y de mercedes. Isabel lo visitó en su postrera enfermedad, consolándolo con palabras llenas de afecto, y el poder que habia ejercido pasó sin gran menoscabo de sus manos á las de su hijo, educado en su escuela y digno discipulo de tal maestro.


VI.

La vida de Burleigh abarca una de las épocas más importantes de la historia del mundo, y da la medida exacta del tiempo en que la casa de Austria ejerció indisputable superioridad y aspiró á la dominacion universal; como que Cárlos V ciñó la corona del imperio el año del nacimiento de Burleigh, pasando de esta vida el célebre ministro de la reina de Inglaterra tambien el mismo año en que los grandiosos designios que trajeron perturbada la Europa cerca de un siglo, quedaron sepultados en el féretro del rígido y adusto Felipe II.

La vida de Burleigh abarca de igual modo la época en que se verificó una revolucion moral importantísima, cuyas consecuencias se hicieron sentir no sólo en los gabinetes de los príncipes, sino hasta en los hogares de la mitad del mundo cristiano, pues nació cuando comenzaba el gran cisma religioso, y vivió lo bastante para verlo consumado, y trazada entre la Europa protestante y la católica una línea divisoria que ha sufrido pocas y leves modificaciones despues de su muerte.

VII.

El único acontecimiento de los tiempos modernos que pueda ser comparado con la Reforma, es la Revolucion francesa, ó, para expresarnos más puntualmente, la gran revolucion entre las tendencias y aspiraciones políticas que tuvo lugar el siglo XVII en casi todos los pueblos del mundo civilizado, y que alcanzó en Francia su triunfo más espléndido y famoso. Ambos memorables sucesos deben considerarse como rebeliones de la razon humana contra castas determinadas, siendo el primero lucha de los seglares contra el clero para conquistar la libertad intelectual, y el segundo del pueblo contra la nobleza para conquistar la libertad política. En ambos casos, el espíritu innovador se vió empujado, por decirlo así, á la guerra, por las clases mismas á las cuales debia dar tan tremendo golpe: Federico II, Catalina, José Il y los magnates franceses protegieron la filosofía que se hizo formidable á su amparo y luego amenazó derribar todos los tronos y aristocracias de la Europa; y la pasion vehementisima que se advertia en todas partes á fines del siglo xv y principios del xvi hácia los estudios liberales, se vió estimulada por los jefes de la misma Iglesia que tan mal parada quedaria despues por consecuencia de los estudios liberales. En ambos casos fué tan violenta la explosion producida de las nuevas ideas, que puso miedo y apartó de ellas á muchos de sus ántes celosísimos propagadores; como que la violencia del partido democrático en Francia hizo de Alfieri un cortesano y de Burke un tory; y la violencia del cisma de Lutero tornó á Erasmo en defensor de los abusos y á Tomás Moro en perseguidor. En una y en otra circunstancia, la convulsion que disipó inveterados errores, conmovió hasta sus cimientos los principios en que descansa la sociedad; el hu mano espíritu se apartó del camino que debia seguir; hubo un espacio durante el cual pareció que la moralidad y el órden perecerian juntamente con las preocupaciones que fueron sus intimas compañeras por tanto tiempo; cometiéronse horrendas é innumerables crueldades; quedó confiscada en Europa una masa enorme de propiedad; todas las naciones dieron asilo á la muchedumbre de los emigrados, y los hombres inquietos y atrabiliarios, de parciales celosos pasaron á ser exaltados propagandistas y fanáticos apóstoles. Y del propio modo que las agitaciones políticas del siglo xvm produjeron los Jacobinos, las agitaciones religiosas del siglo xvi dieron el sér á los Anabaptistas; y así como los partidarios de Robespierre cometieron robos y asesinatos en nombre de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad, los discípulos de Kniperdoling robaron tambien y asesinaron en nombre de la libertad cristiana. El patriotismo apénas si existia ya en mucha parte de Europa; las antiguas máximas de política exterior habian cedido á otras nuevas; fronteras morales, por decirlo así, reemplazaban las materiales; los pueblos contendian y luchaban con nuevas armas, tan formidables que no era eficaz á resistirlas ningun baluarte por inexpugnable que lo hubiera hecho el arte ó la naturaleza; con armas tales, que á su vista se abrian y apartaban las aguas dejando enjuto el paso como el Jordan, y las murallas se desplomaban como las de Jericó, acon teciendo que los generales de mar y tierra contesaban á veces, como el ángel guerrero de Milton, que no podian rechazar la invasion de las ideas con obstáculos materiales[4]. Europa estaba dividida del propio modo que Grecia en la época descrita por Tu cidides; y la lucha empeñada, no era, como en los tiempos ordinarios, de pueblo á pueblo, de nacion á nacion, de Estado á Estado, sino entre bandos que se hallaban en todas partes frente á frente, vencedores en una parte, vencidos en otra, opresores y oprimidos; pero guerreando siempre, abierta ó secretamente, y sosteniendo la lucha en el seno de todas las sociedades. Los hombres no se preguntaban si eran compatriotas, sino si eran correligionarios, y el espíritu de partido exaltaba de tal modo los ánimos, que parecia justificar y hasta consagrar ciertos actos reputados en toda otra ocasion por infames traiciones; como que á virtud de él no se avergonzaban los emigrados franceses de llevar á Paris los húsares austriacos y prusianos, ni los demócratas irlandeses ó italianos de servir al Directorio frances contra el Gobierno de su patria. Lo propio aconteció el siglo xvi, pues entónces los bandos teológicos, de igual suerte que los bandos políticos en la época revolucionaria, dejaron en suspenso todas las animosidades y pasiones y celos nacionales, viéndose por tanto que los Ligueros llamaron á los españoles, y los Hugonotes á los ingleses para que invadieran la Francia, su patria comun.


VIII.

