Fridolín el Bueno y Thierry el Malo/Capítulo IX
Al perder a su querido padre, experimentó Thierry sincera aflicción; pero pronto se alegró de verse libre de una vigilancia severísima y de ser en lo sucesivo dueño de sus acciones; porque sabía embaucar con tanto arte a su madre, que ésta daba crédito a sus mentiras y le concedía cuanto pedía.
El padre de Thierry había tenido buen cuidado de enviarle todos los días a la escuela, y mientras vivió el buen hombre, su hijo se distinguió por sus constantes progresos. Todas las noches tenía que enseñarle a su padre sus libros y repetirle todo lo que había aprendido durante el día. Juan Mai solía también ir a ver al maestro para saber qué conducta observaba su hijo en clase, y si el profesor se quejaba castigaba severamente a Thierry, por lo que éste temía más los castigos de su casa que los de la escuela.
Pero pronto advirtió Thierry que su madre, a la sazón la única persona encargada de educarle, le dejaba hacer cuanto quería. Aún le obligaba a leer en su librito; pero lejos de reprenderle cuando se equivocaba, colmábale de caricias y de elogios; sus planas, aunque muy mal hechas, parecíanle siempre admirables, y todo cuanto hacía su Thierry era para ella una maravilla. El niño supo sacar gran partido de esta debilidad materna. Cada día tenía menos afán por aprender. Más deseoso de divertirse en la escuela que de instruirse y adelantar, su mayor placer era enredar en clase, distraer a sus condiscípulos y no dejarles estudiar. Cuando le castigaban iba llorando a quejarse a su madre, y le contaba una porción de mentiras hasta que la pobre mujer se ponía furiosa con el maestro. Magdalena era muy buena y nunca había reñido con nadie, pero cuando reprendían o castigaban a su hijo perdía la cabeza. En un momento de arrebato se marchó un día a la escuela, y delante de todos los alumnos se encaró con el maestro, y con la mayor insolencia le echó en cara su severidad. Luego se volvió a su casa, y una vez en ella siguió criticando y poniendo en ridículo al profesor; de suerte que desde aquel instante le perdió Thierry el respeto.
Cuando el cura del pueblo se enteró de lo ocurrido entre la madre de Thierry y el maestro, llamó a Magdalena para amonestarla y explicarle la falta que había cometido molestando a un hombre que no había hecho más que cumplir con su deber.
Después habló de los numerosos defectos de Thierry, de la conducta que observaba en la escuela, y le contó sus trastadas que denotaban malos instintos. Magdalena respondió con vehemencia:
-Señor cura, mi hijo no es tan malo como creéis; todas las cosas que acabáis de contarme no son más que travesuras, chiquilladas, diabluras propias de su edad y de las que no hay para qué hablar, porque a un niño de diez años se le debe tolerar algún defecto; no hay nadie perfecto en este mundo.
-Ya lo sé, Magdalena -replicó el cura-, pero todos debemos procurar serlo; solamente una madre que esté ciega puede disculpar los vicios que debería corregir cuidadosamente. Porque los defectos de los niños no son tan pequeños, tan insignificantes como sus padres se imaginan, y empleando una comparación muy conocida, diré que crecen insensiblemente con la edad, como las letras que se graban en un arbolillo aumentan de tamaño a medida que el tronco se desarrolla. Los defectos de Thierrry son muy graves. Ingrato y rebelde, no obedece a su maestro a quien debía respetar como a un segundo padre. Ve con malos ojos que sus condiscípulos sean mejores y más instruídos que él, y los molesta y les atormenta de mil maneras. Si no queréis que vuestro hijo sea un miserable capaz de pisotear algún día las leyes divinas y humanas, apresuraos a poner remedio a estas cosas y a mostrar más severidad, porque de lo contrario se convertirá en azote de la sociedad labrando al mismo tiempo su desgracia.
El digno sacerdote fue a la escuela y delante de sus compañeros amonestó a Thierry tan paternalmente que todos los niños se enternecieron. Hasta el mismo Thierry pareció algo conmovido. Pero cuando regresó a su casa, su madre destruyó el efecto de los prudentes consejos del cura. Censuró al sacerdote diciendo que los tenía entre ojos a ella y a su hijo sin saber por qué, y para vengarse en cierto modo empezó a burlarse de su modo de andar y de su peluca, cosa que regocijó extraordinariamente a Thierry. De esta suerte borró la buena impresión que habían hecho en el corazón de su hijo las prudentes palabras del anciano. Thierry dejó de respetar al cura, y aquella madre imprudente siguió preparando la desgracia de su hijo.
