Ir al contenido

Estudios históricos por Lord Macaulay/Federico el Grande

De Wikisource, la biblioteca libre.
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

FEDERICO EL GRANDE

1712 Á 1760.


La monarquía prusiana, la más moderna de las grandes potencias europeas[1], la quinta por su poblacion y sus rentas, la tercera, si no es la segunda, bajo el punto de vista de las artes, de las ciencias y de la civilizacion, nació en humilde cuna. Al despuntar del siglo XV, el emperador Segismundo hizo merced del marquesado de Brandeburgo á la noble familia de Hohenzollern; al siguiente, abrazaron sus individuos la doctrina de Lutero, y á los primeros años del XVII obtuvieron del rey de Polonia la investidura del ducado de Prusia; pero, áun con estos aumentos de territorio, los jefes de la casa de Hohenzollern apénas lograban igualarse con los electores de Sajonia y de Baviera. Demas de esto, el suelo de Brandeburgo era pobre y estéril en su mayor parte; los alrededores de Berlin, asiento de la capital de aquella provincia, y los de Postdam, residencia favorita de los margraves, parecian áridos desiertos; en algunas comarcas se hacía necesario trabajar años enteros para que sus terrenos arenosos produjeran escasas cosechas de centeno ó de avena, y en otras, los bosques seculares, de los cuales salieron los bárbaros conquistadores del Imperio romano, áun permanecian virgenes; que allí donde el suelo era rico, era tambien pantanoso é insalubre, y rechazaba á cuantos atraia su fecundidad. Federico, llamado el Gran Elector, fué el príncipe á quien sus descendientes consideran causa principal del engrandecimiento de la patria, merced á la política que inició, y que, entre otros medros y adquisiciones importantes, le valió con la paz de Westfalia la ciudad y comarca de Magdeburgo, con lo cual dejó á su hijo Federico un principado más importante que cuantos á la sazon llevaban en Europa el titulo de reinos.

Federico queria ser rey, y áun cuando fué pródigo de sus riquezas, vano, insaciable de frivolidades y dado á la ostentacion, olvidadizo de sus verdaderos intereses y de sus mayores obligaciones, y no añadió nada á la fuerza real de los Estados sometidos á su dominacion, sino que ántes la disminuyó, logró al fin alcanzar el objeto constante de sus deseos, tomando el título de rey el primer año del siglo XVIII. Al principio hubo de resignarse á sufrir todas las humillaciones que la sociedad reserva á los grandes improvisados. Comparándolo á las demas testas coronadas de la Europa, más parecia uno de esos nababs que, revestidos de título nobiliario, comprado á peso de oro, intentan codearse con los pares del Reino—Unido de la Gran Bretaña, cuyos antepasados murieron en el cadalso en tiempo de los Plantagenets, que no un monarca de abolengo. De aquí que los príncipes soberanos que antes habian sido más que él y que en lo sucesivo debian ser sus iguales no hicieran misterio de su envidia ni ó su desden; que el elector de Sajonia se negase á reconocerlo; que Luis XIV lo considerase como el Conde al pobre M. Jourdain en el Bourgeois Gentilhomme, cuando se le presenta ridículamente vestido en traje de corte, y que el Austria exigiera sacrificios inmensos á cambio de su reconocimiento, no realizándolo, despues de todo, sino al cabo de muchos trámites y dilaciones y con muestras de mala voluntad.

Federico Guillermo, hijo y sucesor de Federico, tenía cierta idoneidad y cierto talento administrativo; pero se dió á los vicios y cometió verdaderos actos de locura. Fué, no obstante, activo y exacto en el despacho de los negocios, y el primero de los soberanos de Prusia que concibió el proyecto de conquistar para su patria, merced á la organizacion militar, el rango que le negaba entre los demas Estados de Europa la extension de su territorio y la cifra total de sus habitantes. Al efecto introdujo grandes economías en los gastos generales del Estado, y gracias á ellas proveyó al sostenimiento de un ejército que, en tiempo de paz, constaba de sesenta mil hombres; y como ni la Francia, ni la Inglaterra, ni otra nacion alguna poseian tropas tan disciplinadas, siguióse de aquí que su caudillo así fuera enemigo terrible como aliado de inestimable precio.

Adoleció por desgracia Federico en edad temprana de una enfermedad mental incurable: sus menores deseos se tornaron en pasiones violentas; su economía degeneró en sórdida avaricia, y su aficion al órden y la pompa militar en manía semejante á la de un burgomaestre holandes por los tulipanes, ó la de un bibliófilo por ciertas ediciones raras. Por tal manera, mientras se hacía proverbial en las Cortes de Europa la estrechez con que vivian los príncipes de la familia de Hohenzollern y el sueldo mezquino que tenian sus embajadores, nadie ignoraba que, tratándose de reclutar un granadero, Federico no paraba mientes en el gasto; como que ambicionaba formar una brigada de gigantes, y que al efecto recorrian el mundo sus comisionados en busca de hombres colosales para su ejército (1).

Sin embargo, áun cuando no tuviera otro deseo que el de poseer un ejército formidable, áun cuando su reinado constituya una época de la mayor importancia en la historia de la disciplina militar, áun cuando su pasion dominante fuera gozarse en revistas y simulacros de batallas, Federico Guillermo fué toda su vida el más pacífico de los príncipes, no por humanidad, sino es por odio á la guerra. Amaba su ejército como el avaro su tesoro: se complacia en reunir sus soldados, en contarlos uno á uno y en contemplarlos; pero no podia decidirse á exponer la vida de uno solo de ellos; y aunque pensaba con orgullo en lo porvenir, en los tiempos en que sus regimientos de patagones arrollarian al enemigo (1) En cierta ocasion, un irlandes de siete piés de altura recibió de manos del embajador de Prusia en Londres una prima de 32.500 pesetas, es decir, una cantidad superior al sueldo anual del representante de Federico; absurdo incomprensible, porque un jóven vigoroso, de cinco piés y cuatro pulgadas, comprado por algunos pesos duros, hubiera servido mejor; mas, para Federico, el irlandes en cuestion era lo que un Othon de bronce para un numismático, ó un palimpsesto para un erudito.

y lo harian huir roto y desalentado, no admitia la idea de que fuera él quien realizara tales proyectos, y tanto la rechazaba de su mente, que si hubiera vivido treinta años más, aquellos incomparables soldados, reunidos á costa de tan considerables sacrificios, no habrian asistido á más funciones militares que revistas, paradas, ejercicios y simulacros en los campos vecinos de Berlin. Empero las riquezas que acumulaba entónces, las fuerzas aquellas gigantescas que iba desarrollando y el espíritu militar que despertaba en su patria, otro carácter más emprendedor y más osado que no el suyo debia emplearlos.

Federico, apellidado el Grande, hijo de Federico Guillermo, nació en Enero de 1712. Estaba dotado de inteligencia viva y vigorosa, de mucha firmeza de carácter y de fuerza de voluntad extraordinaria.

Por lo que hace á sus demas cualidades y defectos, no sabemos si los debió á la naturaleza ó á la educacion que recibió, por demas extraña. En órden á este punto, la historia de sus primeros años ofrece verdadero interes, porque nunca hubo quien le aventajara en desgracias, siendo jóven y hallándose tan cerca como él de las gradas del trono. Era su padre áspero y duro de carácter naturalmente; y como, además, el ejercicio del poder arbitrario lo habia hecho cruel, se pasaba la vida reprendiendo á las gentes y dando bastonazos. Cuando paseaba por la capital, las gentes huian al verlo, cual pudieran hacer con una fiera escapada de su jaula; y no en vano, porque si tropezaba en su camino con alguna mujer, la mandaba ir luego al punto á cuidar de sus hijos y de su casa, no sin darle un puntapié para mejor persuadirla; y si por su mala ventura era eclesiástico el habido, le recomendaba el rezo, la Biblia y la soledad, sin escasearle, siquiera en gracia de su ministerio, un bastonazo á poco que vacilara en seguir su mandato sin demora ó aventurase alguna objecion, por razonable y justa que fuera. Pero no tanto en la calle como en su casa es donde se mostraba feroz y hasta irracional, convirtiéndola en verdadero infierno habitado por un poseido, y á sus hijos Federico y Guillermina, que despues fué margravina de Bareuth, en objetos predilectos de su saña y de su furia endemoniada. Y como carecia de instruccion, despreciaba la literatura, del propio modo que odiaba á los incrédulos, á los católicos y á los metafísicos, y ni alcanzaba las diferencias que separan á unos de otros, ni en su concepto la especie humana debia tener otra ocupacion que la enseñanza ó el estudio del arte militar.

En cuanto á distracciones, no conocia otras sino es fumar y beber jarros de cerveza de Suecia, jugar al chaquete á cinco céntimos la partida y matar jabalíes á docenas y perdices á bandadas. Y como el príncipe heredero demostraba tan poca inclinacion á las diversiones como á los trabajos serios de su padre, ni alcanzaba la trascendencia de las revistas y paradas, ni era dado al tabaco, ni al juego del chaquete, ni á la montería, esto sólo bastaba para que el Rey lo mirase con prevencion y recelo; y si se añade que le gustaba en cambio la música, que tenía buen oido, que tocaba muy bien la flauta, que sus primeros maestros de música, refugiados franceses, le habian inspirado verdadera pasion por la literatura y la sociedad francesas, se comprenderá mejor que Federico Guillermo, que despreciaba estas aficiones, tratándolas de afeminadas, hiciera los mayores esfuerzos para destruirlas; empresa que produjo el resultado contrario, empeorando el mal cuando el príncipe llegó á esa edad en la cual se verifica una doble revolucion intelectual y física en los jóvenes. Aquellas faltas leves que un padre discreto, prudente y bueno sólo reprende con indulgencia, pusieron siempre al Rey fuera de sí. Más tarde fué acusado Federico, y tal vez desde entónces, de ciertos vicios que la casta musa de la historia y la de la sátira no aciertan á pronunciar. Para colmo de su desgracia, y á consecuencia de algunas proposiciones ambiguas que así él como todo libre pensador gustaba permitirse, Federico Guillermo tachó á su hijo de hereje ó de ateo, sin acertar á distinguir entre ambas.cosas; y persuadiéndose de que sus deberes de cristiano le imponian la obligacion de ser más duro que nunca, y espoleándose la conciencia, si es que la tenía, con su mal carácter, acudió á las habitaciones del principe, las entró á saco, rompió sus papeles de música, pisoteó sus flautas, arrojó por las ventanas los libros franceses que llenaban su biblioteca, y á él le molió el cuerpo á puntapiés y bastonazos. No quedó en esto, sino es que, no dando vagar á los malos tratamientos, así lo asia de los cabellos, arrancándoselos á puñados por la menor cosa, como le lanzaba á la cabeza, estando en la mesa, platos y salvillas, como lo ponia á racion de pan y agua, como lo forzaba á comer manjares tan groseros y repugnantes que su estómago no podia digerirlos. Una vez trabó con él tal pendencia, que lo derribó y lo arrastró hasta una ventana, y ya se disponia á estrangularlo con los cordones de las cortinas, cuando lograron arrancárselo de las manos. Por haber intervenido en aquella circunstancia en favor de su hijo, trató á la Reina de una manera odiosa, lo mismo que á la princesa Guillermina. La desesperacion que produjo en su ánimo el verse tratar así, inspiró á este desgraciado jóven un acto que puso el colmo á la cólera de su padre, tornándola en demencia. Es el caso, que Federico buscó su salud en la fuga para escapar á los malos tratamientos del Rey; y como tenía el grado de oficial en el ejército, y este acto era una desercion, y en el código moral de S. M. la desercion era el mayor de los crímenes, su hijo debia morir. «La desercion, decia el régio teólogo en una de sus cartas, es obra del infierno, inspirada por los hijos del diablo, y ninguno que lo sea de Dios puede incurrir en ella.» El Príncipe tuvo un cómplice en aquella circunstancia y murió en el cadalso, á pesar de las súplicas del consejo de guerra que lo condenó, y S. A. mismo debia correr igual suerte, segun toda probabilidad; pero los Estados de Holanda, los reyes de Suecia, de Polonia y el emperador de Alemania, obtuvieron y no sin pena, su indu'to: y sólo despues de haber pasado algunos meses de horrible ansiedad, supo Federico que la sentencia dictada contra él no se cumpliria. Permaneció aún largo tiempo en su encierro: y si bien pudo echar de ménos la libertad, en cambio las rejas de su prision le preservaron de las brutalidades de su padre. Por otra parte, sus carceleros se mostraron con él bondadosos por extremo; su comida no era exquisita, pero sí sana y abundante, y podia, demas de estas ventajas, leer la Henriade, sin recibir por ello malos tratamientos, y tocar la flauta sin temor de que se la rompieran en las espaldas.

Al salir de su cárcel, Federico era ya un hombre formado; iba á cumplir veintiun años, y su padre no hubiera podido imponerle los castigos y privaciones constantes que tan desdichada hicieron su primera juventud. El sufrimiento habia madurado su juicio, endurecido su corazon y agriado su carácter; sabía reprimirse y disimular, y haciendo ambas cosas, aparentó acomodarse á no pocas teorías de su padre, consintió en recibir por su mujer la que él le dió, si bien fué su marido lo ménos posible; y aunque no le deparó la fortuna ocasiones de distinguirse, sirvió muy honradamente bajo las órdenes del príncipe Eugenio en una campaña insignificante.

Dueño al fin de tener casa separada y léjos del Rey, pudo satisfacer en cierto modo y dentro de ciertos límites sus propias aficiones, sin descuidar por eso, para no incurrir en el regio desagrado, ó tal vez tambien por inclinacion propia, el estudio de los problemas militares y políticos, adquiriendo así lentamente grande aptitud para los negocios; cualidad que sus amigos más íntimos no sospechaban ántes siquiera en él.

Habia escogido por su residencia favorita una hermosa y fértil propiedad, llamada el Rheinsberg, asentada en medio del territorio arenoso del marquesado, y cerca de la frontera que separa la Prusia del ducado de Mecklemburgo. Rodeaba el castillo un bosque dilatado de hayas y de encinas, y se miraba en las claras aguas de un lago inmenso y cristalino.

Apartado en esta soledad del bullicio de la capital, se divertia Federico haciendo plantar paseos y alineadas calles de árboles, trazando los laberintos más complicados, levantando templetes, obeliscos é invernáculos, coleccionando flores y arbustos raros, y rodeándose de amigos, entre los cuales figuraban en primera línea los franceses de origen ó de nacimiento, con quienes hacía buenas comidas y mejores cenas, bebiendo bien, dando á veces conciertos, y presidiendo las juntas de una sociedad que él llamaba la órden de Bayardo.

Empero la literatura fué su principal recurso en aquella circunstancia. Su educacion habia sido enteramente francesa. El alto rango que ocupó la Francia en Europa por tanto tiempo, y el mérito eminente de los poetas trágicos y cómicos, de los satíricos y de los predicadores que ilustraron el rei—, nado de Luis XIV, hicieron reina de todas las lenguas á la francesa. Los pueblos que poseian literatura nacional, la patria de Dante, la de Cervantes, la de Shakspeare y de Milton, adoptaron por entónces casi enteramente las modas intelectuales de Paris; y como nada notable habia producido hasta esa época la Alemania en órden á poesía y elocuencia, de aquí que el gusto frances ejerciera tan grande influjo al otro lado del Rhin. Ningun hijo de familia descuidaba el estudio de la lengua de Corneille; ninguno habia que no supiera, no sólo hablarla, sino escribirla con más elegancia, pureza y facilidad que la suya nativa; que áun era esto más importante para los alemanes que no el expresarse correctamente en tudesco; y el mismo Federico Guillermo, á pesar de sus añejas preocupaciones sajonas, exigia que sus hijos supieran bien el frances, y reputaba por cosa inútil y baladí aprender el aleman.

Por lo que hace al latin, proscribió su estudio en absoluto: «No consentiré, decia, que aprenda mi hijo semejante cosa, ni sufriré que nunca por nadie se me hable de ello.» Sin embargo, uno de los preceptores de S. A. se atrevió un dia por su mala ventura á leerle la Bula de Oro en el original; y como en aque! momento llegara el Rey al gabinete donde se daba la leccion, y él entendiera lo que se trataba, «¿Qué haces aquí, bribon? le dijo.—Señor, le contestó el dómine atribulado, y persuadido de que no saldria del trance con vida; señor, estaba leyendo la Bula de Oro á S. A.—La Bula de Oro?

¡Infame! Y se adelantó hácia él, levantando el baston con ademan de apalearlo.

El maestro huyó despavorido, y así acabaron los estudios clásicos del Príncipe. Esto no fué parte á impedir que, andando el tiempo y cuando hubo sucedido á su padre, se tomara en ocasiones la licencia de citar malas frases latinas, como, por ejemplo: Stante pede morire, De gustibus non est dispu tandus, Tot verbas, tot spondera. Por lo demas, apénas pudo traducir nunca una página de Metastasio, ni entendió palabra de inglés, ni de español.

Admiraba por extremo los autores franceses, como que nunca logró leer libros escritos en otra lengua, y ganoso de adquirir nombre, se propuso imitar aquello que tanto deleite le producia. Su ambicion se qifraba entonces en ocupar un puesto distinguido entre los grandes prosistas ó los poetas franceses; y poniendo en ejecucion su pensamiento, comenzó á componer sin dar de mano en ambos géneros, con mejor voluntad que buena fortuna; porque al otorgarle naturaleza los talentos de caudillo famose y de grande administrador, le negó aquellos dones más preciosos y raros, sin los cuales el literato más laborioso no logra entrar, ántes ni despues de pasar de esta vida, en el templo de la inmortalidad.

Tambien es cierto que áun cuando hubiera desarrollado como escritor condiciones y aptitudes más sobresalientes que no las suyas, tampoco se habria elevado al rango que ambicionaba, pues no poseia ningun idioma con perfeccion: el suyo propio lo hablaba tan mal como lo escribia, y en cuanto al franees, que manejaba mejor, bien puede afirmarse que no siempre lo comprendió, despues de repasar la traduccion de la Iphigenie, de Racine, cuyo sentido no logró explicarse, por más que leyera el original. Pero áun cuando supiese mejor el frances que el aleman, su frances era al cabo el que puede poseer un extranjero; y persuadido de ello, siempre tenía á su alrededor personas encargadas de corregir sus solecismos y de concordar sus rimas, las cuales, á pesar de los pulimentos y barnizadas de sus secretarios, carecen de valor alguno. En la historia brilló más que no en la poesía, y sus voluminosas memorias, si no contienen cuadros notables ni reflexiones profundas, sobresalen por su claridad, su concision, su buen sentido y un cierto aire de verdad y sencillez que seducen, tratándose de un autor como él, que despues de haber ejecutado grandes cosas las narra con naturalidad y sencillez. Sin embargo, la coleccion de sus cartas nos parece preferible á todas sus demas obras, leyéndose principalmente con más gusto aquellas que escribió sin pretensiones y que no se hallan entremezcladas de versos.

Quien amaba tan apasionadamente la literatura y no conocia otra sino es la francesa, debia de admirar con veneracion profundísima el ingenio universal de Voltaire. Si Federico hubiera podido leer á Homero y á Milton, ó siquiera entender algo de Virgilio y el Tasso, su entusiasmo por la Enriada sólo habria demostrado que carecia de condiciones para comprender lo bello en las artes: si hubiera conocido las tragedias de Sófocles ó las de Shakspeare, estaríamos en el caso de exigirle más equidad para juzgar á Zaira; y de haber estudiado á Tucídides y á Tácito en el original, habria entendido que el autor de la Vida de Cárlos XII quedó muy por bajo de sus maestros inmortales; pero como nunca pudo leer poemas épicos, tragedias ni tampoco historias de cuenta, nada era mejor para él que la Enriada, Zaira, Mahoma y la Vida de Cárlos XII. Aun no habia comenzado Voltaire á descubrir sus baterías contra el cristianismo, cosa que no hizo completamente hasta despues de su destierro, y cuando Federico se hallaba todavía en el Rheinsberg, áun solicitaba el filósofo el favor de la corte; razon por la cual, si no podia refrenar siempre su afluencia presuntuosa de palabras, la contenia dentro de ciertos límites, á fin de que ninguno de sus escritos fuera parte á chocar con ciertos escrúpulos: de aquí que no hubiera lastimado todavía los generosos sentimientos de protestantes tan ilustres como Tillotson ó Grocio. No obstante, Federico supo adivinar sin parecerlo las secretas tendencias del poeta irreligioso que tanto halagaban su propio ateismo; y como el hombre por su inclinacion natural ha menester de rendir tributo de adoracion á algo, el futuro rey de Prusia levantó un altar en su pecho á Voltaire y le rindió ferviente y misterioso culto. A nadie se atrevió á revelar su idolatría, ni tampoco al objeto de su reverencia en mucho tiempo; mas al fin, no pudiendo reprimir su entusiasmo y su admiracion por más espacio, se aventuró á escribirle una carta llena de los elogios más exagerados. La respuesta no se hizo esperar, y fué digna en todas sus partes del ingenio de Voltaire. A partir de aquel momento, empezó entre ambos una correspondencia cuya lectura recomendamos á cuantos quieran iniciarse y cursar el arte innoble de la adulacion; que nadie supo nunca mejor que Voltaire hacer cumplidos y formular lisonjas, pues unos y otras en su boca y en su pluma, áun siendo exagerados y absurdos, revestian forma seductora, delicada y picante. Los dos amigos trocaron luego versos, pupitres y mil baratijas. Federico envió sus obras á Voltaire, y Voltaire las admiró cual si estuvieran escritas por Racine ó por Bossuet; y como S. Atrajera entre manos una como refutacion del Prín cipe, de Maquiavelo, Voltaire se encargó de imprimirla y de sacarla á luz bajo el nombre de AntiMaquiavelo. Bueno será decir de paso que la obra de Federico era una diatriba sangrienta contra la realeza, la perfidia, la arbitrariedad, las guerras injustas, y, en una palabra, contra todos los vicios y crímenes que han merecido á su autor vivir en la historia y la posteridad.