Léjos está de nuestro ánimo atenuar ó paliar los crímenes y excesos producidos el siglo pasado por el espíritu democrático; pero cuando vemos que hombres celosísimos por la religion protestante representan la Revolucion francesa como radical y esencialmente mala en virtud de sus crímenes y excesos, no podemos ménos de recordar que sus antepasados no consiguieron redimirse de la servidumbre espiritual sino en virtud «de plagas, signos, milagros y guerras; que así en la Reforma como en la Revolucion francesa los hombres que se levantaron contra la tiranía religiosa ó política se hallaban profundamente penetrados de los vicios y males que la tiranía engendra; y que libelos tan escandalosos como los de Hébert, mascaradas tan absurdas como las de Anacarsis Klootz, y crímenes tan bárbaros como los de Marat, han manchado la historia del protestantismo. Pero si la Reforma es suceso pasado mucho há; si las llamaradas del volcan se han extinguido; si los desastres causados por la erupcion ya no se recuerdan; si las lindes que derribó al desbordar se han restablecido; si los campos asolados por su lava se han fecundizado con ella, y, despues de trasformar amenos y frondosos jardines en desiertos, ha convertido los eriales y los páramos en paraísos donde toda fecundidad tiene su asiento, la segunda erupcion no ha terminado, sus cenizas queman todavía nuestras plantas, y la lluvia de fuego continúa en diferentes direcciones; mas la experiencia nos da derecho á creer que, cual la primera fecundizará lo mismo que devasta. Tanto es así, que ya se advierten manifiestas señales de prosperidad en las regiones que más sufrieron del estrago, y con esto los hechos presentes confirman las palabras de la historia. Porque cuanto más atendemos á sus enseñanzas, cuanto más nos fijamos en las lecciones de los siglos pasados y las comparamos á los signos que se advierten al presente, más sentimos dilatarse y abrirse nuestro corazon á la esperanza en los futuros destinos de la humanidad.


IX.

La historia de la Reforma en Inglaterra está llena de problemas extraordinarios, siendo el más extraño el contraste singular que ofrece la fuerza inmensa del Gobierno y la debilidad de los partidos religiosos. Porque durante los doce ó trece años que siguieron á la muerte del rey Enrique VIII cambió tres veces de religion el Estado; instituyéndose alternativa y sucesivamente por Eduardo el protestantismo, la Iglesia católica por María y el protestantismo de nuevo por Isabel. Aún hay más. Pues como entonces Iglesia establecida fuera equivalente de Iglesia perseguida, Eduardo persiguió á los católicos; á los protestantes, María; Isabel de nuevo á los católicos, y el padre de los tres á unos y á otros al propio tiempo, enviando al cadalso al hereje que negaba la presencia real y al traidor que negaba la supremacía régia. Nada hubo en Inglaterra parecido á la furiosa y sangrienta oposicion que cada una de las facciones religiosas hizo en Francia sucesivamente al Gobierno; como que no tuvieron los ingleses ni Coligny, ni Mayenne, ni Montcontour, ni Ivry; ni tampoco ninguna ciudad de Inglaterra arrostró el hambre y los rigores de un asedio por la doctrina reformista con el valor de la Rochella, ni por la católica con el valor de Paris; ni una ni otra colectividad formó en Inglaterra una Liga, ni exigió abjuraciones de su monarca, ni ménos recabó ser tolerada por el soberano que no la era propicio.

Despues, los protestantes ingleses, al cabo de algunos años de dominacion, cayeron sin lucha bajo el yugo de María; y á su vez los católicos, á pesar de haber reconquistado su antigua supremacía y abusado de ella, se sometieron pacientemente á la tiranía de Isabel. Ni protestantes ni católicos concibieron, ni ménos se empeñaron en planes de resistencia vastos y bien organizados, quedando todo reducido á motines, tumultos y desórdenes sofocados al nacer, y á conjuraciones tramadas por muy escaso número de hombres; que no más hicieron en sus mayores empresas los afiliados á uno y otro bando para reconquistar el más sagrado de los derechos del hombre, usurpado por la tiranía más odiosa.


X.

La explicacion que se da generalmente de este fenómeno es sencilla, mas no satisfactoria, pues dicen que aconteció así por efecto de hallarse á la sazon en la plenitud de su fuerza política el poder de la Corona; lo cual, en nuestro sentir, nada explica ni resuelve, ni ofrece tampoco novedad, siendo moda introducida [por Hume describir la monarquía inglesa en el siglo xvi como absoluta. Pues si bajo este aspecto puede aparecer á observadores superficiales, no así á quien estudie la historia con atencion y detenimiento. Porque si bien es cierto que Isabel empleaba con sus Parlamentos un lenguaje tan altanero é imperioso como el que pudiera usar el Gran Turco dirigiéndose á su Consejo; que castigaba severamente á los individuos de la Cámara de los Comunes que á su parecer discutian con sobrada libertad; que asumia el poder legislativo; que así encarcelaba y retenia largo tiempo aprisionados á sus vasallos sin sujetarlos á formacion de causa, como se valía del tormento, á pesar de las leyes de Inglaterra, para obtener revelaciones; que no podia ser mayor el predominio de la Cámara Estrellada y de la Comision eclesiástica; que las disputas políticas y religiosas ofrecian gran dificultad, cuando no peligro; que se halló limitado por algun tiempo el número de prensas de imprimir; que ninguno podia publicar nada sin licencia, y que las obras habian de someterse á la censura del primado ó del obispo de Londres; que los autores de papeles ofensivos á la corte morian como Penry ó eran mutilados como Stubbs; que los desconformes sufrian severisimos castigos; que la Reina prescribia exactamente las reglas de la fe y de la disciplina, y que quien se apartaba de ellas en cualquier sentido que fuera, incurria en penas rigurosas; si bien fué así aquel Gobierno, tambien lo es que la inmensa mayoría de sus súbditos lo amaba; que durante las terribles luchas del siglo xvi ambos bandos enemigos hablaron de la época de Isabel como de la edad de oro; y que la memoria de la gran Reina cuyos despojos descansan siglos há en la capilla de Enrique VII, es todavía objeto de veneracion y cariño para el pueblo inglés.

