Estudios literarios por Lord Macaulay/Maquiavelo

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MAQUIAVELO.


Dificil, si no imposible, será descubrir en la historia literaria nombre alguno que sea más universalmente odiado que el del hombre cuyo carácter y escritos nos proponemos examinar ahora, tanto, que las expresiones que se emplean de contínuo para designarlo parecen implicar que él fué el tentador, el mal espíritu, el revelador de la ambicion y de la venganza, el inventor original del perjurio, y que antes de que el Principe, su obra fatal y por todo extremo memorable, viese la luz pública, jamás hubo hipócritas, ni tiranos, ni traidores, ni fingidas virtudes, ni crimenes utilitarios. Tanto es así, que un autor asegura con la mayor gravedad que Mauricio de Sajonia inspiró su fraudulenta política en libro tan execrable; que otro ha hecho la peregrina observacion de que los sultanes se han tornado más sanguinarios desde que pareció en turco la traduccion del Príncipe; que lord Lyttelton hace responsable al pobre florentino de las repetidas traiciones de la casa de Guisa y de la matanza de San Bartolomé, y que no pocos publicistas han dejado entrever que la conspiracion de la Pólvora debe atribuirse á sus doctrinas en primer lugar, debiéndose por esto, en justicia, sustituir con su retrato el de Guy Faux en esas procesiones con las cuales celebra la discreta juventud de Inglaterra el aniversario de la conservacion de los tres poderes. A su vez, la Iglesia católica ha condenado sus obras. Los ingleses no le han ido a la zaga, y se han servido de su nombre patronimico para forjar un epiteto contra los malvados, y de su nombre de pila un sinónimo del de Satanás[1].

Es por extremo dificil, si no imposible, á los que no se hallan bien impuestos de la historia y de la literatura italianas, leer sin escándalo y horror el célebre tratado que tantos ataques ha valido al nombre de Maquiavelo. Porque un lujo tan cínico de perversidad, expuesta en toda su repugnante desnudez, fria y sistemáticamente, y elevada á ciencia, ántes parece obra del infierno que no producto del ingenio humano. En efecto, los principios que el malvado más endurecido apénas se atreveria à indicar á su cómplice de más confianza de una manera encubierta, ni confesarse á si propio sino es velándolos entre sofismas atenuantes, se predican en ella sin ambajes ni rodeos, y se asientan por axiomas fundamentales de toda la ciencia política.

Nada tiene, pues, de extraño que la generalidad de los lectores considere al autor de tal obra como á la más perversa de las criaturas. Pero los hom bres prudentes han tenido siempre la costumbre de mirar por sus propios ojos, y no sin cierta desconfianza, los ángeles y los demonios que crea la multitud, y en el caso presente diversas circunstancias han llevado hasta á observadores superficiales al extremo de poner en duda la equidad del fallo de la opinion pública.

Notorio es que Maquiavelo fué siempre celoso republicano. El affo mismo en que compuso su Manual del arte de reinar, hubo de sufrir los rigores de la prision y de la tortura por la causa de las libertades públicas; y como parece inconcebible que el mártir de la libertad haya podido erigirso de propósito deliberado o apóstol de la tiranía, no pocos autores eminentes han tratado de inquirir en esta obra desdichada y tristemente célebre un sentido oculto, más conciliable con el carácter y la conducta de su autor de lo que á primera vista parece.

Consiste una de las hipótesis en decir que Maquiavelo se propuso emplear con Lorenzo de Mé dicis una manera de ardid parecido al que puso en práctica Sunderland contra Jacobo 11, y que se valió de él para empeñar á su discípulo en la senda de las medidas violentas y de mala ley, porque este medio se le antojaba más eficaz para acelerar la hora de la libertad y de la venganza. Otros suponen, y lord Bacon parece ser de su opinion, que el libro de que tratamos era solo una obra de grave ironía destinada á poner en guardia á los pueblos contra los artificios de los ambiciosos. Fácil seria demostrar que ninguna de estas soluciones se halla conforme con gran número de pasajes del libro mismo; pero la mejor y más cumplida refutacion la dan las demas obras de Maquiavelo. Porque en todos los escritos que dió á luz, y en cuantos las investigaciones de sus editores han descubierto desde hace tres siglos: en sus comedias, destinadas á divertir la multitud; en sus Comentarios sobre TitoLivio, escritos para uso de los florentinos más entusiastas; en su Historia, dedicada á uno de los papas más dignos de amor y de respeto; en sus despachos públicos, en sus notas particulares; en todas partes se advierte más ó ménos la ausencia del principio moral que tan severamente se censura al Principe; y dudamos mucho que sea posible hallar en la no pequeña coleccion de sus obras una sola frase de la cual se infiera que la traicion ó el engaño le pareciesen actos deshonrosos.

Dicho esto, se antojará ridículo que afirmemos que hay pocos escritos en los cuales se manifieste más elevacion de miras que en los de Maquiavelo, amor más acendrado y puro por el bien público y aspiraciones más nobles y más justas en órden á los derechos y deberes de los ciudadanos. Así es, no obstante, y nada sería más fácil que reproducir de el Príncipe multitud de pasajes en apoyo de nuestra observacion. Esta inconsecuencia es muy ocasionada á poner en tortura á los hombres de nuestra época, y sobre todo á los ingleses, porque el hombre, en Maquiavelo, parece no ser sino un enigma, un conjunto grotesco de cualidades incongruentes: egoismo y generosidad, crueldad y benevolencia, falsía y sencillez, bajeza abyecta y heroísmo romántico. A una frase que un diplomático apénas se atreveria à escribir en cifra para gobierno de su espía más íntimo y confidencial, sigue otra que parece tomada de un discurso compuesto sobre la muerte de Leónidas por un vehemente y sentimental aprendiz de literato; que los actos de perfidia y los de nobleza, la infamia y el heroísmo, excitan de igual modo y en igual medida el respeto y la admiracion de Maquiavelo, y por tal manera su sentido moral parece á la vez torpe y agudo, pero siempre enfermo. Dos naturalezas de todo punto diferentes se hallan como fundidas en él, mejor dicho, entrelazadas, formando la cadena y la trama de su espíritu; y su combinacion, como la de los hilos variados en la lustrosa seda, presta al tejido sus múltiples cambiantes. La explicacion del tenómeno sería fácil si Maquiavelo hubiera sido un hombre muy débil ó muy artificioso; pero no fué lo uno ni lo otro, y sus obras demuestran de una manera evidente que se hallaba dotado de poderosa inteligencia y de buen gusto, y que el lado ridículo de las cosas lo distinguia en el acto con perfeccion exquisita.

Por extraño que parezca esto, áun lo es más la circunstancia de que á ninguno de sus contemporáneos pareció inconveniente ó inmoral nada de cuanto escribió, al menos que sepamos. Al contrario, existen repetidas pruebas del aprecio en que se tenian sus obras y su persona por sus más respetables contemporáneos. Clemente VII, por ejemplo, fué el protector de sus publicaciones, y à la siguiente generacion, el concilio de Trento las declaró indignas de ser leidas por cristianos. Algunos individuos influyentes del partido democrático censuraron, es cierto, al secretario por haber dedicado el Principe à un protector que llevaba el nombre impopular de Médicis; mas en cuanto a las doctrinas inmorales que tan rudas censuras merecieron despues, ninguna reserva hicieron; que la voz de alarma contra ellas no se dió en la Península, sino del otro lado de los Alpes, produciendo en Italia profunda sorpresa, y partió de un inglés, si no estamos trascordados, que se llamaba el cardenal Pole. El autor del Anti-Maquiavelo fué protestante y frances.

Debemos, pues, buscar en el estado moral de los italianos de la época de Machiavello la verdadera explicacion de lo que parece más incomprensible y misterioso en la vida y escritos de hombre tan notable; y como es asunto éste que sugiere muchas y muy diversas é interesantes consideraciones, así políticas como melafísicas, séanos lícito tratarlo con alguna extension.

. Durante los lúgubres y desastrosos siglos que siguieron á la caida del imperio romano, las huellas de la civilizacion antigua quedaron más impresas en Italia que en ninguna otra parte de la Europa occidental. La noche que cerró sobre ella fué como una noche de verano en el poło ártico, y el crepúsculo comenzó ántes de que los últimos reflejos del sol poniente se ocultaran en el horizonte. En la época de los merovingios de Francia y de la beptarquia sajona es cuando parece haber llegado á su colmo la ignorancia y la ferocidad en todas partes; pero, aún entónces, las provincias napolitanas que reconocían la autoridad de los emperadores de Oriente, conservaban algo del saber y de los refinamientos orientales. Roma, protegida por el carácter sagrado de sus pontifices, disfrutaba de una tranquilidad y de un reposo relativos al menos, y hasta en las regiones en que los sanguinarios lombardos habian establecido su monarquía, se gozaba de mayor riqueza, instruccion y bienestar material y órden social que no en la Galia, en Bretaña y en Germania.

Una de las circunstancias que más distinguieron la Italia de los pueblos vecinos, fué la importancia que comenzaron á tener sus ciudades. Habíanse fundado algunas de ellas en lugares apartados ó agrestes por colonias de fugitivos que huyeron del furor de los bárbaros. Tal fué el origen de Venecia y de Génova, que debieron su libertad en un prineipio á la obscuridad que las cubria, hasta que se hallaron en condiciones de ampararla de su fuerza.

Otras parecen haber conservado bajo las dinastías instables de los invasores, bajo Teodorico y Odoacro, bajo Narses y Alboin, las instituciones municipales que les otorgó la política liberal de la gran república. Y en aquellas pro vincias en las cuales el gobierno central era demasiado débil para oprimir ó para proteger, adquirieron gradualmente estas instituciones la estabilidad y el vigor necesario á vida prolongada y sana; que los ciudadanos, defendidos de sus murallas, gobernados de sus magistrados propios y de sus propios usos y costumbres, gozaban á la sazon de independencia casi republicana. Así comenzó prácticamente la obra de una democracia poderosa, que los monarcas carlovingios no pudieron domar. La generosa política de Olon le dió aliento, y fué parte muy eficaz á robustecerla. Tal vez una coalicion estrecha de la Iglesia y del imperio hubiera podido destruirla entonces, pero sus mutuas discordias la fortificaron de tal suerte, que el siglo XII la encontró viril é incontrastable, y que despues de una lucha prolongada y dudosa en el principio, logró triunfar al cabo de la babilidad y del valor de la casa de Saboya.

El apoyo del poder de la Iglesia contribuyó en mucha parte al triunfo de los güelfos; suceso que hubiera podido reputarse de beneficio dudoso, si no hubiera tenido más consecuencias que las de sustituir la servidumbre y el vasallaje moral á la servi dumbre y el vasallaje politico, engrandeciendo y dilatando los dominios del Papa á costa de los del César; mas, felizmente, llevaba en su seno el espíritu público en Italia desde hacía largo tiempo el gérmen de la libertad, que luego se desarrolló rápidamente bajo la benéfica influencia de las instituciones libres. Los italianos habian observado con atencion minuciosa y muy de cerca para poder engañarse, todo el mecanismo de la Iglesia, sus santos, sus milagros, sus altivas pretensiones, sus ceremonias espléndidas, sus bendiciones inútiles y sus inocenLes anatemas[2], como que asistian entre bastidores al espectáculo que los demas contemplaban con pueril interes y hasta con miedo á veces, y veian la maniobra del telar, y la fabricacion de los rayos, y las voces de mando del tramoyista, y el colorete y el aprendido papel de los actores. Y mientras las naciones lejanas consideraban al Papa como vicario de Jesucristo, como al oráculo de la sabiduría eterna, árbitro cuyos fallos, en las disputas de los Leólogos 6 de los reyes, debian ser decisivos é inapelables para todo cristiano, los hijos de la Peninsula que bajo las vestiduras pontificias reconocian al hombre, y recordaban los devaneos de su juventud, los medios artificiosos merced á los cuales se habia elevado hasta la silla de Pedro, y sabian cuántas veces se habia servido de las llaves de la Iglesia para desligarse de las obligaciones más sagradas, y de los bienes eclesiásticos para enriquecer á sus sobrinos y á sus favoritas, aunque trataban con respeto la doctrina y el rito de la religion establecida y se llamaban católicos, habian dejado de ser papistas. Las armas espirituales, que llevaban el terror á los palacios y á los campos de los más poderosos principes de Europa, no excitaban sino la indiferencia en la proximidad del Vaticano. Alejandro III, cuando mandó á Enrique II someterse à la disciplina delante del sepulcro de un súbdito rebelde se hallaba en el destierro; que, temerosos los romanos de que el Papa no alimentase proyectos contrarios á sus libertades, lo habian expulsado de Roma, y negádose á volver á recibirlo en ella á pesar de sus reiteradas y solemnes promesas de consagrarse en lo porvenir sólo al ejercicio de sus funciones espirituales.

