Fridolín el Bueno y Thierry el Malo/Capítulo XII

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     En cuanto Thierry se quedó solo se quitó los trapos de la pierna, se metió en el bolsillo las llaves y las ganzúas que pronto había de necesitar, y se echó completamente vestido en la cama, donde se estuvo muy quietecito hasta que creyó que todos estarían dormidos. En cuanto vio que en la casa reinaba el más completo silencio, se levantó, abrió con mucho cuidado la puerta de su cuarto y salió al corredor.

     Cuando le acompañó el portero a la alcoba tuvo Thierry buen cuidado en fijarse en la disposición de la casa, y vio la puerta del jardín con sus barras de hierro y la cerradura mohosa de que le había hablado Josse. Dirigiose hacia ella guiándose por las paredes, que tocaba con la mano que tenía libre, pues la otra la llevaba ocupada con las herramientas.

     Después de recorrer el largo corredor con las mayores precauciones, llegó a la puerta, cuyos cerrojos desechó sin hacer ruido; también consiguió forzar la cerradura, y se detuvo un momento en el umbral de la puerta abierta.

     Un viento de otoño vivo y glacial agitaba las ramas de los árboles, casi desprovistas de su ropaje, y silbaba por entre las hojas que tapizaban el suelo. La Luna había desaparecido hacía mucho tiempo, y algunas pocas estrellas esparcidas por el firmamento brillaban acá y acullá entre las nubes.

     Thierry pensaba esperar en aquel sitio la llegada de los otros bandidos; pero sentía un frío tan grande en los pies, tanto si los apoyaba en la arena del jardín como en las losas de mármol del corredor, que le fue imposible soportarlo más tiempo. Dejó, pues, entreabierta la puerta del jardín y se volvió a su cuarto, teniendo la precaución de no cerrarle, para oír el ligero silbido con que sus compañeros anunciarían su llegada. Thierry se acostó en la cama, apoyando la cabeza en el brazo y procurando no dormirse.

     De repente creyó que se había desencadenado un huracán: las ventanas temblaron, y la puerta de su cuarto se abrió de par en par. Thierry tuvo miedo, pero pronto se tranquilizó.

     -Es el viento -se dijo-. Al silbar por entre las chimeneas del castillo ha hecho ese ruido y ha abierto del todo la puerta, que ya estaba entreabierta.

     Pero un momento después oyó en el corredor unos pasos que poco a poco fueron percibiéndose más claramente y más cerca.

     -¡Qué modo de andar tan raro! -pensó, enjugándose la frente-. Esos no son pasos de hombres. ¿Qué demonios serán?

     Pronto se oyeron en la alcoba aquellos mismos pasos, y Thierry vio junto a la ventana un bulto negro con grandes cuernos.

     Este bulto se acercó a él y se detuvo delante de su cama. Thierry, aterrado, se tapó con las mantas.

     -¡Oh! -pensó-. ¡Éste es el Demonio, que castiga a los malos!

     El ser fantástico a quien el ladronzuelo tomaba por el Demonio era el corzo. La puerta del jardín se había abierto empujada por una racha de viento, y el corzo, enemigo declarado de los merodeadores, había entrado en el corredor; una vez allí, guiado por su olfato, advirtió la presencia de un ser extraño, y fue a hacerle aquella visita nocturna.

     Thierry enmudeció de terror al encontrarse ante aquel bulto espantoso, ante aquellos ojos fulgurantes, ante aquellos cuernos amenazadores; un sudor frío brotó de su frente, y acabó por envolverse completamente en las mantas.

     El supuesto demonio le dio por lo pronto varias cornadas, que a pesar de la protección de las mantas le hicieron ver las estrellas; no contento con esto, saltó a la cama y empezó a revolver la ropa con los cuernos como si quisiera apartarla. Entonces Thierry, no pudiendo resistir más, hizo un esfuerzo, echó a un lado las mantas, saltó de la cama y salió corriendo por el corredor. El corzo le persiguió, le tiró al suelo y le puso como nuevo a fuerza de cornadas y pisotones.

     Thierry consiguió levantarse varias veces; pero apenas se disponía a huir, cuando su enemigo le derribaba nuevamente. De esta suerte llegaron al vestíbulo, al pie de la escalera principal, donde le embistió otra vez, tirándole al suelo y subiéndose encima de él para impedir que se levantase y fuese más lejos. Thierry, fuera de sí y sin saber ya qué hacer, empezó a gritar con todas sus fuerzas:

     -¡Que me coge, que me arrastra! ¡Socorro! ¡Socorro!

     Estos gritos y este estrépito despertaron a los habitantes del castillo. El primero que apareció en lo alto de la escalera con una luz en la mano fue Mauricio. Thierry, desesperado, corrió a su encuentro, se arrojó a sus pies, y abrazándose a sus rodillas exclamó:

     -¡Oh! ¡Protegedme! ¡Salvadme! ¡Todo lo confesaré!

     -¡Habla, confiesa! -gritó el anciano con voz terrible.

     Pero antes de que Thierry hubiese podido tomar aliento acudieron los criados. También aparecieron poco después el Conde, la Condesa y los dos niños. Los lastimeros gritos de Thierry habían despertado a todo el mundo y sembrado la alarma en el castillo.

     -Hablad, Mauricio -dijo el Conde dirigiéndose al anciano guardabosque-. Decidme qué es lo que ha pasado y quién es ese tunante que ha armado semejante escándalo.

     -Vuestra excelencia va a oírlo de sus propios labios -respondió el cazador-. ¡Vamos, habla, granuja! ¿Por qué has venido a este castillo? ¿Cuál era tu intención? Sé franco ante todo: de lo contrario, lo pasarás mal.

