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Estudios literarios por Lord Macaulay/La Grecia

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LA GRECIA.


Casi todos los historiadores modernos han dado pruebas repetidas de su ignorancia en órden á los fenómenos más evidentes de la naturaleza humana al escribir de la Grecia[1]. Porque los generales y hombres de Estado de la antigüedad los presentan despojados de su carácter individual y propio y como personificaciones no más de talento, de virtud, de vicio, de pasiones ó de creencias; mas no cual hombres, pues la inconsecuencia es cosa que no alcanzan estos autores á comprender, no pudiendo explicarse que un personaje haya sido liberal en su juventud y avaro en la edad madura, ó cruel con un enemigo y blando con otro. Y si los hechos son tan evidentes que no dejan vagar en el ánimo, luego suponen designios y propósitos misteriosos y ocultos para definir lo que nadie há menester de que le expliquen á poco que se haya estudiado á sí propio. Manera es esta de escribir muy grata á la multitud, que gusta siempre de ver trasformados en dioses ó demonios á ciertos hombres que no han valido más ni menos que nosotros; pero que quienes observan las alteraciones y mudanzas á que se halla sujeta la naturaleza humana, y la influencia que sobre nosotros ejercen los tiempos, las circunstancias y las relaciones, y ven héroes con reuma y gota, demócratas en la iglesia, pedantes enamorados y filósofos borrachos, consideran en lo que vale, esto es, en nada. La costumbre de pintarlo todo de color de rosa ó negro es imperdonable, áun en el arte dramático: este es el gran defecto de Alfieri; y cuantos comparen su Rosamunda con Lady Macbeth, en Shakspeare, verán claramente si perjudica ó no esta práctica al efecto de sus obras; porque mientras la una es mala, es la otra un demonio de perversidad, en cuyo corazon solo hay odio, y en cuyos labios solo hay maldiciones, de donde se sigue que el público ilustrado acaba por cansarse del espectáculo que ofrece crueldad tan desordenada, que ninguna provocacion excita, ni justifica, ni explica, que muda de objeto á cada instante y que sólo persevera con tenacidad incontrastable en la sed inextinguible de sangre que la devora.

Este defecto es aún peor cuando se trata de materias históricas, porque no hay otro que perjudique más á una relacion en el concepto de los lectores juiciosos. Cierto es que la linea divisoria entre los malos y los buenos está trazada con tan indeciso color, que á las veces logra escapar á las observaciones minuciosas de los más entendidos en la materia, y que, por otra parte, los hombres públicos se hallan de tal modo rodeados y asediados de tentaciones y dificultades de todo órden, que antes de pronunciar juicio acerca de sus propósitos y tendencias, vacila el ánimo y duda mucho. Conocemos la vida de Pym, de Cromwell, de Monk, de Clarendon, de Marlborough, de Burnet, de Walpole y de muchos otros hombres de Estado de Inglaterra; conocemos sus acciones, sus discursos, sus escritos; poseemos una multitud de cartas escritas de su mano; anécdotas suyas las tenemos en abundancia, y, no obstante, ¿quién sería el hombre imparcial, justo y grave que se atreviera á decir cuáles habian sido y cuáles nó buenos y honrados entre ellos? A primera vista parece más fácil decidir en órden á los grandes caracteres de la antigüedad, no porque tengamos más medios de adquirir la certidumbre, sino porque tenemos muchos ménos de descubrir el error. Los historiadores modernos de la Grecia no han tenido esto presente, y de aquí que los malvados y los héroes que nos describen aparezcan tan consecuentes en sus acciones y palabras, como las virtudes cardinales ó los pecados mortales en una alegoria, hallándonos por esta causa tan preparados siempre á los crímenes de Dionisio el Tirano, como á las virtudes de Epaminondas.

Causa es en parte y en parte efecto de este error la fe ciega que han merecido á los eruditos modernos los últimos escritores de la antigüedad, porque los autores franceses é ingleses que tratan de los asuntos de la Grecia, dan de lado por regla general á las narraciones sencillas y naturales de Tucidides y de Xenofonte para consagrarse al estudio de los cuadros recargados de Plutarco, de Diodoro, de Quinto Curcio y de otros novelistas parecidos, es decir, de gentes que describian las operaciones militares sin haber ceñido nunca espada, y que apli caban á las sediciones y tumultos de pequeñas repúblicas las teorías que se habian formado estudiando un imperio que cubria la mitad del mundo.

No comprendían la libertad, que para ellos era mito ó inefable y sobrehumano bien; pero declamaban acerca de ella, lo propio que del patriotismo, poridéntica razon que los eunucos hablan de las mujeres y del amor tal vez con más vehemencia que los otros hombres. Porque mientras un sabio estima la libertad política en razon á que tiende á proteger las personas y las propiedades de los ciudadanos, a evitar los excesos de los gobiernos y la corrupcion de los jueces, á estimular las ciencias útiles y las artes y la industria, y á desarrollar de una manera eficaz y activa el bienestar de todas las clases de la sociedad, imaginan los teóricos que la libertad es por sí y en si misma un bien intrinseco y eterno, independiente de los buenos resultados que suele ocasionar, y la consideran no como medio, sino es como fin que sea necesario alcanzar á toda costa; por cuya causa, sus héroes favoritos son siempre aquellos que han sacrificado al nombre vano de libertad el bienestar de los pueblos, el órden y la justicia, que la imprimen carácter, y la dan valor, y la hacen amable entre los hombres sensatos.

Caracteriza y distingue además á estos escritores otro rasgo que sus partidarios modernos han imitado cuidadosamente, á saber: su aficion á las historias brillantes, motivo por el cual no consienten nunca que los hechos, las fechas y los caracteres se pongan en contradiccion con las frases sonoras > con los arranques ó aventuras novelescas. Así, mientras los primeros historiadores nos han dejado descripciones sencillas y naturales de los grandes acontecimientos á que asistieron y de los grandes hombres á quienes conocieron, cuando leemos á Plutarco y Rollin, tratando de aquella misma época, no sin trabajo logramos reconocer á nuestros antiguos amigos, á causa de sus disfraces, y quedamos confundidos juntamente del efecto melodramático de la narracion y de la faluidad sublime de los caracteres.

