Fridolín el Bueno y Thierry el Malo/Capítulo X

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     Al escaparse del pueblo Thierry se refugió en el bosque cercano. Este extenso bosque estaba tan poblado de arboleda, que era casi intransitable. Thierry se extravió, y estuvo todo el día corriendo de acá para allá sin encontrar una salida. Llovía a torrentes, y un viento impetuoso agitaba de cuando en cuando las ramas de los árboles, calando al desgraciado hasta los huesos. Aproximábase la noche, y el bosque estaba cada vez más oscuro. Thierry tenía hambre y temblaba de frío. Tuvo miedo de morir en aquel bosque, y empezó a llorar amargamente. Arrepentíase de su mala conducta, y se proponía no volver a robar; pero al tomar esta resolución no pensaba en Dios, que prohíbe y castiga el robo: inspirábansela únicamente el terror y la angustia.

     Al fin pudo encontrar un sendero, y en él halló a un individuo cubierto de harapos y con un enorme haz de ramas de álamo debajo del brazo. Del hombro izquierdo llevaba colgado un frasco de estaño, y del derecho un morral que parecía bien provisto; en la mano tenía un palo. Thierry se acercó a él y le pidió tímidamente un pedazo de pan.

     -¡Ah! ¿Eres tú, bribón, granuja? -le dijo aquel hombre amenazándole con el garrote-. ¡Caes como llovido del Cielo para hacerme ganar una buena recompensa! ¡Buena trastada has hecho! No se habla más que de ti en el pueblo, adonde he ido a vender escobas. ¡Aguárdate, tunante! Te están buscando por todas partes, y ya tienes preparado alojamiento en la cárcel.

     Temblando de miedo, Thierry se arrojó a los pies de aquel hombre para pedirle perdón, y levantando las manos hacia él en ademán de súplica exclamó:

     -¡Ah! ¡Os lo suplico; tened compasión de mí y no me entreguéis a la justicia! ¡Estoy muerto de hambre, y tan cansado, que ya no puedo tenerme en pie! ¡Dadme un pedazo de pan, si lleváis en el morral, y un asilo en donde pasar la noche! ¡Ah! ¡Os lo ruego de rodillas: no seáis cruel conmigo!

     El hombre le obligó a levantarse y le contestó:

     -No tengas miedo, muchacho; no ha sido más que una broma. No quiero hacerte daño; todo lo contrario.

     Abrió su morral, sacó un pedazo de pan, y añadió:

     -Toma; come.

     Luego cogió el frasco de estaño, bebió primero, y se lo ofreció después a Thierry, diciéndole:

     -Bebe un trago de aguardiente: esto calienta el estómago.

     Thierry comió y bebió con avidez.

     -Ahora ya estás un poco más tranquilo. Vente conmigo, si quieres. Encontrarás cena, carne asada, buen vino, un excelente fuego para secarte, y un montón de musgo donde dormirás como nosotros.

     Thierry no podía comprender cómo un hombre tan mal vestido podía procurarse carne asada y buen vino, y se atrevió a preguntarle:

     -¿Quién es usted?

     -Soy Josse, el vendedor de escobas a quien todo el mundo conoce en la comarca; y además, sirvo a un caballero que ha alquilado todos los cotos de los alrededores. Ven: te irá muy bien con nosotros.

     El imprudente Thierry, que por otra parte se sentía muy animado con el pan y el aguardiente que había tomado, no se hizo rogar, y siguió sin reflexionar a aquel hombre de aspecto tan sospechoso.

     Echaron a andar sin tomar ninguna vereda, a través de lo más espeso del bosque. Muchas veces tenían que meterse por entre los matorrales, calándose hasta los huesos. El camino estaba tan oscuro, que no se veía nada. Para no perderse Thierry tenía que seguir paso a paso a su compañero. Las zarzas le azotaban el rostro, y tan pronto se le enganchaba un espino en el pelo y le arrancaban un mechón, como se daba un golpe en la cabeza con las ramas poco elevadas. Anduvieron así por espacio de una hora, y el desdichado Thierry, poco acostumbrado a sufrir, lloraba como un niño. Por fin llegaron a la cima de una escarpada roca, y entraron inmediatamente en un desfiladero muy angosto. Después de recorrerle en toda su longitud y al salir de entre las rocas creyó Thierry que todo el bosque estaba ardiendo. Ante sus ojos extendíase un valle bastante grande, y tras una roca medio oculta por un matorral elevábase una densa humareda. Las seculares encinas, las hayas, los arbustos de diversas especies, cuyo follaje había marchitado el otoño, los altísimos abetos, que parecían llegar al cielo con sus copas, y los pinos siempre verdes, iluminados por el resplandor de la hoguera, despedían vivos reflejos amarillos, rojos y verdes. De todos los árboles desprendíanse miríadas de gotitas de agua, que al caer semejaban estrellas.