Thierry no se conducía mucho mejor en la iglesia que en la escuela; entraba en el templo sin el menor recogimiento y se mostraba tan irreverente que escandalizaba a todo el mundo. En lugar de rezar distraía a los demás niños en sus oraciones, y hacía tan poco caso del sermón y de la explicación del catecismo que salía de la iglesia sin sacar el menor provecho. Si su madre como tenía el deber de hacerlo le hubiese hecho algunas preguntas sobre lo que acababa de oír, no hubiese podido responderle.
Magdalena cometió otras muchas faltas por lo que a la educación de su hijo respecta. Siempre que salía le compraba alguna golosina, de modo que el chico no tenía gana a la hora de comer, y los manjares corrientes no eran ya de su agrado. Tenía suficiente maña para sacarle todos los días unos cuartos a su madre con los que compraba lo que se le antojaba; pero como sus peticiones eran muy frecuentes y Magdalena no tenía ya tanto dinero como cuando su marido vivía, se vio obligada a disminuir algo sus gastos, y el granujilla empezó a robar a su madre cubiertos o alhajas que vendía por la tercera o la cuarta parte de su valor a ciertas personas de mala conducta, con las que había llegado a relacionarse.
Las sospechas de su madre recaían en los extraños unas veces y otras en la criada. Llegó hasta a despedir a una porque se atrevió a insinuar que tal vez fuese Thierry el autor de estos robos.
A pesar de los prudentes consejos que le dio su marido, Magdalena casi no vigilaba a su hijo y le dejaba ir adonde quería. Aprovechó Thierry esta libertad para vivir como un vagabundo peleándose con los pilluelos de su edad, tirando piedras a los transeúntes, martirizando a los animales, robando la fruta de los huertos, destruyendo los nidos y gozándose en matar a los pobres pajarillos. En fin, no estaba contento sino cuando se hallaba entre gente maleante cuyas groseras diversiones y depravación compartió en breve.
No tardó en resentirse él mismo de la corrupción de sus costumbres. Un color pálido y lívido reemplazó a las frescas rosas de sus mejillas, y su fisonomía tomó una expresión descarada y repulsiva. Siempre llevaba las ropas en desorden y sucias, y aunque su madre no omitía ningún gasto para llevarle tan bien vestido como los niños de las familias mejor acomodadas de la localidad, nunca, a pesar de sus súplicas, pudo conseguir que fuese limpio y aseado.
Muchas veces volvía a su casa con el traje roto y lleno de barro, con la cara y las manos ensangrentadas. Todo el mundo decía que Thierry era un granuja, un pillete; en el pueblo no le llamaban sino Thierry el malo, y todos aseguraban que acabaría mal.
Magdalena, que hasta entonces había sabido captarse la general estimación por sus buenas cualidades, por su piedad, por su honradez, por su caridad y por el orden que reinaba en su casa, perdió gran parte de la consideración de que había gozado. Llamábanla generalmente mala madre, y solían decir que ella había pervertido a su hijo.
Cuando Thierry tuvo edad de aprender un oficio, su madre le sacó de la escuela y habló a varios maestros, pero ninguno quiso admitirle en su taller. Esto le dolió mucho a Magdalena y empezó a preguntarse si tendrían razón en llamar granuja a su hijo, arrepintiéndose amargamente de no haberle vigilado y de haberle dejado demasiada libertad. Lloró su error y se propuso ser menos indulgente en lo sucesivo; hasta habló a su hijo varias veces con mucha severidad, pero ya era demasiado tarde.
-¡Ah! -exclamaba la pobre mujer-. ¡Cuán cierto es que el árbol se debe enderezar desde pequeñito, y que cuando alcanza su completo desarrollo es imposible modificar su inclinación!
Por fin encontró un honrado cerrajero antiguo amigo de su marido que compadecido de la apurada situación de la pobre mujer consintió en tomar a Thierry de aprendiz. El buen hombre trabajó cuanto pudo por reparar los daños de su mala educación y enseñarle bien su oficio: tuvo mucha paciencia con el chico; pero aunque sus intenciones eran muy buenas, Thierry seguía siendo díscolo y desobediente.
Acostumbrado desde muy niño a estarse todo el día correteando no podía resignarse a trabajar porque era indolente y perezoso hasta dejarlo de sobra.
Hacíasele muy cuesta arriba no comer más que a las horas de las comidas, y careciendo del suficiente dinero para comprar golosinas como otras veces no pensaba sino en el medio de procurárselo. Por esta razón, lo que con más gusto aprendía en su oficio de cerrajero era el modo de hacer ganzúas y llaves maestras para abrir todas las cerraduras. Hizo secretamente algunos de estos instrumentos, y siempre los llevaba consigo.