La explicacion de esto consiste, á nuestro parecer, en que la esencia del gobierno de los Tudors era popular, si bien su forma revestia todos los caracteres del despotismo, pues á primera vista se antoja que las prerogativas de Isabel no desmerecian de las de Luis XIV, que sus Parlamentos fueron tan obsequiosos como los del monarca frances, y que el warrant (1) de la una equivalia en sus efectos á las lettres de cachet (2) del otro. Pero si la extravagancia de los elogios que prodigaban á la Reina sus cortesanos, alabando sus prendas personales é intelectuales, excedian las adulaciones de Boileau y de Moliére, y si Luis se hubiera ruborizado al recibir muestras de obediencia y sumision tan ostensibles de parte de sus palaciegos de Versalles y Marly como exigia la orgullosa inglesa de cuantos se le acercaban, el poder de Luis XIV descansaba en el ejército, y el de Isabel en el pueblo únicamente. De aquí que cuando lo califican algunos de absoluto lo hagan sin advertir en qué consistia ni qué lo constituia en realidad, pues no constaba de otras partes sino de la obediencia voluntaria de sus vasallos, de su fidelidad á la persona y oficio de la Reina, de su respeto hácia la familia tan ilustre de sus antepasados, y del convencimiento universal de la seguridad que gozaban bajo su gobierno. Hé aquí la única fuerza de que disponia la reina Isabel para poner en ejecucion sus decretos, resistir á los enemigos exteriores y vencer y sofocar las conjuras intestinas. Tanto es así, que no habia barrio de Lón(1) Autorizacion especial.

(2) Orden reservada.

dres que no hubiera podido rendir al puñado de guardias que tenía la casa real; y que si monarcas enemigos amenazaban con invasiones, ó magnates ambiciosos se levantaban en actitud rebelde, todos los medios de resistencia del Soberano estaban limitados á las milicias de su capital y al ejército de sus condados, á los burgueses y á los terratenientes de Inglaterra, mandados por comerciantes y propietarios del país.

Por esta causa, cuando tuvo noticia el Gobierno de los grandes preparativos que hacia Felipe Il para invadir á Inglaterra, la primera persona á la cual pensó dirigirse en demanda de auxilios fué al alcalde de Londres, rogándole manifestase los subsidios con que la ciudad sería servida de ocurrir á la defensa del reino contra los españoles. Congregados los concejales, acordaron preguntar á su vez qué deseaba S. M. y en qué forma, y habiéndose contestado que quince navíos y cinco mil hombres, despues de madura deliberacion rogó «respetuosamente la municipalidad que aceptara la Reina en testimonio de amor y lealtad treinta navíos tripulados y pertrechados de todo lo necesario y diez mil hombres.»

XI.

Un pueblo que daba tan señalada muestra de adhesion al soberano, y tan alto ejemplo de patriotismo, no podia ser mal gobernado impunemente.

Por eso los ingleses del siglo xvi constituian un pueblo libre, y si carecian de las apariencias de la libertad, la poseian realmente; no tenian tan buena ley fundamental como nuestros contemporáneos, pero si para usar de la suya la fuerza y la energía debidas, que bastan, sin necesidad de Constituciones, á refrenar los desmanes del Gobierno, y sin las cuales la mejor Constitucion es tan inútil como los edictos para preservar los pueblos de la inmoralidad y el vicio. Cierto es que los Parlamentos se convocaban raras veces, que no eran tratados con mucho respeto, y que se infringia con harta frecuencia el Código fundamental; mas tambien lo es que poseia la nacion, contra los Gobiernos sistemáticamente malos, garantías más eficaces que puede ser en ningun caso la hoja de pergamino donde se lee la firma del Monarca y el sello donde campean las armas reales.


XII.

Es en política error muy frecuente confundir el fin con los medios de realizarlo. De aquí que muchos entiendan bastante á producir buenos gobiernos la posesion de Constituciones, cartas, peticiones y declaraciones de derechos, asambleas representativas y colegios electorales, sin advertir que todas estas cosas por sí, aun cuando se hallen organizadas á maravilla, son como si no fueran, allí donde los ciudadanos carecen de las virtudes civicas necesarias á velar por su mantenimiento y de los medios indispensables á su defensa; que los elecLores se reunirán en vano cuando la necesidad los reduce al estado de siervos del propietario, ó el fanatismo los entrega sujetos y esclavos al clero, y las Cámaras representativas se congregarán inútilmente á ménos que no tengan á su disposicion fuerzas materiales bastantes para recurrir á ellas en demanda de auxilio siempre que sea preciso para proteger sus deliberaciones y hacer eficaces sus acuerdos. Pero si las leyes carecen de virtudes mágicas y sobrenaturales; si no surien efectos parecidos á los de la lámpara maravillosa de Aladin ó de la manzana del príncipe Achmet; si las influencias perniciosas, la ignorancia y el encono de las facciones enemigas pueden hacer ineficaces é inútiles las mejores Constituciones, la inteligencia, la sobriedad, el trabajo, la libertad moral, y la union estrecha de los ciudadanos pueden, á su vez, remediar, subsanar y suplir en gran medida los defectos é inconvenientes de la peor de todas ellas. Tanto es así, que un pueblo cuya educacion y costumbres son tales, que sus hijos logran elevarse siempre y en todas partes por sobre las razas y gentes con quienes viven, y esto de una manera tan inevitable como sube á la superficie del agua el aceite; un pueblo que tanto imperio ejerce sobre si mismo que los más violentos excesos de sus revoluciones revisten el carácter de procedimientos jurídicos y la solemnidad de ceremonias religiosas; un pueblo cuyo espíritu de altivez y cuya bravura expresa enérgicamente la divisa que rodea su escudo, y que ha sabido durante siglos enteros de lucha defender su independencia contra los ataques de vecinos más ricos y poderosos que no él; un pueblo que reune circunstancias tan excepcionales no puede ser vejado y oprimido largo tiempo, y cualquiera que sea su gobierno, de cualquier modo que se halle constituido, cualesquiera que sean sus tendencias, necesaria y forzosamente habrá de respetar sus aspiraciones y de temer su descontento. Bueno será y conveniente y deseable que pueda ese pueblo ejercer directa influencia en la gestion de los negocios públicos, y que dé á conocer sus propósitos y el espiritu que lo anima por medios constitucionales; pero aunque así no fuera, siempre sabrá influir en ellos directa ó indirectamente, por medios constitucionales ó no; estará mejor gobernado ciertamente con buena que con mala Constitucion; pero estará mejor con la peor que otras naciones con la más perfecta que pueda imaginarse. Si ahora hiciéramos un estudio y clasificacion general de las Constituciones, veríamos que la de Escocia es acaso la peor de las más malas de la Europa cristiana, y sin embargo, no están mal gobernados los escoceses, por la sencillísima razon de que no lo consentirian en ningun caso.

En algunas monarquías del Oriente, en el Afghanistan, por ejemplo, áun cuando no exista cosa que puedan los publicistas europeos calificar de Constitucion, gobierna el soberano generalmente conforme á ciertas reglas establecidas, y su sancion consiste en que todos los afghanos las aprueban y en que todos son soldados.