     Thierry no se cansaba de admirar este cuadro fantástico y verdaderamente pintoresco.

     -Ya hemos llegado -dijo el vendedor de escobas.

     El niño y su acompañante dirigiéronse entonces a la roca, y se hallaron frente a una inmensa hoguera, cuyas llamas se elevaban retorciéndose violentamente. Apoyado en una roca y con los brazos cruzados vio Thierry a un hombre de elevada estatura. Su frente amplia y rodeada de una hermosa cabellera rizada, su bigote, sus patillas negras y sedosas, y su traje de caza, elegante, aunque un poco deteriorado, dábanle un aspecto distinguido, e indicaban que él era el jefe de la partida.

     La vacilante claridad de la hoguera iluminaba aquella imponente figura. Al lado tenía una escopeta de dos cañones, y a sus pies un ciervo recién muerto. Aquel hombre dirigió a Thierry una mirada viva y penetrante; pero no se dignó dirigirle una sola palabra.

     No lejos de allí vio el hijo de Magdalena a un individuo que estaba asando un pernil de corzo y daba vueltas al asador. A pocos pasos de distancia, sobre la hierba, había un barrilito, y un puchero de barro ennegrecido por el humo hacía las veces de olla y vaso.

     -¿Ya estás aquí, Josse? -preguntó el cocinero al vendedor de escobas-. ¿De dónde demonios nos traes este granuja? ¿Tienes confianza en él?

     -¡Ah; ya lo creo!-contestó Josse dejando en el suelo el brazado de ramas de álamo-. Es de fiar, porque ha reñido para siempre con las personas honradas de su pueblo. Pero antes déjame echar un trago, y luego te contaré la historia.

     Bebió largo rato en el puchero, y exclamó:

     -¡Oh; qué bien sienta esto!

     Luego abrió su morral y sacó cuanto contenía.

     Mira: aquí tienes pan, sal, queso de Holanda y excelente tabaco; además, traigo una baraja nueva y, lo que es mejor, pólvora y balas. Me parece que estarás contento de mí.

     Y dirigiéndose a Thierry añadió:

     -¡Vamos; siéntate cerca del fuego, muchacho; caliéntate bien, y anímate! El barril está lleno, y dentro de un momento estará lista la cena.

     -Bueno, bueno -gruñó el hombre que daba vueltas al asador-; pero, entretanto nuestro nuevo compañero bien podía reemplazarme...

     Thierry se sentó en su sitio y empezó a dar vueltas al asador, en tanto que Josse y el cocinero cargaban sus pipas y se ponían a fumar. Josse contó a su compañero la historia del muchacho que le había acompañado.

     -Créeme -añadió al terminar-: tengo buena opinión de ese pillastre. En primer lugar, es bastante despierto, y creo que he hecho bien en traérmele para enseñarle a hacer escobas. Con lo que sabe de su oficio de cerrajero podrá componer las llaves de nuestras escopetas, y además -añadió dirigiendo a su compañero unas miradas de inteligencia- -podrá sernos muy útil en ciertas ocasiones...

     Josse miró al hombre que seguía apoyado en la peña, y le preguntó:

     -¿Qué decís a esto, capitán?

     El interpelado se encogió de hombros y no contestó.

     Josse, que a causa de sus frecuentes libaciones, tenía muchas ganas de charlar, dirigiose entonces a Thierry y le dijo:

     -Mira, chiquillo: pórtate bien, y te quedarás con nosotros, y te alegrarás. No te asustes del severo aspecto de ese señor: aunque no fuma ni bebe, no es malo. Verdad es que tampoco habla; pero cuando habla, habla muy bien. Se llama Waller, ha estudiado mucho, y es de una familia...

     -¿Qué estás ahí charlando? -gritó Waller con voz tonante. ¿Qué necesidad tiene de saberlo? ¡Josse, el vino te hace hablar demasiado! Cállate, o si no...

     Y dirigió una mirada a su escopeta.