Las distracciones del Rheinsberg solian arrancar de tiempo en tiempo, aunque en vano, feroces rugidos al caduco Rey, cuya salud se extinguia lentamente y cuyo fin se acercaba por momentos, no quedándole ya más consuelo sino es el de contemplar sus regimientos de granaderos; y como para calmar su cólera no habia medio más eficaz y seguro que el de presentarle un soldado de colosal estatura, su hijo tenía siempre dispuestos algunos á este objeto, en lo cual daba muestra de buen acuerdo y de mejor memoria.

A los primeros dias del año 1740 murió el Rey con ejemplar dignidad, cosa que no hizo prever su conducta pasada, y su hijo, á la sazon de 28 años, quedó proclamado por rey de Prusia. Nadie conocia el carácter del nuevo soberano: los que habian tenido la ocasion de hablarle ó de corresponder con él no dudaban de su talento; pero la vida ligera que habia hecho hasta entónces, sus aficiones musicales, sus espléndidos convites, sus conversaciones frivolas y su inclinacion á la literatura ligera, lo hacian reputar de la mayoría de sus vasallos por adepto fervoroso de la secta de Epicuro. Y sus declamaciones perpétuas en órden á la moderacion, á la paz, á la libertad y al bienestar que los espíritus elevados encuentran en la práctica del bien seducian y embelesaban á cuantos amigos suyos hubieran podido entrever la verdal; y por tal manera, mientras los unos esperaban verse gobernados por un nuevo Telémaco inspirado del criterio de Fenelon, los otros anunciaban el advenimiento de un nuevo siglo de los Médicis, de un reinado en el cual florecieran juntamente las ciencias, las artes, las letras y el amor: lo que ninguno imaginaba siquiera es que bajo sus apariencias de filantropo se ocultaba un tirano de prodigioso talento militar y político y de actividad más extraordinaria todavía, destituido de fe, incapaz de remordimientos y dispuesto siempre á sacrificarlo todo á los fines de su política.

No debió quedar Falstaff ménos sorprendido el dia de la coronacion de su compañero de orgías que algunos de los alegres comensales del Rheinsberg al advenimiento de Federico, precisamente cuando mayores ilusiones se forjaban, oyéndole contestar á uno de ellos con rostro severo: «Se acabaron las locuras.» Desde aquel punto fué á todos evidente que el nuevo soberano se pareceria en todo á su predecesor, porque si bien diferian bajo ciertos aspectos, y el talento del hijo era más sólido, extenso y claro que no el del padre, y sus ideas más generales, y sus maneras y su exterior ménos desagradab'es, y que distraia sus ocios con otros estudios y placeres, su carácter era el mismo del rey difunto, y el hijo amaba el órden, el trabajo y la milicia con igual pasion que el padre, y el uno era tan avaro, tan irascible, tan violento, tan bárbaro como el otro, y así éste como aquél se gozaron siempre, con igual fruicion en el espectáculo del dolor y de las humiIlaciones que hicieron sufrir á sus semejantes. Sin embargo, el hijo supo resistir mejor que el padre la violencia de sus inclinaciones, y á esto se debe el que deseando poseer el ejército más grande y terrible de la Europa, nunca invirtiera sumas enormes, como su padre, para procurarse gigantes. Era tan económico en su casa, cual puede serlo un príncipe bien ordenado; pero no creia, como su predecesor, que fuera provechoso comer legumbres de mala calidad para ahorrarse algunos rixdales al año. Su maldad corria parejas con la de su padre; pero tenía demasiado talento para mostrarse brutal en la manera que él. La burla y el escarnio eran las armas que esgrimia de preferencia para martirizar á sus víctimas, sin que por eso hubiera renunciado á su privilegio hereditario de administrar puntapiés y bastonazos cuando así le parecia, sin curarse de la edad ni del sexo de quienes á tales cosas se hacian acreedores á su entender. No obstante, para que Federico pegara, necesitaba ser excitado á ello por alguna falta que allá en su código se calificara de grave, y áun en tales casos no aplicó nunca tan patriarcal procedimiento con los extranjeros, sino es con sus vasallos, por más que cierto dia M. Thiebault tuviera durante algunos minutos fundadísimas razones de creer que le tocaria la poco envidiable honra de ser la excepcion de esta regla.

Pero ni sus vasallos ni tampoco los extranjeros conocian el verdadero temple y carácter verdadero de Federico, hasta que acontecimientos y sucesos graves arrojaron su luz de repente sobre todo él, de suerte que ya no dejó á ninguno en la duda.

Pocos meses despues de su advenimiento al trono murió Cárlos VII, emperador de Alemania y último descendiente de la línea masculina de la casa de Austria. No dejaba Cárlos heredero varon; y como desde mucho ántes de su muerte habia perdido esta esperanza, á los últimos años de su vida sólo se preocupó de un pensamiento: el de asegurar á sus sucesores de la línea femenina todas las posesiones de la casa de Hapsburgo. Para ponerlo en práctica promulgó nueva ley de sucesion, la cual logró hacerse famosa con el tiempo, bajo el nombre de Pragmática sancion, y á virtud de la cual su hija, la archiduquesa María Teresa, mujer de Francisco de Lorena, heredó la corona de sus mayores.

Ningun soberano tuvo nunca derechos más claros, incontestables y evidentes que María Teresa.

Hacía veinte años que la política del gabinete austriaco no tenía otro fin sino es el de asegurar el arreglo de la sucesion á la corona. Todos aquellos príncipes cuyos derechos podian llegar á ser asunto de litigio, habian ido renunciando, unos en pos de otros, de una manera solemne, á sus pretensiones; y los Estados de todos los reinos y de todos los principados que forman la gran monarquía austriaca, se habian apresurado á ratificar la nueva ley, que, además, la Inglaterra, la Francia, la España, la Rusia, la Polonia, la Suecia, Dinamarca y la Confederacion germánica se obligaron por medio de pacto solemnísimo á respetar y mantener; quedando por tal manera la Pragmática sancion bajo el escudo y custodia de la fe pública del mundo civilizado.

Pero áun cuando ningun acuerdo ni pacto solemne hubiera sido parte á garantizar el mantenimiento de la Pragmática sancion, ésta no debia de suscitar conflictos en Europa, toda vez que aseguraba la paz del mundo; porque así era ventajosa para el pueblo á quien tocaba más directamente, como grata para los demas de la cristiandad, miéntras que su violacion era ocasionada, por el contrario, á producir una guerra universal, á trastornar el equilibrio europeo, á herir de una manera sangrienta los sentimientos de afecto y patriotismo de un pueblo inmenso y á separar contra su voluntad grandes provincias que habian vivido unidas por espacio de siglos. Los más sagrados deberes impo nian, por otra parte, á los monarcas de Europa la obligacion de respetar y defender los derechos de la Archiduquesa, y su situacion y sus prendas personales debian inspirar á todos los corazones generosos sentimientos de benevolencia, de simpatía, de admiracion y de afecto. María Teresa tenía entónces veinticuatro años; era su porte majestuoso, su fisonomía expresiva y dulce, armoniosa su voz, y su conjunto noble y agraciado; pero áun excedian las prendas de su alma á las de su hermosura, porque si era gentil y bella como muchas, era honrada y buena como pocas, ofreciendo siempre desde la elevada posicion que ocupó ilustres ejemplos de grandes virtudes domésticas, y siendo en toda ocasion modelo de hijas, de esposas y de madres. Hallábase á punto de dar á luz un príncipe, cuando la muerte del Emperador la sumió en duelo profundo; y faltándole las fuerzas para resistir á un tiempo el dolor de aquella pérdida y los nuevos cuidades de la gobernacion de sus pueblos, su salud se alteró, decayó su espíritu animoso, palideció el vivo carmin de sus mejillas, y quedó como abandonada de su ántes animoso espíritu, sin que fueran parte á reanimarla ni la dulce esperanza de ser madre, ni la solicitud de su esposo, á quien amaba por extremo, ni las grandes responsabilidades de su oficio.

¿Debia de alarmarse así? ¡Habia motivo bastante para ello? ¿La justicia, la humanidad, la fe de los tratados eran acaso ya vanas palabras? Garantías tan solemnes, ¿serian como si no lo fueran? ¿Qué presentimientos eran los suyos? Pero los hechos vinieron muy luego en parte á justificar y en parte á desmentir sus sombrías y lúgubres imaginaciones.

Inglaterra, Rusia, Polonia y Holanda se apresuraron á ratificarse en sus anteriores acuerdos; los ministros que gobernaban la Francia hicieron una declaracion verbal en idéntico sentido, y el rey de Prusia fué de todos los Monarcas y Estados el que dió á la hermosa y jóven reina de Hungría las mayores y más solemnes seguridades de amistad y proteccion.

Sin embargo, Federico, el autor del Anti—Maquiavelo, habia determinado cometer un gran crimen, violar los juramentos, despojar á la aliada á quien habia prometido defender, arrojando en medio de la Europa la tea de la discordia y de la guerra, y al efecto reunió un ejército considerable con tanta presteza como sigilo para invadir la Silesia mucho ántes de que María Teresa estuviera informada de sus proyectos.

Dicen algunos autores, entre otros el doctor Preuss, que la casa de Brandeburgo tenía muy antiguos derechos sobre la Silesia, y que durante el siglo precedente la corte de Viena se vió en el caso de renunciar á sus pretensiones. Pero, áun siendo así, ¿qué probaria esta afirmacion? Porque si tuvo en un principio derechos á la Silesia, es lo cierto que despues se resignó á no reclamarlos nunca, y que todos los príncipes de la casa de Brandeburgo habian dado sucesivamente su aprobacion al tratado. Demas de esto, la corte de Berlin acababa de aliarse recientemente con la de Viena, y de garantizarle la integridad de los Estados del Austria. Por otra parte, no es lícito admitir en política el que puedan invocarse antiguos derechos contra larga y consentida posesion y recientes tratados, porque tanto valdria esto como proclamar la perpetuidad de las guerras generales; que las leyes de todos los pueblos han fijado sábia y prudentemente plazos, á cuya terminacion, por ilegítimos que sean en su origen los títulos de poseer, quedan al abrigo de toda protesta. El injustificable tratado que privó á Dinamarca de la Noruega para darla á Suecia, y el que arrancó á la Holanda sus provincias belgas, han recibido igualmente la sancion del tiempo, y la injusticia de que se quejaba Federico tenía un siglo de fecha. Conviene tambien advertir que la obligacion personal en que estaba con la casa de Austria era inmensa, pues debia, tal vez, la vida á la mediacion del Emperador, á cuya hija y heredera se proponia despojar.

Debemos ser justos, sin embargo, con él, diciendo que no tuvo nunca la pretension de ser más virtuoso y honrado de lo que realmente solía ser.

Cierto es que pro fórmula insertó en sus Manifiestos algunas historias añejas relativas á sus pretensos derechos; pero no lo es ménos que sus conversaciones y sus Memorias nos lo presentan bajo su verdadero aspecto. «La ambicion (citamos sus propias palabras), el interes, el ánsia de que hablaran de mí, fueron los móviles que me arrastraron á empeñar la guerra.» Una vez tomada esta resolucion, acometió la empresa con habilidad y vigor, no siéndole ya posible tampoco el ocultar del todo sus preparativos, como que á cada paso se veian por el territorio de Prusia regimientos, cañones y pertrechos de guerra. Y tan ciegos estaban y tan confiados los ministros de María Teresa, que cuando el enviado austriaco en la corte de Berlin les dió cuenta de lo que ocurria y les comunicó los recelos que comenzaba á tener en órden á la conducta de Federico, se negaron á creerlo, tachando la nueva de suposicion ofensiva del buen nombre y fama de príncipe tan justo y tan filantrópico. «No queremos ni podemos creeros,» contestaron al Embajador.

En tanto que así correspondian los diplomáticos austriacos, Federico reunia su ejército, y cuando todo estuvo dispuesto, sin pedir reparacion de la injusticia de la cual pretendia tener derecho á quejarse, ni hacer ninguna declaracion de guerra, sino al contrario, al propio tiempo que enviaba nuevas protestas de amistad y que renovaba sus promesas más lisonjeras á la corte de Viena, invadia los Estados de María Teresa. Sus tropas llegaban ya á la Silesia, y todavía la reina de Hungría ignoraba que Federico de Prusia se proponia reclamarle parte de su territorio, y nada supo de una manera positiva hasta que recibió de él un mensaje concebido en términos que antes parecia insulto. «Dejadme la S: lesia, decia, y yo me obligo á defenderos contra todos los que intenten despojaros de alguna otra parte de vuestro territorio...» ¡Como si ántes no se hubiera comprometido á esto mismo, y como si la promesa violada no anulara de antemano toda promesa ulterior!

Era la estacion rigurosa del invierno, y la lluvia y el frio hacian impracticables los caminos; pero el ejército prusiano proseguia su marcha triunfal, haciendo Imposible toda resistencia por parte del austriaco, el cual ni era entónces numeroso ni aguerrido, y estaba diseminado además en cortos destacamentos en Silesia y carecia de víveres y de municiones. Bloquearon á Glogau las tropas de Federico; Breslau abrió sus puertas al invasor; la guarnicion de Ohlau evacuó la plaza, y aun cuando algunos presidios se defendieron en otras fortalezas, es lo cierto que todo el país abierto estaba conquistado; como que en ninguna parte se atrevía el austriaco á contener á campo raso los progresos del vencedor. Con esto la campaña fué breve, y ántes de concluir el mes de Junio de 1741 Federico regresó á Berlin para recibir las felicitaciones de sus vasallos.

Aun cuando la cuestion de la Silesia no hubiera tocado sino es á Federico y á María Teresa, la posteridad habria calificado siempre la conducta del rey de Prusia de odiosa perfidia; pero teniendo en cuenta las consecuencias que produjo tan deplorables para todas las naciones europeas, su fallo debe ser aún más severo todavía. Porque hasta el momento en que Federico rompió las hostilidades, no sólo parecia posible el mantenimiento de la paz, sino seguro. Es indudable que la herencia de la casa de Austria fué tentacion fuerte para más de un gobierno ambicioso; pero no lo es ménos que los tratados que garantizaban el mantenimiento de la Pragmática sancion eran harto solemnes y recientes para que ninguno fuera osado á violarlos. Inglaterra permaneció fiel á sus compromisos; el cardenal Fleury, hombre timorato, amó siempre la paz, y anciano, además, no queria manchar su nombre inmaculado hasta entonces, ni cargar su conciencia de un crímen odioso al ocaso de sus dias y cuando estaba tan cerca de comparecer ante el tribunal de Dios; él mismo Belle Isle, á pesar de su vanidad y de su falta de principios, y cuya vida no fué sino es sueño extraño de conquistas y expoliaciones, comprendia que la Francia, ligada como se hallaba por solemnes tratados, no podia sin desdoro para ella intentar siquiera la empresa de apoderarse de algunos dominios de la casa de Austria; y el elector de Baviera, que pretendia tener derecho á una gran parte de la herencia que la Pragmática sancion dejaba á María Teresa, como habia menester del auxilio de un aliado para sostener sus reclamaciones y éste no lo hallaba, era cual si no fuese. Así es que una vez pasada la primera emocion que produjo en los soberanos de Europa la nueva del fallecimiento del Emperador, todos creyeron deber asentir á sus arreglos; mas la egoista rapacidad del rey de Prusia dió á sus vecinos un ejemplo funesto, y arrastrados como él de la ambicion, perdieron por ella el instinto del honor; los fáciles triunfos de Federico los persuadieron de que nada sería más hacedero que desmembrar la monarquía austriaca, y el mundo todo corrió á empuñar las armas. ¡Caiga sobre la cabeza de Federico toda la sangre derramada en aquella guerra, que tanto estrago y tanta desolacion causó durante algunos años en todos los pueblos del globo, así la de Fontenoy como la de los bravos montañeses asesinados en Culloden! Porque su crimen fué tan grande, que sus consecuencias alcanzaron á pueblos y á regiones en los cuales era completamente desconocido el nombre de la Prusia, y que, para poder usurpar á un vecino á quien antes habia jurado defender y amparar, hasta los negros se destrozaron en las costas de Coromandel, y los Pieles—Rojas se escalpelaron orillas de los grandes lagos de la América del Norte.

Casi habia sido la Silesia ocupada sin disparar un tiro; pero como las tropas austriacas avanzaban al socorro de las fortalezas, que áun resistian á las armas del rey de Prusia, éste se incorporó á su ejército. No habia hecho sino una campaña insignificante y breve, y nunca se habia visto en un campo de batalla al frente de fuerzas imponentes: no debe, pues, sorprender que sus primeras operaciones militares no parezcan anunciar los maravillosos talentos que causaron más adelante admiracion á la Europa.

Lo propio que fueron, al decir de las personas peritas, los bosquejos de Rafael trazados en su primera juventud, fueron tambien las obras de la primera y mala manera de Federico. Por su suerte, sus adversarios apénas valian tanto como él; pero ningun ejército se hallaba entónces mejor disciplinado que el suyo; su infantería sobre todo no tenía rival, y lo acompañaban generales capaces y expertos, siendo el primero de ellos el feld—mariscal Schwerin, bizarro aventurero, natural de la Pomerania, que habia servido sucesivamente á casi todos los gobiernos de Europa y obedecido, unos en pos de otros, lo mismo á los Estados de Holanda, que al duque de Mecklemburgo, que á Marlborough en Blenheim, que á Cárlos XII en Bender.

Federico dió su primera batalla en Molwitz, y puede muy bien decirse que jamás comenzó su carrera militar bajo peores auspicios ningun capitan ilustre. Su ejército quedó vencedor, es cierto; pero él ni se mostró buen general ni probó siquiera tener el valor vulgar de un soldado. Hubo un momento en el cual la caballería que mandaba en persona se vió en la necesidad de replegarse, y entonces Federico, poco acostumbrado todavía al tumulto de los campos de batalla y al espectáculo conmovedor que ofrecen, perdió su sangre fria, cedió demasiado pronto á los ruegos de sus cortesanos que le instaban para evitar el peligro, y huyó á larga distancia, en tanto que Schwerin, á pesar de sus dos heridas, resistia valerosamente al choque del enemigo. Las hábiles disposiciones del anciano feld—mariscal, y la firmeza de los batallones prusianos, decidieron al fin la victoria, y el ejército austriaco abandonó el lugar de la pelea, dejando en él ocho mil de sus soldados.

Federico supo aquella misma noche en un molino, en el cual se habia guarecido, el resultado de la jornada, produciéndole la nueva dolor acerbo, Porque no podia gozarse personalmente de un triunfo alcanzado merced á las disposiciones tomadas por otros, y al valor de sus tropas, que no habian cesado de combatir mientras él huia. ¡Tales fueron los comienzos engañosos del mayor guerrero de su siglo!

La noticia de la batalla de Molwitz produjo en Europa una explosion general: Baviera corrió á las armas, y áun cuando no representara todavía la Francia un papel principal en la contienda, tomó parte en la guerra á título de aliada de aquella. Los dos grandes hombres de Estado, á quienes la Europa debió algunos años de tranquilidad, desaparecieron por aquel tiempo de la escena política, no sin que antes la vana esperanza de conservar su poder les impulsara al sacrificio de la paz y de la justicia en aras de su ambicion. Agobiado Fleury de años y de enfermedades, hubo de ceder su puesto al fogoso Belle Isle, y Walpole se habia retirado á su parque de Houghton, prefiriendo consagrarse á sus colecciones que á servir por más tiempo á su ingrata patria, reemplazándolo en la gestion de los negocios públicos el audaz Carteret; cambios ministeriales á que respondian las aspiraciones de los pueblos respectivos. Y como los treinta años de calma casi absoluta de que la Europa acababa de gozar habian preparado la opinion pública á los más grandes esfuerzos militares, y la nueva generacion no podia recordar siquiera el cerco de Turin, ni la matanza de Malplaquet, ni conocia de la guerra sino es sus trofeos, cuando contemplaba con admiracion en Inglaterra las tapicerías de Blenheim, ó en Paris la estatua ecuestre de la plaza de las, Victorias, se curaba poco de las privaciones, dolores, ruinas y lágrimas que costaban las conquistas y las glorias militares.

Por algun espacio la suerte de las armas pareció contraria á la reina de Hungría. Federico invadió la Moravia; franceses y bávaros penetraron en Bohemia, y allí se les unieron los sajones; Praga capitu—, y el sufragio de sus colegas elevó al elector de Baviera al trono imperial, asiento que la tradicion constante de muchos siglos casi autorizaba á que la casa de Austria considerase como patrimonio hereditario.

