Fridolín el Bueno y Thierry el Malo/Capítulo XI

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     Un día que, como de costumbre, la cuadrilla carecía de provisiones encamináronse Josse y Thierry a un mesón que se hallaba aislado en medio del bosque.

     Desde hacía muchos años era Josse uno de los mejores parroquianos de la posada, cuyo dueño, hombre de muy malos antecedentes, habíase encargado de guardar y vender la caza y otros objetos que provenían de las rapiñas de la cuadrilla, a la cual surtía también de víveres. Esta vez se los proporcionó a cambio de una petaca de plata que habían robado hacía algún tiempo. Por la tarde Josse y Thierry regresaron al subterráneo cargados con toda clase de provisiones.

     -¡Viva la buena vida, amigo Schlik! -exclamó Josse mostrando, entre otras cosas, el pan, el vino, el tabaco y la baraja que se había procurado-. Ya podemos beber, fumar y jugar cuanto queramos.

     En aquel momento Waller se paseaba solo, como tenía por costumbre, por entre los restos de las viejas murallas derruidas.

     Suplicole Schlik que cenase con ellos; pero aquel hombre, siempre sombrío y silencioso, respondió únicamente con un ademán, y después de continuar durante unos momentos su solitario paseo se encerró en su cuarto y cenó completamente solo.

     Entretanto los otros tres bandidos comían alegremente, y de pronto exclamó Schlik:

     -La verdad es que estamos pasando un buen rato; pero estos momentos pueden hacerse cada vez más raros. Pronto se nos acabarán los víveres; ¿y qué haremos entonces? Ahora que ha volado la petaca de plata, ya no tenemos nada que vender, y nos será difícil echar mano a otras cosas de valor. Ya nos conocen aquí, y no podemos hacer nada. Sólo nos queda un recurso: dar un buen golpe, golpe de mano maestra, y marcharnos con lo que cojamos a otro sitio donde nadie nos conozca. ¿No os parece que debíamos ir al castillo de Finkenstein para robarle?

     -¿Qué estás diciendo? -replicó Josse-. Ese castillo está rodeado de elevadas murallas que sería imposible escalar; la puerta y las verjas son tan sólidas y están tan bien cerradas, que el castillo parece una fortaleza.

     -Ya lo sé; pero sé también que no hay fortaleza de que no pueda uno apoderarse con ayuda de un amigo que facilite la entrada en ella. Y en esta ocasión podría Thierry sernos muy útil. Escuchadme: voy a exponeros un plan, y os convenceréis de que será facilísima su ejecución. Estamos en otoño. Cuando hace buen tiempo el Conde y su familia se entretienen por las tardes en cazar chochas con red. Cuando vuelvan al castillo Thierry se hará el encontradizo, se fingirá enfermo, y dirá que tiene unos dolores tan fuertes, que no puede dar un paso. Le creerán fácilmente, porque el tunante tiene un aspecto tan enfermizo, que cualquiera diría que está tísico desde hace tres años. Como el castillo está aislado y a más de media legua de la aldea más próxima, el Conde se compadecerá de él y le hará entrar. Entonces, por la noche, aprovechará Thierry un momento oportuno, y cuando todos estén profundamente dormidos nos abrirá una de las puertas falsas, y entraremos sin encontrar el menor obstáculo.

     Mientras Schlik hablaba le escuchaba Josse muy pensativo y con la cabeza baja.

     -No me parece mal pensado -dijo al fin-; pero me choca que me propongas una cosa en la cual sabes demasiado que no he de consentir, porque no ignoras que en otro tiempo los condes de Finkenstein me hicieron muchos beneficios. Además, todos los que viven en ese castillo son personas excelentes, y sentiría mucho que les sucediese algo malo.

     -¡Bah! ¡Valiente desgracia! Esas gentes son riquísimas y no les hace falta el dinero: por unos cuantos miles de escudos de más o de menos no se morirán, y siempre les quedará más de lo que necesitan.

     -Verdad es. Sin embargo, tengo que hacerte una advertencia: conozco al señor de Finkenstein; no se dejará robar tan fácilmente. Él y Mauricio se defenderán con valor, y nuestra intentona podría dar mal resultado.