     -¡Ah; si, es verdad! -murmuró Josse corrigiéndose-. A veces, cuando echo un trago, charlo tanto, que no sé lo que me digo. Mira, Thierry: mis discursos no siempre deben tomarse al pie de la letra; ya recordarás que soy muy aficionado a dar bromas. Este otro señor -continuó Josse- que tiene la bondad de acompañarnos con el vaso en la mano y la pipa en la boca no es tan reservado: por eso puedo decirte que se llama Schlik, y que cuando se unió a nosotros iba muy bien vestido y llevaba un traje precioso, cuajado de bordados de oro.

     -Y a ti, maldito charlatán -exclamó Waller con voz grave-, ¿cómo te llamamos? Díselo también a ese chiquillo, si te atreves.

     -¿Y por qué no? Estos señores me han puesto Gluglú, porque el beber bien es mi pasión favorita. Verdad es que al principio me molestaba un poco este mote; pero ahora lo mismo me da. A todo se acostumbra uno. Antes era yo tan rico, que hubiese podido llenar de escudos este barril: hoy no soy más que un pobre vendedor de escobas. ¡Qué más da! -exclamó acariciando con la mano el tonel-. ¡Con tal que no se acabe lo que hay aquí dentro, me doy por contento!

     En aquel momento acabó Schlik de fumar su pipa, se levantó, examinó el asado, y, encontrándole bastante hecho, lo apartó del fuego, en tanto que Josse cogía un vaso, lo llenaba de agua en un manantial cercano y lo colocaba al lado de Waller sobre la peña.

     Waller cortó un pedazo de pan y otro de carne, se los comió de pie, bebió en seguida un vaso de agua, mientras que sus compañeros sentados en torno del fuego saboreaban alegremente el asado y el vino, se dirigió hacia el arroyo que atravesaba el valle, y aunque no había cesado la lluvia y comenzaban a caer algunos copos de nieve, empezó a pasearse con las manos cruzadas a la espalda.

     Josse bebía trago tras trago a la salud de su nuevo camarada. De repente exclamó:

     -¡Ah! ¡Con franqueza! ¿Qué tal te encuentras entre nosotros?

     Thierry, calado hasta los huesos, casi tostado por un lado y helado por el otro, se llevó la mano a la cabeza, que le dolía mucho, y respondió con voz doliente:

     -¿Quién no se hallaría bien aquí? No hay en el mundo lugar donde mejor se viva.

     Entretanto la hoguera junto a la cual estaban sentados nuestros tres bebedores comenzaba a extinguirse. Dejó de llover, disipáronse los negros nubarrones, y la Luna, elevándose por encima de los negros abetos, disipó con su suave resplandor la medrosa oscuridad del bosque. Waller, que hasta entonces había estado paseando a la orilla del arroyo, se acercó a sus compañeros:

     -¿No habéis acabado todavía? -les dijo con voz vibrante-. ¿Vais a estar bebiendo toda la noche? ¡Levantaos y vámonos! Tú, Schlik, ten cuidado de tapar con ramaje el ciervo que he matado. Ya sabe Josse adónde tiene que llevarle mañana; tampoco se olvidará de volver a llenar el tonel. ¡Vamos; daos prisa! Tal vez vaya luego a reunirme con vosotros.

     Luego cogió su escopeta, se internó por entre los árboles y desapareció.

     Schlik y Josse obedecieron inmediatamente las órdenes de su jefe, y después de hacer cuanto acababa de mandarles se pusieron en camino con Thierry. Al llegar a la parte más agreste del bosque tuvieron que abrirse paso a través de espesos matorrales, que subir cuestas y trepar a enormes peñascos. Thierry, rendido de fatiga y sin fuerzas ya para seguir a sus compañeros, se echó a llorar.

     -Ten un poco de paciencia -díjole Josse-. Dentro de poco verás nuestro magnífico castillo.

     Al fin, a la luz de la Luna vio Thierry, no sin estremecerse, un torreón medio destruido que se alzaba entre las ruinas de un antiguo castillo construido en los tiempos del feudalismo. Al verle quedose Thierry aterrado, y gritó:

     -¡Ah! ¡Éste es el antiguo castillo de los aparecidos de la selva; mi madre me ha hablado de él muchas veces!

     -¡Qué imbécil eres! -díjole Josse-. ¡No hay aparecidos más que en tu imaginación!