La noble hija de los Césares no se dejó abatir entónces. La realidad del peligro la dió fuerzas para resistirlo con aliento varonil. Aun le quedaba la Hungría en virtud de título incontestable, y por más que los húngaros se hubieran rebelado algunas veces contra sus antepasados, no vaciló en confiarse á su fidelidad; que si eran ásperos, y turbulentos, y ganosos de independencia, eran tambien hidalgos, y bizarros, y sencillos, y generosos. En aquellos momentos aciagos y terribles dió á luz un hijo, que fué con el tiempo el emperador José II, y apénas hubo convalecido, acudió á Presburgo. Allí, en presencia de una multitud innumerable, ciñó su frente de la corona de San Esteban y echó sobre sus hombros el manto imperial; y cuando aquella hermosa y jóven princesa, que acababa de ser madre, pálida todavía y débil, subió á caballo, segun costumbre tradicional, el monte del Reto, y blandiendo la espada de sus abuelos se volvió á los cuatro vientos, y con las mejillas coloreadas de sublime rubor, desafió á todos cuantos quisieran disputarle sus derechos y los de su hijo, los circunstantes vertieron copiosas lágrimas. Luégo se presentó en la primera sesion de la Dieta, vestida de luto riguroso por su padre, y en un noble y patético discurso pidió al pueblo que la sostuviera en su justa causa. Los magnates y los diputados no pudiendo resistir á tan conmovedor llamamiento, se levantaron á un tiempo, y las manos puestas en la empuñadura de sus sables, juraron sacrificarle vidas y haciendas. Esta explosion de entusiasmo y de amor á su persona en momentos tan difíciles la impresionó de tal manera, que cayó como desvanecida en el trono, derramando copiosas lágrimas de gratitud. Pocos dias despues pareció de nuevo ante los Estados del reino y les presentó su hijo recien nacido, y con esto el entusiasmo de los húngaros no tuvo límites, y gritaron á una voz: «¡Muramos por nuestro rey, María Teresa!» grito de guerra que resonó muy luego en toda Europa.

Por aquel tiempo meditaba Federico de Prusia un cambio de política, porque no queria que los azares de la guerra pudieran elevar la Francia al primer rango entre las naciones del continente á costa de la casa de Hapsburgo; y áun cuando se proponia despojar á María Teresa de una parte de sus Estados, deseaba impedir despues, si era posible, que los demas soberanos de Europa imitaran su ejemplo.

Cierto es que habia contraido compromisos con las potencias ligadas contra el Austria; pero no lo esménos que no tenian á sus ojos más valor y fuerza que las promesas tan solemnes que hizo en otro tiempo á la Pragmática sancion; y como le importaba poner al abrigo de los golpes de mano su parte de botin, nada era eficaz á contenerlo en ese camino, ni siquiera nueva traicion. No parecia propicia la emperatriz á oir semejantes proposiciones; pero fueron tantas y tales y tan reiteradas las súplicas y los consejos que le dirigió el Gobierno inglés para que no siguiera en lucha con un enemigo formidable como Federico, que al cabo cedió y entabló tratos con él. Sin embargo, áun más que las prudentes advertencias de la Inglaterra, la determinó á suscribir un tratado con el rey de Prusia la segunda victoria conseguida por éste sobre sus armas en Chotusitz, donde quedó vencido el príncipe Cárlos de Lorena, cuñado de María Teresa. Todavía era Federico aprendiz en el arte de la guerra entónces, y más adelante reconoció con laudable franqueza que no tanto fué debido aquel triunfo á sus dotes personales de mando cuanto á la bravura y firmeza de sus tropas. Empero su energía y valor personales borraron por completo en aquella batalla la mancha que Molwitz habia echado sobre su reputacion.

La paz concluida por mediacion de la Inglaterra fué resultado de aquel suceso, y en su virtud, María Teresa renunció á la Silesia, y Federico abandonó á sus aliados; y siguiendo Sajonia su ejemplo, desde aquel punto pudo la Reina concentrar sus fuerzas todas contra la Francia y la Baviera, logrando vencerlas. Obligados los franceses á evacuar la Bohemia, sólo sacrificando algunos miles de soldados que sucumbieron á los rigores del frio y del hambre lograron verificar su retirada. La Baviera se vió invadida de los feroces guerreros que ocupan las lindes que separan la cristiandad del islamismo (oyéndose entonces por primera vez en la Europa occidental los nombres terribles de Panduros, Croatas y Húsares); y su infortunado Elector, vencido del Austria, vendido por la Prusia, arrojado de sus Estados hereditarios y abandonado de sus amigos, sucumbió prematuramente de vergüenza y de remordimientos. Un ejército inglés penetró hasta el corazon de Alemania y deshizo á los franceses en Dettingen, llegando con esto y sus propios triunfos á pensar los capitanes austriacos que no sería difícil completar la obra de Marlborough y de Eugenio, forzando á la Francia á ceder la Alsacia y los Tres obispados.

Así las cosas, la corte de Versalles puso toda su esperanza en Federico; y como se habia hecho culpado ya de dos felonías, entendian los ministros franceses que tal vez fuera posible decidirlo á cometer la tercera. La duquesa de Châteauroux, verdadero soberano de Francia á la sazon, determinó enviar entonces un agente á Berlin, y confió el cargo á Voltaire, el cual aceptó gustoso, pues desde que su fama literaria llenaba la Europa, tenía sed pueril de gloria política. Se enorgullecia con razon, debemos declararlo así, de su habilidad y de su elocuencia persuasiva, y se jactaba de tener ilimitada influencia sobre Federico, porque no conocia sino es en parte su carácter. Sabía que el rey de Prusia era muy dado á las letras, y que adolecia de las vanidades y ridiculeces propias de los poetas y literatos de aficion; pero ignoraba que á tales flaquezas fuesen unidos cuantos talentos y vicios son necesarios al ejercicio de la realeza, y que aquel desdichado manufacturero de ménos que medianos alejandrinos, fuera el más cauteloso, vigilante, activo y severo de los hombres de Estado.

Prodigó Federico á Voltaire las mayores muestras de aprecio, de afecto y de benevolencia; lo alojó en su propio palacio y le dió asiento á su mesa, comenzando con este motivo una serie de conferencias entre el primer escritor y el primer estadista de la época; personajes á quienes flaqueza por extremo rara hizo trocar de papeles. El poeta sólo hablaba de garantías, tratados y alianzas, y el diplomático de figuras retóricas y de rimas; tanto, que cierta ocasion, como diera Voltaire á Federico una Memoria sobre el estado de Europa, Federico se la devolvió despues de haber cubierto sus márgenes de versos, merced á lo cual pudieron ambos burlarse para sus adentros de sus talentos respectivos: el literato, de la literatura del político, y éste de la política del literato. Más tarde, comenzó Voltaire á mofarse de los versos del Rey sin tanto recato, y el Rey, para dejar consignado el concepto que le merecian los talentos diplomáticos de Voltaire, escribió diciendo «que carecia de credenciales, y que su pretensa comision lo fué sólo de burlas.» Pero lo que no logró recabar la supuesta influencia de Voltaire, lo alcanzaron los rápidos progresos del ejército austriaco; porque si María Teresa y Jorge II llegaban un dia á imponer un tratado á la Francia por la fuerza de las armas, claro era y evidente que la Prusia perderia la Silesia; y como la conciencia recordaba á Federico en toda ocasion la perfidia y la crueldad con que trató á la reina de Hungría, y ésta le habia demostrado con insistencia que su justo resentimiento no lo perdonaria nunca, llegó á temer que, inspirándose en su propio ejemplo, tampoco ella respetara los tratados; que, segun su criterio, las obligaciones recíprocas que se contraen por los Estados son como las cuentas de vidrio ó los prismas de cristal: de buen ver, pero demasiado frágiles para resistir el menor choque. Se persuadió de que no tenía otro partido que tomar, sino es el aliarse á la Francia secretamente y atacar de nuevo al ejército imperial; y, poniendo en ejecucion su pensamiento, el otoño de 1744 volvió de nuevo á las hostilidades, pasando por el electorado de Sajonia sin pedir la vénia, invadiendo la Bohemia, tomando á Praga, y llegando hasta el punto de amenazar la capital de Austria.

Federico experimentó entónces por la primera vez de su vida la inconstancia de la fortuna. Un ejército austriaco, bajo las órdenes de Cárlos de Lorena, puso en peligro sus comunicaciones con la Silesia, y la Sajonia entera estaba en armas á sus espaldas. Sólo un medio de salud le quedaba con esto, y se decidió á emplearlo, disponiendo la retirada.

Más tarde reconoció que el mal éxito de la campaña fué consecuencia natural de sus propias faltas, «porque, dijo, ningun general ha cometido nunca errores más graves, y que siempre atribuyó sus triunfos posteriores á los contratiempos de aquel año, pues sólo hasta entónces y en medio de los azares y accidentes de todo órden comprendió de una manera clara los principios del arte militar, y pudo decirse que terminó su aprendizaje. Condé, Clive y Napoleon recibieron de la naturaleza los talentos que sirvieron á inmortalizarlos; pero sólo el estudio y la perserverancia hicieron de Federico un gran capitan. En Hohenfriendberg utilizó por primera vez las lecciones de la experiencia, y la victoria que alcanzaron sus armas aquel dia memorable, debida en gran parte á sus hábiles disposiciones, persuadió á la Europa de que sólo poseia un general comparable al caudillo qua algunos años ántes habia huido cobardemente del campo de batalla de Molwitz, y era el mariscal de Sajonia. A la victoria de Hohenfriendberg siguió en breve la de Sorr.

Algunas victorias habia conseguido la Francia en los Países Bajos durante esta campaña; y como con tal motivo Federico dejara de temer que María Teresa pudiese dictar leyes á la Europa, comenzó á reflexionar en órden á otra traicion, la cual, consumada que fuera, sería la cuarta. El Gabinete de Versalles se alarmó con esto, y ofendido Luis escribió á Federico de su mano en términos un tanto fuertes, pidiéndole aquellas explicaciones que consideraba necesarias á su conducta; pero no recibió respuesta. Durante el otoño de 1745, Federico hizo la paz con la Inglaterra, y ántes de concluir el año firmó un tratado con el Austria. Las pretensiones de Cárlos de Baviera no podian ser parte á impedir ningun acomodo, porque habia muerto y sido elegido emperador Francisco de Lorena, esposo de María Teresa, con el beneplácito unánime de la Confederacion germánica.

Desde aquel momento cesó la Prusia de tomar parte en la guerra que prosiguió hasta el año 1748, es decir, hasta el tratado de Aquisgram. Federico era el único soberano de Europa que hubiera ganado en el juego terrible de las batallas pasadas, añadiendo á su patrimonio la hermosa provincia de Silesia. Gracias á su desleal habilidad, habia logrado hacer bajar alternativamente el platillo del Austria y el de Francia, y pasaba por ser quien tenía en las manos la balanza de Europa; elevada posicion que con justo título debia enorgullecer á un soberano que ocupaba el último rango entre los reyes. Acusábalo con sobrado fundamento la opinion pública de inmoral, impúdico, avaro, falso y trapacista; mas, al propio tiempo, le reconocia grandes y singulares talentos como general, diplomático y administrador. Pero las grandes cualidades que debian hacer de él un hombre muy superior á todos sus contemporáneos, no sólo pasaban desapercibidas del público, sino es áun de él mismo, que ignoraba estar en posesion de ellas: que su carrera se habia deslizado próspera y feliz con algunas leves interrupciones hasta entónces, y la verdadera fuerza y la verdadera extension de su carácter no debian demostrarse completamente hasta la hora de la adversidad, de una adversidad sin segundo, y cuyos múltiples reveses hubieran dado al trasie con los caracteres más enérgicos y duros.

Desde los comienzos de su reinado se habia ocupado Federico de la administracion de los negocios públicos con un celo desconocido á los demas soberanos. Porque si bien Luis XIV al ejercer por sí mismo las funciones de primer ministro, vigilaba los demas ramos de la administracion del reino con solícito cuidado, no hacía como Federico, el cual, no satisfecho con ser su primer ministro, quiso ser su ministro único, y jamas necesitó, no ya de un Richelieu ó de un Mazarino, pero ni de un Colbert, de un Louvois ó de un Torcy. Una manera de pasion insaciable por el trabajo, la necesidad que sin cesar experimentaba de ordenarlo y disponerlo todo, de hacer sentir su poder en todas partes, el desprecio profundo y la desconfianza que le inspiraban sus semejantes, le impidieron siempre pedir consejos á otro, ni confiarle secretos de cuenta, ni delegar en nadie poderes y facultades de cierta extension. Los primeros funcionarios del Estado fueron bajo su gobierno meros escribientes, á quienes no concedió nunca esa mesurada y noble confianza de que gozan siempre los buenos y fieles servidores: ól fué su propio tesorero, su general en jefe, su ministro de obras públicas, de comercio, de justicia, de gobernacion y de relaciones exteriores, su inspector y director de caballería, su intendente y su gentil—hombre. En la singular monarquía de Federico, el Rey decidia personalmente hasta los asuntos que en otras los mismos ministros dejan al cuidado de sus inferiores, tanto, que si, por ejemplo, deseaba un extranjero asistir á una fiesta militar, se dirigia en carta al soberano haciéndoselo presente, y al otro dia un criado de la casa real le llevaba la respuesta firmada de puño de S. M. Su actividad excesiva era como achaque ó enfermedad que no deba de curarse nunca. Los negocios públicos hubieran estado mejor administrados, sin duda, si cada ministerio lo hubiera desempeñado un hombre honrado y capaz, y si él se hubiera reservado la inspeccion de todo, porque de esta suerte se habrian obtenido en cierta medida las ventajas que resultan de la division del trabajo y de la unidad de miras; pero este sistema no convenia en modo alguno al carácter particular de Federico, el cual ni podia tolerar otra voluntad que la suya en la gobernacion del reino, ni queria tampoco á su lado sino funcionarios que tuvieran la inteligencia bastante á traducir, descifrar y copiar los signos que trazaba su mano, y de dar forma oficial y de cancillería á sus lacónicas respuestas, pues en órden á talentos naturales é instruccion no exigia más de un secretario del despacho que pueda exigirse de una prensa litográfica ó de una máquina de copiar.

Apenas se concibe cómo su espíritu y su cuerpo eran capaces de resistir tanta fatiga. En Postdam, su habitual residencia, se levantaba en verano á las tres y en invierno á las cuatro de la madrugada; en seguida le traia un paje un cesto enorme con la correspondencia: despachos de sus representantes, memorias de sus agentes y perceptores de impuestos, planos de construccion, proyectos de desecacion de pantanos, quejas de individuos que creian sus intereses injustamente lesionados, peticiones infinitas de personas que acudian al Rey solicitando de él pensiones, empleos, ascensos civiles y militares y mercedes: examinaba con prolijo cuidado los sellos, porque siempre temia que lo engañaran; y despues, leia con atencion aquel enorme correo, y hacía el apartado por órden de materias, señalando de paso en cada papel con un signo ó dos ó tres palabras, y á las veces con un epigrama picante, la respuesta que debia darse. Concluidas estas operaciones, entraba el ayudante general, que recibia la órden para el servicio del dia y para todo lo relativo al ejército. Luego, pasaba revista á la guardia con la prolija minuciosidad y el rigor de un sargento instructor, y entretanto los cuatro secretarios contestaban la correspondencia de S. M. Bueno es añadir que estos desgraciados trabajaban todo el año como negros en tiempo de zafra, pues ni en los dias de fiesta tenian descanso, y apénas si les dejaba el tiempo necesario para comer; que habian de concluir indefectiblemente su cometido ántes de poder retirarse. Y como uno de los rasgos distintivos de Federico era la desconfianza, solia con frecuencia tomar un puñado de cartas del monton y comprobar si sus instrucciones se habian ejecutado al pié de la letra, y aquel de sus secretarios que hubiera osado cometer una falta en su daño habria ido á purgarla por cuatro ó cinco años en un calabozo. Terminado el despacho, Federico firmaba sus contestaciones, y el correo salia inmediatamente.

Los principios generales sobre los cuales descansaba el por demas extraño gobierno de Federico, merecen especial mencion. No diferia su política en ningun punto esencial de la de su padre; pero habia tomado mayor desarrollo y era ménos ridícula y absurda. La gran preocupacion y el gran propósito de Federico fué siempre tener un ejército numeroso, fuerte y bien disciplinado, porque por ese medio esperaba igualarse con los monarcas de Inglaterra, Francia y Austria por más que la extension y el número de habitantes de sus Estados apénas le consintiera figurar entre los secundarios. La Prusia toda era campamento, como que la sétima parte de su poblacion masculina empuñaba forzosamente las armas, y que las revistas, el ejercicio y el uso frecuente del látigo le habian enseñado las evoluciones militares con una rapidez y precision tales que habrian causado admiracion á Villars ó á Eugenio de Saboya. Cierto es que á los prusianos les faltaba la elevacion de sentimientos necesaria á los buenos soldados, y que carecian del entusiasmo religioso y político que animaba á los alabarderos de Cromwell, y del entusiasmo patriótico, de la sed de gloria, del culto ciego que la guardia imperial tenía por Napoleon; pero no lo es ménos que bajo el aspecto puramente mecánico del oficio, eran tan superiores á los franceses ó ingleses de aquel tiempo, como ahora lo son éstos á cualquiera milicia ciudadana.

La paga del ejército prusiano era exigua, y áun cuando Federico examinaba con prolijidad las cuentas y no consentia el menor abuso, el sostenimiento de sus tropas le costaba, en relacion á los recursos del país, sumas enormes. De aquí se seguia que para evitar la ruina total de la Prusia fuera necesario rebajar todos los sueldos, reducir todos los gastos, y privarse de marina y colonias.

Los magistrados y los intendentes tenian exiguos emolumentos; sus embajadores iban á pié ó en vetustos carruajes; sus agentes diplomáticos en Paris ó en Londres apénas si disfrutaban 5.000 pesos de haber; la casa real estaba montada con tanta economía, que ningun otro soberano la igualaba; y áun cuando era muy aficionado á la buena mesa, y durante gran parte de su vida gustó de convidar á ella á sus amigos, nunca gastó más de 50.000 pesetas en las atenciones domésticas; como que repasaba las cuentas de sus criados con mayor diligencia que una ama de gobierno escrupulosa, y que si le pedian más de cuatro rixdales por un ciento de ostras, montaba en cólera como si uno de sus generales hubiera vendido una plaza fuerte á María Teresa; y que nunca se destapaba una botella de Champagne sin su mandato, y que la caza de sus bosques, capítulo tan costoso en los presupuestos de los monarcas, en vez de costarle le producia, en razon á que la arrendaba, logrando siempre arruinar á sus colonos, sin perdonarles por ello un céntimo de lo estipulado; y que su guardaropa constaba de un sólo vestido completo de ceremonia, que no reemplazó nunca, de dos ó tres casacas viejas y raidas, y de otros tantos chalecos amarillos manchados de tabaco, y de algunos pares de botas blancas y ordinarias, lustrosas en fuerza de uso. Una sola pasion solia dominarlo á veces y hacerle cometer imprudencias relativas: la de construir edificios. Bajo todos los demas aspectos mereceria ser calificado ántes de avaro que de económico, si no se tuviera en cuenta que su pueblo soportaba el peso de impuestos enormes, y que hubiera sido imposible sostener al mismo tiempo, sin ejercer abrumadora tiranía, ejército formidable y espléndida corte.

Considerado como administrador, Federico merece los mayores elogios, pues hizo reinar el órden más completo y constante en toda la extension de sus Estados, amparó la propiedad, y dejó á sus súbditos ejercer libremente el derecho de expresar de palabra y por escrito sus opiniones. Y como fiaba en el apoyo de su ejército para el caso de una lucha, trató siempre á los descontentos y libelistas con prudente menosprecio, no estimulando sino es en muy corta escala los espías y delatores. Si le decian que habia perdido el afecto de alguno de sus vasallos, se contentaba con responder: «¿Cuántos miles de hombres puede poner en campaña?» Cierto dia que se paseaba por las calles de su capital vió gran muchedumbre agolpada en una esquina; se dirigió presuroso de aquel lado para conocer la causa que producia tanta curiosidad, y al saber que se trataba de un pasquin contra su persona, lo mandó quitar de donde estaba y ponerlo más bajo, á fin de que todos pudieran leerlo cómodamente, y se alejó diciendo: «Mi pueblo y yo hemos celebrado un pacto que satisface á los dos: él dice lo que le parece y yo hago lo que quiero.» Nadie hubiera osado publicar en Lóndres sátiras contra Jorge II parecidas á las que vendian impunemente los libreros de Berlin contra Federico, dándose el caso de que, como un editor le enviara un ejemplar del peor de cuantos libelos se han escrito bajo el titulo de Memorias de Voltaire, publicadas por Beaumarchais, y que deseara conocer de antemano la voluntad del Rey, éste dijese al mensajero: «No debe anunciarse el libro de una manera ofensiva; pero que se venda por todos los medios posibles, que es buen negocio.» Esta filosofía no es fácil hallarla ni áun entre los hombres de Estado que tienen costumbre de sufrir los desmanes de la prensa libre.

Debemos añadir en elogio de Federico que siempre hizo los mayores esfuerzos á fin de asegurar á sus vasallos las inapreciables ventajas que lleva consigo la rápida y económica administracion de justicia; que fué uno de los primeros monarcas que abolieron en Europa la cruel y absurda costumbre de la tortura; y que ninguna sentencia de muerte, impuesta por los tribunales ordinarios, recibió cumplimiento nunca sin que la hubiese ántes examinado y sancionado. Con la clase militar no procedia de igual modo, porque aquellos que contravenian á las leyes de la displina, eran azotados tan despiadadamente que hubieran preferido ántes la pena de muerte; como que el principio que dominaba en su política podia resumirse en estas palabras: tanto es más necesario tratar con dulzura al pueblo, cuanto con más severidad se trata al ejército.