En todo lo demas de Europa, una clase privilegiada, numerosa y fuerte sojuzgaba al pueblo y parecia desafiar á los gobiernos; pero en las partes más florecientes de Italia se hallaba la nobleza feudal relativamente reducida à la impotencia. En algunos parajes, los nobles buscaban proteccion à la sombra de poderosas repúblicas, contra las cuales no se hallaban en el caso de luchar, y de esta suerte, iban poco á poco mezclándose y confundiéndose con la clase media. Su influencia era grande en otras comarcas; pero diferente de la que ejercian en un reino transalpino, donde sólo brillaban como ciudadanos eminentes, no como principes, y en vez de fortificar sus castillos en lo más enriscado de los montes, hermoseaban sus palacios en las plazas. El estado social de las provincias napolitanas y de los dominios de la Iglesia tenía cierta semejanza con el de las grandes monarquías occidentales; no así los gobiernos de Lombardia y de Toscana, que conservaban, á pesar de la prolongada serie de sus revoluciones, carácter muy diverso, por que, cuando un pueblo se halla reunido y agrupado en una ciudad, es más formidable para sus señores que cuando está disperso en una grande extension de territorio. Por esta causa, los Césares más arbitrarios y tiránieos sintieron la necesidad de divertir y alimentar á costa de las provincias los habitantes do su inmensa capital. De aquí, y del temor que inspiraban estas grandes masas acumuladas en espacio relativamente pequeño, el cierto tinte democrático que se advierte asi en las monarquías como en las aristocracias de la Italia septentrional.

De esta suerte volvió á visitar de nuevo la libertad á la Italia; libertad imperfecta, es cierto, y poco duradera, pero que así y todo llevó consigo à la peninsula el comercio y el imperio, la ciencia y el buen gusto, y todos los goces, y cuanto constituye el ornamento de la vida. Las cruzadas, que no produjeron á los guerreros de otros pueblos sino heridas y reliquias, dieron por resultado á las repúblicas nacientes del mar Tyrreno y del Adriático un gran acrecentamiento de riqueza, de poder y de sabiduria, porque la situacion moral y geográfica les ponia en el caso de utilizar á un tiempo la barbarie occidental y la civilizacion oriental. Sus buques cubrian todos los mares, y en todas las costas se alzaban sus factorias; en todas las ciudades se vaian sus mercaderes y sus cambiantes; sus manufacturas florecian; sus bancos se creaban, y sus operaciones comerciales se desarrollaban y crecian de una manera extraordinaria, merced á invenciones tan ingeniosas como útiles. Tanto subió de punto y tan alto grado de prosperidad alcanzaron entonces la riqueza y la civilizacion en Italia, que sólo pueden compararse á la riqueza y á la civilizacion inglesa de nuestros dias.

Los historiadores descienden rara vez á estos deLalles, que son parte tan eficaz á dar una idea de la verdadera situacion de los Estados, y de aquí que la posteridad se engañe tan frecuentemente, merced å las vagas hipérboles de los poetas y de los retóricos, que toman las más de las veces el esplendor de una corte por la felicidad de un pueblo. Felizmente Juan Villani nos ha dejado noticias extensas y exactas del estado de Florencia, por ejemplo, al comenzar el siglo XIV. A la sazon, las rentas de la república so elevaban á 300.000 florines, suma equivalente à 600.000 libras esterlinas (teniendo en cuenta la depreciacion de los metales preciosos), y superior a la que la inglaterra y la Irlanda pagaban anualmente á Isabel hace dos siglos. La industria de las lanas ocupaba 30.000 operarios repartidos en 200 fábricas, y los tejidos que producian se vendian por término medio en 1.200.000 florines, lo cual representa hoy, por lo menos, 2.500.000 libras esterlinas. Se acuñaban al año 400.000 florines. Ochenta bancos dirigian las operaciones comerciales, no ya sólo de Florencia, sino de la Europa entera, y las operaciones que emprendian estos establecimientos eran á vecos tan importantes, que sorprenden á los contemporáneos de los Rothschilds. Dos casas prestaron á Eduardo III de Inglaterra más de 300.000 marcos, en ocasion que el marco tenía más plata que se contiene en 50 schellings, y en que su valor era lo menos cuatro veces mayor que hoy. Florencia y sus alrededores contaban 170.000 habitantes; 10.000 niños concurrían á las escuelas; 1.200 aprendian la aritmética, y 600 jóvenes recibian educacion liberal.

El progreso en las artes y en las letras era proporcionado al de la pública prosperidad. Bajo los despóticos sucesores de Augusto, el dilatado campo de la inteligencia fué trocado en árido desierto, dividido aún por los antiguos linderos, con señales del pasado cultivo, pero estéril y sin producir flores ni frutos. Sobrevino el diluvio de la barbarie, derribó los obstáculos y borró hasta las huellas de la civilizacion; mas fertilizó devastando, y cuando bajaron las aguas, el desierto se trasformó en paraíso. Todo era placer, contento y felicidad al contemplar aquella produccion abundante y espontánea de cuanto ilustra, perfuma y nutre el espíritu. Una nueva lengua, penetrada de dulzura y de energía incomparables, llegó á la perfeccion entonces, y puso á disposicion de la poesia las palabras más sonoras, más armoniosas, más bellas y más expresivas que ha podido tener idioma alguno. El poeta pareció á seguida, y su obra, la Divina Comedia, que vió la luz al comenzar el siglo XIV, puede sin duda considerarse como la más superior entre las de imaginacion que ha producido el ingenio humano despues de los poemas de Homero. La siguiente generacion no fué contemporánea de otro Dante; pero se distinguió en el más alto grado por la actividad intelectual. El estudio de los autores latinos nunca estuvo desatendido en Italia; pero el Petrarca introdujo una erudicion más profunda, más liberal, más elegante, y comunicó á sus conciudadanos su entosiasmo por la literatura, la historia y las antigüedadades de Roma; gusto y entusiasmo que le disputaron en su propio corazon una glacial dama de sus pensamientos y una musa más glacial todavía. Despues, el Bocaccio dirigió su atencion hácia los modelos más sublimes y graciosos de la Grecia.

A partir de aquella época, el culto de las letras y del ingenio se tornó en idolatria entre los italianos; los reyes y las repúblicas, los cardenales y los duxs colmaban á porfia de honores al Petrarca. Los ombajadores de los Estados rivales solicitaban con empeño la honra de hablarle; su coronacion conmovió á la corte de Nápoles y al pueblo de Roma tan profundamente cual si fuera uno de los más grandes acontecimientos politicos que pudieran ocurrir. Reunir libros, coleccionar antigüedades, fundar câtedras y proteger artistas y literatos se hizo de moda entre los grandes; y como el espíritu de curiosidad literaria se asociaba al espiritu emprendedor y mercantil, todos aquellos lugares á los cuales los opulentos mercaderes de Florencia extendian eu tráfico gigantesco, desde los bazares del Tigris hasta los monasterios de la Clyde, eran objeto de afanosas investigaciones encaminadas à descubrir manuscritos y medallas. La arquitectura, la pintura y la escultura recibian pingües recompensas de las personas pudientes; y tanto celo desplegaban en este particular los stalianos, que sería dificil mencionar uno de importancia, en la época de que tratamos, que, por lo menos, no afectara el amor de las artes y las letras.

El saber y la prosperidad pública continuaron progresando juntamente, llegando á su apogeo en el siglo de Lorenzo el Magnifico; periodo de prosperidad, bienestar y grandeza que nadie ha descrito mejor que el Tucídides toscano en el siguiente admirable pasaje: «Disfrutando la Italia de los incom parables beneficios de la paz y de la tranquilidad más completas, no ménos cultivados sus campos en los parajes más montañosos que en los llanos, independiente de toda otra autoridad que de la propia, no solo abundaba en riquezas y en poblacion, sino que la ilustraba la magnificencia de muchos principes, el esplendor de muchas ciudades muy nobles y hermosas, el ser asiento de la majestad de la Iglesia, y la abundancia con que producia hombres eminentes en la administracion pública, y versados en las ciencias, y famosos en las artes[3]

Cuando se lee esta magnífica descripcion cuesta trabajo persuadirse de que se trata de una época en la cual los anales de Inglaterra y de Francia ofrecen sólo episodios de horror, de pobreza, de barbarie y de ignorancia. Ciertamente que consuela y esparce el ánimo, despues de asistir al espectáculo de la tiranía del señor y del sufrimiento del vasallo, contemplar la opulenta é ilustrada península italiana, con sus grandes y espléndidas ciudades, sus puertos, sus arsenales, sus villas, sus museos, sus bibliotecas, sus mercados llenos de cuanto es necesario al bienestar y puede exigir el refinamiento del lujo, sus fábricas, verdaderas colmenas de trabajadores, sus montes cultivados y sus rios, llevando las cosechas de Lombardia á los graneros de Venecia, y retornando á los palacios de Milan las sedas de Bengala y las pieles de Siberia; y sobre todo, ¿quién que ame las artes y las letras no reposará su espíritu en la bella, la feliz y gloriosa Florencia, en los recintos que hizo Pulei resonar con su alegría, en la celda donde lució la lámpara de Policiano, en las estatuas que Miguel Angel admiró con pasion igual á la inspiracion que las produjo, en los jardines en que Lorenzo de Médicis componía los cantares que acompañaban las danzas de las vírgenes etruscas!

Despues, fuerza es llorar la pérdida de tantos bienes: su ingenio, su saber, «sus damas, sus caballeros, sus trabajos y sus placeres juntamente, sus amores y su gentileza proverbiales, porque los corazones se depravan y corrompen[4], y se acerca el tiempo en que las siete copas del Apocalipsis verterán su contenido sobre ella; tiempo de tristeza, de miseria, de infamia, de esclavitud, de dolor, de desesperacion y de muerte.

En los Estados italianos, como en muchos organismos, la decrepitud prematura fué la consecuencia natural de su precoz madurez. A la preponderancia que las ciudades alcanzaron en el sistema político debe principalmente atribuirse su rápido engrandecimiento y su decadencia más rápida todavía.

En una sociedad de pastores, los hombres se trasforman en soldados con facilidad, porque sus ocupaciones habituales son compatibles con los deberes del servicio militar, y porque por lejana que sea la expedicion, encuentra fácil trasportar consigo el capital de cuyo producto vive. En esos casos, el pueblo entero es ejército y el año una marcha. Tal era, y no otro, el estado social que facilitó las conquistas gigantescas de Alila y de Tamerlan.

Un pueblo que vive de la agricultura se halla en condicion diferente, porque el labrador está encadenado, por decirlo así, al suelo que cultiva, y una campaña prolongada sería su ruina. Sin embargo, la naturaleza de su trabajo es muy eficaz á dar á su temperamento aquellas facultades y aptitudes que tan necesarias son al soldado. Por otra parte, su trabajo no exige de él, al ménos en la infancia de la agricultura, solicitud constante. En ciertas épocas del año la tierra no ha menester de sus afanes, y entonces puede, sin menoscabo de su hacienda, emprender cortas expediciones. Así se formaron las legiones de Roma en las primeras guerras: invadian el país vecino y daban batallas cuando la campiña no habia menester de labor, y estas operaciones con harta frecuencia interrumpidas para dar resultados decisivos, servian, sin embargo, para mantener vivo en el pueblo el instinto de la disciplina y del valor, cualidades ambas que, no solamente le daban garantias de seguridad, sino que lo hacian formidable y temido. Los ballesteros de la Edad Media, que llevaban á hombros sus provisiones para cuarenta dias, y dejaban la campiña por el campo de batalla, eran tropas de igual indole.