     -No te preocupes por eso. Waller ha combinado tan bien su plan, que ninguno de nosotros recibirá el más ligero arañazo. Ya debes conocerle: es prudente, y no le gusta derramar sangre. Sabrá tomar tan bien sus medidas, que los habitantes del castillo no se darán cuenta de nuestra expedición hasta que echen de menos el oro y la plata. Sin embargo, tendremos que llevar armas, aunque no sea más que para imponernos en caso de necesidad; pero aun cuando fuésemos sin armas, aun cuando llevásemos las pistolas descargadas, ten la seguridad de que Waller sabrá arreglar tan bien las cosas, que no nos volveremos con las manos vacías.

     -¡Enhorabuena! Si así fuese, no tendría el menor inconveniente en ser de la partida. Pero puesto que Waller irá con nosotros, os acompañaré, porque tengo en él la mayor confianza.

     Luego que el infame, el despreciable Josse consintió en coadyuvar a la ejecución del criminal proyecto recobró toda su alegría y empezó a jactarse de que sería utilísima su intervención en aquel asunto, cuyo buen éxito le parecía indudable. Había sido criado del Conde de Finkenstein, y conocía perfectamente las habitaciones del castillo, así como la disposición de sus largos y numerosos corredores; también conocía el cuarto y los armarios donde el Conde y su esposa guardaban los cubiertos de plata, el oro y las alhajas. Por lo tanto, dio a Thierry una porción de datos y de detalles sobre las diversas puertas que debía abrir con ayuda de sus ganzúas, hablándole principalmente de la puerta del jardín y de la puertecilla falsa por la cual debían ellos entrar en el castillo.

     Thierry escuchó atentamente sus instrucciones, y prometió desplegar toda su mafia y su destreza en la ejecución del infame proyecto. Los tres ladrones bebieron después repetidas veces a la salud de Waller y por el feliz éxito de su empresa, añadiendo a una voz: «¡Hasta mañana por la noche!»

     Al día siguiente pusiéronse en camino los bandidos. Dando grandes rodeos y caminando por la espesura, dirigiéronse al castillo de Finkenstein. Waller y Schlik iban armados de sables, y cada uno de ellos llevaba al cinto un par de pistolas cargadas. Josse se encargó de los sacos destinados a guardar los productos del robo, y Thierry por su parte iba provisto de sus llaves falsas y de las ganzúas que se llevó al escaparse de casa del cerrajero. Al anochecer se escondieron entre los árboles, a poca distancia del castillo, esperando el momento oportuno para realizar el robo.

     Era una de las tardes más hermosas de aquel otoño. Una ligera brisa refrescaba el ambiente, y el Sol se acercaba al horizonte entre celajes de púrpura; el Conde y su esposa, con Federico y Luisa, sus hijos, salieron del castillo, más que para cazar las chochas, para gozar de tan deliciosa tarde. Seguíanlos Mauricio con su escopeta al hombro y un lacayo que llevaba la red. El grupo se encaminó a un claro del bosque que era muy a propósito para cazar pájaros con red. A la entrada de esta clara alzábanse dos abetos. Los dos cazadores, con ayuda de unas cuerdas atadas a las ramas de estos dos árboles, extendieron la ancha red, que tapaba como una cortina de gasa verde la entrada del bosque. Los señores de Finkenstein se acomodaron en un banco de césped al pie de uno de los árboles, y Luisa se sentó a su lado. Junto al otro abeto hallábase Federico de pie con la cuerda que había de cerrar la red en la mano. El anciano cazador se colocó detrás de él para avisarle en el momento oportuno. Todo el mundo guardaba silencio, y los niños no apartaban los ojos de la red; pero no se veía ninguna chocha. Ya hacía bastante tiempo que el Sol se había puesto; la Luna, velada hasta entonces por tenues celajes, tornose más brillante, en tanto que los vivos resplandores del créspulo se extinguían insensiblemente. Apenas se veía la red en medio de la oscuridad. Los niños habían perdido ya la esperanza de cazar un solo pajarillo, cuando de repente dos chochas tropezaron con la red con tal violencia, que se les enredó el largo pico y la cabeza en las mallas, y al forcejear para escaparse parecía que iban a arrastrarla.