Si exceptuamos algunas obligaciones tan injustas como ridículas impuestas á los judíos, ninguna persecucion religiosa tuvo lugar bajo su reinado; y su conducta con los católicos de la Silesia ofreció singular y honroso contraste con la que Inglaterra observó en caso análogo con los católicos irlandeses, porque todas las sectas, religiosas ó no, acudieron á buscar refugio en sus Estados; y así los incrédulos á quienes los Parlamentos franceses habian perseguido de muerte, obtuvieron de él hasta empleos y cargos públicos, segun sus aptitudes, como los jesuitas, que no podian mostrarse públicamente en ningun país de Europa, que la misma Inglaterra amenazaba con sus leyes penales, y á quienes la Francia, la España, Nápoles y Portugal perseguian con igual encarnizamiento, y dejaba de su mano el pontificado mismo, hallaron en Prusia seguro asilo y medios de subsistencia.

La mayor parte de los defectos de Federico se resumian en uno solo, á saber: en la necesidad de mezclarse y de intervenir en todo; y su infatigable actividad de espíritu, su carácter dictatorial y sus hábitos militares, fueron partes eficacísimas á desarrollar más y más esta fatal disposicion de su carácter. Quiso disciplinar la nacion como habia disciplinado á sus granaderos; hizo una multitud de reglamentos absurdos que fueron rémora del comercio y de la industria; y monopolizó el café, el tabaco y el azúcar refinado; y la riqueza pública, bajo tantos aspectos administrada con la más severa economía, sirvió á realizar locas empresas, tales como á labrar pantanos sin desecarlos, á plantar moreras en llanos arenosos, á importar carneros merinos para mejorar las lanas sajonas, y á establecer manufacturas de porcelana, de tapices y de blondas, sin que fueran parte á persuadirlo ni la experiencia de otros monarcas, ni la propia de que para crear ciudades como Lyon, Bermingham ó Bruselas se necesita de algo más que de una real órden y de grandes sacrificios pecuniarios.

Sin embargo, ilustres ejemplos y preocupaciones populares justificaron su política comercial, y sus faltas más graves las cometió su época del propio modo que él. No atenúa, empero, esta excusa todos sus errores, siendo uno de ellos, y no pequeño, el que cometió al proponerse reglamentar en mal hora la administracion de justicia, como reglamentó el comercio y la industria; porque á las leyes existentes, á las interpretaciones que daba la magistratura, opuso él su grosera nocion de la equidad, sin comprender que los hombres que pasan la vida juzgando en órden á cuestiones de derecho civil, son más capaces de formarse una opinion razonable y justa sobre ellas que no un príncipe á quien ocupan al mismo tiempo mil asuntos diversos, y que tal vez no ha leido nunca un solo libro de jurisprudencia.

La resistencia que encontraba en sus tribunales lo ponia fuera de sí, cubria de injurias á su canciller, daba puntapiés y bastonazos á magistrados y jueces, y léjos de imaginar que pretendia cosas imposibles, absurdas é injustas por extremo, pretendia defender la causa del débil contra el fuerte y del pobre contra el rico. Esta manía de hacerlo todo por sí mismo y de mezclarse en todos los asuntos, tuvo para sus súbditos consecuencias mucho peores que los excesos de sus malas pasiones, porque, áun con pena y zozobra, se habitúa el hombre á vivir sometido al yugo de un libertino ó de un tirano; pero en modo alguno á un carácter quisquilloso que interviene y quiere conocer de todo; calamidad que la naturaleza humana es incapaz de soportar por largo tiempo.

Algunos ejemplos bastarán para hacer más comprensibles los excesos á que lo llevó esta manía de intervenir en todo. Los niños habian de ir forzosamente á las escuelas designadas al efecto: si un jóven pasaba algunas semanas en las Universidades de Leyde ó de Gottinga, era castigado por esta infraccion de los reglamentos con la pérdida de sus derechos civiles, y feliz si no veia confiscados sus bienes: nadie podía viajar sin permiso de S. M., y alcanzado que era, se determinaba por una Real órden la cantidad que debia gastar: un comerciante, por ejemplo, podia sacar del país una suma de 250 rixdales en oro, y un noble, 400; porque bueno es hacer presente que Federico mantuvo siempre con el mayor cuidado la línea de demarcacion que separaba del pueblo la aristocracia, y que, á pesar de sus teorías filosóficas á la francesa, continuó siendo siempre, en la práctica, príncipe aleman. Hablaba y escribia como Sieyes acerca de los privilegios del nacimiento; mas ningun colegio heráldico escudriñó con mirada más penetrante las genealogías y los cuarteles de las familias nobles de su reino.

Así era Federico, rey de Prusia. Pero habia otro Federico tambien, el del Rheinsberg, el artista que así tocaba el violin como la flauta, el poeta y metafísico de aficion; que las ocupaciones y los cuidados de la gobernacion de la monarquía no habian sido parte á que perdiera este Federico su pasion por la música, la lectura, las bueuas letras y el trato de las personas de ingenio, y por tal manera todo el tiempo que le dejaban libre la guerra y la administracion de los negocios públicos, lo consagraba á sus placeres favoritos. Casi estamos por decir que el empleo de sus horas de descanso da mejor á conocer su carácter que no sus batallas ó sus leyes.

«En mi patria, decia Schiller con orgullo, ningun Augusto, ni tampoco ningun Médicis han protegido la infancia del arte.» En efecto, la lengua tan enérgica y rica de Lutero, perseguida en las escuelas por la latina, y en el palacio de los reyes por la francesa, se habia refugiado en el pueblo. Federico no tenía la menor idea de la belleza y de la fuerza del aleman, y así, hablaba de su lengua y trataba á los que de ella se servian con el menosprecio de la ignorancia. Su biblioteca no contenia sino es libros franceses, y en su mesa no se oia otra conversacion que la francesa. Sus compañeros de distraccion eran extranjeros en su mayor parte. La Gran Bretaña dió á la sociedad del Rey dos hombres distinguidos, de ilustre nacimiento y desterrados por las discordias civiles de su país al que sus talentos y virtudes hubieran aumentado en tiempos más felices la fuerza y la gloria. Jorge Keith, conde—mariscal de Escocia, tomó las armas en 1715 en favor de la casa de Estuardo, y su hermano menor Jacobo, á la sazon de diez y siete años, combatió bizarramente á su lado. Cuando ya no les quedó la menor esperanza se retiraron ambos al continente, ofrecieron sus servicios á varios Estados, y sirvieron, en efecto, granjeándose con su conducta el afecto y el respeto de gran número de sus enemigos políticos. Sus peregrinaciones aventureras acabaron en Postdam, y Federico no tuvo nunca compañeros que merecieran y obtuvieran de su parte más aprecio. Porque si á las veces lo divertian á la mesa, tambien eran capaces de hacerle señalados servicios, ya como generales ó como diplomáticos, y de aquí que fueran de todos sus amigos los únicos que no tuvieran nunca queja de él, y que, al decir de los familiares de Federico, el lord—mariscal fuera el único sér humano que amó al Rey con verdadero afecto.

La Italia estaba representada en Postdam por el espiritual y amable Algarotti, y por Bastiani, el más ambicioso, astuto y servil de los abates. Pero la mayoría de los amigos íntimos de Federico se componia de franceses: Maupertuis, que se habia hecho célebre con su viaje á Laponia cuando fué allá para determinar forma de nuestro planeta, y que presidia la Academia de Berlin, remedo no más de la de Paris; Baculard d'Arnaud, poeta jóven de grandes esperanzas, segun decian, y que, atraido de brillantes promesas, se habia decidido á dejar su patria para fijarse en Prusia; y el marqués de Argens, que tambien gozaba de favor con el Rey por sus maneras elegantes, su carácter simpático, sus indignidades supersticiosas, su irreligion y sus precauciones ridículas para conservar la salud, y que tanto divertian á Federico, el cual gustó siempre de menospreciar á quien lo distraia, y particularmente á éste, que así daba bromas á S. M. como sufria sus burlas acerbas á las veces, eran sus favoritos.

Con ellos, pues, y algunos otros de la misma especie, pasaba el monarca prusiano todo el tiempo que le consentian los negocios públicos; y como gustaba de que en sus convites reinara la mayor animacion, alegría y libertad entre todos, comenzaba siempre por rogar á sus invitados que depusieran en la puerta del comedor toda etiqueta y olvidaran, mientras allí estuviesen, que tenian por anfitrion al jefe de un ejército de ciento sesenta mil hombres, señor de vidas y haciendas de sus comensales. En efecto, los convidados parecian entónces á sus anchas, y hacian cierta ostentacion de sus conocimientos y de la sutileza de su ingenio, empeñándose en las disputas más escabrosas sobre literatura é historia, y dando la preferencia á los asuntos religiosos con objeto de probar lo absurdo de todas las creencias conocidas; tema este obligado, por decirlo así, que se trataba con tal audacia y tan repugnante cinismo, escarneciendo los nombres y las cosas más veneradas de los cristianos, que llegó á producir escándalo áun entre los libre—pensadores de Francia y de Inglaterra. Sin embargo, en vano se hubiera buscado en aquella sociedad una muestra de verdadera libertad y de verdadero afecto; que los déspotas no tienen amigos, sino es siervos é histriones. Además, Federico era de tal naturaleza que los vínculos de amor que pudieran establecerse entre él y sus semejantes habian de ser frágiles y quebradizos por extremo. Se hallaba dotado, es cierto, de muchas cualidades que á pri⚫mera vista seducian: hablaba con tanta gracia como ingenio; si se proponia ser simpático, adoptaba maneras tan afables y hasta cariñosas que lograba su objeto, siendo imposible resistirle; nadie manejó nunca mejor que él la adulacion, y tampoco ninguno logró mejor que él inspirar á cuantos se le acercaban con pretensiones la esperanza, siquiera fuese vaga, de adelantar y de hacer fortuna; pero bajo esta manera de veladura se ocultaba un tirano, cauteloso, desconfiado, despreciativo y perverso, sobre todos cuyos defectos campeaba uno detestable, que si puede ser perdonado á un niño, en el hombre maduro é ilustrado que da muestras de él solamente es señal cierta de su maldad de corazon: nos referimos á la costumbre inveterada que tenía de dar bromas pesadas. ¿Sabía que uno de sus íntimos cuidaba con prolijidad y esmero de sus vestidos? Federico hallaba medio de manchárselos de aceite.

Era económico? El inventaria el modo de hacerle gastar sus ahorros. ¿Era hipocondriaco? Él lo persuadiria de que una mortal dolencia lo minaba.

¿Queria otro hacer una excursion de recreo? Con una carta alarmante lo ponia en el caso de renunciar á sus propósitos. Cierto es que tales cosas no pasaban de ser bromas, aunque pesadas; pero bueno es tambien tener presente que estas bromas indican desde luego que el espectáculo del dolor y de la degradacion humana producen cierto misterioso diabólico goce á quien las emplea.

Federico inquiria con investigadora mirada y descubria con presteza el flaco de los hombres, y lo divulgaba sin más tardanza. Manejaba con cierto talento el arma terrible del sarcasmo, y era por extremo hábil para herir allí donde sus dardos acerados penetrasen más profundamente. Tan vano como malo, se gozaba en la contrariedad y la confusion de las víctimas de sus burlas; pero tambien diremos que antes le proporcionaban estos triunfos las circunstancias de su posicion que no las de su ingenio. Cuentan de Commodo que un dia descendió á la arena, espada en mano, para medirse con un gladiador, que llevaba por toda defensa un estoque de plomo, y que despues de haberlo matado en aquel combate verdaderamente singular, mandó acuñar medallas conmemorativas de su vergonzosa victotoria: los triunfos de Federico en la lucha epigramática eran así. Porque, cuantos se le acercaban no sabian qué hacerse: si parecian tímidos en su presencia, desobedecian sus órdenes y lo privaban de distraccion, y si, movidos de sus sonrisas y buenas palabras, osaban tratarlo como amigo, poco tardaba una cruel humillacion en hacerlos arrepentirse de su atrevimiento, y áun entónces todo era peligroso, así el fingir indiferencia á sus ataques, porque entónces, segun él, demostraban merecerlos, como el parecer que los sentian, porque la ingratitud y la soberbia los inspiraban en ese caso: si lo primero, eran como animales domésticos expresamente criados para recibir con paciencia servil los restos de la comida del amo y sus puntapiés; si lo segundo, merecian los golpes, pero no la comida, en fuerza de ser desagradecidos. Y en verdad que solamente el hambre podia dar á los compañeros del gran Rey el valor necesario á sufrir los malos tratos que implicaba la posicion de familiar suyo. Por otra parte, Federico no gastaba más en sus convidados que en sus convites, y regateaba un poeta ó un filósofo como un ama de gobierno regatea una gallina en el mercado, adquiriéndolos siempre al precio más bajo posible, y aun así, despues del trato hecho, el salario prometido solia suprimirse al cabo de largos años de sufrimientos y de ruindades, sin causa que lo justificará, ni pretexto siquiera, y en la forma que más pudiera herir y rebajar la dignidad humana.

Postdam era en realidad, para servirnos de la comparacion de uno de sus huéspedes más ilustres, el palacio de Alcina. A primera vista, parecia, en efecto, á quien se acercaba como deliciosa mansion donde habia de hallar reunidos el viajero todos los goces intelectuales y físicos posibles. Apenas entrado en él, veíase acogido con las mayores muestras de afecto y la más franca hospitalidad, quedando cautivo de las promesas y halagos del monarca; pero el insensato que permanecia lleno de lisonjeras esperanzas, al cabo de un espacio breve de ilusion expiaba su debilidad con largos años de aprobio y de miseria, tanta y tan insoportable, que el más pobre y desgraciado de cuantos poetas existen al presente, viviendo en la miseria en los desvanes de cualquier capital de Europa, es más feliz que todos los huéspedes literarios juntos de Federico.

De cuantos entraron en los encantados jardines de Postdam ebrios de gozo, y que salieron de ellos ciegos de cólera, el más principal fué Voltaire. Muchas causas le hacian desear alejarse de su patria en aquel tiempo; su reputacion le habia creado enemigos numerosos y fuertes, á quienes la susceptibilidad del objeto de su encono les daba sobre él temibles ventajas, por más que fueran adversarios despreciables, de cuyas obras contra el filósofo sólo han logrado salvarse aquellas que libró el ofendido de ser olvidadas por completo con sus propias citas; pero como no hay leon, por bravo que sea, á quien las picaduras de las moscas no irriten y exasperen, en vano fué que su gloria se acreciera con los ataques de Freron y de Desfontaines, ataques devueltos por él con verdadero ensañamiento, aunque sin conseguir hacerles sufrir por eso tanto como él habia sufrido con los suyos; en vano que, anticipándose sus contemporáneos á la posteridad, lo exaltaran y sublimaran durante su vida por sobre todos los poetas. filósofos é historiadores pasados, presentes y futuros; en vano que sus obras alcanzaran tanto éxito en Londres y Florencia, Stokolmo y Moscou como en Paris, porque sin cesar lo atormentaron los celos inquietos y tenaces que sólo debe sentir el ambicioso que tiene la conciencia de su poco valer. Y no obstante, así fué siempre; porque cuando temia que otro pudiera tornarse rival suyo en la república de las letras ó tenía, por poco que fuese, algo que censurarle, de aquél era enemigo declarado ó secreto, y su odio subia de punto en la medida de su mérito y de su fama; no así en el caso contrario, pues entónces así era justo y cortés con él, como amigo afectuoso y hasta bienhechor liberal. Así fué como al propio tiempo que rebajaba con habilidad en la opinion pública los nombres de Montesquieu y de Buffon, declaraba ostensiblemente la guerra á Juan Jacobo Rousseau. Voltaire no poseia el arte del disimulo, ni sabia ocultar sus resentimientos bajo las apariencias del buen humor ó del desprecio; y como á pesar de su talento y de su experiencia no tenía más imperio sobre sí mismo que un niño mal criado ó una mujer nerviosa, cuando algo le producia molestia, su despecho, su cólera y su desesperacion los exhalaba en raudales de retórica que, con ser abundantísima como suya, no eran bastantes todavía para expresar su dolor; imprecaciones, apóstrofes, gritos, gestos y lágrimas de rabia que producian íntimo y secreto placer en esos séres viles y degradados que se gozan siempre en el espectáculo de las angustias del genio y del rebajamiento de un hombre ilustre. Una vez hallado el punto vulnerable, los enemigos de Voltaire repitieron sus golpes; y como hasta la misma envidia tenía que confesar forzosamente que á lo ménos en un género no se le conocia rival entre sus contemporáneos, y que desde la muerte de Racine, cuyas cenizas descansaban al lado de las de aquellos ilustres varones que tanto brillo dieron á Port—Royal, ningun poeta trágico podia disputar la palma al autor de Zaira, de Alcira y de Mérope, discurrieron otro medio eficacísimo de mortificarlo. Porque como Crebillon hubiera obtenido años ántes algunos éxitos momentáneos en el teatro, ya olvidados del público, los enemigos de Voltaire por hacerle sufrir dispusieron manifestaciones en las que tomó parte el populacho, aclamándolo con entusiasmo y aplaudiéndole con furor una obra dramática ó cosa tal, titulada Catilina, produccion detestable en la que el romano galantea á la hija de Marco Tulio á la manera que lo hacian los héroes de la Scudery. El Rey siguió el impulso dado, é hizo merced de una pension al poeta que se elevaba en alas de la opinion pública, y los cafés y círculos literarios de Paris declararon que Voltaire, áun siendo escritor de mérito indisputable, no poseia en el mismo grado que Crebillon la verdadera inspiracion trágica, y que solo él conservaba el depósito del fuego sacro que anima las obras inmortales de Racine y de Corneille.

Este golpe fué cruel para Voltaire. Si su sabiduría y su fuerza de alma hubieran igualado á la fecundidad de su ingenio y á la claridad de su talento, hubiera comprendido que todos los críticos de Europa no conseguirian nunca elevar á Catilina por sobre Zaira; pero como no se hallaba dotado de la magnánima paciencia de Milton, que le hizo apelar de todos los ultrajes al fallo de la posteridad, empeñó una lucha indigna de su mérito, y compuso una serie de obras sobre los mismos asuntos que habia tratado su pretenso rival; obras que fueron friamente acogidas del público, cuya indiferencia le hizo aborrecer la capital, y cuyo enojo le hizo pensar con fruicion en el destierro. El afecto que le inspiraba Mme. Du—Châtelet le impidió poner en ejecucion su pensamiento por largo espacio ; mas cuando la muerte hubo cortado los vínculos que lo unian á ella, determinó de buscar refugio en la corte de Berlin.

Habialo convidado repetidas veces Federico á ir á su corte por cartas llenas de afectuosas promesas y de los más entusiastas elogios. Por aquella vez parecia el avaro tornarse pródigo, pues á cambio del placer y de la honra que le proporcionaria el trato del hombre de más ingenio de la época, le ofrecia Federico títulos, empleos, pingüe pension, buena mesa y habitaciones en palacio, con más mil luises para el viaje; gratificacion esta última que ja—más habian obtenido al salir de Berlin los embajaFEDERICO EL GRANDESdores prusianos en Paris y Lóndres. Sin embargo, Voltaire no se dió por satisfecho. Más adelante, cuando poseyó gran caudal, se mostró el más generoso de los hombres; pero, mientras que sus rentas no fueron bastantes á satisfacerle, ni la razon ni respeto humano alguno pudieron moderar su codicia, y tuvo la poca delizadeza de pedir dos mil luises para poder llevar consigo á su sobrina, Mme. Denis, la más insoportable y fea de todas las coquetas de su tiempo. El Rey se negó á ello secamente, diciendo: «No solicito la honra de recibir á esa señora.» Lo cual, sabido que fué de Voltaire, le hizo montar en cólera. «¿Háse visto nunca tan sórdida avaricia?» exclamó: «¡tiene los sótanos de su casa llenos de barriles atestados de oro y me regatea mil miserables luises!» Las negociaciones parecian rotas para siempre; pero Federico no abandonó el asunto, sino que lo trató con habilidad y sutileza diplomática.

Fingió indiferencia profunda por Voltaire, y se mostró dispuesto á extremar en Baculard d'Arnaud la pasion idolátrica que sentia por él. Hizo más: escribió unos versos, muy malos por cierto, y en ellos dejó entrever que el autor de Zaira era un sol en el ccaso, mientras que d'Arnaud era un sol naciente.

No bien hubieron parecido, amigos oficiosos los llevaron al poeta, que oyó su lectura en la cama. De un salto se arrojó del lecho, ciego de cólera, y gritó y gesticuló como un poseido, concluyendo por pedir sus pasaportes y una silla de posta. No era difícil predecir el término de unas relaciones que comenzaban de aquel modo.