La monarquía inglesa fué de igual modo el siglo xvi. Llámasela hoy absoluta porque los Tudors guardaban pocos miramientos con las instituciones que nosotros acostumbramos á considerar como única traba eficaz á contener los desmanes del poder arbitrario de los monarcas, y los ingleses de nuestros dias apénas pueden concebir y explicarse cómo tendria el pueblo garantías verdaderas de buen gobierno estando sujeto á reyes que imponian benevolences, y que trataban á la Cámara de los Comunes cual hubieran podido hacerlo con una trailla de perros. Y esto consiste en que no advierten que si entonces eran flojas y febles las trabas legales, las naturales eran fuertes y resistentes, y el poder real tenía un valladar infranqueable casi en la certidumbre de que si abusaba de la paciencia de los súbditos oprimiéndolos, éstos podrian rebelarse, y su rebelion ser irresistible. Y así era, en efecto, porque cuando una parte del pueblo inglés se hallaba descontenta por motivo grave, en vez de presentar al monarca exposiciones reverentes, de celebrar asambleas más ó ménos numerosas, de tomar acuerdos, de suscribir memoriales ni de hacer pactos, se levantaban en armas, y si el rey no tenía la popularidad necesaria en el país para encontrar otra muchedumbre armada que oponer á la rebelde, no le quedaba más recurso sino esperar la renovacion de las horribles y aterradoras escenas de Pomfret y Berkeley, careciendo de tropas regulares y permanentes, armadas, disciplinadas y aguerridas, cuya superioridad fuese parte á intimidar y vencer las falanges de la milicia popular, animosas y bravas y obedientes á la voz de sus jefes.


XIII.

Dicese que los Tudors fueron absolutos como los Césares, y á la verdad que nada es más inexacto, ni se hizo nunca más desdichada comparacion, pues su gobierno fué precisamente lo contrario del de Augusto y de sus sucesores. Los Césares gobernaban de una manera despótica por medio de grandes ejércitos permanentes, si bien lo hacian bajo la modesta forma de Constituciones republicanas; y por tanto, aunque tomaban el nombre de ciudadanos, y se confundian con ellos sin etiqueta en las ceremonias y solemnidades, y teóricamente no eran sino magistrados electivos de una república, y en vez de atribuirse facultades, atribuciones y poder absolutos demostraban mucho respeto al Senado, de cuya venerable corporacion eran mandatarios, y en cuyas deliberaciones tomaban parte, y llegaban hasta el caso de presentarse como abogados ante los tribunales de justicia; podian tambien segura é impunemente cometer los mayores desmanes y desafueros, ejecutar actos de barbarie y rapacidad cruentos é inicuos mientras las legiones permanecian fieles y sometidas á su obediencia. No así los Tudors, que con los atributos, dictados y fórmulas de la supremacía monárquica, sólo eran en realidad magistrados del pueblo, y que careciendo de los medios necesarios á sostenerse contra la opinion pública, se hallaban siempre menesterosos de aura popular, solicitándola, mereciéndola y obteniéndola, pues sólo á virtud de ella vigorizaban y fortalecian su poder y su prestigio. Otorgaba la nacion á los Tudors el derecho de gozar de la pompa y grandeza personal inherentes al ejercicio de la realeza en su grado máximo, que es el absoluto, de hacerse adorar con genuflexiones y acatamientos orientales, y de disponer á su capricho de la libertad y áun de la vida de sus ministros y cortesanos; mas en cambio de la tiranía que podian ejercer en Whitehall, debian ser padres amorosos y bienhechores de la nacion inglesa, siendo su situacion respecto de sus vasallos tan semejante á la en que se hallan los déspotas guerreros respecto de sus tropas, que así hubiera sido peligroso para los reyes de aquel tiempo abrumar bajo el peso de los impuestos á sus súbditos, como para Neron no pagar puntualmente á sus pretorianos la soldada.

Los que rodeaban de cerca la persona real y jugaban el juego aventurado de las intrigas y ambiciones corrian riesgos terribles: Buckingham, Cromwell, Surrey, Seymour de Sudeley, Somerset, Northumberland, Suffolk, Norfolk y Essex murieron en cadalso; mas, por regla general, los hidalgos de provincia cazaban, y los comerciantes se ocupaban en sus negocios tranquila y pacíficamente; como que el mismo Enrique VIII, cuya crueldad igualó á la de Domiciano, aventajándolo en talento político, al propio tiempo que se bañó en la sangre de sus mujeres, fué favorito de los zapateros remendones.

Cierto es que los Tudors cometieron actos enormes de tiranía; pero en sus relaciones con el pueblo ni eran ni podian ser tiranos impunemente.

Porque si la nacion les perdonaba fácilmente algunos excesos en gracia del orgullo que sentia por ellos al contemplarlos tan altivos, bizarros y magnificos, como su tolerancia tenía límites, no bien se aventuraba el Gobierno á tomar ciertas medidas reputadas de opresoras por el pueblo, luego lo ponia éste sin tardanza en la necesidad de mudar de conducta. Cuando, por ejemplo, Enrique VIII trató de levantar un empréstito forzoso de cuantía desusada y por medios de rigor desacostumbrados tambien, la oposicion que halló en el país fué tal que, con ser violento é imperioso el carácter del Rey, le infundió temor. El pueblo—refieren las historiasdecia que aquello «era peor que las contribuciones de Francia, y que la Inglaterra sería por tal modo esclava, no libre;» y como el condado de Suffolk se levantara en armas, Enrique cedió cuerdamente; que de no hacerlo así, la resistencia se habria tornado en rebelion general. A fines del reinado de Isabel se sintió el pueblo gravemente oprimido de los monopolios, y la Reina, con toda su altivez y sus bríos, cedió tambien, temerosa de una guerra civil, y otorgó al pueblo con admirable sagacidad todo cuanto le pedia cuando aún estaba en sus manos conceder digna y graciosamente aquello mismo que más tarde acaso hubiera tenido que dar por fuerza.


XIV.