Mas cuando el comercio y la industria comienzan á florecer, entonces se verifica un cambio de la mayor importancia; porque los hábitos sedentarios que se contraen en el ejercicio de la industria ó del comercio hacen insoportables los trabajos y las fatigas de la guerra. Y como las ocupaciones de los comerciantes y de los industriales requieren constante asiduidad, de aqui que en las sociedades organizadas de este modo no haya nunca vagar, aunque si dinero de sobra, y que, por tanto, se contraiga la costumbre de tomar hombres á sueldo para que reemplacen en el servicio militar á los que pasan la vida en talleres, fábricas y escritorios.

La historia de Grecia es en este punto, como en tantos otros, el mejor comentario de la de Italia. Quinientos años antes de la era cristiana formaban los ciudadanos de las repúblicas del mar Egeo la mejor milicia, tal vez, que haya existido jamás; pero, à medida que la riqueza y el lujo fueron adquiriendo desarrollo, el sistema sufrió alteracion lenta y gradual. Los Estados jónicos fueron los primeros en los cuales subió de punto el comercio alcanzando alto grado de prosperidad juntamente con las artes, y en ellos se resintió primero tambien el antiguo espíritu militar y la antigua disciplina.

Ochenta años despues de la batalla de Platea, sólo tropas mercenarias eran las que se encargaban de los sitios y de las batallas, y en tiempo de Demóstenes era punto ménos que imposible llevar los atenienses à la guerra. Las leyes de Licurgo proscribian el comercio y las manufacturas, y å esta causa debieron, sin duda, los espartanos el conservar largo tiempo un ejército nacional, cuando ya sus vecinos habían apelado al sistema de comprar soldados para tener tropas, viéndose declinar su espiritu guerrero al propio tiempo que sus instituciones. Dos siglos ántes de Jesucristo la Grecia no tenía más que un solo pueblo animado de instintos bélicos: los bárbaros montañeses de la Etolia, cuya civilizacion é inteligencia se hallaba en notable atraso relativamente á sus compatriotas.

Las mismas causas que produjeron estos efectos entre los griegos, obraron más fuertemente aún entre los italianos modernos, los cuales, en vez de una potencia esencialmente militar como Esparta, tenian en su seno un estado eclesiástico esencialmente pacífico. Además, las repúblicas italianas no abundaban como los Estados de la Grecia en miles de esclavos, circunstancia que obliga al hombre libre, por razones imperiosas fáciles de comprender, á familiarizarse con el uso de las armas. Por otra parte, el modo de pelear en los tiempos de la prosperidad italiana no era propicio á la formacion de una milicia eficaz, porque se consideraba como nervio de los ejércitos las masas de hombres cubiertos de piés á cabeza de pesadas armaduras, con lanzas de longitud extraordinaria, montados en caballos enormes, mientras que la infantería era tenida, relativamente, en poca estima. Duró esta táctica largo tiempo, no sólo en Italia, sino en la mayor parte de Europa, y, mientras, la infantería pasó por incapaz para contrarestar las cargas de la caballeria pesada, hasta que, á fines del siglo XV, los fornidos montañeses suizos dieron al traste con las ideas de los más expertos generales, recibiendo imperturbables el choque tan temido de la caballeria en un erizo impenetrable de picas. El manejo del dardo griego, de la espada romana, de la bayoneta moderna, son cosas útiles y hasta agradables por lo fáciles; pero el ejercicio cuotidiano y prolongado de la pesada armadura y de la lanza, ejercicio sin el cual no se adquiere la destreza y el hábito necesario, hizo que, en toda Europa, tan importante ramo de la milicia se convirtiera en profesion. Al otro lado de los Alpes así acontecía; era el oficio y el recreo de los nobles; oficio impuesto por su feudo, recreo que á falta de otro solaz intelectual distraia sus ocios; pero, como ya lo hemos indicado ántes, el poder creciente de las ciudades en la Italia septentrional habia transformado á los nobles allí donde no los destruyó, y por esta causa la necesidad de recurrir á brazos mercenarios y asalariados se hizo en ella general cuando era desconocida casi en los demas pueblos de Europa.

Cuando la guerra se convierte en oficio de una clase determinada, el partido ménos peligroso que pueda seguirse por el gobierno es el de trasformar esa clase en ejército permanente, porque casi es imposible que una colectividad de hombres pase la vida al servicio del Estado sin tomar interes por su grandeza: las victorias del uno son las victorias de todos, y lo propio acontece con las desgracias. Entonces, y á virtud de esto, el contrato pierde algo de su carácter venal, y el soldado parece servir por amor á la patria y recibir su paga como tributo de la gratitud nacional, no como precio de su tiempo y de su trabajo. En este caso, no ya bacer traicion al poder que lo emplea, sino es mostrarse negligente en servirlo, aparece á sus ojos como el más vergonzoso y degradante de los crímenes.

Al comenzar los príncipes y las repúblicas italianas á tomar tropas à sueldo, debieron de organizarlas en cuerpos separados; mas, por desgracia, no lo hicieron, y los soldados mercenarios de la Península, en vez de vincularse al servicio de esta 6 aquella potencia, pasaban por ser una manera de propiedad comun á todas, quedando por lo tanto reducido el lazo que ligaba al Estado con sus defensores á un mero contrato de arriendo, sencillo en la forma é inmoral en el fondo. El aventurero llegaba con su lanza y su caballo, y los ofrecia, juntamente con el valor de su persona y su experiencia, importándole poco tratar con el duque de Milan, con la señoría de Florencia, con el rey de Nápoles ó con el Papa; que lo esencial para él no estaba en la persona, ni en la causa, ni en el principio que habia de servir, sino en la entidad de la paga y en la duracion del contrato. Y cuando acababa la campaña por la cual se habia escriturado, no habia para él ni ley ni decoro que le vedaran volver en el acto sus armas contra sus antiguos amos. Como se ve, á la sazon, se hallaban perfectamente deslindadas la personalidad del soldado y la del ciudadano ó del súbdito.

Las consecuencias de esto fueron las que debian ser, sosteniendo la guerra hombres mercenarios, sin amor á la causa que defendian, sin odio à los contrarios, á las veces más adictos al enemigo que al jefe propio, y siempre afanosos de la prolongacion de la lucha. Dicho se está que la guerra cambió de carácter. El soldado entraba en campaña con el convencimiento de que muy luego podria estar al servicio de la potencia que combatia, peleando contra sus compañeros en las filas del enemigo: los inintereses más poderosos se concertaban y se fundian en el corazon de los guerreros para mitigar la hostilidad reciproca de los que, habiendo sido compañeros de armas, podian volver á serlo, ostableciéndose al propio tiempo entre todos relaciones y vínculos de tal fuerza, que ni el servir en campos opuestos era parte eficaz à relajarlos. Por esta causa no registra la historia militar del mundo operaciones más lánguidas y ménos decisivas que las de Italia, durante dos siglos, en que todo fué marchas y contramarchas, asedios, saqueos, pillajes, capitulaciones y encuentros sin verdadera efusion de sangre. En aquella época se vieron ejércitos enormes combatir desde el despuntar del alba hasta la noche, y ganarse grandes batallas, y hacerse millares de prisioneros, sin perder apénas soldados en la pelea; que las batallas eran entonces, bajo el punto de vista de la mortandad, ménos peligrosas que las discordias civiles ordinarias. El valor no era necesario al soldado. Los hombres de guerra envejecian entre el peto y el espaldar, y llegaban á tener renombre por sus proezas militares sin haber arrostrado una sola vez verdadero peligro en las lides.

Las consecuencias políticas de este modo de ser son harto conocidas: la parte más rica y más ilustrada del mundo quedó sin defensa que oponer à las invasiones de los bárbaros, á la brutalidad de la Suiza, á la insolencia de la Francia, á la rapacidad de Aragon. Los efectos morales aún fueron de más importancia. En el seno de los rudos pueblos que habitaban al otro lado de los Alpes, el valor era indispensable, porque sin él no habia grandeza ni seguridad posibles, y la cobardíá era naturalmente considerada como vergonzoso defecto. Pero, entre los italianos, tan civilizados y enriquecidos por el comércio, cual acabamos de ver, sometidos al imperio de las leyes, y apasionados por las letras y las artes, todo lo avasallaba la superioridad del espíritu, y sus mismas guerras, más pacíficas que la paz de sus vecinos, ántes exigian dotes diplomáticas que no militares en los caudillos. De aqui se siguió que mientras era el valor el punto de honra en otros pueblos, la honra de la Italia fuese la habilidad.

Dos sistemas opuestos de moralidad, por decirlo así, culta y elegante, produjeron estos principios por un procedimiento igual. Porque miéntras en la mayor parte de Europa los vicios que son propios á los temperamentos timidos, y que constituyen la defensa natural de los débiles, el dolo y la hipocresía, se reputaron siempre deshonrosos por extremo, logrando sólo excitar la indulgencia y hasta infundir el respeto los excesos de los caracteres allivos y emprendedores, en Italia se apreciaron con singular complacencia los crímenes que exigen cierto imperio sobre la voluntad, destreza, rapidez en la ejecucion, inventiva y conocimiento profundo del corazon humano.

Un principe como Enrique V de Inglaterra debia ser el ídolo del Norte: las locuras de su juventud, el egoismo ambicioso de su edad madura, el martirio de los Lollards, las matanzas de prisioneros en el mismo lugar del combate, el renacimiento de la influencia clerical, el legado de una guerra sin causa y sin esperanza á un pueblo que ningun interes tenía en ella, todo se ha olvidado excepto la batalla de Azincaurt. Francisco Sforza, á su vez, haciendo igualmente servir á los fines de su ambicion sus señores, y sus rivales, comenzando por destruir á sus enemigos declarados con el auxilio de amigos sin fe, armándose contra sus aliados don los despojos de sus enemigos, y elevándose con incomparable babilidad de la precaria y dependiente situacion de capitan de aventuras al primer trono de Italia, es el modelo de los héroes de su patria, á quien sus compatriotas podian perdonar inucho: la falsa amistad, la enemiga cobarde y la fe mentida siempre, en gracia del éxito. Hé aquí los opuestos errores á que los hombres se abandonan cuando la moralidad es para ellos asunto, no de ciencia, sino de gusto, y abandonan los principios de eterna justicia por fantasías é imaginaciones pasajeras.

La historia nos ha suministrado los ejemplos que acabamos de exponer para que nuestros lectores nos comprendan mejor. Busquémoslos ahora en el terreno de la ficcion. Otelo da muerte á su esposa; manda matar á su segundo, y concluye por matarse. Las gentes del Norte aprecian y estiman, sin embargo, este tipo, cuyo carácter intrépido, apasionado y vehemente atrae sus simpatías. La confianza con que oye á su consejero, la angustia de su lucha con la idea de la deshonra, la explosion de pasiones en medio de la cual comete sus crimenes, el altivo valor con que los declara, todo crea en favor suyo interes extraordinario. A su vez, Yago es objeto de la reprobacion universal, llegando muchos á creer que Shakspeare se dejó arrastrar á una exageracion extremada, defecto en el cual no incurria generalmente, y que creó un monstruo sin ejemplo en la naturaleza humana. Estamos persuadidos de que los italianos del siglo XV pensarian de muy diverso modo. Otelo les habria inspirado horror y desprecio á un tiempo. La ligereza con que acepta y cree de buena ley las protestas de amistad de un hombre cuya carrera ba entorpecido, la buena fe con que admite como pruebas evidentes conjeturas sin fundamento y circunstancias triviales, la violencia con que rechaza la justificaeion hasta el momento en que la justificacion sólo puede ser parte á envenenar sus pasiones, hubieran excitado repugnancia y miedo en los espectadores, los cuales habrian, sin duda, condenado la conducta de Yago; pero del propio modo que nosotros la de la victima, con cierto respeto y cierto interes; porque su presencia de ánimo, su claridad de entendimiento, su juicio penetrante y sagaz, la habilidad con que investiga y descubre y lee dentro del corazon de otro, sin que sea posible recelar siquiera de sus intenciones, le habrian captado mucha parte de su estimacion.