En 1750 abandonó Voltaire la gran capital para no volver á ella sino treinta años despues, consumido por la edad y las enfermedades, y morir en medio de magnífico y fúnebre triunfo. Su recepcion en Prusia hubiera enorgullecido á un hombre ménos vano é impresionable que no él, y así escribió á sus amigos de Paris que las bondades y atenciones que se le tenian sobrepujaban á toda ponderacion; que el rey era el más amable de los hombres, y Postdam el paraíso de los filósofos. Federico lo nombró gentil—hombre y le confirió, además, las insignias de una órden famosa, señalándole una pension vitalicia de 20.000 pesetas, sin olvidar por eso á su sobrina, á la cual, en caso de que le sobreviviera, daria hasta su muerte 4.000 al año. Los cocineros y lacayos de S. M. estaban á su servicio, y se le dió en palacio para su habitacion las piezas que ocupó el mariscal de Sajonia, cuando visitó á Federico. El cual tuvo la debilidad durante algun tiempo de rebajarse al punto de representar con su huésped el papel de cortesano suyo, de besar la descarnada mano de aquel esqueleto de movimiento á quien consideraba por dispensador supremo de la inmortalidad, y de exclamar en momentos de entusiasmo que habia logrado añadir, á los títulos que recibió de sus antepasados y que ganó con su espada, otro debido á su más reciente y gloriosa conquista, y merced al cual podria llamarse en adelante Federico, rey de Prusia, margrave de Brandeburgo, duque soberano de Silesia, poseedor de Voltaire.

Pero, en medio de las expansiones de aquella luna de miel, comenzó el ánimo de Voltaire á experimentar cierta vaga inquietud y cierto temor de algo áun no definido y misterioso y extraño. Tanto es así, que pocos dias despues de su llegada ya dijo á su sobrina que si bien el Rey era muy amable, arañaba con una mano á los que acariciaba con otra; y no tardó mucho en proferir reticencias como las siguientes: «Las cenas son deliciosas; S. M. es el alma de su círculo; pero...»; 6, «Berlin es hermoso; las princesas encantadoras; las damas de honor incomparables; pero...» Poco tardó en amortiguarse tan singular amistad, pues, además, Voltaire y Federico, á quienes habia reunido el azar, no podian ménos de hacerse daño mutuamente, porque cada uno de ellos tenía el defecto que más enojo producia en el ánimo del otro, siendo ambos, tambien, cada cual por su estilo, impacientes por extremo. El rey, que por su economía mereció algunas veces el nombre de avaro, sin duda por eso, cuando se halló en posesion de aquel juguete que habia deseado tan ardientemente, le pareció que lo habia pagado muy caro. Voltaire, por su parte, no sólo aventajaba en avaricia á Federico, sino que la suya rayaba en la impudencia; y como se imaginó ser el favorito de un monarca poseedor de toneles llenos de oro y plata, se persuadió de que en poco tiempo debia de hacer un caudalá su lado. Descubiertos mutuamente los defectos de los dos, comenzaron á mirarse con recelo y hostilidad, y entonces empezó entre ellos una guerra en la cual Federico representó el papel de Harpagon y Voltaire el de Scapin. Vergüenza da tener que ocuparse de esto y entrar en ciertos detalles; pero fuerza es hacerlo para dar á conocer á entrambos personajes. Federico, el capitan de su siglo, y el primer estadista de su tiempo, acortó la racion de chocolate y de azúcar que daba á Voltaire, y éste, á su vez, se apoderaba de las bujías que podia haber á las manos en las antecámaras de S. M. Demas de estas miserias y otras parecidas, como el Rey hiciera blanco de sus sarcasmos al poeta, cosa que Voltaire no perdonaba, el encono subió de punto de una y otra parte, porque si d'Arnaud y d'Argens, Guichard y La Métrie se rebajaban hasta el punto de sufrir los agravios del amo por un pedazo de pan, lo cual se concibe, Voltaire no se hallaba en ese caso, y sabía darse á respetar; que él tambien era un potentado, y la más leve amenaza de una sátira suya podia producir mortales angustias al más poderoso de los soberanos de Europa.

Las causas de las querelles se multiplicaron. Voltaire, ya fuese por codicia ó por necesidad de emociones, se empeñaba más cada dia en el agio, y como esto lo llevase á participar en algunos asuntos poco dignos y honrados, el Rey aprovechó aquella ocasion para humillar á su huésped: el agredido no calló, á pesar de ser quien era el agresor, y respondió con acritud y con quejas acerbas á las censuras y sarcasmos del Monarca. Y como si esto no fuera bastante para crear situaciones diffciles, Voltaire se indispuso con los literatos que vivian en la corte, y esto trajo la desunion y la enemiga. Federico se irritó viendo la hostilidad en que vivian sus poetas, sin advertir que la causa principal de todo era él mismo, que por atormentar y herir susceptibilidades y gozarse principalmente en la humillacion y en el despecho de Voltaire, cubría de sus alabanzas á escritores de muy escaso mérito y á obras sin valor ninguno. Poco tardó en deplorar lo que habia hecho, sembrando la discordia en aquel parnaso, porque se convirtió en máquina de intrigas y de cábalas que pusieron al palacio real en espantoso desórden; y como la tempestad fué más fácil de producir que de calmar, aquella voz soberana á la cual obedecian sumisos ciento sesenta mil hombres, intentó en vano imponer silencio á unos pocos, cuyo amor propio se sentia herido y exasperado. Ni tampoco faltaron á S. M.

enojos y humillaciones á título de poeta, pues como hubiera enviado á Voltaire un enorme legajo, conteniendo versos á centenares para que los corrigiera y le comunicara sus observaciones, y éste dijese á una persona que se hallaba en la habitacion al recibirlo: ««Hé aquí la ropa sucia que me manda el Rey para lavarla,» y la frase llegara con adiciones á oidos de Federico, su indignacion de poeta régio no tuvo límites.

Como tal estado de cosas no podia prolongarse, una circunstancia insignificante que en los primeros dias de su amistad recíproca sólo hubiera dado márgen á chanzas y risas, determinó explosion violentísima entre ambos. Es el caso que Maupertuis; que ocupaba, pero á mucha distancia de Voltaire, el segundo lugar en el círculo literario de Federico, fué nombrado presidente de la Academia de Berlin, y que Voltaire, cuyos celos habia excitado el Monarca por mera distraccion, determinó de vengarse, poniendo en la frente de su enemigo un sello perpétuo de infamia, y al efecto escribió la donosísima sátira del Doctor Akakia. Tenía Federico sobrada malicia y demasiado buen gusto para no saborear burla tan delicada como lo fué aquella; pero no quiso que otros gozaran de ella, en razon á que habia sido él mismo quien lo nombró por presidente de su Academia, y que su amor propio se hallaba por ende comprometido. Rogó, pues, á Voltaire que la destruyera; Voltaire se lo prometió así; pero no solamente faltó á la palabra dada, sino es que la sátira pareció impresa pocos dias despues, alcanzando éxito extraordinario. El Rey se enfureció contra el poeta, que protestó de su inocencia con su veracidad acostumbrada, y no vaciló un punto para sin+ cerarse de acusar de todo á un secretario infiel; mas Federico no era hombre que se dejara sorprender por ardides tan groseros, mandó quemar el libelo por mano de verdugo, exigiendo de Voltaire una carta, en la cual no sólo se retractara de cuanto habia escrito en el Doctor Akakia, sino que hiciera el más cumplido. elogio de su conducta. Voltaire contestó al Rey devolviéndole sus insignias, su llave de gentil—hombre y la real órden relativa á su pension. Pasado el primer momento, y cuando cada uno se hubo desahogado á su manera, tuvieron ambos vergüenza de haber ido tan léjos, y parecieron reconciliarse; pero ya no podian vivir juntos, y Voltaire se despidió para siempre del Rey, зeparándose ambos con palabras de mucha cortesía, y odiándose mortalmente. Y como al marcharse olvidara devolver á Federico un volúmen de poesías inéditas que tenía de S. M., olvido involuntario, estamos ciertos de ello, porque ni áun á cambio de la corona de Prusia hubiera querido él publicar tal cosa bajo su nombre, Federico, que apreciaba sus producciones literarias en mucho más de lo que valian, y que se hallaba dispuesto siempre á juzgar con excesivo rigor y hasta con notoria injusticia de cuanto hacía ó decia Voltaire, no pudo sufrir que sus lucubraciones favoritas quedaran en manos del peor y más indelicado de sus enemigos; y dando suelta á su cólera, en un acceso de verdadera locura determinó de cometer con el poeta un ultraje tan infame como ridículo.

Voltaire habia llegado ya á Francfort, donde lo esperaba su sobrina Mme. Denis, y ya se creia libre para siempre de las manos del déspota, cuando se vió preso de órden del residente prusiano, siéndole preciso restituir el precioso libro á los representantes de su legítimo dueño; pero, como los emisarios de Federico habian recibido sin duda otras órdenes además, Voltaire se vió tratado de una manera indigna, encerrado durante doce mortales dias en mala posada y con centinelas de vista que lo guardaban armados de fusil y bayoneta calada, pudiendo ver desde una ventana cómo llevaban sus insolentes carceleros casi arrastrándola por el lodo de la calle á su sobrina. Con igual violencia lo despojaron á él de 8.000 pesetas que traia en su equipaje. Absurdo sería creer que Federico fuera extraño á estos excesos, que luego quedaron impunes, porque así solia él proceder en ocasiones, como aconteció en el caso del conde Buhl, durante la guerra de Siete años, satisfaciendo sus venganzas personales por mano ajena.

Volvamos á Voltaire. No se ofrecia muy lisonjero su porvenir, sino sombrío y triste al quedar libre de Federico, porque ni podia residir en su patria natural ni en la adoptiva; y así tenía cerradas las puertas de Prusia y se creia falto de seguridad viviendo cerca de sus fronteras, como las de Francia, cuyo Gobierno, disgustado de su estancia en la corte alemana, le prohibió establecerse en Paris.

Buscó asilo entonces en las deliciosas orillas del lago Léman, y una vez allí, desembarazado y libre de los vínculos que le habian atado la mano, y desdeñando promesas y amenazas de los gobiernos y del clero, comenzó la guerra «contra todo cuanto para bien ó para mal de los hombres ejercia poca ó mucha autoridad sobre ellos;» que estas palabras de Burke relativas á la Asamblea Constituyente, pueden aplicarse con igual justicia y verdad á su gran precursor; y como era incapaz de fundar la menor cosa, y sólo sabía destruir, fué el Vitruvio de las ruinas, en pos de quien no quedó una sola doctrina digna de su nombre, ni el menor legado que fuese parte á enriquecer el caudal de nuestros conocimientos positivos, sino es una masa incalculable de restos de verdades y de errores, de nobles aspiraciones y de pasiones viles, de materiales útiles y funestos; ¡obra de horrible desolacion que señala su paso por la tierra! A contar de aquel dia, el poeta dramático, el ingenioso literato, el historiador, cambió de papel y se tornó en patriarca, fundador de secta, jefe de conspiracion y dictador de una sociedad intelectual. Bueno será decir tambien que no pocas veces empleó su talento en vengar la inocencia inerme y sin más paladin que él, y que castigó muchas injusticias crueles y muchos actos de tiranía. Cúpole asimismo la satisfaccion incomparable para su hidrópica vanidad de oirse llamar por cierta parte del clero aterrado el Antecristo. Pero ya practicara el mal ó el bien, y cualesquiera que fuesen sus motivos de engreimiento, nunca olvidó á Postdam ni á Francfort, y siempre tuvo atento el oido al más leve y pasajero rumor que le pareciera indicio de la tempestad europea que presentia y acercara la hora de su venganza.

No tardaron sus votos en verse cumplidos. Tambien María Teresa tenía excelente memoria, y se acordaba sin çesar de las pérdidas inmensas que le habia hecho sufrir la odiosa conducta de Federico; y con los defectos y cualidades que de ordinario van unidos á una gran sensibilidad de carácter, y á lo que llama Bossuet alma superior, se hallaba dispuesta en toda ocasion á exponerse y arrostrar los mayores peligros, á traer sobre sus vasallos las más terribles calamidades, lo propio que sobre la humanidad entera, por tal de sentir una vez no más el inmenso y embriagador placer de una venganza completa. Su espíritu religioso le presentaba esta venganza como cumplimiento de un deber: la Silesia no sólo habia sido arrebatada á la casa de Austria, sino tambien á la Iglesia católica; y áun cuando el conquistador permitia que sus nuevos súbditos adorasen á Dios segun su culto, la Iglesia católica hubo de quedar por consecuencia de aquel hecho en igual caso que todas las demas, á las cuales habia tolerado ella en otro tiempo y áun oprimido. Demas de esto, María Teresa veía en su enemigo personal el enemigo de Dios, por la impiedad de que daban muestra sus escritos y discursos, y por los eseándalos de su vida privada, cosas ambas que debian naturalmente indignar á una mujer sumisa y obediente á los preceptos de su religion, y que, á pesar de las tentaciones que la cercaban, á pesar de su juventud y su extremada hermosura, á pesar de la vehemencia de sus pasiones, á pesar de su rango y de su poder, apareció siempre tan pura que ni la calumnia fué osada jamás á empañar el brillo de su honra.

Así como los poetas nos representan á la diosa que cansó sus caballos inmortales para concitar las naciones contra Troya, y que ofreció destruir á Esparta y Micenas, sus ciudades predilectas, el dia que viera envuelto en llamas el palacio de Príamo, así fué María Teresa, la cual sólo tenía un pensamiento, una idea fija y constante: recobrar la Silesia y hacer morder el polvo á la dinastía de Hohenzollern. Y para conseguir ambos propósitos, se esforzó en formar contra su enemigo la más formidable de cuantas coaliciones europeas han existido; que á fin de ver satisfechos su odio y su ambicion juntamente, se hacía necesario que todo el mundo civilizado,

ESTUDIOS HISTÓRICOSdesde las costas del mar Blanco hasta las orillas del Adriático, desde el golfo de Vizcaya hasta los prados del Tanais, juraran todos la ruina de un Estado ménos que secundario.

Merced á una serie de intrigas, logró asegurarse desde luego el apoyo de la Rusia. Prometiendo al rey de Polonia buena parte del botin, este príncipe, á quien gobernaba el conde Buhl, su favorito, se comprometió, por su parte, á darle el auxilio de las tropas sajonas. Sin embargo, quedaba por vencer la mayor dificultad, cual era la de persuadir á la Francia de que la convenia entrar en la liga. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo lograr que las casas de Borbon y de Hapsburgo unieran cordialmente sus esfuerzos para que triunfara el mismo proyecto de política exterior? Segun la expresion de Federico, mejor se hubiera conseguido amalgamar el agua y el fuego que no los intereses y aspiraciones de ambos gobiernos, pues durante dos siglos y medio la historia del continente habia sido la de los celos y rivalidades de la Francia y el Austria. Desde la época de Richelieu más principalmente, los reyes cristianísimos se habian creido siempre obligados á oponerse con cualquier motivo á los proyectos de la corte de Viena y á proteger á todos los miembros de la Confederacion germánica que se insurreccionaban contra la autoridad de los Césares. Ni la comunidad de ideas religiosas pudo nunca ser parte á disminuir la fuerza de estas antipatías, porque áun cuando revestidos de la púrpura romana perseguian con encarnizamiento á los herejes de la Rochela y de Auvernia, los monarcas franceses no cesaban por eso de au xiliar con todo su poder å los príncipes luteranos y calvinistas, enemigos declarados del jefe supremo del Imperio; y si á la sazon los ministros franceses obedecian á las reglas tradicionales que respetaron tantas generaciones, debian seguir respecto de Federico la misma línea de conducta que el más famoso de sus predecesores observó respecto de Gustavo Adolfo. Enemiga mortal separaba la Prusia del Austria; luego necesario era que la Francia y la Prusia se unieran con estrecho vínculo. Federico no podia tener con la Francia en ningun caso graves diferencias, en razon á que, á pesar de sus miras ambiciosas y de su probada mala fe y notoria deslealtad, la situacion de su territorio debia impedir el ataque por parte suya.

Demas de esto, era casi frances, no leia sino es obras franceses, no hablaba ni escribia sino en frances, ni vivia con otras personas que los franceses, ni gustaba de otros aplausos que los de la nacion francesa, pues para él la mejor recompensa que pudieran tener sus hechos era la admiracion de la Francia. Imposible parecia que un Gobierno frances, por más ligero y falto de juicio que fuera, pudiese abandonar semejante aliado.

Sin embargo, la corte de Viena perseveró en su propósito sin dar tregua. Los diplomáticos austriacos intentaron hacer triunfar una política nueva que no dejaba de ser especiosa. Porque, segun ella, los grandes poderes de la Europa habían sido víctimas largo espacio de gravísimo error, considerándose como enemigos naturales, cuando no eran en realidad sino es aliados de la misma índole. Una prolongada serie de guerras crueles y sangrientas habia por esta causa hecho los mayores estragos en Europa, diezmado su poblacion, agotado sus recursos, y abrumado sus gobiernos bajo el peso insoportable de la deuda pública; y cuando al cabo de dos siglos de luchas encarnizadas y de treguas hipócritas, las ilustres casas cuya enemistad habia dividido y agitado el mundo depusieron las armas y trataron de averiguar cuáles eran los beneficios reportados por su recíproco ensañamiento, vieron con sorpresa y dolor que, mientras trabajaron en su daño, se habian engrandecido á costa de ellas otras familias reinantes; que ni el rey de Francia ni el Emperador recogian los frutos de la guerra de Treinta años, de la guerra de la Gran Alianza, ni de la guerra de la Pragmática Sancion, sino que sus frutos habian sido cosechados con habilidad por potencias de segundo y tercer órden, cuya insignificancia misma las puso al abrigo de las envidias y de los celos y que dilataron sus dominios y ensancharon sus fronteras pretendiendo servir los odios de los grandes jefes de la cristiandad. Por tal manera la guerra de los Treinta años aprovechó á la Suecia, la de la Gran Alianza á la Saboya, y la de la Pragmática Sancion á la casa de Brandeburgo. De estos tres ejemplos, el último era el más evidente; porque la Francia hizo esfuerzos inauditos, y perdió un ejército en Bohemia, y derramó á torrentes en Fontenoy su sangre más ilustre, y se arruinó y se cargó de deudas para que, á cambio de sus sacrificios, Federico fuera soberano de Silesia, quedándole á ella no más que mucha gloria militar. Y como el rey de Prusia ni perdonaba los agravios ni agradecia los beneficios, así era traidor á la corte de Viena como á la de Versalles. Era, pues, evidente que ambas grandes potencias, en vez de hacerse la guerra, debian ligarse contra el enemigo comun, el cual, excitando sus pasiones y pretendiendo servir las sucesivamente á la una en pos de la otra, iba elevándose cada vez á mayor altura á costa de todas. Puesto que el Austria queria reconquistar la Silesia, y que la Francia deseaba ensanchar su territorio por las fronteras de Flandes, si divididas se gastarian en inútiles esfuerzos, sin lograr nunca su objeto, aliadas podrian estar ciertas de aniquilar al rey de Prusia, si resistia sus propósitos, en una sola campaña.

Estas doctrinas tenian todo el atractivo de la novedad y de la verosimilitud, y no tardaron en abrirse camino entre la clase media y los concurrentes á los cafés de Paris, adoptándose con entusiasmo por aquellos marqueses vivarachos y lechuguinos, y aquellos abates de carácter ameno y ligero queasistian al camarin de Mme. de Pompadour para hacerle la corte mientras la perfilaban el tocado y la empolvaban el cabello las doncellas de su servicio.

Ninguna teoría política podia considerarse generadora de tan extraña coalicion entre Francia y Austria; el odio personal que tenian al rey de Prusia era el único verdadero motivo que concitaba las grandes potencias continentales contra él, despues de hacerles deponer sus enemistades inveteradas y sus rancias preocupaciones y sus máximas tradicionales. Todo conspiraba en daño de Federico entónces, hasta su propio carácter y su modo de ser.

Porque si bien era bajo ciertos respectos buen amo, era mal vecino, y su lenguaje burlon y acerbo áun hizo á sus enemigos más y más profundas heridas que no su espada movida de su ambicion y de su deslealtad; y como á título de poeta, de literato, de hombre de ingenio agudo se permitia libertades que no era osado ni tampoco podia tomarse á título de Rey, se le atribuian multitud de sátiras, á cual más cáustica y ofensiva, contra todos los soberanos y todos los ministros de Europa. En sus cartas y en su conversacion hablaba de los grandes de su época en tales términos, que Collé mismo no se hubiese atrevido á emplear con Crebillon el jóven, estando de sobremesa con Pelletier. Las mujeres más dulces é indulgentes no podian perdonarle tampoco el concepto que le merecia en toda ocasion y á todo propósito el bello sexo; y desgraciadamente para él, mujeres que no tenian nada de indulgentes ni de dulces gobernaban á la sazon casi todos los Estados del continente. María Teresa misma no logró librarse de sus groseras invectivas y de sus chanzas soeces; la emperatriz Isabel de Rusia sabía que sus devaneos prestaban materia constante de apóstrofes y dicterios á Federico, y madame de Pompadour, soberano verdadero de Francia, no ignoraba los ultrajes que la prodigaba, los cuales la herian tanto más, cuanto que habia procurado captarse su benevolencia, siquiera en pago de lisonjas tan expresivas como delicadas y propias de su femenil sagacidad.

María Teresa, con ser la más altiva de las princesas y la más austera de las madres, ciega de coraje contra el rey de Prusia, y ardiendo en deseos de vengarse para conseguir su fin más prontamente, olvidó, tal era su saña, la dignidad de su raza, la pureza de su vida y la hidalguía de su carácter, y se rebajó hasta el extremo de lisonjear á la concubina del rey de Francia, á la miserable que prostituia á otras mujeres para conservar en la corte de su señor aquella influencia que adquirió en otro tiempo prostituyéndose á sí propia. María Teresa escribió de su mano una larga carta llena de palabras de aprecio y de afecto á su querida prima, la hija del carnicero Poisson, esposa del publicano de Etioles y proveedora del harem de S. M. libertina.