En pos de este detalle vienen luego las pasiones políticas á oscurecer la verdad; y mientras unos autores son partidarios fervorostsimos de todas las tiranías y hallan buenos cuantos testimonios puedan invocarse en favor de talcs formas de gobierno, otros creen que las instituciones democráticas son las mejores imaginables, y obran en consecuencia con sus ideas. Mitford, por ejemplo, no desperdicia una ocasion de alabar la oligarquía y de cubrir de vituperio las instituciones populares: mientras. Rollin y Barthelemy se deshacen alabándolas. Para nosotros tenemos que una dósis de la obra de Milford, diluida en cantidad suficiente de estos últimos, sería el mejor remedio que pudieran administrar padres y tutores á los jóvenes que habian mucho de la patria, de la muerte de los tiranos y de la gloria de Epaminondas.

A nuestro entender, esto consiste en la ignorancia ó en el olvido de los principios fundamentales de la ciencia política, porque, á decir verdad, un buen gobierno, del propio modo que un buen vestido, es aquel que va y sienta bien al cuerpo á que se destina; y quien con arreglo á principios abstractos decide que una constitucion es buena sin conocer el pueblo que debe regir, da muestras de ser tan discreto como el sastre que tomara medida al Apolo del Belvedere para vestir á todos sus parroquianos. Por eso los demagogos que quisieran ver implantada la república en Portugal, y los conservadores que censuran á los virginianos por no haber establecido en su país una Cámara de lores, se antojan igualmente ridículos á todas las personas sensatas y despreocupadas.

El mejor gobierno es, ha sido y será siempre aquel que se propone la felicidad del pueblo, y que hace cuanto puede para realizar este fin, no bastando para merecer el nombre de bienhechor la sola voluntad, ni el sólo deseo de serlo, sino que es indispensable que ambas condiciones se reunan y se fundan, por decirlo así, y realicen su objeto; circunstancias tanto más dignas de ser debidamente apreciadas, cuanto más raro y difícil es ballarlas juntas. La democracia pura es la única forma política que satisfaga á la primera condicion del problema, pues para que los gobernantes se hallen preocupados no más que del interes de los súbditos, se hace preciso que el interes de unos y otros, sea el mismo; caso raro cuando el poder reside en las manos de uno solo ó de pocos, porque si la parte privile giada de la sociedad reporta siempre ventajas del progreso y adelanto general del Estado, la opresion le proporcionará mayores beneficios. Si el monarca exige concesiones y á su vez los grandes, y así sucesivamente, á medida que el número de los gobernantes aumenta y crece, el mal disminuye, en razon á que son ménos los que el poder abruma y más los que medran con el poder, siendo cada vez menor el dividendo que obtienen de los despojos de la masa general del país. Pero no coinciden de una manera completa los intereses de los súbditos y los del gobierno cuando aquellos se tornan en señores, ó, lo que es lo mismo, cuando el gobierno se trasforma inmediata o indirectamente en democrático.

Pero hemos dicho que se necesita poder lo que se quiere, porque la voluntad sin el poder de realizarla, como decía el discreto Casimiro á lord Beefington, nos hace parecer á los chicos que juegan á la guerra con soldados de plomo. El pueblo querrá siempre y en toda ocasion servir sus propios intereses; pero necesario es averiguar si en cuantas sociedades han existido se ha encontrado jamás con aquella suma de conocimientos y de ilustracion que son indispensables para comprenderlos. Aun en Inglaterra, donde la generalidad de las gentes se haIta desde hace largo tiempo más instruida que en lo restante de Europa, el patriotismo de la minoría ha defendido casi siempre los derechos de la mayoria contra la mayoría misma. El libre cambio, que es uno de los más grandes beneficios que el gobierno pueda otorgar al pueblo, es impopular en casi todas partes, y dudamos mucho de que un Parlamento elegido por sufragio universal fuera favorable á desarrollar soluciones liberales en lo tocante á los asuntos mercantiles. Los republicanos del otro lado del Atlántico han suministrado acerca de este punto grandes enseñanzas al mundo, demostrando «cómo caen las naciones bajo el peso de sus proyectos favoritos cuando la venganza presta oidos á clamores insensatos.» El pueblo, repetimos, debe ser gobernado para su bien, y para que así suceda hay que preservarlo del gobierno de su propia ignorancia. Pueblos hay en los cuales seria tan absurdo establecer gobiernos populares como aboIlir los castigos en una escuela, ó despojar de sus camisas de fuerza á una casa de locos.

Puédese concluir de lo dicho que el mejor estado de la sociedad es aquel en que el poder supremo reside en manos de todo el pueblo; pero á condicion que sea este inteligente é instruido; estado de cosas y modo de ser imaginario y tal vez imposible de alcanzar. Sin embargo, en cierta medida no es imposible acercarse á él; y quien dirija los destinos de un pueblo y profese y practique el principio de ir extendiendo de una manera gradual, lenta, segura y progresiva el poder popular en proporcion de sus conocimientos, y le allane las dificultades para ir adquiriéndolos, hasta que su ilustracion le consienta asumirlo por completo, ese será grande hombre de Estado, en la verdadera y propia acepcion de la palabra. En tanto que así no sea, es peligroso por demas proferir alabanzas ni dicterios en favor 8 en contra de constituciones en leoría, puesto que desde el despotismo de San Petersburgo hasta la democracia de Washington, no hay tal vez una forma de gobierno que, dadas ciertas hipótesis, no pueda ser la mejor posiblo.

Sin embargo, si hay una forma de gobierno que en todos los tiempos y lugares haya sido y sea siempre nociva á la salud pública, es ciertamente la oligárquica; forma que el historiador de Grecia, Mr. Mitford, prefiere a las demas con singular predileccion, del propio modo que se muestra parcial por Lacedemonia y enemigo de Atenas; cosas ambas que han logrado influir bastante, á nuestro parecer, en la opinion pública, para que no las examinemos ahora con cierto espacio y detenimiento.

La parte sombría del carácter ateniense llama la atencion más presto que la del carácter lacedemonio, no porque sea más densa, sino porque se destaca sobre fondo más claro y brillante. La ley del ostracismo es un ejemplo. Porque no es posible imaginar nada más odioso que la práctica de imponer castigo á un ciudadano, lisa, llana y francamente á causa de su reconocida superioridad. Tanto es así, que ninguna de las instituciones de Atenas ha excitado más frecuentes ni más justas y enérgicas censuras. Lacedemonia está limpia de esta mancha.