No es, por tanto, creible que un pueblo en cuyas manos se hallaba el remedio de sus males con el freno de sus reyes hubiera sufrido que uno de ellos le impusiera una religion rechazada universalmente de la masa general del país, y así, tan absurdo sería suponer que teniendo la nacion fe sincera en el protestantismo y apego á él, pudiera María derribarlo y restablecer el catolicismo, como suponer que si la nacion hubiese mostrado celo por su antigua religion, derribara Isabel el catolicismo, restaurando el imperio del protestantismo; siendo la única verdad del caso que los ingleses no se hallaban dispuestos á empeñar la lucha ni en favor de las nuevas ni de las antiguas doctrinas. Porque si mostró el país mucho entusiasmo y mucho calor cuando pareció probable que María declarase nulas y sin valor ninguno las donaciones de bienes eclesiásticos hechos por su padre, ó que sacrificara los intereses de Inglaterra á Felipe II, su marido, hacia quien sentia un amor y una ternura que tan poco merecia, muy luégo reconoció la Reina cuán insensato era devolver sus haciendas á las abadías, y que sus vasallos no consentirian nunca en serlo del monarca español, cediendo ella de grado ó por fuerza, en cambio, como dió infinitamente ménos importancia la nacion á la existencia ó no existencia del protestantismo que á los derechos adquiridos de propiedad y que á la independencia de la corona de Inglaterra, hizo su voluntad y estableció el culto católico y persiguió á los que no querian conformarse con él; que á la sazon el pueblo inglés no entendia que las diferencias entre dos Iglesias rivales merecieran la pena de luchar por ellas. Habia, es cierto, un partido protestante y otro católico animados de celo; pero ambos eran, á nuestro parecer, muy débiles, tanto, que acaso unidos no constituyeran al morir María la vigésima parte de la nacion, fluctuando las diez y nueve restantes entre las dos corrientes opuestas de tal modo, que no se hallaban dispuestas á correr la menor aventura peligrosa para ver triunfante á ninguna de las faceiones rivales.

Carecemos de datos exactos y precisos que nos permitan comparar con exactitud la fuerza efectiva de cada bando. Mr. Butler afirma que al advenimiento de Jacobo I se hallaban en mayoría los católicos; pero esto no pasa de ser un aserto infundado y cuya falsedad se demuestra fácilmente con irrecusables testimonios. El Dr. Lingard cree que al mediar el reinado de Isabel la mitad de la nacion inglesa era católica; Rushton, que cuando Isabel ocupó el trono habia las dos terceras partes de católicos y sólo una de protestantes, y Hallam, el más juicioso é imparcial de los historiadores ingleses, que, por el contrario, las dos terceras partes constaban de protestantes y sólo una de católicos. Por lo que á nosotros respecta, diremos que nos parece increible, siendo los protestantes dos contra uno, que hubieran soportado el gobierno de María, lo mismo que siendo los católicos dos contra uno el de Isabel, pues no alcanzamos cómo un soberano que carece de ejército permanente, y cuyo poder descansa en la voluntad de sus vasallos, logra sin grave peligro perseguir por espacio de muchos años la religion profesada por la mayoría del pueblo. Es cierto que los protestantes se rebelaron contra María y los católicos contra Isabel; pero estas mismas sublevaciones demuestran ciaramente la debilidad é insignificancia de los dos partidos, pues en ambos casos la nacion se puso de parte del Gobierno, quedando á seguida sometidos y castigados los insurrectos; que así los caballeros del condado de Kent, que tomaron las armas contra María en nombre de las doctrinas reformistas, como los grandes condados del Norte, que desplegaron la bandera de las Cinco llagas contra Isabel, no parecieron á los ojos de la generalidad de sus conciudadanos sino facciosos perturbadores de la paz y sosiego público.

La memoria del cardenal Bentivoglio acerca del estado de las ideas religiosas en Inglaterra, y que merece por más de un concepto fijar la atencion, tratándose del caso declara que los católicos celosos constituian la trigésima parte del pueblo, y estimaba en las cuatro quintas el de las gentes que se harian católicas sin el menor escrúpulo al establecerse el catolicismo en el país. A nuestro parecer, este cálculo se acerca mucho á la verdad, y abrigamos el íntimo convencimiento de que los partidarios resueltos y celosos de una ú otra creencia, prontos al sacrificio y á la lucha, eran muy pocos. Porque si los católicos y protestantes contaban con algunos campeones atrevidos y mártires animosos, la nacion estaba tan incierta y vacilante, así en sus afectos como en sus opiniones, que se dejaba llevar de las corrientes gubernamentales. y apoyaba indistintamente al Monarca, ya fuera reformista ó católico, contra uno ú otro bando. No queremos decir con esto que los ingleses de aquella generacion carecieran de ideas religiosas, pues creian en las doctrinas que son comunes á las teologias católica y protestante, sino que aún no habian formado juicio respecto de los puntos que se litigaban entre ambas iglesias; hallándose todos en situacion análoga á la de aquellos habitantes de la frontera descritos por sir Walter Scott con tanto ingenio, los cuales «cogian las vacas que mataban para mantenerse lo mismo en tierras de Inglaterra que de Escocia (1),» y que habian sido ««condenados en rebeldía nueve veces por el rey de Inglaterra y otras tantas por la reina de Escocia (2);» como que así eran protestantes á veces como católicos, como protestantes ó católicos á medias.


XV.

Siglos hacía en verdad que no eran los ingleses fervorosos católicos: Juan Wickliffe, el primero y acaso el más grande reformador, agitó profundamente la opinion pública el siglo xiv; por entonces tambien debilitó en muchas partes de la Europa el respeto hacia la persona y autoridad del Romano Pontífice un cisma escandaloso que surgió en el seno de la Iglesia católica, y es sabido que cien años antes de Lutero existia en Inglaterra numerosísimo partido que deseaba resueltamente un cambio religioso tan profundo y radical por lo mé(1) Who sought the beeves that mader their broth In England and Scotland both.

(2) Nine times outlawed had been By England's king and Scotland's queen..

nos como el verificado despues por Enrique VIII.