¡Extraño parentesco, en verdad, para la sucesora de los emperadores de Occidente! La favorita del rey de Francia no pudo resistir á tanto halago, y obtuvo de su amante cuanto queria la Emperatriz.

Por otra parte, Luis XV tambien tenía muchos agravios que vengar; y áun cuando no los sentia vivamente, ««los agravios traspasan hasta la concha de las tortugas, como dice un refran oriental, y ni la prudencia ni respetos de cortesía habian sido parte nunca á que Federico no expresara con marcada insistencia el desprecio profundo que le infundia la pereza, la necedad y los vicios del Monarca frances. De esta suerte fué llevada la Francia á formar parte de la coalicion; y la Suecia, sometida en todo á su influencia, tardó poco en seguir su ejemplo.

Aun cuando los enemigos de Federico tenian fuerzas bastantes para comenzar la guerra desde luégo abiertamente, quisieron añadir á esta ventaja la no ménos preciosa de caer por sorpresa sobre él para mejor acabarlo. Sin embargo, la sorpresa no era fácil tratándose de él, que ya estaba sobre aviso y prevenido, como que tenía satélites y espías en todas las cortes, y recibia de Viena, Dresde y Paris detalles tan circunstanciados y conformes de lo que se preparaba, que no habia dudar de ello. Sabía que lo atacarian á un tiempo Francia, Rusia, Austria, Suecia, Sajonia y la Confederacion germánica; que sus enemigos debian repartirse la mayor parte de sus dominios; que la Francia, á la cual su posicion geográfica no permitia ensanchar sus fronteras á costa de la Prusia, tendria en compensacion territorio equivalente hácia los Países Bajos; que el Austria tomaria la Silesia; la Czarina, la Prusia oriental; Augusto de Sajonia, á Magdeburgo, y la Suecia, una parte de la Pomerania. Como se ve, de realizarse los proyectos de la coalicion, la casa de Brandeburgo quedaria inmediatamente, dentro del sistema europeo, muy por bajo del duque de Wurtemberg y del margrave de Baden.

¿Quién podia dudar del éxito de la empresa? Siglos hacía que los grandes Estados del continente no se habian reunido para formar alianza semejante.

Una liga ménos temible conquistó en una semana todas las provincias de Venecia, cuando Venecia se hallaba en todo el apogeo de su poder, de su riqueza y de su gloria, y otra coalicion, igualmente más débil, obligó á Luis XIV á humillar su soberbia. La nacion sobre la cual reinaba Federico, apénas tenía cinco millones de habitantes; las coligadas contra él contaban más de ciento, y, bajo el aspecto económico, la desproporcion de la riqueza era más grande todavía que la numérica de poblacion. Pequeñas nacionalidades inspiradas en enérgicos sentimientos de honor ó de patriotismo han solido luchar con éxito contra monarquías poderosas, debilitadas por la lucha intestina de los partidos; pero el reino de Federico de Prusia, con ser pequeño, contenía mayor número de malcontentos que todos los Estados de sus enemigos. La Silesia constituia la cuarta parte de sus dominios, y de la totalidad de sus habitantes, nacidos bajo la dominacion de los príncipes austriacos, sólo podia esperar indiferencia, y feliz él si los católicos no acudian á formar en las filas de sus adversarios. Su posicion geográfica ha sido parte muy eficaz á que ciertos Estados resistan con éxito á fuerzas inmensas: así, el mar ha protegido muchas veces á Inglaterra contra los ataques del continente, y sus lagunas al gobierno veneciano de los esfuerzos impotentes de la liga de Cambray, y los valles y los montes y los desfiladeros de los Alpes á la Suiza; pero Federico no poseia ninguna de estas ventajas, y la forma de sus Estados, su situacion y hasta la naturaleza misma del terreno, todo conspiraba en contra suya, pues ni un brazo de mar, ni una cadena de montañas, ó siquiera de colinas, protegia su territorio extendido, prolongado, dividido, y que parecia trazado expresamente para facilitar todas las invasiones, como que en ménos de una semana podia el enemigo acometerlo y entrarlo por donde más le pluguiera, poniendo á la capital en constante peligro. En una palabra, así los hombres políticos como los militares de Europa, abrigaban el convencimiento de que la guerra que iba á estallar terminaria en pocos dias con la derrota y la humillacion de la casa de Brandeburgo.

Federico participaba de la opinion general; pero, áun le quedaba una débil y postrera esperanza de salud. La cual consistia en la posicion céntrica que ocupaba, mientras que sus adversarios, separados unos de otros por grandes distancias, no podian concentrar fácilmente la masa total de sus fuerzas en un solo punto. Demas de esto, habitaban climas diferentes, y la estacion del año que un pueblo escogiera para comenzar las hostilidades podia no convenir á otro. Por otra parte, la monarquía prusiana no adolecia de ninguna de las enfermedades que tan frecuentes son en los imperios dilatados y ricos; la fuerza verdadera que podia desplegar en una lucha desesperada no debia calcularse de antemano por el número de millas cuadradas de su territorio ó por la cifra de su poblacion; que aquel cuerpo, flaco en apariencia, pero sólidamente constituido y bien ejercitado, era un haz de nervios, músculos y huesos; y ni acreedores públicos reclamaban dividendos, ni lejanas colonias exigian su proteccion eficaz, ni cortesanos y favoritos devoraban el presupuesto de cincuenta batallones. El ejército de Federico era inferior en número á las tropas que debia combatir; pero mucho más fuerte de lo que parecia consentirlo la extension de su territorio; su disciplina era verdaderamente admirable, estaba mejor dirigido y mandado aún, y sabía vencer y obedecer. Los presupuestos generales de la Prusia no se cerraban con déficit, sino con superavit en tiempos de paz, y era su rey el único de Europa que hubiera sabido acumular un tesoro, que reservaba con gran cuidado para los momentos de crisis. Tambien es cierto que el número de sus contrarios le ofrecia ventajas inmensas, pues siendo tantos y tales, poco tardarian en surgir las rivalidades y los celos entre ellos, y vacilarian y disputarian mucho antes de dar cualquier golpe decisivo, mientras que él, si estaba solo, en cambio lucharia con el vigor, la unidad de miras y el misterio pro pios de un déspota poderoso. Los recursos del arte militar podian tambien suplir á la insuficiencia de la fuerza numérica, y el genio, el tacto, la prontitud y la celeridad de los movimientos, y, sobre todo, la Providencia, ser partes eficacísimas á prolongar, tal vez, la lucha durante una ó dos campañas, cuando sólo ganar un mes era equivalente á la más señalada victoria; porque todos los elementos de disolucion que contienen las grandes coaliciones producirian, sin duda, en breve plazo sus naturales efectos. Cada uno de los confederados creeria que su participacion en la guerra era la mayor y que su parte en el botin no le compensaba de los quebrantos que recibia: con esto las quejas y las recriminaciones se harian interminables, y podrian dar lugar á que los turcos remontaran el Danubio, á que los hombres de Estado de Francia reconocieran la falta cometida por ellos al abandonar los principios fundamentales de su política nacional, y á que la muerte misma libertase á Federico de cualquiera de sus rivales, produciendo esto un cambio completo en el estado de la Europa.

Otra esperanza vislumbraba el rey de Prusia en aquel horizonte sombrío y amenazador. La paz concluida entre Inglaterra y Francia en 1748, sólo habia sido un armisticio en Europa, porque no habia puesto fin á las hostilidades en todas partes. En la India disputaban la soberanía del Carnate las dos grandes casas musulmanas rivales; y como el fuerte San Jorge se habia declarado por un partido, y Pondichery por el contrario, los soldados de Lawrence y de Clive habian reñido sangrientas batallas con los de Dupleix. Lucha ménos importante en los resultados, áun cuando eficaz á producir tambien exasperacion en los ánimos, existia entre los aventureros franceses é ingleses, que se ocupaban en la trata de negros y en el comercio del oro en la costa de Guinea. Pero, sobre todo, en la América del Norte es donde más se hacía sentir el odio y la rivalidad de ambas naciones, porque, como intentaran los franceses establecer en torno de las colonias inglesas una línea de puestos militares que se extendiera desde los grandes lagos hasta la embocadura del Mississipí, los ingleses tomaron las armas, y las antiguas tribus aborigenes acudieron á ponerse bajo las órdenes de los hombres pálidos en uno y otro bando, y se dieron batallas y se tomaron fortalezas por asalto. Las nuevas de esta guerra de salvajes llegaron á Europa con las creces y aumentos propios de las relaciones de sucesos que tienen lugar en remotas tierras, y enconaron más todavía los odios nacionales que habia engendrado añeja rivalidad. Parecia inminente una explosion cuando la tormenta que se preparaba desde hacía tiempo iba sin más tardanza á desencadenarse sobre la Prusia.

A serle posible, así por inclinacion como por interes, Federico se hubiera colocado de parte de la casa de Borbon; mas la falta de cordura del gobierno de Versalles le sujetó la voluntad, y el dia que la Francia se hubo convertido en dócil instrumento del Austria, la Prusia contrajo la obligacion de aliarse con la Inglaterra necesariamente. No es esto decir que Federico esperaba de la Inglaterra que acudiera en su auxilio con ejércitos, porque una potencia que cubria el mar con sus flotas y que hacía la guerra en las orillas del Ganges y del Ohio al mismo tiempo, no era fácil que pudiese tomar sobre sí tal empresa. Sin embargo, áun cuando la Inglaterra de aquel tiempo fuera pobre comparada con la de nuestros dias, era más rica entonces que ningun otro Estado del continente. Débiles y exiguos parecerán ahora á los ingleses de la generacion actual, que han pagado en un solo año 3.250 millones de pesetas de impuestos, los ingresos y recursos de que á la sazon disponian los hombres políticos de las islas Británicas; pero sólo una parte mínima de sus riquezas de aquella época, invertida por un principe hábil y económico en un país barato, hubiera bastado para sostener la carga de un ejército formidable.

Tal era la situacion en que se hallaba Federico, el cual comprendió desde el primer momento, así la magnitud del peligro, como la remota posibilidad de salir bien de él, y con sublime temeridad se determinó á dar el primer golpe. La gran guerra l'amada de los Siete años comenzó en Agosto de 1756.

El rey de Prusia se dirigió á la Emperatriz—reina pidiéndole una explicacion categórica, terminante, y sobre todo clara, «no redactada en estilo de oráculo,» acerca de su conducta. La contestacion fué altiva y nebulosa. No bien la hubo recibido Federico, invadió con sesenta mil soldados el rico electorado de Sajonia. Augusto se hallaba en Pirna con su ejército en ventajosas posiciones. La reina de Polonia estaba en Dresde. Pocos dias despues ponia cerco á Pirna, y Dresde caia en su poder. Deseaba Federico apoderarse de los papeles de Estado de Sajonia, cierto de hallar en ellos muchos documentos que sirvieran á demostrar á los ojos de Europa que aun cuando parecia ser el agresor, no hacía sino es defenderse. Tan bien como él conocia la reina de Polonia la importancia de aquellos papeles, y así, los mandó recoger en su propia cámara; y ya se disponia, que tal era la urgencia de ponerlos á salvo, á enviar el legajo á Varsovia por mano segura, cuando se presentó á pedirlos un oficial de parte de Federico. Persuadida la Reina de que nadie sería osado á ultrajar á una dama, hija de emperadores y madre política del delfin de Francia, se colocó delante de la arquilla en que se guardaban los documentos y acabó por sentarse en ella. Pero como las órdenes de Federico eran terminantes, no quedaba ocasion á la galantería ni á los respetos, y los papeles fueron á manos del monarca, con gran contento suyo y menoscabo de la reina de Polonia.

Halló entre ellos cuanto buscaba, y sin más tardanza dispuso la publicacion de una parte, y esto bastó á producir mucha impresion en los ánimos, pues se hizo evidente á todos que por grandes que fuesen las anteriores faltas de Federico, en aquella ocasion, áun pareciendo agresor, sólo se defendia de sus contrarios.

El ejército sajon de Pirna se hallaba estrechamente cercado; pero aguardaba recibir socorro en breve de otro cuerpo formidable austriaco, que bajo las órdenes del mariscal Brown debia desem—bocar por las gargantas que separan la Bohemia de Sajonia. Para evitar la reunion de ambos ejércitos, salió al encuentro de Brown, dejando fuerzas bastantes á contener los sajones, y avistándolo en Lowositz, lo deshizo por completo. Con esto quedó en sus manos la Sajonia; Augusto y su favorito Buhl huyeron á Polonia; las tropas del electorado capitularon, y desde aquel momento hasta la terminacion de la guerra, Federico trató á la Sajonia como cosa propia ó mejor aún, trató á los sajones de modo que comprendieran el verdadero sentido y el alcance de aquellas terribles palabras que dicen: Subjectos tamquam suos, viles tamquam alienos; porque hizo grandes levas de hombres de armas llevar, los abrumó bajo el peso de su yugo insoportable, y les impuso las más onerosas contribuciones. Diez y siete mil hombres que formaban parte del campo atrincherado de Pirna se vieron obligados á seguir las banderas del vencedor. Por tal manera, pocas semanas despues de comenzadas las hostilidades, uno de los confederados quedaba vencido y rotoy sus propias armas servian á combatir á los suyos.

El invierno puso fin á las operaciones militares.

La campaña fué corta, como se ve, y por extremo favorable al rey de Prusia; pero á estos preliminares, por decirlo así, de la guerra, debia seguir en breve la conflagracion general y decisiva, y todo parecia indicar que la fecha de 1757 sería memorable y famosa en la historia.

El plan de la campaña era sencillo, atrevido y prudente. El duque de Cumberland tomaria posicion al frente de un ejército anglo—hannoveriano en la Alemania occidental, para impedir que las tropas francesas atacaran á la Prusia. Detenidos los rusos por las nieves y los hielos, nada podrian realizar hasta la primavera próxima; y como la Sajonia estaba vencida y la Suecia no inspiraba temor inmediato, Federico sólo tenía enfrente un enemigo: el austriaco. Todo conspiraba, sin embargo, en su daño en aquella primera lucha; pero el valor y la habilidad han triunfado muchas veces tambien de peligros en apariencia más formidables.

Al comenzar el año 1757, se puso en movimiento el ejército prusiano de Sajonia y desembocó en Bohemia por cuatro desfiladeros, dirigiéndose primero á Praga, para de allí caer, sin duda, sobre Viena. El mariscal Brown estaba encargado de la defensa de Praga con gran ejército; y Daun, el más inteligente y afortunado de los generales de María Teresa, se adelantaba al encuentro de Federico al frente de hueste numerosa. Lo cual sabido del Rey, determinó de acabar con el ejército del primero antes de la llegada del segundo, y acometió á Brown al pié de los muros de Praga, que fueron testigos por esta causa el dia ó de Mayo, así como lo fueron tambien ciento treinta años ántes de la victoria obtenida por la liga católica y de la fuga del infortunado palatino, de la batalla más sangrienta de cuantas se libraron en Europa durante el largo período que separa Malplaquet de Eylau. El rey y el príncipe Federico de Brunswick se distinguieron en ella por su bizarría y su actividad; pero la gloria principal de tan famosa jornada corresponde toda ella á Schwerin, que viendo vacilar ya en lo más recio de la pelea la infanteria prusiana, tomó una bandera, y poniéndose á la cabeza de sus regimientos los lanzó de nuevo al fuego con brio y denuedo verdaderamente juvenil; rasgo de valor que pagó con la vida el noble anciano, muriendo gloriosamente á la edad de setenta y dos años en la batalla, envuelto en la bandera que ostentaba el águila negra en campo de plata. La victoria fué de Federico; pero la pagó muy cara, dejando tendidas en el lugar de la pelea columnas enteras de sus mejores soldados. Por confesion propia, perdió diez y ocho mil hombres. El enemigo tuvo veinticuatro mil bajas entre muertos, heridos y prisioneros.

Parte del ejército vencido corrió á encerrarse en Praga, y parte fué á incorporarse al de Daun. Resuelto Federico á emplear de nuevo el medio que acababa de darle tan brillante resultado, dejó fuerzas suficientes delante de Praga y se dirigió al encuentro de Daun con treinta mil hombres. Daun no quiso, áun contando con mayor número de tropas que el Rey, aventurar la batalla, y tomó posiciones, inexpugnables casi, en Kolin, para esperar á su contrario.

Era el 18 de Junio, dia nefasto, que á conservar su influjo entre nosotros la supersticion helénica debiera estar consagrado á Némesis, y durante el cual terrible y dolorosa experiencia enseñó á uno de los príncipes más famosos y á uno de los capitanes más ilustres de los tiempos modernos, que ni el valor ni el talento son eficaces á fijar la inconstancia de la fortuna. La batalla comenzó ántes del medio dia, y despues de haberse puesto el sol todavía peleaba una parte del ejército de Federico; pero ya éste habia perdido toda esperanza de vencer, y sus tropas, rechazadas varias veces con pérdidas horribles, carecian del vigor y de la fuerza necesarias á volver á la carga. Todo era cansancio y desaliento en las huestes del rey de Prusia. Permanecia éste no obstante en el campo de batalla, y sólo con gran trabajo lograron persuadirlo á retirarse de allí, llegando uno de sus oficiales á decirle: «¿Pretende por ventura V. M. tomar solo las baterías enemigas?» Trece mil de sus mejores soldados sucumbieron aquel dia, y no le quedaba más recurso despues del desastre sino es retirarse en buen órden, levantar el cerco de Praga y evacuar la Bohemia lo más pronto posible por diferentes caminos.

Este golpe parecia mortal para Federico. Si su situacion era grave antes de recibirlo, porque sólo una serie no interrumpida de victorias podia ser parte á librarlo de completa ruina, ¿cuánto no empeoraba ésta recibiendo un reves tan terrible al comenzar la campaña; reves que áun tratándose de dos Estados iguales hubiera tenido consecuencias inmensas para el vencido? La opinion que la Europa entera tenía de su ejército le daba todavía mucha fuerza, porque desde su advenimiento al trono sus soldados habian vencido á los austriacos con singular insistencia. Pero no podia tambien abandonar sus armas la victoria? Con esto, las víctimas de sus sarcasmos se dieron prisa en desquitarse abrumándolo bajo el peso de sus burlas; sus mismos soldados comenzaron á desconfiar de su buena estrella; en todas partes y áun más en su estado mayor se criticaron sus disposiciones con el mayor encono; su misma familia lo desacreditaba, y su hermano menor, Guillermo, heredero presuntivo, 6, mejor dicho, heredero aparente del trono, se lamentaba sin misterio alguno, así de su propia suerte como de la que á su parecer estaba reservada á la casa de Hohenzollern, ántes tan próspera y grande, ahora reducida por obra de la injustificable ambicion de su jefe á ser el escarnio de todas las naciones. Estas quejas y algunas faltas que habia cometido Guillermo durante la retirada de Bohemia excitaron la cólera del inexorable soberano, que cubrió de invectivas al príncipe. Las recriminaciones de Federico hirieron á su hermano en el corazon, y abandonando el ejército fué á recogerse á una casa de campo, en la cual murió poco despues de dolor y de vergüenza.

¿Quién hubiera creido que la medida de los infortunios de Federico no estaba colmada ya? Sin embargo, un nuevo reves, un desastre no ménos terribre que el de Kolin vino á colmar su desgracia.

Porque como hubieran invadido la Alemania los franceses bajo las órdenes del mariscal d'Estrée, y el duque de Cumberland quisiera detenerlos en su camino, les presentó batalla en Hastembeak, quedando completamente derrotado, y dejando, á virtud de un convenio que celebró con el vencedor en Closter—Severn, para conservar intacta, por lo ménos, una parte del electorado de Hannover, franco y expedito el camino de la Prusia á los franceses, y á sus generales en disposicion de caer con todas sus fuerzas sobre ella.

Aun no era esto bastante, y para que Federico experimentara todos los rigores de la desdicha, perdió á su madre por entonces, desgracia que sintió de manera más intensa y profunda que pudieran hacerlo suponer la rudeza y la frialdad naturales de su carácter, con lo cual llegó á ser tan sin ventura cuanto era malo, déspota, cínico y altivo, y su rostro se demudó tanto y su cuerpo enflaqueció de tal manera, que al pasar por Leipsick de vuelta de Bohemia el pueblo apénas lo conocia. Lo abandonó el sueño; á pesar de todos sus esfuerzos, gruesas lágrimas surcaban sus mejillas á cada momento, y su espíritu angustiado comenzó á no ver sino es en la muerte el remedio á tanta desgracia y deshonra como lo abrumaba; y como se habia propuesto no caer prisionero de sus enemigos, ni suscribir jamás tratados de paz que lo hicieran descender del rango que ocupaba entre las grandes potencias de Europa, y se hubiera convencido de que sólo el suicidio podia libertarlo de todos los males y daños presentes y futuros, se asió á esta esperanza de la desesperacion. No hizo misterio de su pensamiento á las personas que lo rodeaban, y desde aquel entónces llevó consigo un activo veneno que acabara con su vida en el punto mismo que lo creyera él necesario.