La diferencia era grande, como se ve, entre los italianos y sus vecinos, la misma que existió entre los griegos del segundo siglo antes de Jesucristo y sus dominadores los romanos, porque, mientras éstos eran valientes, resueltos, fieles á su palabra y religiosos, al propio tiempo que ignorantes, arbitrarios y crueles, aquéllos guardaban el depósito sagrado de las artes, de las ciencias y la literatura en el mundo occidental; no tenian rivales en la poesía, la filosofia, la pintura, la arquitectura y la escultura; sus modales eran distinguidos, su ingenio penetrante, inventivo, sutil y vivo; eran tolerantes, afables, humanos, pero faltos de valor y de sinceridad. El más vulgar y grosero centurion se consolaba de su inferioridad intelectual advirtiendo que el saber y el buen gusto no parecian producir otra cosa que ateos, esclavos y cobardes. Estas diferencias duraron largo tiempo clara y distintamente señaladas, suministrando vasto asunto á las implacables sátiras del sarcástico Juvenal.

El ciudadano de una república italiana era juntamente el griego del tiempo de Juvenal y el griego del tiempo de Pericles: tímido, hábil, artificioso y vil como el primero; amante apasionado de la independencia y de la prosperidad de su patria, y animado de cierto espíritu público y de noble ambicion como el segundo.

Aquellos vicios que sanciona la opinion general de las gentes, no son sino defectos, que llevan en sí mismos el gérmen de su destruccion; pero los vicios que condena la opinion pública ejercen sobre el carácter de aquellos que contagian los efectos más perniciosos. Los primeros constituyen una enfermedad local; los segundos son á manera de veneno que emponzoña todo el organismo. Cuando el culpado ha perdido su fama de hombre de bien, en su desesperacion se despoja las más de las veces de cuanto le resta de virtud. El noble escocés que vívia hace cien años, imponiendo contribuciones á sus vecinos, cometia el crímen por el cual fué llevado Wild á Tyburn entre los gritos de la multitud enfurecida; pero está, sin embargo, fuera de duda que no era un sér tan depravado como Wild. El hecho por el cual fué ahoreada la Brownrigg no es nada si se compara con la conducta del romano que ofrecia en espectáculo al público la matanza de doscientos gladiadores; pero no procederíamos con justicia suponiendo al romano más perverso por Daturaleza que á mistress Brownrigg. Toda mujer pierde su reputacion cometiendo un acto que en el hombre se califica de pecado venial o de buena fortuna, y consiste esta aparente injusticia en que más detrimento sufren los principios morales de una mujer con una sola falta, que los del hombre al cabo de veinte años de intrigas. Si nos remontásemos á la antigüedad clásica, ella nos daría ejemplos áun más evidentes y palpables que los expuestos en apoyo de lo que decimos.

Fuerza es aplicar este principio al caso que examinamos. Porque si en la época presente y en nuestro país el hábito del disimulo y de la mentira imprime à quien lo tiene como un sello de corrupcion y de infamia, no se sigue de aquí que pueda guiarnos bien este criterio para juzgar á los italianos de la Edad media, pnes en ellos, por el contrario, descubrimos con frecuencia los defectos que reputamos á indicio de maldad y depravacion unidos á muy excelentes cualidades, á gran generosidad, á benevolencia suma, à noble desinteres. Palamedes, en el admirable diálogo de Hume, hubiera podido deducir de semejante estado social argumentos tan fuertes en favor de su tésis como los que le suministra Fourli. Bien sabemos que no son estas las enseñanzas que los historiadores se muestran más inclinados á dar y los lectores á recibir; mas no por eso dejan de ser más útiles y provechosas que las que se proponen por objeto averiguar cómo dispuso Filipo sus tropas en la batalla de Queronea, ó el punto de los Alpes por el cual pasó Anníbal con su ejército, ó si en efecto Maria Estuardo mandó matar à Darnley, 6 si fué Siquier quien quitó la vida á Cárlos XII 6 fué otro cualquiera; cosas todas ellas que no pasan de ser problemas de erudicion, que una vez resueltos, dejan á la humanidad tal como la encontraron, sin un átomo más de prudencia y de sabiduría! Porque solamente sabe leer la historia quien observando la influencia que las circunstancias ejercen sobre las pasiones y las ideas de los hombres, y cómo el vicio se toma muchas veces por la virtud y la paradoja por el axioma, aprende á distinguir en la naturaleza humana lo que es accidental y pasajero de lo esencial y permanente.

Ninguna historia puede sugerir, en órden á este punto, reflexiones más interesantes que la de las repúblicas Toscana y Lombarda. El carácter de un hombre de Estado italiano de aquel entonces, parece á primera vista un conjunto absurdo de contradicciones, fantasma tan monstruoso como la portera del infierno de Milton, mitad diosa, mitad serpiente, majestuoso y grande en la parte superior, bajo, rastrero y ponzoñoso en la inferior del cuerpo: hombre cuyus pensamientos y palabras no guardan relacion entre si; que nunca vacila en prestar un juramento para mejor seducir y engañar mejor, y que no pierde jamás la ocasion de quebrantarlo, si así le conviene, ni le faltan los pretextos para hacerlo y justificarlo; cuyas crueldades tienen por principio, no el fuego de la pasion ó la demencia que produce el ejercicio de un poder sin límiles, sino profundas y frias y calculadas combinaciones; cuyas pasiones, como tropas veteranas y aguerridas, son impetuosas por disciplina, y nunca olvidan en lo más recio de la lucha, cuando parecen desencadenarse con mayor impetu y furia más incontrastable, la táctica á que se hallan sometidas; cuyos proyectos de ambicion, por más vastos y complicados que sean, quedan ocultos siempre en la impenetrable calma de su somblante y en la serenidad de su lenguaje, de singular moderacion filosófica; cuyo corazon se halla devorado por el odio y la venganza, sin que por eso dejen sus ojos de mirar tranquilos, ni sus ademanes de ser afables y afectuosos de una manera familiar; cuyos designios no se revelan hasta despues de realizados, y cuyo rostro permanece sereno, y cuyos discursos son corteses hasta el dia que la vigilancia se duerme, 6 el adversario se descubre, ó se presenta la ocasion de hacer un tiro certero, y entonces da el golpe único, primero y último á un tiempo. En cuanto al valor militar, orgullo del pesado y torpe aleman, del frívolo y hablador frances, del arrogante y caballeresco español, ni lo tiene ni lo estima. Evita el peligro, no porque sea insensible á la vergüenza y al decoro, sino porque en la sociedad en que vive la cobardía ha dejado de ser ignominiosa. Causar el daño francamente no es ménos culpable á sus ojos, siendo ménos útil, que hacerlo encubierta y secretamente, siendo para él los medios más honrados los más seguros, los más prontos, los más tenebrosos. No comprende que se dude en engañar á los que no se vacila en destruir, y se tendria por necio si declarase abiertamente la guerra á un rival á quien pudiese asesinar dándole un abrazo ó envenenar en una hostia consagrada.

Y, sin embargo, ese hombre inoculado de todos los vicios que reputamos por más odiosos: traidor, falso, cobarde, perjuro, asesino, se encuentra al propio tiempo en posesion de las virtudes que consideramos como indicio seguro de la más superior elevacion de carácter. Los bárbaros guerreros que en el campo de batalla y en la brecha no tenian rival, eran muy inferiores á los italianos en valor cívico, en perseverancia y en presencia de ánimo, porque los mismos peligros que procuraban evitar siempre con prudencia pusilánime, no turbaban jamás la serenidad de su juicio, ni paralizaban su inventiva, ní arrancaban por sorpresa un secreto á su lengua, siempre muda, y á su frente impenetrable. Pero si como enemigo era peligroso, y más aún como cómplice, podia ser, no obstante, integro y justo magistrado, porque al propio tiempo que su política era profundamente inicua, poseia en alto grado la nocion de la equidad en el fondo de su alma; era indiferente á la verdad en los asuntos de la vida, pero la buscaba con afan en las meditaciones especulativas, y no era cruel por instinto. La susceptibilidad de sus nervios y la actividad de su imaginacion lo inclinaban à participar de las entociones de los demas y á tener su mayor recreo en los goces delicados de la vida social; y aunque descondia á cada momento á cometer acciones que llevan consigo el sello de la perversion, poseia en toda su plenitud el gusto de cuanto la naturaleza ó la moral ofrecen de más sublime, de cuanto es más bello y elevado en el órden intelectual. El hábito de las intrigas, en cierto modo mezquinas, y del disimulo, habria podido tornarlo, tal vez, incapaz de los grandes pensamientos y de las ideas generalizadoras si la influencia de sus estudios filosóficos no hubiera neutralizado los efectos de esta tendencia á empequeñecerlo todo. Así es que la imaginacion, la elocuencia, la poesía y las bellas artes constituian su mayor encanto, y en cambio recibian de él proteccion generosa y discreta con mano liberal y seguro criterio. Los retratos de los italianos de más cuenta de aquella época se hallan en perfecta relacion con lo que dejamos apuntado, y que puede llamarse su retrato moral: frentes anchas y majestuosas; cejas pronunciadas y negras, que no se fruncen nunca; ojos cuya mirada llena y tranquila nada dice y parecen verlo todo; mejillas pálidas con el esfuerzo de la meditacion y á efecto de la vida sedentaria; labios de femenil delicadeza, comprimidos con firmeza más que varonil; rasgos todos que indican hombres emprendedores y tímidos á la vez, tan hábiles para penetrar los propósitos más secretos de los demas como para encubrir los propios; enemigos formidables y amigos poco seguros; mas al propio tiempo de carácter benigno y justo, y de inteligencia tan grande y sutil, que así los hacía eminentes en la vida activa como en la contemplativa, y tan aptos para gobernar á la humanidad como para instruirla.

Cada época y cada pueblo tienen ciertos vicios característicos, que predominan casi universalmente, que con dificultad y empacho se confiesan, y que los más rígidos moralislas no censuran sino es de una manera débil. Las generaciones que se suceden cambian de moda de moral como cambian de moda de vestir, y al tomar bajo su proteccion nuevos estilos de perversidad, se admiran y como que se espantan de la depravacion de sus antepasados. Aún bay más: la posteridad, ese tribunal supremo de apelacion que en todo momento encarece la rectitud y la excelencia de sus fallos, ejerce su ministerio en estas circunstancias como los dictadores romanos despues de las sediciones, porque, hallando que los delincuentes son demasiado numerosos para castigarlos á todos, coge á la ventura una parte de ellos y descarga sobre sus cabezas el peso de su venganza, sin advertir que aquellos pocos no son más culpados que los demas que salvan libres. No tratamos de averiguar si el diezmar os un modo de castigo eflcaz en la milicia; pero sí protestamos contra su introduccion en la filosofía de la historia.

En el caso de que se trata le ha tocado la suerte á Maquiavelo, hombre cuya conducta pública fué leal y honrada, cuya moralidad, si difiere de la de sus contemporáneos, es porque era mejor, y cuya única falla ha sido la de haber expuesto más claramente y expresado con más energía que otro alguno las máximas que se profesaban en su época y que habia adoptado.

Dicho esto en favor de Maquiavelo y de su carácter personal, pasemos al exámen de sus obras, comenzando por las literarias.

Como poeta no tiene derecho Maquiavelo á ocupar un lugar preferente; pero como autor dramático merece ser estudiado con alencion. Su Mandragora, por ejemplo, es superior á las mejores obras de Goldoni, y no es inferior sino á las mejores de Molière, y demuestra que si su autor se hubiera consagrado al drama, habria probablemente alcanzado la cúspide del arte, logrando ejercer influencia duradera y saludable en el gusto nacional. Esta opinion la fundamos antes sobre el género que sobre la medida de su mérito, porque si bien hay obras que indican más feliz ingenio y que se leen con más placer, no es ménos cierto que nos dejan diferente impresion en el ánimo. Los libros que carecen de valor no causan daño alguno á las letras, y el signo más evidente de la decadencia de un arte es la reproduccion, no tanto de ciertas faltas de mal gusto, como de ciertas bellezas fuera de lugar; así puede afirmarse en tésis general que la elocuencia corrompe la tragedia, del propio modo que el ingenio corrompe la comedia.