La Cámara de los Comunes propuso en tiempo de Enrique IV la confiscacion de los bienes del clero, más completa y violenta todavía que la consumada por Tomás Cromwell, y áun cuando fracasó en la tentativa, logró, sin embargo, despojar al clero de algunos de sus más grandes privilegios. Las conquistas de Enrique V distrajeron la atencion del país de las reformas interiores; el concilio de Constancia remedió los escándalos más graves ocurridos en la Iglesia, y el prestigio y autoridad de tan venerable Asamblea sostuvo al pontificado vacilante; siguióse una reaccion; pero es indudable que subsistirian aún de secreto en Inglaterra algunos Lollards, y que muchas personas que no concretaban todavía objeciones á la doctrina católica, se sentirian heridas considerando cuán grandes eran el poder y la riqueza de sus ministros; y al comenzar el reinado de Enrique VIII, la invasion habia hecho tales progresos, que, como surgiera un conflicto entre los tribunales de justicia y el clero, perdiendo éste, un obispo dijo que las preocupaciones y los odios populares contra los ministros de la religion católica eran tan grandes, que ya ningun eclesiástico podia esperar justicia de jueces seglares, los cuales, añadia, en su mala voluntad á la Iglesia, cegaban al extremo de que si Abel hubiera sido clérigo lo habrian declarado reo de la muerte de Cain. Así se hallaban los ánimos en Inglaterra meses antes de haber comenzado á predicar Martin Lutero en Wittemberg contra las indulgencias.

La Reforma, pues, no encontró á los ingleses fervorosos católicos, ni tampoco hizo de ellos protestantes exaltados, por efecto de la manera como se verificó en su patria la propaganda reformista. La cual no tuvo en Inglaterra por agentes y directores hombres parecidos al sajon bullicioso que se propuso ir á Worms áun cuando hubiera de luchar allí á brazo partido con tantos diablos como tejas habia en toda la ciudad, ni al bizarro suizo que recibió la muerte miéntras oraba devotamente á la cabeza de las falanges de sus compatriotas en Zurich, ni predicadores cuya influencia recordara la de Calvino en Ginebra ó la de Knox en Escocia. La revolucion religiosa comenzó sin sacudimientos en Inglaterra, y áun cuando hubiera podido revestir otro carácter con el tiempo, como se identificó el gobierno con ella muy á sus principios y se puso á su frente, le fué fácil dominarla, dirigiria, encauzarla y hasta detenerla en ciertos casos.


XVI.

No faltará quien halle muy extraño que pudiera Enrique VIII sostenerse tanto tiempo en una posieion intermedia equidistante de católicos y reformistas; mas si esto hubiera sido en efecto extraordinario suponiendo que la nacion constara solamente de católicos ó de reformistas decididos, no lo es si se advierte que la inmensa mayoría del país no era lo uno ni lo otro, y que se hallaba del propio modo que su soberano, equidistante de ambas religiones; siendo por tanto la conducta del Rey en el caso concreto á que nos referimos, y que algunos califican de caprichosa é inconsecuente hasta el exceso, mucho más agradable y simpática tal vez á la generalidad de sus vasallos que hubiera podido serlo una política inspirada en tendencias análogas á las de Eduardo VI ó de María; que hasta fines del reinado de Isabel se halló el pueblo en situacion de ánimo bastante parecida á la que Maquiavelo atribuye á los habitantes del Imperio romano en la transicion del paganismo al cristianismo: Sendo la maggiore parte di loro incerti a quale Dio dovessero ricorrere. Pero si la nacion era, en general, favorable á la supremacía del Monarca, la política de Roma la disgustaba, la intervencion de un sacerdote extranjero en sus asuntos nacionales la ofendia en su independencia, y aún más que todo, la indignaron y pusieron fuera de sí la bula pontificia en cuya virtud se despojaba del trono á la reina Isabel, las conjuras tramadas contra su vida, la usurpacion de sus derechos por María Estuardo y la enemiga constante de Felipe II. Recordaba con esto el pueblo atemorizado las crueldades de Bonner, y se inclinaba resueltamente al planteamiento del nuevo sistema. Pero si el uso de la lengua nacional en las oraciones y oficios de la Iglesia protestante y la comunion bajo las dos especies les placian, no por eso se olvidaban de las primeras lecciones de la infancia, recibidas en el seno del hogar doméstico y de boca del clero católico; como que por espacio de largos años hablaron con muestras de profundo respeto de las antiguas ceremonias, y que mucha parte de la pasada teología persistió hasta el fin en los espíritus penetrados de ella desde la infancia.


XVII.

La literatura dramática de la época suministra la prueba más concluyente de la confusion que en aquel tiempo existia en las ideas religiosas del pueblo inglés; y como no hay autor que se atreva en ningun caso á llevar á la escena ideas impopulares, puédese afirmar que las opiniones y tendencias que inspiran este género de literatura son siempre un eco fiel de las opiniones y tendencias contemporáneas.

Aplicando esta regla general al caso particular que nos ocupa, y estudiando los autores dramáticos más afamados y populares del siglo de Isabel, hallamos que tratan los asuntos religiosos de modo singularisimo, pues cuando hablan de las doctrinas fundamentales del cristianismo, si bien lo hacen con respeto, no es como católicos ni protestantes, sino como personas que fluctúan entre ambos sistemas, ó más bien, que se han formado un sistema con las doctrinas de una y otra religion. Parecen tener veneracion hácia ciertos dogmas y ciertas ceremonias católicas; guardan misterioso respeto al celibato eclesiástico, asunto que se tornó con el tiempo en tema obligado de chanzas y burlas licenciosas, y casi todos los frailes que sacan á la escena son varones respetables y santos. Nada contienen sus comédias parecido á las groseras y soeces bufonerías contra la religion católica y sus ministros que fueron de moda en los autores dos generaciones despues para complacer las pasiones de la muchedumbre; nada parecido á fray Forgaid ni á fray Domingo (1) en los personajes representados por los grandes poetas de la época; la escena final de El Caballero de Malta hubiera podido escribirse por un católico fervoroso; Massinger demuestra singular aficion á los sacerdotes católicos, llegando hasta el punto de crear un tipo de jesuita por extremo interesante y virtuoso; Ford, en aquella produccion (1) Personajes de obras dramáticas de la Restauracion.

que, á pesar de sus bellezas, no queremos nombrar, adjudica honroso papel al fraile, y en cuanto á Shakspeare, harto conocida es su parcialidad por el clero para que sea necesario demostrarla. En Hamlet, además, se lamenta la Sombra de haber muerto sin recibir la Extremauncion, y á pesar del artículo que condena la doctrina del purgatorio, dice que pasará en las llamas el tiempo necesario á expiar sus pecados[5]; conceptos que durante la época de Cárlos II habrian producido en el teatro tempestades de gritos y silbidos, porque ni eran de verdadero y celoso protestante, ni para ser oidos de protestantes verdaderos y celosos. Sin embargo, el autor de El rey Juan y de Enrique VIII no era partidario de la supremacía pontificia.