Pero no describiríamos sino de una manera imperfecta el estado moral de Federico si omitiéramos aquellas singularidades cómicas y extrañas que tanto contrastan con la gravedad, la energía y la dureza de su carácter. ¿Cuál de los dos elementos predominaba en la obra que se ponia en escena en aquellos instantes? ¿El cómico ó el trágico? Difícil es determinarlo; porque áun en medio de sus mayores contratiempos, desgracias y catástrofes, Federico prosiguió haciendo emisiones de versos sobre todos los asuntos posibles; que su pasion por la poesía, en vez de disminuir, aumentó siempre, y en los momentos mismos en los cuales lo acosaban sus enemigos y recibia uno en pos de otro rudos golpes capaces de abrumar y quebrantar el ánimo más fuerte, cuando despechado y lleno de rabia el corazon se buscaba en los bolsillos de su casaca el pomo que contenia el sublimado corrosivo, daba tregua á las amarguras de su alma componiendo tiradas de versos detestables, que no eran sino heces insípidas del Hipocrenes de Voltaire, y débiles ecos de la lira de Chaulieu. Nada es más interesante que la comparacion de sus hechos y de sus escritos durante los últimos meses de 1757; porque ni Annibal, ni César, ni Napoleon realizaron empresas más grandes que las llevadas por Federico á término feliz en tan corto período, el más brillante, sin duda ninguna, de la historia de Prusia, y, sin embargo, el ilustre guerrero invertia en aquellas horas las que cercenaba al descanso escribiendo epístolas y odas en el estilo vulgar y comun que abandona desdeñosamente el genio á la menesterosa mediocridad, pues apénas si aparece de vez en cuando y á muy largas distancias en ellas algun que otro sentimiento viril, digno de consignarse en prosa, y áun así mezclado con tantas y tales rapsodias mitológicas, que su conjunto nos ofrece el aspecto de una prendería literaria. Nunca se vieron juntas en tan alto grado la debilidad y la fuerza, la pequeñez y la grandeza, y ningun carácter se ofreció á la consideracion del observador bajo aspectos tan diversos como el de Federico, guerrero pedante, Mitridates y Trisotin á un tiempo, que luchaba espada en mano, bravamente, con el universo coligado contra él, llevando en los bolsillos un pomo de veneno y un cuaderno de poesías detestables.

Algun tiempo ántes habia intentado el rey de Prusia reconciliarse con Voltaire; se cruzaron cartas llenas de cortesía entre ambos, y despues de la batalla de Kolin, sus relaciones epistolares eran ya por extremo amistosas y confidenciales, al ménos en apariencia. Tanto es así, que de euantas colecciones de cartas existen, la correspondencia de estos dos séres extraordinarios, despues de su reconciliacion, es la serie de documentos más auténtica y luminosa que puede guiar las investigaciones de quien se proponga penetrar los misterios de la naturaleza humana. Comprendian ambos que su querella les causó grandísimo daño en la opinion pública, y por otra parte se admiraban mutuamente y se necesitaban. El gran rey habia menester del gran escritor para que trasmitiese á la posteridad la historia de sus hechos; pero las heridas que ambos se infirieron en su pasada enemiga eran demasiado profundas para poder cicatrizarse por completo, y demasiado recientes para no sentirse todavía.

Léjos de esto, la nueva correspondencia sólo sirvió á enconarlas, porque á vueltas de muchas palabras corteses y lisonjeras, de ofrecimientos de servicios, de promesas de amistad y de buenos propósitos, cada vez que recordaban lo pasado ¡con cuánta dureza y amargura lo hacian!

«Señor, escribia Voltaire el 21 de Abril de 1760, un pobre fraile del monasterio de Yuste, dijo á Cárlos V cierta vez: «¿No estais satisfecho con haber turbado el sosiego del mundo, sino que tratais de turbar la paz de un pobre monje que sólo pretende vivir tranquilo en su celda?» Yo soy como el fraile; pero vos no habeis renunciado á las grandezas y á las miserias humanas como Cárlos V... Mi hora postrera se acerca; no la turbeis con vuestras quejas injustas y vuestras recriminaciones, que me son tanto más sensibles, cuanto que vienen de vos. Harto daño me habeis hecho ya, indisponiéndome para siempre con el rey de Francia, poniéndome en el caso de renunciar á mis empleos y pensiones, maltratándome de una manera cruel en Francfort, y atropellando á una mujer inocente y respetable, que fué ultrajada y escarnecida y presa por los vuestros, para que al volver á honrarme con vuestras cartas amargueis la dulzura de este consuelo con palabras acerbas. Os gozais en humillar á vuestros semejantes y en decirles de palabra y por escrito cosas mordaces, y este placer es tanto más indigno de vos, cuanto que os hallais en posicion más elevada que ellos por vuestro rango y vuestro incomparable talento.» La respuesta del rey de Prusia fué ménos expansiva y benévola en la forma, y tan dura en el fondo como la carta de Voltaire: «No quiero hacer investigaciones en órden á lo pasado; que si las hiciera, se demostraria fácilmente que habeis cometido grandes faltas conmigo, que me habeis dado muchos motivos de resentimiento, y que vuestra conducta no la hubiera sufrido ningun filósofo. Todo lo he perdonado, sin embargo, y todo quiero darlo al olvido; pero tened presente que si no hubiera sido porque siempre sentí singular predileccion por vuestro ingenio, no tan á poca costa os habriais redimido con otro. Conste así, y no me hableis más de vuestra sobrina, que me causa enojo, y no tiene las cualidades de su tio para disimular sus defectos.» Esta correspondencia estrechó más aún los vínculos que los unian en vez de relajarlos, y despues de haber desahogado su mal humor ambos corresponsales, parecieron apreciarse de nuevo más que nunca, estableciendo con apariencias de singular sinceridad una manera de giro mutuo de cumplidos, lisonjas y demostraciones de afecto.

Hombres que se escribian semejantes cartas no debian tratarse con mucho miramiento en conversaciones privadas. Sabía Mitchell, embajador inglés en Berlin, que S. M. sostenia larga correspondencia con Voltaire, en la cual trataba sin ambajes de sus negocios de Estado más importantes, y juzguese de su asombro al oir al Rey cierto dia que su caro corresponsal íntimo era un miserable sin corazon.

A su vez, el poeta no iba en zaga á Federico, y cuando le ocurria emitir su juicio sobre él lo hacía con el ménos respeto posible. Sin embargo, experimentaba por el monarca prusiano, al propio tiempo que odio y desprecio, afecto y admiracion; sentimientos opuestos que se sucedian en su ánimo continuamente, y hacian del patriarca de Ferney un tipo semejante al de los chicos mal criados que pasan en un cuarto de hora de la risa al llanto, y de las caricias á los golpes. A fuer de francés, deseaba el triunfo de su patria, y como filósofo el sostenimiento de un colega en el trono, y por tal manera queria salvar y abatir á Federico; pero sólo tenía un medio de conseguir la realizacion de sus encontrados deseos, cual era el de que la intervencion de la Francia lo libertara de sus enemigos, sabiendo el favorecido que debia tan útil auxilio á la mediacion suya: tal era la venganza por extremo singular en que soñaba el poeta, imaginando que desde su apartado retiro de los Alpes podia dictar la paz á Europa.

D'Estrée habia dejado el mando del ejército de Hannover y encargádose de él Richelieu, el cual hasta entonces sólo era conocido por su ventura en lides amorosas. En efecto, Richelieu merece sin duda ocupar el primer puesto entre todos los seductores de profesion de que dan cuenta más largamente las novelas de Crebillon hijo y de Laclos, tanto, que no satisfaciéndole los triunfos que alcanzaba sobre sus bellas enemigas, fué osado en su primera juventud á poner los ojos en las princesas de la Casa Real, no siendo extraño, si hemos de dar crédito al rumor público, á los misteriosos remordimientos que turbaron las últimas horas de la bondadosa madre de Luis XV. Pero á la sazon no era el Duque sombra de lo que fué, sino es un viejo de cincuenta años, corrompido, preocupado de pequeñeces, falto de salud, con su patrimonio empeñado, y lo que áun era peor para él, con la nariz amoratada. Sin duda era valiente como todos los caballeros franceses, aunque frívolo y poco respetado; mas cuando se puso á la cabeza del ejército de Hannover, carecia de conocimientos militares y no le preocupaba otro pensamiento que el de restaurar las ruinas que habian hecho en su hacienda las prodigalidades y desórdenes de su vida pasada.

Al ocaso de su vida el duque de Richelieu cobró mala voluntad y odio profundo á los filósofos, no tanto por las partes de su sistema que cualquiera hombre prudente y discreto hubiera condenado, cuanto por sus virtudes, por su amor á la libertad, por su propósito de combatir los abusos de que él mismo daba ejemplo tan triste. No obstante, á Voltaire lo eliminaba de su lista de proscripcion, y se carteaba con él de la manera más afectuosa; y tan singular cariño le tenía, que gustaba de honrar al patriarca de tiempo en tiempo pidiéndole fuertes sumas prestadas, cuyos réditos, por afecto tal vez y benevolencia, olvidaba de pagar. Aprovechando estas circunstancias, se propuso el filósofo poner en relaciones al general en jefe del ejército frances con el rey de Prusia, escribió á los dos á este fin, y logró establecer entre ambos seguida correspondencia.

Pero Federico debió su salud á otros medios. Al comenzar Setiembre, se hallaba el rey de Prusia en situacion muy difícil, y sus contrarios persuadidos de haberlo encerrado en un círculo de hierro del cual no escaparia. Porque mientras los rusos hacian el mayor estrago en sus provincias orientales, la Silesia estaba ocupada por austriacos, un numeroso ejército frances avanzaba sobre él de la parte occidental bajo las órdenes del mariscal Soubisse, príncipe de la casa de Rohan, y Berlin mismo habia sido entrado á saco por los croatas. Pero treinta dias bastaron á Federico para salir con gloria de trance tan difícil y peligroso.

Se dirigió primero contra Soubisse, y el 5 de Noviembre se avistaron ambos ejércitos en Rosbach.

Los franceses eran dos contra uno; mas no estaban suficientemente disciplinados y diestros, y su caudillo carecia por completo de dotes militares, merced á lo cual las disposiciones acertadas de Federico y el valor de sus tropas alcanzaron completa victoria, quedando en su poder siete mil prisioneros y todos los cañones y bagajes, huyendo los contrarios con el desórden propio de muchedumbre amotinada que dispersa una carga de caballería. Conseguida esta victoria, el vencedor se dirigió sobre la Silesia, donde todo parecia perdido. Breslau estaba en manos del enemigo, y Cárlos de Lorena, con fuerzas imponentes, dominaba la provincia entera.

El 5 de Diciembre, un mes despues de la batalla de Rosbach, Federico atacó al príncipe Cárlos en Leuthen, cerca de Breslau. Tenía cuarenta mil hombres bajo sus órdenes y el contrario sesenta mil; y, aun cuando por regla general acostumbraba á no tratar á sus soldados sino es como máquinas, aquel dia empleó los medios extraordinarios de que se sirvió despues Bonaparte con tanto éxito para excitar el entusiasmo de sus tropas, pues convocó alrededor suyo á sus principales caudillos y les dirigió una arenga calurosa, encargándoles que fueran mensajeros de sus palabras á los cuerpos. El resultado excedió á las esperanzas; y cuando se dió la órden de acometer, los prusianos se hallaban animados del más bélico ardor, demostrándolo con su flema y gravedad característica, marchando al fuego por columnas cerradas, cantando al són de pífanos y tambores los groseros himnos del sajon Herhholds. Jamás se batieron mejor los soldados de Federico, ni brilló el genio militar de su jefe de una manera más espléndida que en aquella batalla, que, al decir de Napoleon, «fué una obra maestra y bastante á colocar á Federico entre los mayores capitanes.» La victoria fué completa, en efecto; veintisiete mil austriacos quedaron muertos, heridos ó prisioneros; y cincuenta banderas, cien cañones y cuatro mil carros fueron los trofeos del vencedor: Breslau abrió sus puertas; la Silesia volvió al yugo de Federico; el de Lorena fué á ocultar en Bruselas su vergüenza y su dolor, y el de Prusia dió á sus tropas algun descanso en cuarteles de invierno, despues de una campaña cuyas vicisitudes exceden á las de todas las guerras de tiempos pasados y presentes.

Con esto la gloria del rey de Prusia llenó el mundo entero. El año precedente habia resistido con éxito á tres soberanos, de los cuales el más débil era tres veces más fuerte y rico que no él: de cuatro batallas campales contra fuerzas superiores habia ganado tres, y reparada como lo habia sido la derrota de Kolin, ántes aumentaba que no disminuia su reputacion militar; que la victoria de Leuthen áun hoy dia es el triunfo más hermoso de que la Prusia pueda enorgullecerse (1). Porque, si bien Leipsick y Waterloo tuvieron para la Europa resultados de mucha ó mayor importancia, en ambos lugares no estuvieron solos sus soldados; y si, por otra parte, considerada bajo el punto de vista militar, la batalla de Rosbach fué ménos gloriosa que la de Leuthen por haberse alcanzado sobre un general incapaz y tropas desorganizadas, sus consecuencias morales fueron inmensas, por cuanto hasta entónces, como quiera que Federico sólo habia derrotado ejércitos compuestos de germanos, no podia el pueblo aleman gloriarse de semejantes triunfos; que nunca un hannoveriano se preciará de haber vencido moravos, ni éstos de haber pasado á cuchillo pomeranienses, ni los mismos berlineses de ver suspendidas en las bóvedas de los templos prusianos las banderas sajonas; pero la victoria de Rosbach lo era nacional, pues allí un ejército aleman, mandado por un príncipe aleman, sin recibir auxilio de nadie, rompió y deshizo completamente un ejército extranjero. Desde la disolucion del imperio de Carlo—Magno, la raza teutónica no habia conseguido victoria más señalada sobre los francos; de aquí que la noticia del triunfo alcanzado por Federico produjera entusiasmo indescriptible en el pueblo inmenso que habla los diferentes dialectos de la antigua lengua de Arminio, y que se extiende hasta el Báltico desde los Alpes, y hasta las fronteras de la Lorena desde las de Curlandia; compren(1) Esto, como ya dijimos ántes, se escribia en 1842.

Despues de esa fecha los anales militares de Prusia registran los nombres de Sadowa y de Sedan, de triste recuerdo para el Austria y la Francia.—N. del T.

diendo por esta causa la Europa que todos los pueblos de Alemania no formaban sino es uno sólo cuyo verdadero jefe supremo podria llegar á ser Federico, y cuya capital seria, tal vez, Berlin en plazo no lejano (1). Así lo comprendieron los alemanes, y de aquel momento histórico data ese espíritu teutónico cuya resurreccion en 1813 libertó del yugo napoleónico á la Europa central; espíritu que áun vela en las orillas del Rhin y la preserva de nueva servidumbre (2).

Tan memorable jornada, no tuvo sólo resultados políticos, porque áun cuando nunca supo Federico apreciar ni comprender su lengua materna, áun cuando siempre consideró á la Francia como patria privilegiada del buen gusto y de la filosofía, contribuyó, sin darse cuenta de ello, y tal vez sin quererlo, á emancipar del yugo extranjero al genio aleman; y derrotando á Soubisse en Rosbach, creó en cierto (1) Conviene tener en cuenta que estas palabras las escribió el autor hace 37 años y 28 ántes de que el rey Guillermo fuera proclamado emperador de Alemania en el palacio de Luis XIV, celebrando su advenimiento al solio de Carlo—Magno los cañones que bombardeaban á Paris; circunstancia que les imprime todo el carácter de una profecía histórica que se ha realizado por consecuencia de las mismas causas indicadas por él y no por otras.—Nota del T.

(2) Sin que tengamos el propósito de contradecir al autor, ni tampoco nos ciegue amor patrio excesivo, parécenos que la resistencia tenaz é indomable de los españoles en su guerra famosa contra Napoleon, fué, ántes que el espíritu teutónico, lo que enseñó á los pueblos de la Europa, hasta entonces vencidos siempre por el capitan del siglo, á unir sus esfuerzos y á fundir sus voluntades para pelear con bizarría pro aris et focis, como acontecia en la Península. El espíritu teutónico pudo ser el vehículo, sin duda; pero la inspiracion de tan grande idea la recibió la Europa central de nuestra España.—N. del T.

modo, á su pesar, los poetas y escritores que serian sin tardanza rivales de Boileau y de Voltaire; sucediendo por tal manera que el Rey, que no leia sino en libros franceses, ni gustaba de hablar en otra lengua que la francesa, y que ya era conocido entre los publicistas franceses, emancipó sin advertirlo ni saberlo á la mitad del continente del dominio de aquella literatura, cuyo más humilde y fiel esclavo continuó siendo hasta el fin de su vida: ¡que por tan misteriosos medios da en tierra y deshace la Divina Providencia los proyectos humanos!

Los triunfos de Federico alcanzaron en Inglaterra más resonancia, si cabe, que en Alemania; su popularidad subió de punto, y el aniversario de su nacimiento se celebró y festejó con indecible alegría y entusiasmo, iluminándose todas las casas de Lóndres, y viéndose por todas partes el retrato del héroe de Rosbach, con su sombrero y su peluca legendarios. Tanto fué así, que áun hoy es más fácil encontrar en los comedores de las antiguas hospederías la imágen del rey de Prusia que la de Jorge II; como que por entonces hasta los pintores de muestras trasformaron al ántes tan popular almirante Vernon, que campeaba por sobre tantas puertas de tienda y de "posada, en Federicos más ó ménos lastimosamente parecidos.

Algunos jóvenes ingleses desearon con esto visitar la Alemania en clase de voluntarios para aprender el arte de la guerra bajo las órdenes del más ilustre de los generales contemporáneos; pero Federico rehusó cortés y categóricamente aquella demostracion de afecto y de respeto, porque sus campamentos no eran escuelas de aficionados al arte de la guerra, sino es lugares donde toda severidad y áun toda barbarie tenian su natural asiento por exceso de disciplina y de rigorismo militar, como que mientras duraba una campaña, por ejemplo, los oficiales se hallaban sujetos á reglas no ménos austeras y rígidas que las más duras de las órdenes monásticas.

Pero la Inglaterra lo proveyó de cosa más necesaria y útil para él que no sus aristocráticos voluntarios, dándole un subsidio anual de 700.000 libras esterlinas, ó sea 17 millones y medio de pesetas, lo cual le permitió aumentar la cifra de su ejército en más de 50.000 hombres. Pitt, que se hallaba entónces en el apogeo de su poder y de su popularidad, se propuso defender la Alemania occidental contra la Francia, y no satisfecho con el auxilio pecuniario pidió á Federico un general. El rey de Prusia designó al príncipe Fernando de Brunswick, que ya se habia distinguido á su servicio, y que á la cabeza de un ejército anglo—hannoveriano y de mercenarios de todos los Estados del Imperio, justificó despues la eleccion de las dos cortes aliadas, demostrando que era el segundo capitan de Europa.

Federico pasó el invierno en Breslau, ocupado en leer y escribir y prepararse para la campaña siguiente, con tanta presteza, que llenó en breve plazo los huecos que habia hecho la guerra en las filas de su ejército, y la primavera de 1758 lo encontró dispuesto á entrar de nuevo en campañacomo así fué, mientras el de Brunswick tenía estrechados á los franceses. Intentó primero el rey de Prusia operaciones insignificantes contra los austriacos, y despues se dirigió sobre los rusos, que acababan de penetrar hasta el corazon de sus Estados, matando, incendiando y asolando cuanto habian á su paso, y los atacó en Zorndorf, cerca de Francfort, sobre el Oder. La batalla fué larga y sangrienta, y por ninguna parte se hicieron prisioneros, porque las razas germánica y scita seguian aborreciéndose de muerte, y además el estrago hecho por los rusos habia enardecido sobre toda ponderacion así al Rey como á sus prusianos, que derrotaron por completo al enemigo, y dejaron libres de todo riesgo las fronteras orientales de su patria durante algunos meses.

Federico habia llegado al zenit de su gloria militar, derrotando en el corto espacio de nueve moses, en tres batallas, á los ejércitos de tres poderosas monarquías, cual eran la Francia, el Austria y la Rusia; pero, en cambio, debia verse sometido su carácter á las pruebas más rudas y terribles, porque así se veria humillado, como enaltecido fué de la fortuna. En efecto, á la serie brillante de triunfos que acabamos de enumerar, sucedió una serie de catástrofes tan espantable que otro caudillo que no él, hubiera perdido su reputacion y experimentado profundo y mortal dolor. Sin embargo, Federico excitó siempre, áun en medio de las circunstancias más graves y de mayor peligro, el respeto y la admiracion de sus vasallos, de sus aliados y de sus enemigos, porque en toda ocasion adversa, lo mismo cuando sucumbia bajo el peso de sus desgracias, que cuando el hastío de la vida se apoderaba de su ánimo, en fuerza de padecer, luchaba con vigor sobrehumano, pareciendo más grande y poderoso todavía en la derrota, en la fuga misma, en medio de las ruinas y desastres que lo rodeaban, y cuando ningun auxilio esperaba, que en los campos de batalla de sus más gloriosas victorias.

Así que hubo desbaratado á los rusos, corrió á Sajonia para combatir las tropas de la Emperatriz, que se hallaban á la sazon bajo las órdenes de los más prudentes y emprendedores de sus generales, Daun y Laudohn. Y como ambos célebres caudillos concertaran un plan de ataque tan hábil como atrevido, que consistia en sorprender á media noche el campamento de Hochkirchen, donde se hallaba el Rey, así lo ejecutaron, salvándose de completa destruccion el ejército prusiano merced á la presencia de ánimo de Federico; pero quedando derrotado y con pérdidas inmensas. El feld—mariscal Keith pereció en la pelea. Los primeros disparos lo despertaron sobresaltado, y tomó sus armas y acudió al lugar del combate, recibiendo una herida peligrosa, que no fué parte á que abandonara el campo, sino es á excitar su valor y su coraje, hasta que una bala enemiga puso fin á su carrera de nobles aventuras.