El fin verdadero del drama es poner de relieve los caracteres de la naturaleza humana. No es esta una ley arbitraria á nuestros ojos, que deba su origen à un concurso de circunstancias locales 6 temporales, como las que fijan el número de actos que debe tener una obra ó el de sílabas que debe tener un verso determinado, sino que toda regla se halla subordinada á esta ley fundamental. Por eso las situaciones que permiten mejor el desarrollo de los caracteres, dan por resultado los mejores dramas, y la lengua natural de las pasiones el mejor estilo. Bien comprendido este principio, no veda al poeta ningun génoro de composicion, porque no hay estilo en el cual, dadas ciertas circunstancias, no pueda expresarse el hombre; que no hay estilo que reebace el drama, ni estilo que en determinada ocasion no exija, y todo consiste en que el autor sepa aplicarlo en tiempo y lugar debidos, poniendo las palabras en koca del personaje que ha de hablar, no de otro; discernimiento que no tienen los artistas de un órden secundario.

La rapsodia fantástica de Mercutio y la declamacion trabajada de Antonio son naturales, agradables y producen efecto allí donde Shakspeare las ha colocado; pero Dryden hubiera puesto en boca de Mercutio, cuando desafia á Tybalt, hipérboles tan fantásticas como las que emplea para describir el carro de Mab, y Corneille nos hubiera representado á Antonio reprendiendo y lísonjeando á Cleopatra con la elocuencia mesurada de una oracion fúnebre.

Nadie ha causado más daño a la comedia inglesa que Congreve y Sheridan. Ambos eran, sin embargo, escritores de imaginacion brillante y de buen gusto literario; pero todos sus caracteres están hechos á su imágen y semejanza por desgracia. De aqui que sus obras se parezcan al verdadero drama como un trasparente se parece à un cuadro. Faltan los toques delicados y los tonos imperceptiblemente desvanecidos que se funden de una manera insensible, dulce, suave en otros tonos: todo brilla de igual modo. Los contornos y las tintas se olvidan en medio de la luz deslumbradora que ilumina el conjunto. Las flores y los frutos del ingenio abundan en ellas, pero es con la abundancia de una selva de América, no de un jardin cultivado; abundancia insalubre, que marea y trastorna con el exceso de su perfume. Todos sus fatuos, sus rústicos y sus lacayos son hombres de ingenio agudo, y lo propio acontece con sus burlados y burladores que eclipsan á fuerza de discreteos al hotel Rambuillet. Para demostrar cuán erróneo es en su conjunto el sistema de esa escuela, basta emplear el procedimiento que hizo desaparecer el encanto de Florimel, poner la verdadera Talia enfrente de la falsa, oponer los caracteres más célebres, trazados por los escritores de que hablamos, el bastardo en El rey Juan, ó la nodriza en Romeo y Julieta. No por falta de imaginacion adoptó Shakspeare manera diferente. Benedick y Beatrice dejan en la oscuridad á Mirabel y Millamant, y sólo en el papel de Falstaff se pudieran suprimir, sin daño del conjunto, cuantas frases felices se pronuncian en las alegres casas de Absolute y de Surface. Este fecundo ingenio hubiera podido fácilmente dotar á Bardolph y á Shallow de tan superior criterio como al principe Hall, y sembrar de brillantes epigramaş las discusiones de Dogberry y de Verges; pero sabia que tal prodigalidad «iria derechamente contra el objeto de la comedia,» para servirnos de sus propias admirables palabras, «el cual, ántes como ahora, ha servido y sirve, por decirlo así, para poner delante de la naturaleza un espejo en que se mire.»

Esta digresion servirá á nuestros lectores para que comprendan mejor lo que entendemos cuando decimos que Maquiavelo demostró en la Mandragora que conocía perfectamente la naturaleza del arte dramático, y poseia facultades que le hubieran permilido brillar en él. Porque merced å su pintura vigorosa y correcta de la naturaleza humana, sabe producir interes sin necesidad de intrigas hábiles ó agradables, y hacer reir sin apelar á recursos de ingenio. El amante que no es delicado ni generoso, y su consejero, el parásito, se hallan bien trazados y con singular viveza; el confesor hipócrita es un retrato admirable, y ha servido de original, á nuestro parecer, al padre Domingo, el mejor de los caracleres cómicos de Dryden, y Nicias es el gran tipo de la obra. No recordamos nada mejor. Las necedades que Molière cubre de ridiculo son las de la afectacion, no de la fatuidad; su galeria se compone de necios y de pedantes, no de verdaderos tontos: en cambio, Shakspeare ofrece una coleccion incomparable de esta clase de sujetos; pero, si no recordamos mal, en su museo no se halla la variedad de la especie de que hablamos. Shallow es un tonto; mas su viveza natural reemplaza en cierto modo la falta de criterio; su conversacion es á la de sir John lo que el agua de Seltz al vino de Champagne; liene la efervescencia, pero le falta el cuerpo y el aroma: Slender y sir Andrew Aguecheek, son dos tontos tambien, pero que tienen un vago presentimiento de su tonteria; presentimiento que hace al primero desmañado, torpe y testarudo, y al segundo bondadoso y humilde: Cloten es un tonto altanero; Osric, fatuo, y Ajax, bárbaro; pero el Nicias de Maquiavelo, como Patroclo al decir de Thersites, es un tonto, lisa y llanamente tonto. Nada noble, digno, enérgico ni vigoroso tiene cabida en su alma, que recibe todas las impresiones posibles de todas las cosas imaginables sin que dejen rastro en ella; el aspecto de esta manera de camaleon varía, no por efecto de las pasiones, sino por unos como vislumbres y tornasoles de pasiones, débiles y fugaces por extremo; su alegría, como su miedo, como su orgullo, como su amor, son ficticios y van los unos en pos de los otros deslizándose rápidamente como sombras que patinan sobre hielo y que se desvanecen en el punto mismo que las vemos. Es, en una palabra, lo necesariamente tonto para excitar, no la piedad ni la repulsion, sino el ridículo. Se parece algo al desdichado de Calandrino, cuyas aventuras, referidas por Bocaccio, han hecho reir durante cuatro siglos á la Europa entera; y tiene semejanza tambien con Simon de Villa, á quien Bruno y Bufalmacco prometen el amor de la condesa Civillari, porque, como Simon, pertenece á una clase ilustrada, y la dignidad con que lleva la toga y los distintivos de doctor hacen sus dislates y sus necedades infinitamente más grotescos. El antiguo lenguaje toscano se presta de una manera admirable á los discursos de este personaje, porque su gran sencillez imprime al razonamiento más sólido y claro un sello de infantil naturalidad y sencillez agradable siempre, pero que además predisponen á la risa á los oyentes extranjeros. Los héroes y los hombres de Estado parece como que balbucean cuando se expresan así, y en cuanto á Nicias, acrecienta la necedad de sus discursos, haciéndolos más necios aún.

Añadiremos que los versos de que se halla salpicada la Mandragora nos parecen ser de lo más correcto y animado que Maquiavelo ha hecho en este género, y que asi lo entendia él mismo, puesto que de alli tomó no pocos para intercalarlos en otras de sus obras. Sus contemporáneos hicieron merecida justicia al mérito de la Mandragora, que se representó en Florencia con éxito extraordinario, y en Roma por mandato de Leon X, que se contaba en el número de sus admiradores[5].

La Clizia es una imitacion de la Casina de Plauto, la cual, á su vez, es imitacion de los Χληρούμέυα de Difilo, perdidos para nosotros. Plauto es incontestablemente uno de los mejores autores latinos; pero no es la Casina la mejor de sus obras, ni ofrece grandes facilidades á un imitador, y su intriga es tan extraña á los hábitos de la vida moderna como ta manera de su desarrollo lo es á las reglas de la moderna composicion. El amante permanece en el campo y la heroína en su casa durante toda la accion, dejando ambos que decidan de su suerte un padre imbécil, una madre hipócrita y unos criados corrompidos. Maquiavelo, sin embargo, dió cima á su obra dando prueba de buen gusto y recto juicio, adaptando la intriga á un estado social diferente, y enlazándolo con habilidad á la historia de su propio tiempo. La relacion de la burla hecha al cócora enamorado tiene mucha gracia, y es muy superior al pasaje correspondiente de la comedia latina, cediendo apenas á la descripcion que hace Falstaff de su zambullida.

Otras dos comedias sin titulo, una en prosa y otra en verso, se cuentan entre las obras de Maquiavelo: la primera es muy corta, y aunque bastante animada, carece de verdadero mérito; la segunda, se nos antoja que no es auténtica, pues ni sus méritos ni sus defectos recuerdan al célebre autor: se imprimió por primera vez el año de 1796 con arreglo á un manuscrito descubierto en la célebre librería de los Strozzi, y se asegura que su autenticidad no descansaba sino es en la semejanza de la letra. Es parte á confirmar nuestras sospechas que el manuserito contenia igualmente una relacion de la peste de 1527; documento que se añadió por esta circunstancia á las obras de Maquiavelo, sin advertir que no hay nada en él que autorice á sospechar siquiera que el autor del Principe cometiese obra tan delestable en el fondo y en la forma. La narracion, las reflexiones, las invectivas, las burlas, las quejas y lamentos que contiene todo el discurso son de la peor escuela, vulgares y afectadas; verdaderos harapos de prenderia literaria, propios de un mal aprendiz, pero no de un hombre de Estado eminente, cuyas producciones se hacen notar por la virilidad del estilo y de la idea. No es posible, pues, ni aun suponer que Maquiavelo á los sesenta años de edad y en la plenitud de su fuerza intelectual incurriera en semejante puerilidad.

La novelita de Belfegor está bien trazada y mejor escrita; pero la extravagancia de la sátira perjudica en cierto modo al efecto del conjunto. Maquiavelo no era nada feliz en su casa, y en su deseo de vengarse y de vengar al propio tiempo à sus compañeros de infortunio, se dejó llevar más lejos de lo que consienten las licencias de la ficcion. Jonson parece haber combinado algunos detalles de esta novela con otros tomados del Bocaccio, para formar la trama de su obra titulada The Devil is an Ass; la cual, aunque carece de los toques y perfiles que hacen tan perfectas sus demas composiciones, tal vez sea su produccion más ingeniosa y feliz.

La correspondencia política de Maquiavelo, sucada por primera vez á luz en 1767, es indudablemente auténtica y preciosa por extremo. Las deplorables circunstancias en que se halló colocada su patria durante gran parte de su vida pública, eran muy ocasionadas á desarrollar de una manera extraordinaria los talentos diplomáticos. A contar desde el dia en que Cárlos VIII descendió de los Alpes, el carácter de la política italiana cambió por completo; los gobiernos de la Peninsula cesaron de formar un sistema independiente, y arrastrados fuera de su antigua órbita por la atraccion poderosa de los cuerpos superiores que se acercaban á ellos, se trasformaron en satélites de la Francia y de la España. La influencia extranjera decidió sus querellas, así dentro como fuera del país; los intereses de las facciones rivales se discutian y ventilaban, no en la sala del Senado ni en la plaza pública, sino es en el gabinete de Luis de Francia ó de Fernando el Católico, y en tales circunstancias la prosperidad de los Estados italianos antes dependia de la habilidad de sus agentes en el extranjero, que no de la conducta de los que se hallaban encargados de su administracion y régimen interior. Los embajadores de aquel tiempo tenian que cumplir obligaciones más dificiles y delicadas que la de cambiar reverencias, canjear cruces y placas y ofrecer á sus colegas el homenaje de su distinguida consideracion, porque eran defensores vigilantes de los intereses más caros de la patria, y espías revestidos de carácter inviolable, que, en vez de circunscribirse á emplear maneras corteses y circunspectas y estilo ambiguo para sostener la dignidad de sus comitentes, debian empeñarse en todas las intrigas de la corte en que resídian, descubrir y fomentar todas las flaquezas del príncipe y las del valido que lo gobernaba, y las del ayuda de cámara del valido, y las de la favorita, sin olvidar al confesor, y halagar y suplicar, y reir y llorar, y acomodarse á todos los caprichos y á todas las exigencias, y calmar todas las sospechas, y recoger todos los rumores, y hacer todos los oficios y todas las cosas, y observarlo todo y soportarlo. Tales eran los tiempos que hacian necesario á los sagaces políticos italianos el ejercicio de todas sus facultades y aptitudes para servir á su patria.