     -¡Tirad! -dijo el cazador.

     Federico tiró de la cuerda, cerrose la red, y las dos chochas quedaron presas en ella, con gran alegría de los dos niños.

     El Conde y su familia regresaron entonces al castillo. Thierry estaba ya acostado a un lado del camino junto a un matorral.

     Llevaba los pies desnudos, y envuelto en trapos uno de ellos que tenía un volumen enorme. Entre estos trapos ocultaba sus llaves falsas y sus ganzúas.

     Era casi de noche cuando la familia pasó por aquel sitio. Federico fue el primero que vio un bulto junto al matorral.

     -¿Quién está ahí? -exclamó.

     Levantose Thierry trabajosamente con ayuda de un bastón, y se acercó cojeando y en actitud suplicante, haciendo como que apenas podía tenerse en pie.

     El Conde le preguntó de dónde venía a tales horas y qué hacía en aquel sitio. Thierry lanzó un suspiro, hizo un gesto como si experimentase intolerables dolores, y dijo con lastimera entonación:

     -¡Ah! ¡Pobre de mí! ¡Ya no tengo asilo, ni padre ni madre, y me veo reducido a pedir limosna! Aunque quiero ganarme la vida trabajando, nadie quiere tomarme de criado por lo mal que tengo la pierna. Ahora vengo de Pruneville, a tres leguas de aquí, adonde he ido para que me viese la llaga un médico, el cual me ha puesto un emplasto que me abrasa como si fuese fuego, porque dice que es necesario cauterizarme la pierna. Para colmo de desdichas, me he perdido en el bosque, y desde mediodía ando de un lado para otro entre las zarzas y los espinos, sin haber comido ni bebido en todo este tiempo. Yo confiaba en llegar esta noche a Hirsfeld; pero me es imposible seguir andando, y tendré que pasar la noche al aire libre, muerto de hambre y de frío.

     Tras estas palabras sacó un pañuelo todo roto, y llevándoselo a los ojos hizo como que se secaba las lágrimas.

     Tanto se dolieron la señora de Finkenstein y sus hijos de la situación del pobre niño, que rogaron al Conde que le hiciera ir al castillo y le concediera hospitalidad hasta que la llaga se le curase.

     El Conde, que también era bueno y generoso, estaba dispuesto a acceder a los caritativos deseos de su familia; pero, sin embargo, no pudo menos de clavar en Thierry una penetrante mirada, como si hubiese querido convencerse de que era verdad lo que decía el pordiosero.

     El astuto Thierry sorprendió esta mirada, e inmediatamente hizo ademán de desatar las cintas con que se sujetaban los trapajos, para enseñar la horrible llaga que tenía en la pierna. Demasiado sabía que la aristocrática familia no lo consentiría.

     En efecto; no se lo permitieron.

     -¡No, no! -exclamó la Condesa haciendo un ademán imperativo.

     -¡Déjalo! ¡No puedo ver heridas! Te creemos sin necesidad de que nos la enseñes. Síguenos.

     La familia continuó su camino, y Thierry se fue tras ellos, cojeando como si le costase mucho trabajo seguirlos, y riéndose interiormente de su confianza. Cuando llegaron al castillo la bondadosa dama hizo que le dieran de cenar en la habitación del portero, e indicó la alcoba en que había de pasar la noche. Dio también las órdenes oportunas para que en cuanto amaneciese fueran a buscar al médico que tan bien había curado al padre de Fridolín, y luego se separó de él para dirigirse a sus habitaciones.

     Thierry entró en la portería, y comió con delicia la cena que le sirvieron, sin dejar de tocarse de cuando en cuando la pierna, quejándose de sus dolores. Cuando concluyó de cenar el portero le hizo atravesar un largo corredor, y le llevó a una habitación que tenía el techo de ladrillo y donde había una cama muy limpia.

     -Aquí tienes tu cama -le dijo el portero-: no necesitas luz, porque la Luna te servirá de lámpara. ¡Buenas noches; que duermas bien!

     Y se marchó, llevándose el candelero y cerrando la puerta.