Sólo tiene, á nuestro parecer, una explicacion el fenómeno que ofrecen la historia y el teatro de aquel tiempo, á saber, que la religion de los ingleses era inerte como la del pueblo establecido por los asirios en Samaria, de quienes dice el segundo libro de los Reyes «que temian al Eterno, pero servian sus imágenes;» como la de los cristianos judaizantes, que mezclaban las ceremonias y las doctrinas de la Sinagoga y de la Iglesia; como la de los indios mejicanos, que por espacio de muchas generaciones despues de sometidos á los españoles, adoraban los ídolos grotescos del culto de Moctezuma y de Guatimocin juntamente con las imágenes católicas.

Y no estaba sólo el pueblo al pensar así, pues su reina Isabel entendia las cosas de igual modo. En su capilla particular veíase un crucifijo rodeado de cirios encendidos, y hablaba siempre con tan visible repugnancía y tan señaladas muestras de disgusto del casamiento de los eclesiásticos, que «no sin horror, decia el arzobispo Parker, he oido brotar de su dulce naturaleza y de su conciencia ilustrada y cristiana palabras como las que habitualmente proferia cuando hablaba de la santa institucion y mandamiento de Dios relativo al matrimonio.» Burleigh logró recabar de ella que tolerase los casamientos de los clérigos; mas, aunque vino en ello, fué de tal modo, que los hijos nacidos de estos maridajes bajo su reinado no pudieron considerarse legitimos hasta el advenimiento de Jacobo I, que regularizó su situacion.


XVIII.

Lo que constituyó, como ya hemos dicho, la mancha más indeleble del carácter de lord Burleigh, constituye tambien la mancha más indeleble de la reina Isabel. Pues siendo adiaforista, conformándose sin escrúpulo á las prácticas del catolicismo cuando así le parecia ó convenia, y habiendo conservado hasta el fin de su vida grande aficion á mucha parte de las doctrinas y ceremonias de la Iglesia romana, la persiguió cruelisimamente, con mayor crueldad y ensañamiento que á los protestantes su hermana María. Y decimos con mayor crueldad, porque María tuvo al ménos la excusa del fanatismo, pues todo cuanto hacía por su religion estaba dispuesta siempre á padecerlo por ella; como que supo perseverar en su ley, purificándose en el crisol del sufrimiento y de la desgracia, y que se hallaba tan convencida de la excelencia y necesidad de su doctrina para salvarse, que condenaba sus vasallos herejes al fuego, no por inhumanidad. sino por espiritu de místico proselitismo. Pero Isabel no tenia el mismo pretexto, siendo protestante á medias y constando á todos sus alardes de sincero y completo catolicismo á veces; que si puede hallarse disculpa, siquiera sea triste, para las matanzas del Piamonte y los autos de fe de España, nada es lícito decir en defensa de quien fué adiaforista é intolerante al propio tiempo.

Pero si la gran Reina, de quien los ingleses conservan todavía tan grato recuerdo, y cuya memoria respetan en tan alto grado, hubiera poseido las virtudes y amplitud de miras necesarias para seguir los principios que More, más sabio en teoria que no en práctica, profesó bajo el reinado de su padre, y á los cuales ajustaba su conducta entonces el buen canciller L'Hôpital, ¡cuán diferente no habria sido el curso de los sucesos, y por tanto el aspecto de la historia durante los doscientos cincuenta años siguientes á su muerte! Porque brindó á Isabel su destino, á no dudarlo, con la ocasion más propicia que haya tenido nunca un soberano para establecer en sus Estados la libertad de conciencia sin limitaciones ni restricciones de ningun género, sin peligro para su gobierno y sin escándalo de ninguna fraccion considerable de sus vasallos; como que se hallaba el país dispuesto á profesar una ú otra de ambas religiones, y preparado á tolerar las dos.

Pero desgraciadamente para la gloria de su nombre y para la paz pública, Isabel adoptó una política cuyos efectos hacen pasar al pueblo inglés todavía rudos sufrimientos. El yugo de la Iglesia establecida pesó de tal modo sobre la nacion, que se hizo imposible soportarlo. Entónces vino la reaccion, seguida de otra reaccion á poco tiempo; á la tiranía de la Iglesia establecida sucedió la lucha tumultuosa de las sectas, embravecidas y furiosas, agitadas de pasiones violentísimas, agresivas por extremo y ebrias de libertad; al conflicto de las sectas sucedió de nuevo la cruel dominacion de una Iglesia opresora, hasta que luégo la opresion revistió carácter más benigno, y se abolieron las leyes penales protectoras de la Iglesia establecida; pero dejando las exclusiones y las incapacidades, las cuales, despues de haber engendrado terrible malestar; despues de haber hecho imposible la accion del Gobierno, cualquiera que fuese, en parte del reino; despues de haber puesto al Estado al borde del abismo, se proscribieron en nuestros dias; pero dejando á su vez huellas tan profundas de su paso, que aún habrán de durar larga serie de años. Triste es pensar, en efecto, con cuánta facilidad hubiera podido Isabel poner todas las sectas bajo la proteccion de las leyes y del trono, colocando á su patria, en lo tocante á los derechos de la conciencia, en la misma situacion que se halla hoy, al cabo de los sufrimientos, persecuciones, conjuras, revueltas y asesinatos jurídicos de diez generaciones.


XIX.

Esta es la mancha indeleble del reinado de Isabel; la cual fué, no obstante, una mujer superior y excepcional, y de cuantos soberanos han ejercido en apariencia el poder absoluto, recibiendo su fuerza del amor y confianza de sus vasallos, ella es el primero y más ilustre. No ha faltado quien, para excusar el mal gobierno de los sucesores de Isabel, haya dicho que no hicieron otra cosa sino seguir su ejemplo, y que podian encontrarse no pocos precedentes en los sucesos de su reinado para perseguir á los Puritanos, para imponer y percibir contribuciones sin el beneplácito de la Cámara de los Comunes, para encarcelar por largo tiempo á los ciudadanos sin someterlos á los tribunales de justicia, para restringir la libertad de las discusiones parlamentarias, etc.; pero si bien esto es así, no puede servir de disculpa en modo alguno á sus sucesores, por la sencillisima razon de que lo eran.