Maquiavelo desempeñó varias veces tan difíciles comisiones: una en la corte del rey de los romanos, otra en la del duque de Valentinois, dos en la de Roma y tres en la de Francia, cumpliendo su cometido en todas ellas, y en algunas otras de menos importancia, con grande habilidad. Sus despachos forman una de las colecciones más instructivas que puedan leerse: las relaciones de los sucesos que narran son claras y están escritas con feliz facilidad; las observaciones sobre los hombres y las cosas rebosan de ingenio y de buen juicio; las conversaciones se reproducen con vigor y rapidez, de tal manera todo ello, que, repasando su correspondencia, vemos y hablamos con los hombres que durante veinte años, henchidos de grandes sucesos, imperaron sobre los destinos de la Europa; presenciamos los arranques más felices de su ingenio y sus mayores locuras, sus accesos de alegría y de mal humor, y oimos sus pláticas íntimas y estudiamos sus más familiares actitudes. Merced á ella, vemos en circunstancias que escapan á la investigacion del historiador, las débiles violencias y los inútiles ardides de Luis XII; la medianía de Maximiliano, agitado siempre de comezon de nombradía, audaz y tímido á un tiempo, inconstante y obstinado, presuroso siempre y llegando siempre tarde; la cruel y altanera energia de Julio II, y las maneras distinguidas é insinuantes que tan bien cubrian la insaciable ambicion y el odio inmenso é implacable de César Borgia.

Hemos pronunciado el nombre de César Borgia, y no es posible pasar adelante sin consagrar un momento siquiera de atencion al hombre en quien se personificó tan vigorosamente la moralidad política de la Italia, unida á ciertos rasgos severos, propios del carácter español. Dos veces lo vió Maquiavelo en dos momentos importantes por extremo: una, cuando su incomparable perversidad acababa de alcanzar la victoria más brillante de su vida, en ocasion que hacía caer en el mismo lazo y acababa del mismo golpe á sus más formidables rivales; y otra, cuando abatido por cruel dolencia, y humillado bajo el peso de inmensos infortunios, que jamás hubiera sido parte á evitar la más previsora prudencia humana, estaba prisionero del más encarnizado enemigo de su casa. Estas entrevistas entre el más grande hombre de Estado especulativo y el más grande hombre de Estado práctico del siglo, se hallan descritas con extension y menudos detalles en la correspondencia de Maquiavelo, y constituyen su parte más interesante. Fundándose en algunos pasajes del Principe, y, tal vez, en vàgos rumores y tradiciones no más sólidamente establecidas, ciertos escritores han supuesto que existian entre ambos vínculos de amistad más fotimos y estrechos de lo que fueron, llegando por esta causa à suponer al secretario florentino inspirador de los crímenés del hábil y feroz tirano. Está probado, sin embargo, con documentos oficiales, que sus relaciones, amistosas en apariencia, fueron hostiles en realidad, lo cual no quita que Maquiavelo quedara sorprendido y como maravillado de las dotes de César Borgia; y en sus escritos sobre el gobierno se advierten las señales de la impresion que produjeron en él, así el carácter singular como la suerte igualmente singular del hombre que, á pesar de las inmensas dificultades que se opusieron en su camino, realizó tan grandes cosas; que hastiado de los goces, y no hallando ya en su infinita variedad y muchedumbre estímulo eficaz que satisfaciera el hastio de sus sentidos, buscó y halló placer más duradero y vehemente en la pasion del dominio y de la venganza; que abandonó el lujo indolente y muelle de la púrpura romana para trasformarse en el primer principe y en el primer general de su siglo; que habiéndose desarrollado en la más pacifica de las profesiones, supo formar un ejército valiente con las heces de un pueblo no nada guerrero; que despues de conquistar la soberanía destruyando sus enemigos, adquirió popularidad destruyendo sus instrumentos; que empleó en realizar los planes más benéficos el poder que conquistó por los medios más atroces; que no toleró en la órbita de su incontrastable despotismo más bandido ni más opresor que él, y que cayó, al fin, en medio de las maldiciones y de las lágrimas de un pueblo que asombró con su genio, y al que hubiera podido salvar. Entre los crímenes de César Borgia los hay que nos parecen más odiosos que todos los demas, pero que, por las razones ya expuestas ántes, no excitarian el mismo sentimiento entre los italianos del siglo XV. El patriotismo pudo tambien inducir á Maquiavelo à consagrar un recuerdo de indulgencia y dolor á la memoria del único hombre que bubiera logrado defender la independencia de Italia contra los foragidos confederados de Cambray.

Esta causa era la que más hondas raíces tenía en el corazon de Maquiavelo. A decir verdad, todos los hombres eminentes de Italia soñaban con la expulsion de los tiranos extranjeros, y la vuelta del siglo de oro que precedió la invasion de Cárlos VIII. Esta manera de vision sedujo el espíritu poderoso, pero mal dirigido, de Julio II; compartió con los manuscritos y las salsas, y los artistas y los alcones la atencion del frívolo Leon X; inspiró la generosa traicion de Morone; dió pasajera energia al ánimo y al euerpo, harto débiles ya, del último Sforza, é infundió por un espacio, aunque breve, cierta honrada ambicion en el alma pérfida de Pescara. Como la ferocidad y la insolencia no se contaban en el catálago de los vicios nacionales, el código moral de los italianos juzgaba con sobrada indulgencia las crueldades inteligentes de los políticos que con un in grande y patriótico se cometían, haciendo sus víctimas en personajes de cuenta. Pero, si bien recurrían á las veces á procedimientos bárbaros como medio de resistencia, les repugnaban tanto como los feroces extranjeros que parecian derramar la sangre italiana por placer, y que no satisfechos con subyugar, se gozaban destruyendo con alegría diabólica ciudades magníficas, y matando enemigos que pedian cuartel, ó asfixiando á centenares per sonas inermes en las mismas cuevas donde se habian guarecido huyendo de su furia. Tales eran las crueldades que cada dia excitaban el terror y el odio de un pueblo en el cual ántes nunca tuvo que temer el soldado en la guerra sino es la pérdida de su caballo y el precio de su rescate; pero la intemperancia grosera de los suizos, la sórdida avaricia de los españoles, la licencia brutal de los franceses que no respetaba ni la hospitalidad, ni la decencia, ni el amor mismo; la despiadada inhumanidad comun à todos los invasores, infundieron á los habitantes de la Peninsula mortal aversion al extranjero.

Sus riquezas, acumuladas durante siglos de prosperidad, desaparecian á ojos vistas. La superioridad intelectual del pueblo oprimido le hacía más insoportable aún y más humillante su degradacion política. La literatura y el buen gusto cubrian todavía los estragos de un mal incurable con un manto de púrpura: el hierro no habia penetrado aún hasta el corazon, ni llegado la hora de amordazar la elocuencia y de vendar los ojos á la razon, y de que el poeta colgara su arpa en los sauces del Arno, y el artista condenara su diestra á la inmovilidad; pero ya podian advertirse los signos precursores de la caida, ya se dejaba entrever que el genio y la ciencia no vivirían mucho más que el estado de cosas que los produjo, y que los grandes hombres cuya gloria daba tanto brillo á la época, formados bajo la influencia bienhechora de dias más venturosos, no dejarian en pos de sí quien recogiera su herencia y la aumentara; que los siglos mejores de la historia literaria no son siempre aquellos á los cuales debe más gratitud el humano espíritu. Fácil es persuadirse de esta verdad comparando la generacion que les sigue con la que les ha precedido, y teniendo en memoria que los primeros frutos que se recogen durante un período de mal régimen, nacen, á las veces, de la semilla esparcida en uno bueno: asi aconteció en cierto modo en el siglo de Augusto, y así tambien sucedió en el de Rafael y del Ariosto, de Aldo y de Vida.

Maquiavelo deploraba las desgracias de su patria y discernia claramente la causa y el remedio. Y como el sistema militar del pueblo italiano habia extinguido su valor y su disciplina, y convertido sus tesoros en cebo asequible à todos los expoliadores extranjeros, Maquiavelo formó el proyecto, que así hace honor á su corazon como á su inteligencia, de abolir las tropas mercenarias, organizando una manera de milicia ciudadana. Los esfuerzos que hizo para lograr este objeto, verdaderamente grande, bastarian por sí solos para poner su nombre al abrigo de la maledicencia. Porque, pacifico por hábito, por temperamento y por la indole de sus ocupaciones, estudió con la mayor asiduidad la teoría de la guerra y se penetró de sus menores detailes, haciendo adoptar sus miras al gobierno de Florencia, el cual nombró un Consejo de guerra y dispuso lo necesario à la realizacion de su proyecto. El infatigable ministro recorrió todo el país para vigilar y presidir por sí mismo la ejecucion de sus planes. El momento era el mejor, bajo muchos aspectos, al ensayo: el sistema de la táctica militar habia sufrido una gran revolucion: la caballería no se consideraba ya como la fuerza principal de los ejércitos, y comenzaba á creerse con razon que el tiempo que un ciudadano podia distraer de sus habituales ocupaciones, con ser bastante á formar un buen soldado de infanteria, no lo era para familiarizarlo en el ejercicio y prácticas de un jinete. El temor del yugo extranjero, del pillaje, de la matanza y del incendio hubiera podido vencer la aversion que contra la carrera de las armas engendra en general la industria y la holganza de las grandes ciudades, porque la medida dió buen resultado, conduciéndose las nuevas tropas en el campo de batalla de una manera tan digna, que Maquiavelo contemplaba con orgullo el éxito de sus planes y comenzaba á esperar que las armas italianas podrían hacer huir á los bárbaros del Ebro y del Rhin; pero subió la marea mucho ántes de que las compuertas se cerraran. A decir verdad, por espacio de algun tiempo, Florencia vivió tranquila y feliz; pero el hambre, la peste y la guerra, el más cruel de los azotes, asolaron las fértiles llanuras y las poderosas ciudades que riega el Pó; todas las maldiciones fulminadas contra Tiro parecian haber caido sobre Venecia, cuya desolacion lloraban sus hijos, creyendo llegado el dia en que las algas flotarian á lo largo del Rialto silencioso, y los pescadores tenderian á secar sus redes en el desierto arsenal; Nápolos habia sido conquistada y vuelta á ganar cuatro veces consecutivas por caudillos avaros de sus despojos, y Florencia misma tenía que sufrir aún la degradacion y el robo, que someterse á poderes extraños, que rescatar á un precio enorme lo que le pertenecia legítimamente, que mostrarse reconocida à quien la despojaba de lo suyo, y que disculparse hasta del daño que te hacian, viéndose privada de la gratitud que merecia su infame y vil reposo, y perdiendo, al fin, al mismo tiempo, sus instituciones civiles y militares. Los Médicis volvieron de su larga expatriacion à la grupa de invasores extranjeros; y la política de Maquiavelo se abandonó, y la pobreza, y la cárcel, y la tortura se encargaron de premiar pródigamente los servicios que habia prestado á su patria.

Despues de su caida, el grande hombre prosiguió su proyecto con infatigable ardor, y con el objeto de contestar á varias objeciones populares y de refutar algunos errores, á la sazon muy acreditados, en órden á la ciencia militar, escribió sus siete libros sobre el arte de la guerra. Esta obra excelente está escrita en forma de diálogo: las opiniones del autor se ponen en boca de Fabricio Colonna, señor de los Estados pontificios, y soldado de cuenta al servicio del rey de España. Colonna visita á Florencia al regreso de Lombardía para volver á su casa, y encuentra á varios de sus amigos en la de Cosimo Ruccellai, jóven amable y distinguido, cuyo fin prematuro deplora Maquiavelo amargamente. Despues de un festin espléndido van los convidados á refugiarse à un bosquecillo del jardin para evitar el calor; Fabricio echa de ver algunas plantas raras; Cosime le contesta que si bien lo son en los tiempos modernos, los autores clásicos tratan de ellas con frecuencia, y que su abuelo, como otros muchos italianos, se divertia poniendo en práctica los antiguos sistemas de jardineria. Fabricio deplora que las personas que intentan imitar las costumbres de lus antiguos romanos escojan aquellas ocupaciones más frívolas, y esto da origen á una conversacion sobre la decadencia de la disciplina militar y los mejores medios de restablecerla, defendiéndose en el diálogo la institucion de la milicia florentina y proponiéndose diferentes mejoras de un órden secundario.