Un día en que el cerrajero y su mujer fueron a una boda, quedose solo Thierry en la casa, y resolvió probar su destreza abriendo los cajones de una cómoda de su maestra, de los que sacó diez escudos y una cadenita de oro. Al día siguiente, cuando la mujer del cerrajero abrió el mueble para guardar las alhajas, y sus ropas de los días de fiesta, advirtió que había desaparecido la cadenita. Quedó consternada, y se lo dijo confidencialmente a su marido. Éste subió con ella a sus habitaciones, examinó la cerradura del mueble y vio que había sido forzada. Inmediatamente sospecharon de Thierry. Registraron su cuarto y encontraron en él, escondidos en el jergón, la cadenita de oro y los diez escudos, y además un reloj de oro, un cubierto de plata y varias golosinas.
Al ver todos aquellos objetos, el honrado cerrajero se estremeció de horror. Pocos días antes había trabajado en casa de un opulento comerciante, y le había acompañado Thierry. En esa casa habían robado recientemente un reloj que estaba sobre la chimenea del cuarto de un dependiente del comerciante, a pesar de que la puerta del cuarto hallábase cerrada con llave.
El reloj que el cerrajero acababa de encontrar era el que habían robado; le reconocía por las señas que de él le habían dado. El cubierto de plata pertenecía al boticario, a cuya casa había ido Thierry ocho días antes a presentar una factura; en el cubierto estaban grabadas las iniciales del nombre y apellido del farmacéutico.
El cerrajero bajó consternado a la tienda para interrogar a Thierry. Éste recurrió a las mentiras y a las zalamerías, que tan excelentes resultados le daban con su madre, y prorrumpiendo en llanto y protestando de su inocencia, aseguró que algún envidioso había ocultado aquellos objetos en su jergón para arrebatar al pobre huérfano la estimación de unos amos a quienes veneraba. Indignada al ver semejante descaro montó en cólera la mujer del cerrajero y le colmó de insultos, cosa que, por lo demás, se tenía bien merecido.
A los gritos acudieron los vecinos, y al saber de qué se trataba, unieron sus maldiciones a las de aquella mujer tan justamente irritada. El cerrajero era el único que no decía nada; pensaba tristemente en el partido que debía tomar.
-Por respeto a la memoria de su excelente padre, me limitaría a echarle de mi casa -pensaba-; pero el tunante no se ha contentado con robarme a mí: todo el mundo sabe que ha robado a otras personas, y hasta que ha robado en las casas donde trabajaba por encargo mío. Si no le entrego a la justicia, perderé la reputación, y nadie querrá fiarse de mí: tanto valdría cerrar inmediatamente la tienda, porque para ejercer mi profesión es preciso ser muy honrado e inspirar confianza al público. Puesto que no hay otro remedio, denunciaré a este aprendiz que no ha tenido el menor reparo en exponerme a la ruina y a la deshonra.
Después de dejar a Thierry bien encerrado en su cuarto fue a buscar al comisario. Cuando volvió con el policía vieron que descolgándose por la ventana y con ayuda de las sábanas de su cama, el ladronzuelo se había escapado a una callejuela por donde transitaba poca gente y desde la cual había salido fácilmente al campo.
Cuando le dieron la terrible noticia Magdalena estuvo a punto de desmayarse: avergonzada, abochornada, no se atrevía a salir ni a recibir a nadie. Hubiera hecho cualquier sacrificio, por doloroso que fuese, para echar tierra a aquel malhadado asunto; pero aunque su hijo consiguiese eludir el castigo de las leyes, su nombre quedaría deshonrado, y no había en el mundo nada que pudiese borrar esta mancha. No le fue posible cerrar los ojos en toda la noche. Rugía la tormenta, caía a torrentes la lluvia, y la desgraciada madre preguntábase con angustia dónde se hallaría aquel hijo tan querido y tan perverso. ¿Tendría pan? ¿Estaría bajo techado? ¡Cuánto se arrepentía en aquel momento de no haberle educado mejor!
Como las personas que secretamente enviara en busca de su hijo volvieran sin haberle encontrado, creyó que en un acceso de desesperación se había arrojado al río, y solamente el pensarlo le ocasionó una grave y larga enfermedad. Cuando se restableció, no tuvo valor para salir a la calle. Al ver a un hombre honrado se enrojecía y se echaba a temblar; le parecía que todas las miradas se fijaban en ella y le decían: «Creías amar a tu hijo, y no le amabas. Tu excesiva indulgencia no se parecía en nada al prudente y verdadero amor maternal; tu excesiva indulgencia le ha perdido: es muy justo que su perdición sea el castigo de tu exagerada blandura. Ahora llora, avergüénzate y gime; y que tu ejemplo enseñe a las madres débiles como tú lo que les sucede a los niños mimados y a los padres que los miman.»
-¡Ah! -murmuraba la pobre llorando durante las interminables y angustiosas noches de insomnio.- ¿Por qué no habré seguido los consejos de mi marido? Verdad es que la ternura maternal debe atenuar la severidad del padre: así lo dispone la divina sabiduría; pero, para que no perjudique a los niños, la indulgencia de la madre debe ir unida a cierta firmeza.