¿Por qué? Porque no habia menester de la ley del ostracismo, en razon á que la oligarquía lo reemplazaba; que, una forma de gobierno como la oligárquica lleva en sí misma el ostracismo, no temporal, sino permanente; no dudoso, sino cierto; y por tal manera las leyes de Esparta impedian el desarrollo del mérito en vez de atacarlo en la plenitud de su crecimiento, y sin cortar el árbol cuando hubiera llegado al desarrollo de su hermosura y de su fuerza, condenaban la tierra á eterna esterilidad. A pesar de la ley del ostracismo, Atenas produjo en ciento cincuenta años el mayor número de hombres públicos que hayan existido jamás. En cambio, ¿á quién hubiera podido aplicar Esparta el ostracismo? Solo dió el sér á cuatro varones eminentes: Brasidas, Gylipo, Lysandro y Agesilao, y ninguno de ellos pudo hacerse célebre en Esparta, sino fuera de ella, lejos de su aristocracia, cuyo maléfico influjo acababa con cuanto el país producia de bueno y elevado, de tal modo que solo despues de haber renunciado á su nacionalidad es cuando consiguieron ilustrarse.

Brasidas, en las ciudades de la Tracia, llegó á ser, en toda la extension de la palabra, un jefe democrático, et ministro y el general favorito del pueblo, y lo propio puede tambien decirse de Gylipo en Siracusa. Lisandro en el Helesponto y Agesilao en Asia, lograron escapar por algun tiempo á los vejámenes odiosos que imponía la Constitucion de Licurgo, y ambos conquistaron su nombre y su gloria en tierra extranjera, volviendo luego á su patria para ser vigilados y oprimidos. Esto es lo propio de Esparta y de todos aquellos pueblos en los cuales prevalece la oligarquía, cuya tendencia es sofocar siempre los gérmenes del genio: así aconteció en Roma hasta el siglo que procedió la era cristiana, porque si bien leemos la historia de una multitud de cónsules y de díctadores que alcanzaban señaladas victorias y merecian los honores del triunfo, en vano será que busquemos entre ellos un genio como Pericles, Demóstenes ó Anníbal. Los Gracos formaron en partido democrático poderoso, Mario lo levantó, se conmovieron y quebrantaron los fundamentos de la antigua aristocracia, y entonces aparecieron dos generaciones fecundas en hombres verdaderamente grandes.

Aún es más reciente y notorio el ejemplo de Venecia, cuya historia es la del Estado, y cuya aristocracia destruyó hasta los gérmenes del genio y de la virtud, haciendo con esto semejante su grandeza y su poder á la ciudad misma: espléndida y magnífica; pero asentada sobre una base cenagosa. ¡Guarde Dios á la humanidad de ver jamás en la sucesion de los siglos un Estado rebosando fuerza y civilizacion, y que viva trece siglos, llenos de sucesos magnos, sin legar al mundo la memoria de un nombre grande ó de un hecho generoso!

Muchos escritores, entre los cuales debe mencionarse á M. Mitford, han admirado la estabilidad de las instituciones de Esparta; y, á decir verdad, no hallamos gran cosa en ellas que pueda excitar admiracion y ánn ménos aplauso. La oligarquía es el más débil y al propio tiempo el más duradero de los gobiernos, y es duradero porque es débil; su longevidad lo es de valetudinario; pasa la vida sin hacer ejercicio, ni exponerse á peligro alguno; se aterra con la idea no más de nuevas sensaciones; tiembla al solo rumor del aire; se hace sangrar si sospecha siquiera en la posibilidad de una inflamaeion, y de esta suerte llega sin disfrutar un sólo dia de salud ni de placer, arrastrando existencia miserable y triste, á la vejez más avanzada sin que haya sido nunca jóven, viril y fuerte.

Los espartanos compraron la vida de su forma de gobierno á cambio de su bienestar interior y de su dignidad en las relaciones exteriores: se humillaron siempre delante del más fuerte, hoilaron á los débiles en toda ocasion, exterminaron á sus ilotas, hicieron traicion á sus aliados, se concertaron de modo que llegaron á Maraton al dia siguiente de la batalla y evitaron la de Salamina, y para tener tiempo de concluir sus fortificaciones en el istmo dejaron que los atenienses, á quienes debían la vida y la libertad, fueran expulsados de su patria por los persas, tratando de reducir á la esclavitud á sus defensores al verlos aniquilados de resultas de los esfuerzos que hicieron á favor de la causa comun; comenzaron la guerra del Peloponeso con menosprecio de sus compromisos con Atenas, y la concluyeron violando sus compromisos con sus aliados; pasaron a cuchillo ciudades enteras que se habian puesto bajo su proteccion; sacrificaron en provecho propio los intereses, la libertad y la vida de aquellos que más fielmente los habian servido; aceptaron con igual complacencia é ínfamia los golpes de los eleatas y los subsidios de los persas; no mostraron jamás resentimientos ni gratitud, ni se abstuvieron de injurias ni las vengaron, y sobre todo I consideraron siempre como enemigos mortales á sus mejores servidores. Hé aquí, en resúmen, las babilidades que prolongan la existencia de ciertos gobiernos.

Pero si la politica exterior de los lacedemonios era odiosa y despreciable, no lo fueron ménos sus instituciones domésticas; porque el carácter de sus leyes consistía en intervenir constantemente en todos los detalles del sistema de la vida humana y en luchar asimismo contra la naturaleza y la razon. Acaso sea bueno combatir arraigadas preocupaciones del espíritu popular; pero es insensato pretender extirpar las pasiones y los ínstintos naturales, pues si se logra reprimir sus manifestaciones exteriores, como el sentimiento persiste, aunque apartado de sus objetos naturales, desorganiza, descompone y devora el espiritu y el cuerpo de su victima. Esto que se advierte en el seno de las sectas ascéticas, es lo que se vió entre los lacedemonios. De ahí esa manera de locura, esa violencia casi frenética que con tanta frecuencia estallaba, á pesar de las ligaduras exteriores, entre los más ilustres ciudadanos de Esparta. Cleómenes, por ejemplo, terminó una carrera de violencias y crueldades terrible, despedazándose á si propio, y Pausanias pareció siempre loco: formó proyectos insensatos, los detató é hizo fracasar con la ostentacion de su porte y la imprudencia de sus medidas, enagenándose, además, con su insolencia la voluntad de aquellos que hubieran podido servirlo ó protegerlo. Xenofonte, grande admirador de Lacedemonia, nos suministra en orden á este particular pruebas abundantes y convincentas, y no es posible negar en vista de ellas la brualidad furiosa y estulta que caracteriza á casi todos los lacedemonios con los cuales trabó conocimiento: la crueldad de Clearco estuvo á punto de costarle la vida, y Chirisofo privó á su ejército de un guía fiel con su desaforada y feroz severidad.