Gozaban entonces los españoles y les suizos fama de ser los mejores soldados de Europa. Los suizos iban armados de lanzas, y semejaban mucho en esto á las falanges griegas, y los españoles, como en otro tiempo los soldados de Roma, traian espada y escudo. Las victorias de Flaminio y de Paulo Emilio sobre los reyes macedonios, parecen demostrar la superioridad de las armas empleadas por las legiones, é idéntico ensayo habia tenido idéntico resultado en la batalla de Rávena, uno de esos dias nefastos en que la locura y la maldad de los hombres acumularon todos los estragos. En aquel conflicto memorable, la infantería de Aragon, los antiguos compañeros de Gonzalo de Córdova, abandonados de sus auxiliares, se abrieron paso por entre las lanzas imperiales, é hicieron una retirada en órden perfecto frente à la gendarmeria de Foix y á la célebre artilleria de Este. Fabrício Colonna, ó, mejor dicho, Maquiavelo, propone que se combinen los dos sistemas, armando de picas las primeras filas para rechazar la caballería, y las demas de espada, arma útil á cualquiera otro uso. En toda la obra no cesa el autor de expresar su admiracion por la cien.

cia militar de los antiguos romanos y su gran menosprecio por las máximas que se hallaban más en boga entre los militares italianos de la generacion precedente. Prefiere la infantería á la caballería y los campos atrincherados á las plazas fuertes; se muestra dispuesto á reemplazar las lentas y flojas operaciones de sus compatriotas por movimientos rápidos y choques decisivos; y da poca importancia á la invencion de la pólvora, tan poca, que le quita influencia en el armamento y en la táctica militar.

A decir verdad, el testimonio de los historiadores contemporáneos parece probar que la artillería de entonces, mal construida y peor manejada, si bien era útil en los sitios, servía de poco en los campos de batalla.

No scremos osados á emitir nuestra opinion 80bre la táctica de Maquiavelo; pero entendemos que su libro rebosa de mérito y de interes, y que á título de comentario sobre la historia de su tiempo, es inapreciable. Por lo demas, la delicadeza, la gracia y la claridad de su estilo, la elocuencia y la animacion de algunos trozos, deben ser agradables á los lectores que, sin mostrar interes por el arte militar, alienden á las bellezas de la forma literaria, que tanto seducen y cautivan el ánimo.

El Príncipe y los Comentarios sobre Tito Livio fueron escritos despues de la caída del gobierno republicano, y el primero, dedicado al jóven Lorenzo de Médicis; circunstancia que parece haber indignado á los contemporáneos del autor, áun más que las doctrinas vertidas en la obra, y que, andando el tiempo, la hicieron detestar de las gentes, porque creyeron ver en ella la prueba de una apostasía política. Sin embargo de esto, lo que parece cierto y averiguado, es que, desesperando Maquiavelo de la libertad de Florencia, se mostró dispuesto á sostener á cualquiera gobierno que reuniese las circunstancias necesarias á garantizar su independencia. El intervalo que separaba la democracia del despotismo, á Soderini de Lorenzo, parecía desaparecer cuando se le comparaba con la diferencia que existia entre el antiguo estado y el presente de la Italia, entre la seguridad, la opulencia, el reposo de que disfrutó bajo el gobierno nacional, y la miseria en que se hallaba sumergida desde la hora tristemente memorable en que bajó de los Alpes el primer tirano extranjero. La noble y patética exbortacion que se les al final del Principe, demuestra cuánto conmovia esta idea el ánimo de su autor.

El Principe es la historia de un hombre ambicioso, y los Comentarios & Discursos la de un pueblo que adolece de idéntico mal; y los principios que sirven para explicar en el primero la elevacion de un individuo, se aplican en el segundo á la mayor duracion y á los intereses más complexos de una sociedad. Un hombre de Estado moderno podrá encontrar pueril la forma de los discursos. En realdad, Tito Livio no es un historiador fidedigno, en cuyas afirmaciones podamos creer implicitamente, áun en aquellos casos respecto de los cuales debiera estar bien informado. La primera década, única de que se ocupa Maquiavelo, apénas merece más crédito que la crónica inglesa de los reyes bretones que gobernaban antes de la invasion de los romanos. Bueno es añadir que el comentador no ha tomado de Tito Livio sino es un corto número de textos, que así hubiera podido extractar de la Vulgata ó del Decameron, y que todos los pensamientos son originales.

Ya hemos expuesto extensamente nuestro parecer en órden al género de inmoralidad que ha hecho impopular al Principe, y que en proporciones casi iguales se halla en los Discursos. Hemos intentado demostrar que ánles procedia de la época que no del hombre, que era una corrupcion parcial, no prueba de perversion total. Sin embargo, no podemos negar que ha sido enojosa empresa, y que merma mucho el placer que podrian procurar sus obras á los hombres peritos en estas materias.

No es posible imaginar inteligencia más sana y vigorosamente constituida que la de Maquiavelo.

Las cualidades del hombre de Estado práctico y del hombre de Estado contemplativo se hallan evidentemente reunidas en él con singular y perfecta armonia; que su habilidad en el detalle de los negocios no se habia desarrollado á costa de sus facultades generales. No decimos con esto que su ima ginacion fuera ménos vasta; queremos decir que sus meditaciones eran más correctas y que poseian en alto grado el carácter vivo y práctico que las diferencia tanto de las vagas teorías de la mayor parte de los filósofos políticos.

Cuantos conocen el mundo saben que nada es más inútil que las máximas generales: si son morales, son buenas para darlas como muestra de escribir en las escuelas gratuitas; si son à la manera de las de La Rochefoucauld, podrán servir de muy excelentes epigrafes á los ensayos; mas es lo cierto que entre todos los apotegmas que se han hecho desde la época de los siete sabios de Grecia hasta la del pobre Richard, hay pocos que hayan sido parte á evitar una sola necedad. Sin embargo de esto, rendiremos á los preceptos de Maquiavelo el más grande y raro de los elogios, diciendo que pueden servir de regla de conducta con mucha fre cuencia, no porque sean más exactos y profundos que los de otros autores, sino porque pueden aplicarse más fácilmente á los problemas de la vida real.

Se advierten errores en estas obras; pero son los errores que un escritor, en la situacion de Maquiavelo, no podia evitar fácilmente, y provienen de un solo defecto que nos parece existir en todo su sistema; error que consiste en que sus planes políticos más demuestran madurez de reflexion en los medios que en los resultados, y de aquí que no haya establecido nunca con bastante claridad que las sociedades y las leyes no existen sino es con el objeto de acrecentar el bien y la felicidad individuales, y que parezca que haya tenido en cuenta el bien social, independientemente del bien de los individuos que forman la colectividad, y á las veces á su costa. Este es, sin duda, de todos los errores políticos el que ha causado más daño y extendido más su estrago.

En las pequeñas repúblicas de Grecia, el estado de la sociedad, la estrecha union, la dependencia mutua de los ciudadanos y la severidad de las leyes de guerra, tendían á fortificar opiniones que nadie osaria condenar en tales circunstancias, hallándose, como lo estaban, los intereses de cada individuo ligados intimamente á los del Estado. Porque las invasiones destruian sus cosechas, los arrojaban de sus casas y los forzaban à soportar todos los rigores de la vida militar, y los tratados de paz les restituian la seguridad y el bienestar; las victorias duplicaban el número de sus esclavos, y las derrotas podian convertirlos á su vez en siervos. Cuando Pericles dijo á los atenienses en la guerra del Peloponeso que si triunfaban, las pérdidas de los particulares quedarian reparadas muy en breve, pero que si triunfaban de ellos, todos quedarian sumidos en la miseria, no decia más que la verdad, pues hablaba á hombres á quienes los tributos de las naciones vencidas aseguraban la subsistencia, el traje, el baño y las distracciones, que se engrandecian con las grandezas de la patria, que se arruinaban con ella, y ante los cuales temblaban los ciudadanos de pueblos ménos prósperos; á hombres que, cuando menos, hubieran perdido con las desgracias de la patria todas las comodidades, placeres y privilegios de que gozaban. Y como las calamidades nacionales podian condenarios á ser pasados á cuchillo sobre las ruinas humeantes del hogar, å ir prisioneros y abrumados bajo el peso de las cadenas á ser vendidos como esclavos, á verse arrebaLar sus hijos, los unos para trabajar en las canteras de Sicilia, los otros para que guardasen los harenes de Persépolis; por eso entre los griegos el patriotismo vino á ser principio dominante, ó más bien pasion indomable, y sus legisladores y sus filósofos imaginaron que proveyendo á la grandeza y á la fuerza del Estado, proveian suficientemente á la felicidad del pueblo. Y áun cuando los escritores del imperio romano vivian bajo déspotas que habían absorbido é incorporado á su pueblo cien naciones, y poseian jardines más extensos que las repúblicas de Filio y de Platea, es lo cierto que continuaron hablando el mismo lenguaje, y discurriendo en órden al deber de sacrificarlo todo á una patria, ó, mejor dicho, á un Estado al que nada debian.

Causas semejantes a las que tanta influencia ejercieron sobre los griegos, pesaron no ménos fuertemente sobre el carácter enérgico y audaz tambien de los italianos. Como los griegos, los italianos constituian pequeñas comunidades; cada individuo se ballaba vivamente interesado en el bienestar de la sociedad á la cual pertenecia, participando de su riqueza y de su miseria, de su gloria y de su vergüenza. Nunca fué más verdad esto que en el siglo de Maquiavelo, pues los acontecimientos públicos eran para los ciudadanos causa de inmensas perturbaciones y desgracias. Los invasores del Norte habian arruinado sus patrimonios, deshonrado sus mujeres, incendiado sus hogares y degollado sus hijos, y era natural que hombres que vivian en una época semejante se hallaran siempre dispuestos á exagerar la importancia de medidas merced å las cuales logra un pueblo hacerse temer de sus vecinos y menospreciar á aquellos de quienes nada tiene que temer y que le dejan desarrollar su riqueza y su prosperidad interior.

Nada es más notable en los tratados políticos de Maquiavelo que la perfecta lealtad de que da prueba en ellos, y es tan notable cuando el autor tiene razon como cuando yerra. No aventura jamás una opinion falsa porque sea nueva ô ingeniosa, porque pueda presentaria envuelta en una frase elegante, ó defenderla con un sofisma ingenioso. Sus errores pueden explicarse siempre por las circunstancias que lo rodearon en vida, que no buscó el ciertamente, que se hallaron en su camino y que no podían evitarse fácilmente. Faltas son estas que han de cometerse necesariamente cuando una ciencia se halla en los principios.