     -¡No, no; estoy seguro de ello! Mi madre me ha contado que por los alrededores de este castillo se ve rondar espectros de rostro repugnante y que echan llamas por la boca. ¡Hi, hi! ¡Tengo miedo!

     -¡No, no, tontín, no tengas miedo! Los aparecidos que la gente asegura haber visto aquí éramos nosotros mismos: tuvimos que apelar a esta treta para impedir que los curiosos vinieran a visitar las ruinas y poder instalarnos en ellas sin temor de que nos molestasen.

     Pronto llegaron junto al foso que circundaba la antigua fortaleza, foso que a la sazón no era más que un pantano cubierto de juncos y de cañas, y a través del cual los bandidos habían abierto un camino colocando unas piedras de trecho en trecho. La mayor parte de estas piedras estaban tapadas por el agua, y era preciso conocer muy bien su posición y el sitio donde estaban colocadas para no caer al pantano.

     Después de caminar durante algún tiempo, por entre escombros, zarzas y espinos llegaron al pie de la derruida torre. Schlik apartó algunas piedras, y nuestros tres caminantes se metieron por el hueco que dejaron, después de lo cual volvieron a colocar las piedras en su sitio.

     En medio de la más profunda oscuridad siguieron entonces un estrecho corredor casi interminable, y al fin se hallaron en su morada subterránea. Schlik sacó pedernal y yesca y encendió una antorcha, a la luz de la cual pudo Thierry examinar el subterráneo. Era un vasto recinto abovedado; formaban las paredes enormes peñascos, y el suelo estaba empedrado. Los bandidos eran los únicos que conocían la existencia de aquel subterráneo, que permanecía intacto en medio de las ruinas del castillo.

     En el suelo veíase gran cantidad de víveres, utensilios de cocina, y una porción de objetos. Trajes de todas clases, escopetas, sables y pistolas adornaban las paredes, y un montón de musgo y de hojas secas servía de cama a los bandidos, los cuales se acostaron inmediatamente, se taparon con sus capotes y se durmieron.

     Thierry hallábase, pues, entre bandoleros; y aunque su modo de vivir no le hacía mucha gracia, acabó por acostumbrarse, y hasta por encontrarse muy bien en su compañía. Sin embargo, delante de Waller estaba siempre como avergonzado, y le tenía mucho miedo, porque aquel hombre singular no se parecía en nada a sus compañeros, los cuales le obedecían como a un jefe.

     Siempre estaba muy serio, hablaba poco y buscaba la soledad. Muchas veces durante el día veíasele sentado en las ruinas a la sombra de un abeto, absorto en la lectura de un libro muy viejo. Un día tuvo Thierry la curiosidad de examinar aquel libro, que Waller se había dejado olvidado sobre una piedra, y como era una obra griega y Thierry no había visto jamás aquellos caracteres, creyó que tenía delante el libro de un hechicero.

     Al anochecer Waller permanecía generalmente inmóvil, con los ojos fijos en el Sol que iba a ocultarse tras las montañas.

     En aquellos momentos nadie se atrevía a hablarle, excepto Schlik, que solía sentarse a su lado y se pasaba toda la noche charlando con él. Thierry se acercaba algunas veces para oírlos; pero Waller le vio un día y le apostrofó tan duramente, que Thierry se marchó corriendo. Otras veces veíale Thierry pasearse de arriba a abajo por entre las ruinas a la luz de la Luna, y le oía lanzar profundos suspiros. Waller no dormía nunca con sus compañeros en el subterráneo; vivía en una habitación aparte y muy limpia, cuya entrada estaba tan bien disimulada, que no era fácil descubrirla. Tenía una cama bastante buena, unas sillas y una mesa en la que se veían algunos libros. En esta habitación se encerraba cuando hacía mal tiempo, y se pasaba allí días enteros completamente solo. Muchas veces se marchaba con Schlik, y no volvía hasta pasados varios días.

     Como Thierry estaba generalmente solo con Josse, intimó con él, y entre ambos se estableció mutua confianza. El bandido le regaló, una linda escopeta y le enseñó a manejarla. Thierry llegó a ser excelente tirador, lo que les causó a ambos gran alegría. Poco a poco, fue iniciándole Josse en los secretos del infame oficio que ejercían aquellos bandidos. Un día le dijo que no vendía escobas más que para guardar las apariencias y para tener un pretexto para poder recorrer el bosque e introducirse en las casas con objeto de reconocer el terreno, y también de vender la caza que mataban.