Pero já qué multiplicar los ejemplos? Licurgo basótodo su sistema en un principio erróneo, y sin deLonerse á considerar que los gobiernos son para los hombres, no éstos para aquellos, en vez de adaptar su constitucion al pueblo que debia regir, deformó al pueblo para adaptarlo á la constitucion; idea digna de aquella corporacion liliputiense de los proyectistas, y que constituye á los ojos de algunos su mejor título á la admiracion de las gentes.

Oigamos, si no, á M. Mitford: «Aquella cualidad que coloca á Licurgo sobre todos los legisladores, es la de que habiéndose hallado en muchas circunstancias muy difíciles y que parecian escapar á la accion de las leyes, él ejerció su imperio y formó con arreglo á ellas las costumbres y la voluntad del pueblo.» Declaracion es esta que hace suponer á quien la lee, que haya recibido su autor las lecciones del doctor Pangloss, con tanta más razon, cuanto que su metafisica es la misma del castillo de Thunderlen-tronckh.

En Atenas no contrariaban siempre las leyes los gustos y aficiones del pueblo. El Estado no era madrastra universal de los ciudadanos, ni se ocupaba en privar á los padres de sus hijos, ni en hacer de éstos ladrones matándolos de hambre, ni guerreros á fuerza de torturas, ai ponia mesas cubiertas de manjares con la obligacion precisa de comer de ellos, ni dictaba leyes para dar reglas á la conversacion; que los atenienses tenian derecho á comer cuanto podian comprar, y podian hablar cuanto querian si encontraban auditorio, y el gobierno jamás imponia las opiniones al pueblo, ni le prescri24 bia las canciones. Por tal manera, el ejercicio de la libertad produjo la perfeccion de las cosas, dió sér á la filosofía y abrió dilatados horizontes á la poesía y á la elocuencia y á cuantas obras maestras del arte ó del ingenio admiramos ahora como llegadas entonces casi á la perfeccion ideal; que nada es más eficaz que el libre ejercicio del espíritu en aquello que conviene á sus inclinaciones para desarrollar sus facultades y fortalecerlas, y difundir en el individuo el bienestar y la felicidad, cosas todas de que se gozaba más en Atenas que no en Esparta. Los mismos enemigos de Atenas reconocen que se distinguian en la vida privada por sus modales atentos y corteses; y en cuanto al carácter, cuando menos, valia más su jovialidad que la tristeza de los espartanos, y su impertinencia que los rasgos insolentes de los otros. El grande historiador aleniense nos ba legado una observacion notable de Pericles, el cual decia que sin someterse sus conciudadanos á los rigores de la educacion lacedemonia, igualaban á los de Esparta en todos sus hechos de armas, y que por consiguiente, podia considerarse como beneficio neto para ellos cuantos placeres y distracciones disfrutaban. Bien es cierto que la infanteria de Atenas no valia tanto como la de Esparta; pero esta inferioridad procedia solamente de la falta de práctica, pues los primeros abandonaron el ejercicio de las falanges para consagrarse al de las triremas; y por igual motivo los lacedemonios, á pesar de su tan decantado valor, eran tímidos, flojos y desordenados en los combates navales.

Empero se dice que así el gobierno ateniense como las democracias que protegia, cometierou crímenes enormes. Es exacto que los atenienses aplicaron con demasiada frecuencia las leyes de la guerra rigorosamente en un tiempo en que aun no babian sufrido aquellas modificaciones que despues ejercieron su benéfico influjo en los tiempos modernos; y por tanto, así puede alcanzar este cargo á los de Atenas, como á los de Esparta, como á todos los demas Estados de la Grecia, como á cuantos se hallaran en idénticas circunstancias. Cuando las sociedades se componen de un número considerable de individuos, los mayores males y daños de la guerra sólo se descargan sobre los ménos, y ni el labrador interrumpe sus faenas, ni la rueca cesa en su movimiento, ni la boda se pospone, ya se ganer ó se pierdan las batallas; mas en los Estados pequeños no puede acontecer así, en razon á que todos sus individuos padecen del estrago directamente: son soldados que defienden sus más caros intereses, que ven talada su hacienda, incendiadas sus mieses, derribada su habitacion y muertos ó heridos sus deudos y sus parientes más cercanos. Dar das estas condiciones, ¿cómo es posible que sienta lo mismo contra los enemigos de su patria que s todas las consecuencias de la guerra hubieran sido para él un aumento mayor ó menor en los tributos?

En ese caso, los hombres no pueden ser generosos, y si sólo cuando la guerra reviste otro carácter, cuando es, por decirlo así, una partida de ajedrez, cuando aquello que se disputa es una lejana coloniauna frontera antigua, un ultraje al pabellon, una ofensa hecha al embajador; que en Lales ocasiones bay espacio para los discursos elocuentes y filantrópicos y caben las concesiones en favor del enemigo.

El príncipe Negro servia á la mesa á sus prisioneros; Villara departia jovialmente con el príncipe Eugenio, y Jorge II en lo más crudo de la guerra felicitaba á Luis XV por fracaso de Damiens; todo lo cual parecerá muy hermoso y muy loable al autor de las Bases verdaderas del honor, y á cuantos piensen como él, que Dios ha hecho el mundo para uso exclusivo de las personas bien educadas; pero á nosotros se nos antoja de aridez extremada, porque, á Dusstro entender, no debiera nunca, en ningun caso, acometerse una guerra sino en circunstancias tales que hicieran imposible la cortesía entre los combatientes; que si es lamentable que los hombres se odien, aún lo es más que se maten sin odiarse. La guerra se hace suave y cortésmente cuando son mouvos leves, por decirlo así, los que la producen; que cuando los hombres se ven obligados á batirse en defensa propia, entonces pelean con espíritu de odio y de venganza. Malo podrá ser esto; pero así es la naturaleza humana, el barro, tal y como ha salido de manos del alfarero.