Pues la reina Isabel gobernaba una generacion y ellos otra, siendo tan grande la diferencia entre ambas, cual puede ser la que separa el carácter y las condiciones de dos pueblos distintos; y no es por cierto imitando las medidas particulares que adoptó Isabel, sino conformándose á los grandes principios generales de su gobierno, como hubieran podido sus sucesores aprender el arte dificil de manejar súbditos indómitos. Si en vez de buscar en la historia de Isabel ejemplos que parecieran justificar la mutilacion de Prynne ó la prision de Eliot, hubieran los Estuardos tratado de investigar cúyas fueron las reglas á las cuales acomodó su conducta en sus relaciones con el pueblo que gobernaba, muy luégo habrian advertido cuánto diferia de la política observada por la gran Reina la suya propia, cuando á los ojos de observadores superficiales parecieran ambas más conformes y acordes. Porque á pesar de su altivez, de su dureza, de sus procederes injustos á veces y crueles con los individuos ó las colectividades de poca importancia, evitaba ó suprimia prontamente cuantas medidas pudieran ser eficaces á enajenarle las simpatías de la masa general del país.

Pero si Cárlos I se hubiera encontrado en lugar de ella los momentos en que la nacion entera clamaba contra los monopolios, habria desatendido todas las quejas, disuelto el Parlamento y encarcelado sus individuos más populares; habria prometido, sí, algo, vaga y capciosamente, á cambio de subsidios, y llegada la ocasion de cumplir su palabra hubiera disuelto de nuevo el Parlamento y encarcelado los jefes de la oposicion: con esto habria subido de punto el malestar del país y agitádose más y más los ánimos, y la nueva Cámara héchose más intransigente que las anteriores; entónces el tirano hubiera consentido en cuanto le pidieran, ratificando solemnemente la supresion de los monopolios, por ejemplo, y seis meses despues de recibir la paga de la concesion habria otorgado por docenas otros nuevos más opresivos y vejatorios que los abolidos.

Esta fué la pelítica funesta que llevó como por la mano al heredero de tantos reyes, ídolo del pueblo en su juventud, tras medrosas y terribles vicisitudes, al extremo aciago y luctuoso de perder libertad, corona y vida juntamente!

Isabel, por el contrario, ántes de que la Cámara de los Comunes pudiera dirigirse á ella, presentia las palabras que habria de pronunciar en nombre de la patria, y, por tanto, su respuesta era pronta, y con ser generosa siempre al otorgar, concediendo más de lo que le pedian, daba sin demora, lo cual aumentaba el precio de la merced y empeñaba más la gratitud de quien la recibia. No trataba á la nacion como á bando enemigo, como á partido cuyos intereses fueran contrarios á los suyos, como á colectividad á la cual debiera escatimar los beneficios cuanto le fuera posible y abrumar bajo el peso de los impuestos; no vendia tampoco las mercedes, las hacía, y una vez otorgadas, no las retiraba; y las dispensaba con tanta franqueza, efusion de corazon, majestad y maternal ternura, que áun siendo escasa la dádiva, se antojaba cumplida y grande. Así pareció á los atrevidos caballeros que acudieron del campo á Westminster llenos de resentimientos, al ser objeto de ellas, recibiéndolas con lágrimas de alegría y gritando entusiasmados: Dios salve á la Reina! Carlos I cedió la mitad de las prerogativas de la Corona á la Cámara de los Comunes, y la Cámara contestó dirigiéndole un Memorial de agravios (the Grand Remonstrance).

XX.

Nos habíamos propuesto decir algunas palabras acerca del grupo de ilustraciones cuyo centro era Isabel, de «los allivos varones, de las damas resplandecientes de galas y hermosura, y de los hombres de Estado, ancianos venerables de luenga barba[6],» que vió en sueños el último de los bardos de lo alto del Snowdon, rodeando á manera de aureola el trono de la Reina-Virgen[7]; nos habíamos propuesto decir algo del discreto Walsingham, de Oxford el atrevido, del ameno Sackville y de Sydney, el perfecto caballero; queríamos hablar de Essex, ornamento de la corte, tipo de guerreros, dechado de hidalguía, Mecenas generoso del talento, á quien sus mismas grandes virtudes, su valor, su ingenio peregrino, la gracia de su reina y señora, el amor de sus compatriotas, todo, en fin, cuanto puede ser eficaz á la elevacion y engrandecimiento de los hombres, llevaron á morir prematura y vergonzosamente; queríamos hablar de Raleigh, guerrero, marino, sabio, cortesano, poeta, orador, historiador y filósofo, á quien imaginamos ya revistando la guardia real, ya dando caza á galeones españoles, ya pronunciando discursos en la Cámara de los Comunes, ya recitando alguna de sus tiernas y delicadas canciones amorosas acaso demasiado cerca de los oidos de cierta dama de la Reina, ya meditando sobre el Talmud ó colacionando á Polibio y Tito Libio; queríamos tambien decir algo de la literatura de aquella época brillante, y más todavía de los dos hombres incomparables, príncipe de los poetas el uno, de los filósofos el otro, que hicieron del siglo de Isabel era más ilustre y famosa en la historia del humano espíritu que lo fueron los siglos de Pericles, de Augusto y de Leon X; pero, como asunto tan vasto exige más espacio del que ahora tenemos, damos aquí punto á nuestra tarea, temerosos de que adquiera el presente ensayo proporciones tan extraordinarias que sean respecto de los ensayos usuales y corrientes lo que la historia del Dr. Nares á todas las demas historias conocidas.


  1. El presente ensayo pareció el mes de Abril de 1832.—N. del T.
  2. Personajes del Enrique IV de Shakspeare.
  3. Con la palabra conformist designan los ingleses al sometido á la Iglesia que sostiene el Estado en su país.—N. del T.
  4. «To exclude

    Spiritual substance with corporeal bar.»

  5. «Confined to fast in fires,
    Till the foul crimes, done in his days of nature,
    Are burnt and purged away.»

  6. «Many a baron bold,
    And gorgeous dames, and statesmen old
    In bearded majesty.»

  7. Los ingleses designan con el epiteto de Reina—Virgen á Isabel porque nunca fué casada.—N. del T.