     -Ya he descubierto varios sitios donde Schlik y yo haremos un buen negocio en cuanto las noches sean más largas. Waller es demasiado orgulloso para acompañarnos en estas excursiones; pero, sin embargo, tampoco está ocioso. Cuando se marcha con Schlik no lo hace porque le guste pasearse: ya han amenazado con una pistola a más de un viajero pidiéndole la bolsa o la vida. Tú eres un chico listo, y ya debes de haberlo comprendido. La primera vez que salgamos Schlik y yo, prepárate a ser de la partida. Vendrás: ¿no es eso?

     Thierry, familiarizado con el robo desde su infancia, no experimentó la menor repugnancia al oír esta proposición; por el contrario, manifestó gran alegría y prometió acompañarlos.

     En efecto; poco tiempo después, durante las noches de tormenta, cuando estaba muy oscuro y llovía a torrentes, Schlik, Josse y Thierry saquearon algunas casas de los pueblos y de las aldeas inmediatas y tornaron al bosque cargados con un rico botín, que repartieron equitativamente. A Thierry le recompensaban generosamente, y el desdichado estaba contentísimo de poder vivir en la ociosidad, apoderándose de la propiedad ajena, y sin necesidad de molestarse en trabajar.

     Sin embargo, no tardó Thierry en comprender que la vergonzosa profesión que había abrazado tenía sus peligros y sus quiebras. Las expediciones de los ladrones no siempre daban el resultado apetecido, porque a veces los sorprendían, hacíanles fuego, pedían socorro, tocaban a rebato, y tenían que escapar rápidamente para que no los cogiesen. Una vez un perrazo enorme al que de intento habían dejado suelto se arrojó sobre Thierry, le cogió por la nuca y le zarandeó con violencia: seguramente le hubiese despedazado si no llega a acudir Schlik, el cual a fuerza de sablazos obligó al perro a soltar su presa. Pero el pobre Thierry estaba hecho una lástima: sus heridas le hicieron perder mucha sangre y le produjeron violentos dolores que tardaron mucho en quitársele, porque no se atrevía a acudir a ningún médico por temor a que le descubriesen.

     Otras veces recorrían el bosque soldados, carabineros o gendarmes: los ladrones huían, y no siempre tenían tiempo de llegar a su guarida, viéndose entonces obligados a refugiarse en la espesura, y permanecer allí días enteros atormentados por el hambre y la ansiedad. En cuanto un pajarillo agitaba el follaje, huían los bandidos aterrados. Con mucha frecuencia pasaban la noche entre los matorrales, acostados sobre el húmedo suelo. Ya no se atrevían a entrar en los pueblos, porque desde hacía mucho tiempo conocían a Schlik en todas partes, y hasta el falso vendedor de escobas se había hecho sospechoso; tanto, que ya no se atrevían a ir a las aldeas para comprar las necesarias provisiones. Ocurríales con frecuencia no tener sino pan duro como una piedra por todo alimento. A veces en el momento que se sentaban en el bosque en torno a la hoguera para comer el asado que acababan de sacar del asador aparecía un pelotón de gendarmes, y tenían que abandonarlo todo y huir con el estómago vacío, dándose por muy contentos con salvar la vida.

     En estos momentos pensaba Thierry:

     -¡Qué existencia tan insoportable! ¡Oh! ¡Cuánto más feliz era yo cuando estaba en casa de mi maestro y podía sentarme a la mesa con tanta tranquilidad y acostarme por las noches en una buena cama! ¡Todas las contrariedades de aquella época eran insignificantes comparadas con las molestias, las zozobras y las angustias de ahora!

     También tenía un miedo horrible a la cárcel y al patíbulo, y con bastante frecuencia le atormentaba la voz de su conciencia, que ni aun los hombres más depravados consiguen sofocar por completo.

     Más de veinte veces se propuso firmemente separarse de los ladrones, huir de ellos y entrar de criado en casa de algún aldeano.

     -Es mil veces mejor -se decía- guardar los cerdos, como el hijo pródigo, que seguir llevando una vida tan miserable.

     Pero en cuanto volvían los buenos tiempos y podía pasar un día entero fumando, bebiendo y cantando a su sabor con sus compañeros, renunciaba a sus buenos propósitos, o los dejaba para mejor ocasión. El desgraciado había olvidado el adagio que tanto repetía su padre: «El camino del Infierno está empedrado de buenas intenciones y de propósitos de enmienda jamás cumplidos.»