Cierto es que las sediciones adquirian en las comarca: dependientes de Atenas un carácter de ferocidad excesiva, más sangriento y bárbaro aún que cuanto se vió en Francia bajo el régimen horrible del terror; y que en Atenas misma, donde tales sacudidas apenas se hacian perceptibles, la condicion de las clases elevadas no era muy agradable, pues él les obligaba á sacrificar fuertes sumas de dinero con que atender a las necesidades y diversiones populares, siendo además estas clases objeto de casi continuo espionaje; hechos todos que ponen á Mr. Milford fuera de sí, y le hacen desatarse contra la democracia en los mayores denuestos, suponiéndola madre y autora de cuantos crímenes y horrores son imaginables.

Pero si los atenienses tenian mucha libertad, más de la que podian y debian tener, los crímenes y desafueros de que se les acusa, al menos durante la época en que el esplendor, la grandeza, la inteligencia y la virilidad formaban parte de su patrimonio y les pertenecian como cosa propia, provenian de causas que les fueron comunes con los demas Estados contemporáneos; que la impetuosidad y el fuego de las facciones en aquel tiempo provenia de una causa que siempre ha producido grandes males y daños, morales y políticos, á saber: la esclavitud, cuyos efectos inmediatos son destruir por completo aquellos vínculos que ha establecido la naturaleza entre las clases superiores y las inferiores, en razon á que como los ricos emplean mucha parle de su haber en comprar y mantener esclavos, la existencia del bracero y del menesteroso se hace, sobre penosa y dificil, imposible. La fábula de Menenio ya no tiene aplicacion: el estómago no ali menta el organismo, y la atrofla se apodera del cuerpo: del propio modo, cuando esto sucede en la sociedad, ántes que sucumbir, los dos bandos opuestos se entregan á excesos y venganzas y hor rores desconocidos en aquellos paises en los cuales se necesitan y utilizan mutuamente.

En Roma, la oligarquía era demasiado poderosa para que pudiera ser derrocada por la fuerza, y ni los tribunos, ni las asambleas populares, por más fuertes que fueran en principio, lo eran bastante á sostener con éxito la lucha contra quienes poseian el territorio entero del Estado. De aquí provino la necesidad de aquellas medidas que propendian á trastornar por completo el orden social y á reprimir toda causa de actividad, como, por ejemplo, la abolicion de las deudas y las leyes agrarias; propusiciones condenadas sin reflexion por quienes no tenian en cuenta las circunstancias que las babian producido, ní advertian que eran remedios desesperados á males desesperados. En Grecia, donde no se hallaba la oligarquia tan profundamente arraigada como en Roma, la multitud corregia con excesos violentos los abusos que debian combatirse en Italia por los medios que daba la Constitucion, y así se veia que las muchedumbres expulsaban ó mátaban á los ricos, repartiéndose sus bienes, ó que los ricos, entre quienes reinaba mejor y más concertado acuerdo y poseian mayor suma de dotes militares, si eran al cabo vencedores, apelaban á idéntico remedio, desarmando á cuantos no les inspiraban conflanza, expulsando á veces la clase proletaria, en masa, de la ciudad, para quedar solos en ella con sus siervos, ó pasándolos á cuchillo.

Alenas y Lacedemonia solas vivieron libres en cierto modo de tales calamidades. En Atenas, las arcas de los ricos se abrian de tiempo en tiempo para socorro de los necesitados, lo cual, si bien se examina, era una ventaja considerable, asi para los que daban como para los que recibian; pues por este medio, los primeros se libraban del pillaje, y los segundos de los peligros que lleva consigo todo acto de violencia. Lacedemonia, que tenia un sistema de esclavitud más odioso aún que cuantos han existido, se precavia del mal anulando casi por completo la propiedad particular. Licurgo comenzó por una ley agraria; abolió despues todas las profesiones, excepto la de las armas, y formó una sociedad de soldados, en la cual cada individuo tenía derecho á los servicios de una multitud de siervos, y por tal manera preservó al Estado de las sediciones á costa de los ilotas. De todo su sistema, esta parte es la que hace más honor á su talento y más vergüenza á su corazon.

Mr. Milford no pára mientes en estas consideraciones, ni en otras de mayor importancia todavía, cosa que debió hacer para no deducir consecuencias ilógicas, y sobre todo para no aventurar opiniones y conceptos equivocados. Además, mientras la pasion política le hace discutir y atenuar siempre las acusaciones que formulan los primeros historiado res contra sus tiranos favoritos, Pisistrato, Hippias y Gelon, copía sin vacilar las más groseras injurias de los autores ménos fidedignos contra todos los demócratas y demagogos; y como estas censuras no pueden formularse sin pruebas, escogeremos una que nos servirá para demostrar que Mr. Mitford ha desfigurado la verdad de los hechos voluntariamente, ó por negligencia cuando ménos.

Hablando de uno de los varones más eminentes que han existido, del famoso Demóstenes, lo compara con su rival Esquines, y dice: «Demóstenes adquirió en su primera juventud un sobrenombre injurioso con sus modales y su manera de vestir afeminada.» ¿Ignora Mr. Mitford que Demóstenes negó victoriosamente el cargo, y que explicó de muy diverso modo el origen del mote?[2] Y si lo sabe, ¿por qué no lo ha dicho? Luego añade: «A su mayor edad, es decir, á los veinticinco años, con arreglo á la ley ateniense, mereció ser apellidado de otro modo no ménos injurioso, á consecuencia del litigio que trabó con sus tulores y que se consideró por todos como una tentativa no nada honrosa para obligarlos á darle dinero.» En primer lugar, Demóstenes no contaba entónecs veinticinco años, sino es veinte; y en segundo, un libro tan popular y generalizado como lo es la Arqueología, del arzobispo Polter, reza que los ciudadanos atenienses eran maESTODIOS LITERARIOSyores de edad a los veinte años, quedando desde que los cumplian libres y exentos de tutela y en aptitud de dirigir por sí mismos todos sus asuntos.

Aparte de esto, el mismo discurso de Demostenes contra sus tutores prueba de una manera perentoria que aun no tenía veinte años, y en otra oracion posterior (la que pronunció contra Midias) declara que casi era niño cuando intentó el pleito aludido; circunstancias que hubieran debido servirle de disculpa en aquel caso, áun considerando sus propósitos enderezados á conseguir dinero de sus tutores.