Felizmente Federico sabía cómo se reparaba una derrota, y Daun ignoraba el medio de sacar el partido más ventajoso de una victoria, y no se abatió por el desastre, y reorganizando el ejército, lo puso en pocos dias en condiciones tan fuertes y temibles cual estaba la víspera de Hochkirchen. El porvenir comenzaba, no obstante, á inspirarle grande zozobra. Un ejército austriaco, bajo las órdenes del general Harsch, habia invadido la Silesia y puesto cerco á la fortaleza de Niesse, y Daun habia escrito á su colega: «No paseis cuidado por el rey de Prusia, que yo daré cuenta de él;» palabras que no parecian exageradas, porque la situacion de los prusianos era cada dia más difícil, pues mientras el ejército victorioso de Daun les cortaba el camino de la Silesia, si lograban llegar á ella, venciéndolo, dejaban expuesta la Sajonia á los ataques del austriaco. Pero la firmeza y la actividad de Federico vencieron de todos los obstáculos, y dando con extraordinaria prontitud un rodeo inmenso para evitar á Daun, fué directamente á la Silesia, libertó á Neisse y rechazó á Harsch en Bohemia. Daun se aprovechó de la ausencia del Rey para caer sobre Dresde; los prusianos se defendieron de una manera desesperada; los vecinos de la rica y hermosa capital imploraron en vano sucesivamente la conmiseracion de austriacos y prusianos, de sitiadores y sitiados, para salvar de la ruina y del incendio sus magníficos arrabales. Era seguro, además, que si el enemigo conseguia penetrar en la ciudad, tendria que dar una batalla en cada calle y un asalto en cada casa. En tal estado las cosas, se supo que despues de arrojar de Silesia á sus contrarios, Federico venía sobre Sajonia á marchas forzadas; nueva que obligó á Daun á levantar el asedio de Dresde, y á replegarse al territorio austriaco. El rey de Prusia hizo su entrada triunfal en la ciudad sin ven.

, tura, que tan cruelmente pagaba la política pérfida y pusilánime de su soberano. Era entónces el 20 de Noviembre, y el rigor de la estacion suspendió las operaciones militares, acogiéndose á cuarteles de invierno, en Breslau, el ejército prusiano.

Al terminar la tercera campaña de la guerra de los Siete años, el rey de Prusia conservaba las mismas posiciones que al comenzar la lucha. Desgracias domésticas lo habian afligido al propio tiempo que reveses militares, pues el 14 de Octubre, el dia mismo de la derrota de Hochkirchen (dia nefasto cuyo aniversario señaló cuarenta y ocho años despues desastre más terrible áun), pasó de esta vida Guillermina, la margravina de Bareuth, su hermana; pérdida que hizo sentir á Federico er. su alma de hierro tanto dolor como la de una provincia ó de una batalla, porque amaba á la princesa con extremo. Si hemos de juzgar de Guillermina por los retratos que así ella como sus contemporáneos más dignos de crédito nos han dejado, carecia de buenos modales y delicadeza; pero sabía odiar, lo cual no es comun, y al propio tiempo ser buena y generosa; y así por estas circunstancias, como por la sutileza y virilidad naturales de su espíritu, que el cultivo más prolijo desarrolló en alto grado, mereció ser la amiga íntima y la favorita de Federico.

Durante aquel invierno, que pasó en Breslau, se abandonó por completo el rey de Prusia á sus inclinaciones poéticas, siendo lo mejor, tal vez, de sus versos una sátira mordaz que por entonces hizo sobre Luis XV y Mme. de Pompadour, y que se apresuró á mandar á Voltaire. La obra era tan buena, que temió éste hacerse sospechoso, cuando ménos, de haberla corregido y limado; pero es lo cierto que tanto por esta causa como por malicia, la envió al duque de Choiseul, primer ministro á la sazon del rey de Francia. A fuer de hombre de ingenio y de buen sentido, determinó Choiseul batir á Federico de igual modo y con armas iguales, y se dirigió á Palissot, que tenía cierta fama de satírico y de versificador, el cual, áun cuando no habia logrado escarnecer todavía por aquel entónces en el teatro á Helvecio y á Juan Jacobo, acertó á componer algunos versos de bastante mala intencion acerca de la moralidad y del carácter de Federico; respuesta que Choiseul envió á Voltaire sin más tardanza. Esta guerra de epigramas en pos de la matanza de Zorndorf y de las ruinas y desolaciones de Dresde, arroja luz vivísima sobre el carácter extraño del rey de Prusia.

Los enemigos de Federico recibieron en aquella circunstancia un refuerzo. Porque como hubiera fallecido por entonces Benito XIV, el más ilustrado, prudente y apreciable de los doscientos cincuenta sucesores de San Pedro, y ocupara la Santa Sede en el corto intervalo que separa su pontificado del de su discípulo Ganganelli, el cardenal Rezzonico, que se llamó Clemente XIII, queriendo éste auxiliar en algun modo á la católica María Teresa contra el heresiarca Federico, bendijo solemnemente el dia de Navidad una espada con rica bandolera, un sombrero de terciopelo carmesí guarnecido de armiño y una paloma de perlas, místico símbolo del celestial dispensador de todo consuelo divino, y con gran pompa envió estos objetos al mariscal Daun, vencedor de Kolin y de Hochkirchen. Cierto es que los Papas habian otorgado á las veces semejantes muestras de distincion á los más ilustres campeones de la cristiandad, como por ejemplo, á Godofredo de Bouillon, al duque de Alba y á Sobieski; pero los presentes que recibia el baron del Santo Sepulcro en el siglo XI con grande acatamiento, y que todavía conservaban cierto valor en el XVII, sólo excitaron malignas sonrisas en una generacion que leia las obras de Montesquieu y de Voltaire. Federico escribió algunas sátiras picantes, así sobre la donacion como sobre el donador; pero la opinion pública de Europa no habia menester de las rimas del reypoeta para que la Santa Sede comprendiera que habia pasado la época de las cruzadas á juzgar por su conducta en aquel caso.

Acababa de inaugurarse la cuarta campaña, que fué la más desastrosa de la guerra de los Siete años.

Los austriacos invadieron la Sajonia y amenazaron á Berlin, y los rusos derrotaron á los generales prusianos en el Oder, avanzaron sobre la Silesia, se reunieron con Laudohn y se atrincheraron fuertemente en Kunersdorf. Federico fué á ellos y les dió batalla. Durante la primera mitad de la jornada, todo cedió al ímpetu de los prusianos y á la pericia de su caudillo, quedando rotas las líneas enemigas y cayendo en poder de Federico parte de su artillería, nueva que se apresuró á comunicar á Berlin, despachando un correo mensajero de victoria completa y decisiva. Mas, entre tanto, los rusos, aunque malparados, no vencidos, se reunieron haciendo esfuerzo sobrehumano en posicion inexpugnable casi: la eminencia en la cual está el cementerio judío.de Francfort. La batalla se empeñó de nuevo, y aunque sin fuerzas ya, despues de seis horas de lucha encarnizada bajo un sol tropical, la infantería prusiana dió el asalto; el Rey mismo se puso á la cabeza de sus tropas y cargó tres veces consecutivas; le mataron las balas enemigas dos caballos; sus oficiales de estado mayor caian unos en pos de otros heridos mortalmente á su alrededor, y él recibió algunos balazos en la casaca; pero todos los esfuerzos, todo el valor y todo el ardimiento y habilidad de que dió repetidas muestras, se estrellaron en la incontrastable resistencia de los rusos, y la infantería de Federico, diezmada por el fuego y rendida por el cansancio, vaciló y flanqueó, apoderándose el terror de sus filas en toda la extension que ocupaba. Lo cual advertido de la temible caballería de Laudohn, que áun no habia entrado en fuego y que acechaba el momento de tomar parte en la pelea, cayó sobre las huestes del rey de Prusia, determinando su derrota. Federico estuvo á punto de caer en manos del vencedor, y debió su salvacion á la bizarría de un oficial que, á la cabeza de un peloton de húsares, protegió su fuga. Desfallecido de cansancio y destrozado de dolor el corazon, llegó Federico aquella noche á un lugar saqueado ya por los cosacos, y se acostó en un monton de paja en las ruinas de una granja, no sin enviar á Berlin otro despacho muy distinto del primero, y en el cual decia: «Salga de Berlin sin pérdida de tiempo la familia real. Envíense los archivos á Postdam. La capital puede entrar en tratos con el enemigo si las circunstancias lo exigen.» Sus pérdidas eran enormes: de los cincuenta mil hombres que la mañana de aquel dia mismo marchaban con denuedo sobre los contrarios guiados de las águilas negras de Prusia, no le quedaban más de tres mil. Excusado nos parece decir que con esto pensó de nuevo en el sublimado corrosivo. Escribió varias cartas despidiéndose de algunos amigos, é indicando aquellas disposiciones que le parecian más convenientes despues de su muerte, y concluia en una de ellas diciendo: «Ya no me quedan más recursos; todo está perdido, y yo resuelto á no sobrevivir á la ruina de mi patria. Adios para siempre!» Perdido parecia todo, en efecto; pero las rivalidades y querellas mutuas de sus enemigos les privaron de recoger el fruto de la victoria, pues malgastaron en disputas algunos dias, cuando sólo veinticuatro horas, en aquellas circunstancias, y dado el temple y condiciones de Federico, valian tanto como para otro general meses enteros. Al dia siguiente de la batalla, Federico tenía diez y ocho mil hombres á su alrededor, y de allí á poco doce mil más; y con la artillería que le mandaron de las fortalezas vecinas, en breve se halló al frente de nuevo ejército. Pero si bien con esto se amparaba la capital por el momento, una serie de no interrumpidas desgracias abrumó entónces á Federico: uno de sus generales se dejó coger en Maxen con una fuerte columna; otro fué derrotado en Meissen; y cuando acabó la campaña de 1759 en medio de un invierno riguroso, la suerte de la Prusia parecia desesperada. Sólo en un punto le habia sonreido la fortuna, pues más venturoso que su jefe, el de Brunswick consiguió reducir á la nulidad las armas francesas con una serie de triunfos, de los cu ales fué, sin duda, el más glorioso la batalla de Minden.

El quinto año de guerra debia comenzar. en breve, pareciendo imposible que la Prusia, tan castigada del estrago que habian hecho en ella los ejércitos propios y extraños, pudiera sostener por más tiempo la lucha; pero el Rey dió á la Euro pa el ejemplo que despues debia seguir en Franc ia el comité de Salud Pública, resistiendo al enem igo á todo trance.

A esto se reducia su pensamiento, importándole poco lo demas; como que á sus ojos el reino entero no era sino cual una ciudad siti ada á la que defendia él á costa de la destruccion de 1 a propiedad, de los vínculos civiles, de la depreciacion de la moneda, de la miseria de los empleados, que no percibian sus haberes, y de la ruina completa en muchos casos de las relaciones administrativas entre el Gobierno y los ciudadanos; y mientras le quedar an hombres y caballos, y pan de avena y patatas, y pólvora y halas; en una palabra, mientras pudiera mantener ó matar soldados, en su corazon y en su conciencia debia continuar la guerra.

Las primeras operaciones de la campaña (de 1760 le fueron tambien desfavorables. El enemigo se apoderó de nuevo de la capital, impuso enormes contribuciones á sus habitantes, y saqueó, además, el palacio real. Luégo pareció sonreirle la fortuna, que por espacio de dos años le fué in fiel, y alcanzó en Lignitz una gran batalla sobre Laudohn, desbaratando las huestes de Daun, en Torgau, tras mortifero combate. Pero al concluir el quinto año, el resultado de la guerra era incierto aún, por mas que todos vieran á Federico prepararse á proseguirla con nuevos bríos, á pesar de la situacion lastimosa en que se hallaba su pueblo, y con tanta sed de vengarse del odio implacable de sus contrarios, que ya no se curaba de ocultarla. «Empiezo á comprender, decia en una carta, que la venganza es un placer verdaderamente inefable; y como no tengo la pretension de ser ni de parecer santo, confieso que no moriré contento si no puedo ántes de partirme de esta vida hacer sentir á mis enemigos una parte siquiera de los males y daños que sufro por ellos.» La campaña de 1761 añadió aún nuevos timbres á su gloria; mas á pesar de sus esfuerzos, sus resultados fueron desastrosos para la Prusia. Laudohn habia conquistado la fortaleza de Scheweidnitz, que lo hizo dueño de la mitad de Silesia y de todos los pasos importantes de las montañas. Los rusos, á su vez, habian derrotado á los generales prusianos en Pomerania; y con esto y la falta de recursos de todo género que tenía, por confesion propia, desesperaba de hallar soldados, caballos y pertrechos.

Sin embargo, dos grandes acontecimientos debian tener lugar en breve que producirian cambios en las relaciones de la mayor parte de los Estados europeos: la retirada de Mr. Pitt, y la muerte de la emperatriz Isabel de Rusia.

La retirada de Pitt parecia llevar consigo la ruina completa de la casa de Brandeburgo, porque con ella perdia su principal apoyo. El hombre de Estado inglés era sobrado altivo y vehemente para mancharse de traicion ó cobardía, y más de una vez habia dicho que mientras fuera ministro la Ingla tera no haria una paz de Utrecht, ni abandonaria por consideracion alguna personal á ninguno de sus aliados, áun cuando este aliado se viera reducido á la mayor extremidad. La guerra continental vino á ser por esta causa una manera de guerra particular suya, como que olvidándose de sus elocuentes protestas contra la política hannoveriana de Carteret y los subsidios alemanes de Newcastle, se aventuró á declarar «que la Inglaterra debia permanecer tan unida al Hannover como al Hampshire, y que haria en Alemania la conquista de América.» Pero cayó del poder que, si no con mesura, ejerció con vigor y talento, y las riendas de la gobernacion del Estado fueron á manos de un representante del partido tory, que luchó contra Guillermo, que persiguió á Marlborough y que abandonó los catalanes á la venganza de Felipe d'Anjou, y cuya política en aquellos momentos se contrajo á suscribir la paz con Francia, y á romper tan pronto como lo permitieron los respetos todas las alianzas continentales; política que inspiró á Federico injusto, amargo y profundo resentimiento contra Inglaterra, que produjo tan deplorables resultados que áun se hacen sentir en el mundo civilizado, y fué causa de que, andando el tiempo, no hallara la Inglaterra en el continente un solo aliado contra la casa de Borbon; determinando á Federico á concertarse y aliarse con la Rusia y á ser cómplice de aquel gran crímen que produjo á su vez tantos otros y se conoce en la historia bajo el nombre de primera reparticion de Polonia.

Pero, no bien perdió Federico su aliado con la retirada de Pitt, el fallecimiento de la emperatriz Isabel produjo una revolucion completa en la política de la Rusia, pues como el gran—duque Pedro, sobrino y sucesor de la soberana difunta, sentia verdadera pasion por Federico, de quien se mostraba siempre servil imitador, tan luego subió al trono, se apresuró á poner en libertad los prisioneros prusianos, no sin equiparlos ántes y proveerlos de manera conveniente para restituirlos á su patria, y despues de retirar sus tropas de las provincias que Isabel habia resuelto incorporar á su imperio, desligó á todos los súbditos alemanes del juramento de fidelidad que se habian visto forzados á prestarle.

Aun hizo más. No satisfecho con haber celebrado las paces más favorables á la Prusia, quiso entrar al servicio del ejército prusiano, y no siendo esto posible, vistió el uniforme de general de Federico, luciendo al pecho la placa del Aguila Negra, proyectó hacer una visita á su ídolo cuanto antes lo consintieran las obligaciones de su oficio, y le despachó á seguida en muestra de su buena voluntad un auxilio de quince mil soldados escogidos. Merced á este socorro, el Rey reparó los quebrantos de la campaña precedente, reconquistó la Silesia, deshizo á Daun en Bukersdorf y sitió y tomó á Schweidnitz, logrando ponerse en tales condiciones que al terminar la campaña de aquel año presentaba un frente tan formidable á las fuerzas de María Teresa como en 1759, ántes de sus grandes reveses. Aun no habia concluido la campaña cuando ya el emperador Pedro, asesinado por sus vasallos, dejaba el trono vacante á la emperatriz Catalina II, su esposa (1), la cual si bien no se mostró á los prin(1) A título de documento curioso respecto de tan trágico suceso, debe consultarse la Historia de la revolucion de Rusia en 1762, por M. Rulhiére, testigo de ella; libro raro que tradujo el autor de esta nota en 1878. Madrid, 1878, en, un vol.—N. del T.

cipios de su reinado muy favorable á Federico, y retiró las tropas rusas de su ejército, respetó la paz suscrita por su marido, quedando á lo menos por esa parte tranquilo el rey de Prusia y libre de un enemigo formidable.

Y como casi al propio tiempo hubieran celebrado un pacto de alianza la Francia y la Inglaterra, en virtud del cual se obligaban las dos naciones á permanecer neutrales en las guerras de Alemania, quedó disuelta la coalicion y solos frente á frente los dos adversarios primitivos, esto es, el Austria y la Prusia, en el mismo palenque teatro de luchas tan sangrientas y terribles. Sin duda que el Austria no se hallaba en tan precaria situacion como Prusia; pero era posible que reducido el imperio á sus propias fuerzas triunfara de su enemigo, cuando no lo habia logrado con el auxilio de la Francia y de la Rusia? Demas de esto, nuevos peligros amenazaban á la corte de Viena, con motivo de la conducta de la Puerta Otomana y de haber concentrado cien mil turcos en las fronteras de Hungría. Persuadida María Teresa de que la continuacion de la guerra era empresa inútil y ocasionada sólo á eventualidades y conflictos de la mayor trascendencia, determinó de hacer la paz, como así se verificó, en Hubertsburgo á principios de 1763, terminando la guerra que per espacio de siete años cubrió de sangre y ruinas la Alemania. Federico no hizo la menor concesion, y la Silesia quedó por suya, despues de haberla defendido contra todos los soberanos de Europa coligados contra él.

Seis años hacía que se hallaba Federico ausente de Berlin cuando volvió para entrar en su capital triunfante, trayendo á su lado al de Brunswick. La multitud lo aclamó con entusiasmo tal, que se sintió profundamente conmovido, y poniéndose en pié en el carruaje, gritó varias veces: «¡Viva mi pueblo querido! ¡Vivan mis hijos!» Pero en medio de la pompa y de las demostraciones de alegría de aquella fiesta, veíase por todas partes la huella de los estragos terribles de la guerra. La capital habia sido tomada y saqueada diferentes veces, y su poblacion estaba en notable descenso. Así y todo, era Berlin la ciudad que ménos habia sufrido en el reino. Las contribuciones forzosas que hubo de pagar la Prusia al enemigo durante los pasados siete años, ascendian á 500 millones de pesetas, y el valor de los objetos destruidos excedia con mucho de esta cantidad: los campos estaban yermos; la semilla se habia consumido en un momento de necesidad; ganado no existia, que las enfermedades y el hambre lo acabaron; más de miquinientas casas yacian en ruinas; la sexta parte de la poblacion masculina, en aptitud de empuñar las armas, habia sucumbido durante la guerra, y el censo total de los habitantes del reino bajado un 10 por 100. En algunas provincias sólo se veian mujeres haciendo las labores campestres, y en otras cru: zaban los viajeros aldeas abandonadas sin descubrir un solo sér viviente. El curso de la moneda sufrió depreciacion considerable; las leyes carecian de fuerza, los magistrados de prestigio y de autoridad; los resortes del Gobierno estaban distendidos ó rotos, y el ejército mismo en completa desorganizacion, como que no habia sido posible reemplazar los generales y jefes muertos en los campos de batalla, que al fin de la guerra la falta de soldados hizo necesario admitir á todo el que se presentó con voluntad de alistarse y que se contaban batallones enteros formados de prisioneros ó desertores. Tal quedaba la Prusia, que treinta años consecutivos de paz y de buen gobierno apénas parecian bastantes á cicatrizar las profundas heridas causadas por siete de guerra. Felizmente la Prusia no habia contraido deudas, sino es soportado todo el peso de cargas onerosísimas sobre sus propios hombros sin hipotecar su porvenir.

Hagamos alto en este punto, al menos por ahora, despues de haber recorrido toda la carrera militar del rey de Prusia. Tal vez algun dia, cuando las Memorias de que nos hemos servido para nuestro trabajo se completen (1), nosotros tambien concluyamos la presente obra, completándola con el exámen de su política exterior y de sus costumbres particulares durante los años de tranquilidad que sucedieron á la guerra de los siete años.

(1) Aun cuando el autor no llegó á cumplir su promesa, el presente estudio puede considerarse completo, pues abarca toda la historia militar de Federico el Grande.N. del T.

FIN.

  1. El presente estudio se publicó en 1843, con motivo de la obra titulada Frederic the great and his times, por Thomas Campbell, Esq. (2 vol. en 8.º, Lóndres, 1842). Desde entonces hasta ahora la Prusia ha proseguido su caminotrasformándose por obra de una serie no interrumpida de triunfos en imperio de Alemania.—N. del T.