Bajo este punto de vista es agradable comparar el Príncipe y los Comentarios al Espíritu de las Leyes. Tal vez sea Montesquieu el escritor político que mayor celebridad y más alto renombre goza en Europa; fama que debe, sin duda, en cierto modo al mérito, pero aun más à la fortuna, que le sonrió siempre, desde el principio de su carrera, llamando bácia él la atencion de la Francía cuando ésta despertaba del largo y profundo sueño en que habia pasado tanto tiempo, mecida por la hipocresta politica y religiosa. La fuerza de las cosas hizo de él, entonces, un favorito de la opinion pública. A la sazon miraban los ingleses á los franceses, cuando hablaban del mecanismo constitucional y de las leyes fundamentales, como verdaderos prodigios. Así sucedió al ingenioso presidente con propios y extraños, á pesar de su especiosa superficialidad, de su inclinacion á los golpes de efecto, de su indiferencia hacia la verdad, y de que en su preocupacion constante de crear un sistema olvidó los materiales sólidos y adecuados, reemplazándolos con teorías de su invencion, imaginadas por él con tanta ligereza como se emplea en hacer castilios de naipes, tan pronto proyectados y hechos, como caidos y olvidados. Si Maquiavelo se engaña, es porque su experiencia es el reflejo de un estado anómalo de la sociedad, y porque no se halló nunca en el caso de apreciar el efecto de instituciones cuyo mecanismo y cuya marcha no pudo apreciar; y si Montesquieu se engaña, es porque tiene algo bueno que decir y no puede callarlo. Tanto es así, que si el fenómeno que se le ofrece no entra en su plan, hace una investigacion histórica, y si no descubre ó no puede mutilar un testimonio auténtico que apoye sus hipótesis, acomodándolas en nuevo lecho de Procusto, busca una fábula monstruosa relativa á Siam ó al Japon, y referida por algun escritor en comparacion del cual Gulliver pareciera verídico.

La exactitud del pensamiento y la exactitud de la frase van por lo general unidas; la oscuridad y la afectacion constituyen los dos mayores defectos del estilo, y la oscuridad en el estilo procede las más de las veces de la confusion de las ideas, así como el deseo de producir efecto á toda costa en el ánimo de quien lee da por resultado que el escritor contraiga el hábito de los sofismas. La juiciosa y clara inteligencia de Maquiavelo se refleja en su es tilo claro, culto y enérgico, mientras que, por el contrario, el de Montesquieu, si es animado é ingeniosa, demuestra á cada paso su ligereza; porque todas las habilidades del lenguaje, desde la misteriosa concision del oráculo hasta la volubilidad de un fatuo parisiense, le sirven para encubrir la falsedad de muchos razonamientos y la trivialidad de otros: por tal manera, las ideas absurdas revisten la forma epigramática, y las refutadas ya cien veces se presentan de nuevo con el misterio de los enigmas, y así es dificil soportar la brillantez y tersura de algunos pasajes suyos, como penetrar el arcano sibilino en que otros se hallan envueltos.

Lo que presta mayor interes á las obras políticas de Maquiavelo, es la pasion dolorosa y ardiente que se advierte en ellas cada vez que trata de un asunto relacionado con las desgracias de su patria. Y en verdad que es dificil hallar situacion más triste que la de un grande hombre condenado á presenciar la lenta y penosa agonía de un pueblo aniquilado, á asistirlo en los síncopes y en los delirios que preceden á su disolucion, y á ver pasar, unos en pos de otros, los síntomas de su vitalidad hasta que no quede más de él que el frio incomparable de la muerte y la descomposicion. Maquiavelo tuvo que llenar tan ingrato deber; y para emplear el enérgico lenguaje del profeta «la vista de lo que veian sus ojos lo enloquecia:» la discordia en el consejo, la falta de valor en el campo de batalla, la libertad perdida, el comercio decadente, manchada la honra nacional, y un pueblo ilustrado y floreciente sometido á la ferocidad de los bárbaros. Y como á pesar de que sus opiniones no se habian librado del contagio de la inmoralidad política que tan extendida se hallaba entre sus conciudadanos, era naturalmente severo é impetuoso antes que flexible y falso, cuando recuerda la degradacion de Florencia y el infame ultraje que sufrió, depone la fingida dulzura de su oficio y de su patria para lamentarse de ello con amargura, cólera y desprecio, y hablar con hastío de la época desgraciada y del pueblo envilecido en que vive mal de su grado, y suspirar por la fuerza y la gloria de la antigua Roma, por las haces de Bruto y la espada de Escipion, por la grandeza del Senado y por la pompa sangrienta de los sacrificios triunfales; y parece trasportado á los dias en que ochocientos mil guerreros italianos corrian á empuñar las armas al solo rumor de una invasion de los galos, y haber heredado el espíritu de aquelos intrépidos y altivos senadores que olvidaban los vínculos más caros de la sangre para no pensar sino es en sus virtudes públicas, que miraban con desprecio los elefantes y el oro de Pirro, y oian con calma impasible las desastrosas nuevas de la batalla de Canna. Semejante á un templo antiguo cuya belleza arquitectónica sufre los ultrajes de la bárbara arquitectura de siglos posteriores, adquiere su carácter más grande y creciente interes de las circunstancias mismas que son parte á desnaturalizarlo; resaltando aún más las proporciones originales por consecuencia del contraste que resulta entre ellas y las mezquinas y defectuosas y torpes adiciones que se le han hecho.

Pero no es sólo en sus escritos donde hallamos la influencia de estos sentimientos; que no hallando su entusiasmo libre curso en la carrera que habia escogido, pareció trasformarse en una manera de volubilidad desesperada, experimentando secreto placer en ultrajar las opiniones de una sociedad que despreciaba desde lo más intimo de su alma, sin tener para nada en cuenta las conveniencias ni el respeto que á sí propio se debia por la elevada posicion que habia ocupado en la esfera política y literaria.

Y tanto subió de punto la amargura sarcástica de su conversacion, que producia rencores en aquellos que se hallaban más dispuestos á condenar su licencia que su propia degradacion, y que no podian penetrar el poder de las emociones ocultas.

Hemos de ocuparnos todavía de las obras de Maquiavelo. Su vida de Castruccio Castracani nos ocupará muy breve tiempo, y apénas trataríamos de ella si no hubiera llamado la atencion del público más de lo que merece. En verdad que pocos libros hubieran podido ser más interesantes que una historia profunda y juiciosa en la cual hubiera referido Maquiavelo la vida del ilustre príncipe de Luca, el más eminente de aquellos jefes italianos que, semejantes á Pisistrato y á Gelon, alcanzaron una magistratura más fácil de sentir que de ver, basada, no en leyes y pragmáticas, sino es en el favor de la opinion pública y en las grandes dotes personales de aquellos que se alzaban con su ejercicio. Una obra semejante nos hubiera mostrado la naturaleza real y verdadera de aquellas soberanías, tan singulares como mal comprendidas, que los griegos llamaban tirenta, y que modificada y reformada bajo ciertos aspectos por el sistema feudal, reaparecieron en las repúblicas de Lombardia y de Toscana. Pero la breve y sucinta relacion de Maquiavelo no es historia, propiamente dicha, ni aspira tampoco à ser tenida por fiel relato de cosa alguna. Es obra de imaginacion y de mérito; pero no más auténtica que la novela de Beifegor, aunque mucho más enojosa en su lectura.

La última grande obra de este hombre ilustre fué la historia de Florencia. La escribió por mandato del Papa, que, à la sazon, como jefe de la casa de Médicis, era su soberano. Sin embargo de esta circunstancia, muy digna de ser tenida en cuenta, juzga en ella á Cosme, Pedro y Lorenzo de Médicis con una libertad é independencia tan completas, que así hacen honor a quien la escribió como á quien la mandó escribir; que las miserias y las humillaciones de la dependencia, el pan más amargo y la escalera más penosa de subir, no fueron parte á degradar á Maquiavelo, así como tampoco el puesto más corruptor en un ejercicio corrompido lograron pervertir el noble corazon de Clemente.

Por lo demas, esta historia no parece ser fruto de lento trabajo y prolongadas investigaciones; carece de exactitud, pero está elegantemente narrada, y es pintoresca por extremo y animada cual ninguna otra escrita en lengua italiana, y leyéndola se recibe una impresion más viva y fiel de las costumbres y del carácter nacional que pueden dar las relaciones más correctas. Acontece así, porque antes pertenece la obra de Maquiavelo á la literatura anligua que no à la moderna, y porque no tanto se halla escrita à la manera de Dávila y de Clarendon como á la de Herodoto y de Tácito. Diríase por esto que las historias clásicas son novelas basadas en hechos, porque si bien la relacion está estrictamente ceñida á la verdad en todo lo principal, los pequeños incidentes, que tanto interes añaden á los hechos de más cuenta, las palabras, las acciones, las miradas evidentemente son debidas á la imaginacion del autor. En nuestros dias se hace de otro modo: el escritor da una relacion más exacta; pero no está todavía puesto en claro que quien lee reciba nociones más precisas por eso. Por lo que á nosotros respecta, diremos que, á nuestro parecer, son los mejores retratos aquellos que adolecen de algo de exageracion, y no estamos muy seguros de que las mejores historias no sean aquellas en las cuales se emplea en cierto modo y hasta cierto punto cierta parte de ficcion, porque si bien es cierto que la exactitud pierde algo, no lo es menos que el efecto gana mucho en ello, descuidando un poco las líneas secundarias para que los rasgos característicos se graben y queden para siempre fijos en la me moria.

Termina la historia con la muerte de Lorenzo de Médicis. Parece que Maquiavelo se proponia continuaria; pero acabó su proyecto con su vida, y Guichardini fué quien tomó sobre sí el triste cargo de narrar la historia de la desolacion y de la ignominia de Italia. Sin embargo, vivió lo bastante para ver el último esfuerzo intentado por los florentinos en favor de la libertad. Poco tiempo despues de su muerte, quedó la monarquía establecida de una manera definitiva, no una monarquía semejante á aquella cuya base asentó tan fuertemente Cosme de Médicis en las instituciones y en el corazon de sus compatriotas, y que Lorenzo revistió de todos los trofeos de la ciencia y de las artes, sino es una tiranía odiosa, vil y altanera, sanguinaria y débil, hipócrita y licenciosa. Y como el carácter de Maquiavelo era repugnante á los nuevos señores, y las partes de su teoría que se acomodaban á sus prácticas dieron pretexto á denigrar su memoria, se vieron sus obras desfiguradas por los sabios, mal comprendidas por los ignorantes, censuradas por la Iglesia, execradas con tode el encono de la fingida virtud por los instrumentos de un gobierno despreciable, y anatematizadas por los ministros de una supersticion más despreciable aún. De esta suerte el nombre del varon ilustre cuyo ingenio iluminó las tinieblas de la política, y cuya prudencia, sabiduría y patriotismo lograron poner à un pueblo entero en el caso de tomar venganza de sus opresores y de conquistar su independencia, se tornó en epíteto infamante. Más de dosciantos años permanecieron olvidadas sus cenizas: al cabo, un personaje inglés redimió à Florencia de la deuda en que estaba con el más eminente de sus hombres de Estado, y se levantó å su memoria un mausoleo en Santa Croce; monumento que contemplan con respeto quantos saben distinguir las virtudes de un grande y noble corazon à traves de las miserias de un siglo degenerado y corrompido, y que aún contemplarán con más respeto el dia en que se vea realizado el pensamiento á cuyo desarrollo, consagró el esfuerzo de toda su vida: cuando quede roto en cien pedazos el yugo de la dominacion extranjera en Italia, cuando un nuevo Prócida vengue las desventuras de Nápoles, ó un nuevo Rienzi, más feliz que el primero, restituya Roma á la prosperidad; el dia en que las calles de Florencia y de Boloña resuenen de nuevo al antiguo grito de guerra: ¡Popolo, Popolo; muoiano i tirani![6]


  1. Nick Machiavel had ne'er trick.
    Tho'he gave his name to our old Nick.
    (Hudibras, part. III, canto I.)

    Sin embargo, creemos, pesar de la autoridad del autor de Hudibras, que hay cisma entre los anticuarios en órden á este punto.

  2. El presente estudio lo escribió lord Macaulay el año 1827 en la Edimburgh Review. En Octubre de 1840, y con motivo de la Historia eclesiástica y politica de los Papas, de Ranke, publicó un estudio en el cual hizo importantísimas declaraciones en favor de la Iglesia católica y en contra del Protestantismo, que neutralizan por completo el efecto de los arranques apasionados é injustos de sus primeras producciones literarias.—N. del T.
  3. Guichardini, lib. 1.° cap. 1.°
  4. Dante. Purgatorio, canto XIV.
  5. Está fuera de duda que Paulo Jovio designa la Mandragora bajo el nombre de Nicius. No habríamos hecho alto en una equivocacion tan natural y ev.dente á no ser por el error en que hizo incurrir al erudito y sagaz Bayle.
  6. Esto se escribia en Marzo de 1827.—N. del T.