Pero ¿quién lo estimó así? No fueron los jueces ciertamente, porque le dieron la razon. Verdad es que los tribunales de Atenas no gozaban fama de mucha integridad; pero nosotros entendemos que sus fallos valdrian, cuando menos, tanto como las injurias de un enemigo para ser tenidos por justos. Mr. Mitford acude á Esquines y á Plutarco en abono de sus aser108, sin advertir que el primero no los confirma en modo ninguno, y que el segundo los contradice de una manera terminante. «Andando el tiempo, añade, recibió Demóstenes, sin replicar, los golpes que públicamente le administró en el teatro un caballero, muy vanidoso por cierto, llamado Midias,»> en lo cual se contienen dos equivocaciones. Es la primera que el incidente referido tuvo lugar mucho despues, obra de ocho años á lo ménos más tarde, y la segunda que el joven de quien habla Milford frisaba en los cincuenta (1). A decir verdad, Mr. Mitford hubiera debido no mostrarse tan severo con la negligencia de sus predecesores, y corregir la suya (1) El discurso pronunciado por Demóstenes contra Midias confirma los hechos que acabamos de enunciar. Esta oracion es una de las más bellas producciones literarias que existen.

propia. Demostradas estas inexactitudes en órden á puntos de hecho, nuestros lectores podrán juzgar de la confianza que merecen las acusaciones que formula el autor en el cuerpo de su obra, tales como la siguiente: «La cobardía de Dernóstenes en el campo de batalla se hizo proverbial.»> Demóstenes pertenecia á la clase civil, y por tanto no era su oficio la guerra. En su tiempo comenzaba á Bjarse y á establecerse la separacion entre las funciones civiles y militares; pero aún se mantenia vivo el recuerdo de aquella época en la cual todos los ciudadanos eran soldados. En una sociedad organizada de este modo, los hombres que se consagran á profesiones sedentarias son tenidos en cierto menosprecio; pero no es posible admitir sin reservas mentales el que un jefe de la democracia ateniense «careciera de valor personal» hasta el punto que indica Mr. Mitford. ¿Qué guerrero mercenario de aquel tiempo expuso su vida á peligros más grandes y continuos que Demóstenes? ¿Habia en la batalla de Cheronea un solo soldado que tuviera más razones de lemer por su vida que el orador, que en el caso de una rota no podia esperar cuartel, ni del pueblo extraviado con sus discursos, ni del príncipe contra quien habia luchado? Por otra parte, ¿no hubie ran sido eficaces las fluctuaciones del espíritu público á cerrar el palenque de las luchas poliucas á un cobarde? Isocrates, tan ponderado por Mr. Mitford, porque consagró en toda ocasion las flores de su relórica de escolar al servicio de la tiranía, se recataba por miedo de las asambleas políticas y judiciales de Atenas, y si hemos de dar crédito á una opinion generalizada, su odio á la democracia provenia de que nunca fué osado á presentarse en las reuniones populares. Demóstenes era hombre de constitucion delicada, nervioso con exceso, pero de alma noble y grande, y la energía de su carácter lo sostuvo y lo alentó basta la muerte.

Hasta aquí cuanto concierne á Demóstenes. Pasemos ahora al orador de la aristocracia. Comenzamos por declarar que no estamos animados de hostilidad contra Esquines, el cual pudo ser un grande hombre, y nosotros experimentamos por todos ellos, en cualquier bando que militen, la consideracion y el respeto de que Mr. Mitford parece no tener idea. Sin embargo, cuando leemos en su Historia de Grecia que el carácter privado de Esquines fué intachable, acude á nuestra memoria lo que éi mismo confesó en su discurso contra Timarco. Estamos dispuestos á cuantas concesiones sean posibles en favor de hombres que vivian bajo un sistema de legislacion y de moral diferente del nuestro: somos imparciales, y por eso mismo si vemos atacar á Demóstenes por ciertas inconveniencias de su juventud, que sólo se atestiguan por un adversario, ¿qué diremos de los vícios de una edad más avanzada, reconocidos y declarados por este mismo adversario? «Demóstenes, dice Milford, no tuvo nunca nada que decir en contra de Esquines.» No ha leido, por lo visto, Mr. Mitford el discurso de Demóstenes sobre la embajada, y ha olvidado además la historia que narra el célebre orador con tanta y tan terrible energia respecto de la brutalidad de su rival cuando se hallaba ébrio. Verdadera ó falsa, se contiene en ella nás que una insinuaeion, y nada es parle á exeusar la negligeheia ó la parcialidad del historiador que la ha dejado pasar en silencio. Esquines niega el hecho, se dirá; pero, contestaremos nosotros, ¿no ha negado igualmente Demóstenes la historia relativa á su apodo de la juventud, y sin embargo, Mr. Mitford la consigna y la comenta sin vacilar? Los jueces, se dirá lambien, ó á lo menos algunos de ellos, demostraron con sus clamores que no daban crédito á lo dicho de Esquines por Demóstenes; y los jueces, volveremos á preguntar nosotros, que fallaron el litigio entre Demóstenes y sus tutores, ¿no probaron de una manera más evidente que tenía razon el demandante?

Lo que hay en el fondo de lodo esto es que como Demóstenes era demagogo, debe calumniársele, y que como Esquines fué aristócrata, debe ser alabado y enaltecido. Así no se escribe la historia, sino el libelo..

Bastan los pasajes apuntados para dar á nuestros lectores una idea de la extremada parcialidad y negligencia de Mr. Mitford. Hemos dicho parcialidad, y así es por cierto, pues siempre que hace mencion de Demóstenes viola todas las reglas de la justicia y áun de la moral, no aquilata las autoridades que consulta, ni da muestras de criterio en tales ocasiones, sino que olvida los hechos más probados de la historia de aquel tiempo y los principios más generalmente reconocidos de la naturaleza humana, como cuando dice, por ejemplo, que la oposicion del grande orador á la política de Filipo no era más ni ménos que premeditada perversidad. Conformes nos hallamos casi con Mr. Milford en órden al carácter y tendencias de aquel principe ilustre; mas no por eso hemos de decir que bemóstenes fuera hombre destituido de principios y de sinceridad. ¿No vemos constantemente á personas dotadas de grandísimo talento, y penetradas de las intenciones y propósitos más puros y nobles y patrióticos, extraviarse con las preocupaciones de nacionalidad ó de partido? ¿No contrajeron el hábito, hace cuarenta años (1), los políticos más respetables de Inglaterra de injuriar de la manera más acerba á Washington y á Franklin? Doloroso es y.lamentable que pueda el juicio adolecer de tales y tan graves flaquezas al apreciar los caracteres; mas, á poco versados que nos hallemos respecto de la naturaleza humana, ciertamente que no atribuiremos sus errores á la maldad ni á la depravacion.

Pero Mr. Mitford no es más consecuente consigo mismo que con la razon, pues aun cuando se declara por abogado de todas las oligarquías, al propio tiempo es admirador celoso de todos los reyes y de todos los ciudadanos que se alzaron con aqueila manera de realeza que los griegos apellidaban tiranía. Si la monarquía es en sí misma valioso beneficio, como pretende Mr. Mitford, la democrática debe ser mejor forma de gobierno que la aristocrática, por cuanto es opuesta á la supremacia y áun á la elevacion de los individuos, mientras que entre el demagogo y el soberano no hay más que un paso.

De buen grado expondriamos algunas observaciones más acerea de ciertas particularidades de Mr. Mitford, de su tendencia á preferir los bárbaros á los griegos, de su marcada predileccion por los persas, cartagineses y tracios, y, en una palabra, por todas las naciones, excepto aquella tan ilustrada y famosa cuya historia pretende narrar; pero nos lo impide la extension que daríamos á nuestro trabajo, y aos limitamos por tanto á una sola observacion.

Hace notar Mr. Mitford, con mucha verdad, que «<la historia bien narrada, cualquiera que ella sea, (1) Esto se escribia en 1884.-N. del T.

pero más particularmente la de Grecia, será siempre para todas las naciones una escuela política.» Pero no se ha ocurrido al autor de tan discreto razonamiento que una historia de Grecia, bien narrada, deberia dar cuenta exacta del origen y de los progresos de la poesía, de la filosofia y de las artes, particulares que no se tratan en la suya de la manera debida. Tal vez consista esto en que Mr. Milford, autor de tanlos volúmenes en 4.°. parece menospreciar en cierto modo los trabajos literarios y filosóficos y no parar mientes sino es en el talento para la vida activa. En efecto, á las personas letradas las llama, en general, «perezosa9;» demuestra grande admiracion por Homero; pero casi estamos persuadidos de que lo admira por baber adquirido la certidumbre de que no sabía leer ni escribir; y al ocuparse de Sócrates, de quien tampoco pudo prescindir, más lo hace para culpar de su muerte á la política, deduciendo conclusiones hostiles á los atenienses y al gobierno popular, que para poner de relieve el carácter y las doctrinas de aquel hombre extraordinario, de quien dijo un poeta que «sus labios destilaban, en frases más dulces que la miel, una sabiduría maravillosa, que inspiró á todas las escuelas, así á la antigua como á la nueva Academia, á los que discurrian paseando, como á la secta de Epicuro, como á los severos estóicos.» Mr. Mitford no parece siquiera darse cuenta de que Demóstenes fuera grande y famoso tributo, viendo sólo en él un demagogo ambicioso, á lo sumo un negociador hábil, y siempre un malvado: que la elocuencia irresistible de aquel ateniense, merced á la cual aparece superior á todos los hombres, cuyo lenguaje nos exalta y nos trasporta al cabo de más de dos mil años, son para él como sí no hubieran sido. Y en cuanto al origen del arte dramático, de las doctrinas de los sofistas, del sistema docente de Atenas, del estado de las artes y de las ciencias, y de toda la organizacion doméstica de los griegos, casi por completo los descuida y olvida, y, sin embargo, para un escritor reflexivo no merecen estas cosas ménos atencion que la toma de Sfacteria ó la disciplina de los peltastas de Ificrates.

Empero necesario es convenir que Mr. Mitford no está solo, tratándose de estos defectos, porque la mayor parte de los autores parecen creer que los detalles de los acontecimientos públicos, las operaciones de los sitios, los cambios de gobierno, los tratados, las conspiraciones y las revueltas constituyen la historia completa, sin advertir que ai las diferentes definiciones literarias tienen poca importancia en teoria, en la práctica sus efectos son á veces de mucha consecuencia. Esto es lo que ha sucedido en el caso que nos ocupa, ciñéndose los historiadores, por regla general, á las transacciones públicas de los Estados, y abandonando al criterio de los novelistas un campo cuando ménos tan vasto é interesante como el que se reservaban ellos.

Todos los hombres de Estado, sabios y prudentes, se hallan conformes en considerar la prosperidad ó la desgracia de los imperios como la suma de bienestar ó de sufrimiento de sus individuos, rechazando á título de quimeras todas las ideas de interes público diferente del interes de las partes que componen la sociedad; y es por cierto muy extraño que quienes ejercen el ministerio de revelar á los hombres de Estado los ejemplos y las enseñanzas que se contienen en la historia, omitan por estimarlos en poco aquellos hechos que mayor influjo ejercen sobre los pueblos. Generalmente las tempestades que agitan la superficie de la vida humana jamás alcanzan á turbar sus corrientes ocullas y profundas; y las causas de las cuales depende la felicidad de las muchedumbres son independientes de las victorias y de las derrotas, de las revoluciones y de las restauraciones, y de la naturaleza que no pueden regularse por leyes ni conservarse en archivos. Y esto es precisamente lo que más nos importa saber, á decir verdad, áun más que la manera como fué rota la falange de Leuctra, ó si Alejandro murió envenenado ó naturalmente; que la historia sin estos hechos es una cáscara de nuez sin la nuez. Sin embargo, así son casi todas las historias. Se refieren con minuciosa prolijidad las conspiraciones y las escaramuzas; y ántes penetrarán hasta en las más aparladas y humildes cabañas las mejoras esenciales al bien de la humanidad, que los historiadores consientan en separarse por un momento de los generales y de los embajadores para otorgar á estos progresos la atencion que me recen. Esta es la causa de que el progreso de las invenciones y descubrimientos más útiles se halle rodeado de impenetrable misterio; de que la humanidad se vea privada de conocimientos por extremo preciosos, y de que sus bienhechores disfruten de la gloria que por derecho les corresponde. Y en tanto que así sucede, todos los niños saben de memoria las fechas y las aventuras de una prolongada serie de reyes bárbaros, pudiendo estudiarse con más provecho la historia de las naciones, en el sentido que damos á esta palabra, en aquellos libros que no aspiran á pasar por narradores de ella, que no en los que ostentan este título. Tucidides, por ejemplo, es un excelente historiador; pero más que él nos enseñan Aristófanes ó Platon de aquello que tanto nos importa saber de Atenas. El compendio de Xenofonte sobre la economía doméstica reune más datos históricos que los siete libros de sus Heléuicas, y otro tanto puédese decir de las sátiras de Horacio, de las cartas de Ciceron, de las novelas de Lesage y de las memorias de Marmontel. Pudieran eitarse muchos más ejemplos; pero bastan estos para la mejor inteligencia de lo que decimos.

Esperemos que áun surja un escritor que no parando mientes en la pequeñez de los límites actuales, abra nuevos horizontes á los derechos de la historia y exlienda y dilate los terminos de su dominio natural. Si así sucede y un nuevo historiador se empeña en realizar la empresa en la cual ha fracasado Mr. Mitford, consignará en ella ciertamente cuanto hay de grande y digno de saberse en las transacciones militares, mas no hallará trivial y de poco momento aquello que no lo ha sido para disminuir ó acrecentar la felicidad y ventura de los hombres: reproducirá con vivos colores el cuadro de las relaciones domésticas, los usos, las costumbres, las distracciones de los griegos y sus pláticas; no verá con indiferencia el estado de su agricultura, de sus artes mecánicas, de las comodidades de su vida, ni tampoco los progresos que hicieron en la pintura, la escultura y la arquitectura; y pondrá especialísimo cuidado en la historia de aquella literatura tan admirable, madre creadora de toda la fuerza, de toda la libertad y de toda la gloria de los pueblos de Occidente.

No podemos hablar de la indiferencia de que da muestras Mitford en órden á estas materias con serena calma é imparcialidad, por ser asunto en el cual nos olvidamos de la justicia para dejarnos arrastrar de la veneracion y de la gratitud. Porque, si sólo atendemos á la delicadeza de las reflexiones, al poder de la imaginacion, á la energía y á la perfecta elegancia de la frase que caracterizan las grandes obras del ingenio ateniense, fuerza es confesar y reconocer en voz alta que su mérito intrinseco fué inmenso. Pero si recordamos que aquella fué la inspiracion que directa o indirectamente produjo las más nobles creaciones del ingenio humano, que allí tienen su origen la inmensa ilustracion de Marco Tulio y sus imágenes brillantes, el fuego devorador de Juvenal, la imaginacion plástica de Dante, la gracia incomparable del manco de Lepanto, del inmortal Cervantes, la profundidad de Bacon, el ingenio de Butler y la perfeccion suprema y universal de Shakspeare, ¿qué diremos entonces? Todos los triunfos de la verdad y del genio sobre las preocupaciones y sobre la fuerza bruta, en todos los pueblos y en todos los tiempos, pertenecen á Atenas; y siempre que los grandes hombres han resistido los embates de la violencia y del fraude en nombre de la razon y de la libertad, débese al espiritu ateniense, que velaba por ellos para consolarlos, inspirarlos y fortalecerlos, asi cerca de la solitaria lámpara de Erasmo, como del lecho en que se agitaba Pascal, como de la tribuna de Mirabeau, como del cadalso de Sidnoy, como en el calabozo de Galileo. Y ¿qué decir de su benéfico influjo sobre la felicidad y el bienestar de los pueblos? ¿Quién podria decir los millares de hombres que se han tornado más prudentes, discretos, mejores y felices consagrándose á las ocupaciones que enseñó á la humanidad? ¿Para cuántos no han sido los estudios á que su civilizacion dió el sér fuente inagotable 25 de riqueza en medio de la indigencia, de libertad en el seno de la tiranía y de la esclavitud, de salud en la enfermedad y de consuelo en el aislamiento? Su poder se manifiesta en los tribunales de justicia, en el Senado, en los campos de batalla y en las escuelas de filosofia; mas no consiste en esto su gloria verdadera; que allí donde la literatura calma el sufrimiento, dulcifica la pena y mitiga el dolor; allí donde enjuga las lágrimas en ojos cansados de llorar y que ansian cerrarse para siempre en el sueño eterno de la muerte; allí es más que en otra parte donde se revela y se manifiesta y se ostenta en la plenitud de su belleza incomparable la influencia inmortal del espíritu ateniense.

El derviche de los cuentos árabes no vacilaba un punto en ceder á su compañero los camellos cargados de oro y pedrería á trueque de la cajita en que se contenia el ungüento prodigioso que, con sólo ponerlo sobre los párpados, dejaba ver los innumerables tesoros que yacian ocultos en el mundo.

Y no es por cierto exagerado el decir que ninguna ventaja exterior puede compararse á la milagrosa iluminacion del espíritu, que debemos al ingenio ateniense, y merced á la cual podemos extasiarnos en la contemplacion de las riquezas infinitas del mondo intelectual, de los tesoros incalculables acumulados por las dinastías primitivas, y de cuanto mineral existe oculto en los veneros escondidos aún é inexplorados. Su poder, su influencia y su libertad desaparecieron hace veinte siglos; su pueblo se ha tornado rebaño de timidos esclavos; su lengua melodiosa y rica, bárbara jerga; sus templos han sufrido sucesivamente las depredaciones de romanos, turcos y escoceses; pero su imperio intelectual es eterno, y cuando los rivales de su grandeza pasada y de su inmenso poder corran su misma suerte; cuando la civilizacion y la ciencia hayan sentado sus reales en apartados continentes; cuando el cetro de la Inglaterra yazca roto en pedazos ó le sea arrebatado por mano más fuerte que no la suya; cuando los viajeros de lejanas tierras busquen con afan en pedestales carcomidos por la inclemencia del tiempo el nombre de nuestro jefe más ilustre, y oigan entonar salvajes canturias en honor de ídolos informes en medio de las ruinas del más grandioso y altivo de nuestros templos, y vean pescadores desnudos y solitarios remendar las mallas de sus redes orillas del Támesis; entónees todavía vivirán la influencia y la gloria de Atenas, revestidas de su eterna juventud, salvándose de la decadencia, sustrayéndose á la ley de la instabilidad, inmortales como el principio intelectual á que deben su origen y sobre el que extienden su cetro, su poder, su autoridad y su omnimodo imperio.

FIN.

  1. Lord Macaulay publicó el presente estudio en Noviembre de 1834, con motivo de la Historia de Grecia, de Mitford, y la razon que nos mueve á traducirlo é insertarlo en la presente coleccion, es la de que, bajo cierto punto de vista, amplifica y completa el de los Oradores atenienses (páginas 311 á 332).—N. del T.
  2. Véase el discurso de Esquines contra Timarco.