     Thierry confesó llorando que se había dejado convencer por unos cazadores furtivos, los cuales le habían dicho que se fingiese cojo y mendigo para que le dejasen pasar la noche en el castillo, y que cuando estuviese dentro les abriese la puerta del jardín, en lo cual no había consentido sino obligado por sus amenazas; pero que en vez de los cazadores furtivos había entrado el Diablo, que le había dado muchas cornadas y quería arrastrarle.

     Fridolín, que estaba al lado del señor de Finkenstein con una luz en la mano, miró con más atención a Thierry y exclamó:

     -¡Ah! ¡Te conozco; tú eres el chico que mató de un tiro a una pobre corza en el bosque delante de su hijito! ¡Sí, sí; tú eres! ¿No es verdad que entonces no creías que el corzo vengaría algún día a su madre y te entregaría a la justicia, y tal vez te llevaría al patíbulo? Pero Dios lo ha dispuesto así: Dios es un juez misericordioso, pero justo y severo.

     Thierry miraba a Fridolín con asombro, sin comprender lo que quería decir. Entonces le explicó Mauricio que el hijito de la corza a la que tan cruelmente inmolara hacía algún tiempo en el bosque de Haselbach había sido criado en el castillo, convirtiéndose en un magnífico animal, y que aquél era el diablo que tantas cornadas le había dado.

     -¿Habrá en el mundo criatura más tonta, más imbécil que yo? -exclamó Thierry dándose una palmada en la frente.- ¡Me creía el más listo de los muchachos de mi edad, y confundo a un corzo con el Diablo! ¡Me he dejado engañar por un irracional hasta el punto de revelar un complot que estaba tan bien combinado! ¡Oh! ¡Es para desesperarse, para tirarse de los pelos de vergüenza y de rabia!

     Los criados se reían a carcajadas de la singular equivocación del jovenzuelo; pero el Conde la consideraba como una buena lección, y dijo gravemente:

     -El terror de este muchacho proviene de un error, es cierto; pero este error oculta una gran verdad: su conciencia es la que le ha hecho ver al Diablo bajo la forma de este excelente animal. A un muchacho honrado y virtuoso jamás se le hubiese ocurrido que el Demonio quisiera llevársele al Infierno.

     La señora de Finkenstein mandó a los criados que fuesen inmediatamente a cerrar la puerta del jardín para evitar que entrasen los ladrones. Mauricio quería que se dejase abierta la puerta y que todos los criados del castillo, bien armados, se pusiesen en acecho para sorprender de este modo a toda la cuadrilla y librar de ella a la comarca.

     Pero la noble Condesa se opuso.

     -Los ladrones no vendrán desarmados seguramente, y al defenderse podrían herir o matar a alguno de los nuestros, lo que me causaría inmensa desesperación.

     -Tienes razón, Francisca -le dijo su marido-. Tenemos otros medios de apoderarnos de ellos. Puesto que su cómplice está en nuestro poder, los demás bandidos no podrán escapársenos: le obligaremos a revelarnos su guarida.

     Así, pues, cerraron inmediatamente la puerta del jardín; pero el guardabosque dijo gruñendo:

     -Yo no puedo consentir que esos bandidos salgan tan bien librados. Si, por lo menos, pudiera meterles unos cuantos perdigones en las piernas, no les estaría mal.

     Fue a buscar su escopeta de dos cañones, la cargó, y se puso en acecho junto a la ventana, situada frente a la puerta del jardín. Esperó inútilmente: los bandidos no se dejaron ver.

     A la hora convenida llegaron al castillo, y protegidos por la oscuridad se acercaron a las tapias del jardín; pero al oír los gritos de Thierry creyeron que estaban apaleándole. Al mismo tiempo vieron luz en varias habitaciones, y personas que subían de un piso y otro con lámparas en las manos; y comprendiendo que se había descubierto su intentona, se apresuraron a volver al bosque. Fue tan grande su terror, que hasta se dejaron olvidados los sacos que habían creído llenar de oro y plata: al día siguiente los encontraron junto a las tapias del jardín.

     Apenas amaneció llegó el juez, a quien el señor de Finkenstein había hecho llamar; acompañábanle su escribiente y dos gendarmes, provistos de esposas y de cuerdas para maniatar al ladronzuelo.

     Sacaron a éste de su encierro y le llevaron a una habitación, donde el juez quiso someterle a un interrogatorio en presencia del Conde de Finkenstein.

     Al verse ante el juez Thierry recurrió a sus enredos y a sus embustes acostumbrados. Contó que unos ladrones le habían engañado obligándole a servirles; se guardó muy bien de revelar su verdadero origen, y ofreció guiar a los gendarmes al sitio donde se ocultaban los bandidos si le prometían perdonarle.

     El juez no dio crédito a los embustes inventados por Thierry; pero no le amenazó, y le dejó en la creencia de que conseguiría engañar a la justicia.

     El ataque al castillo de Finkenstein hizo mucho ruido en el país, e inmediatamente se reunieron todos los gendarmes y todos los guardas jurados del distrito, a los cuales se unieron gran número de aldeanos armados. El juez se puso al frente de este pequeño ejército, y se dirigió inmediatamente a las ruinas de la antigua fortaleza.

     Thierry, atado de pies y manos, iba en una carreta indicando el camino que debía seguirse; señalaba los puntos por los cuales podían escaparse los bandidos, y el juez los dejaba bien vigilados. Por fin entraron en el subterráneo, y encontraron a los tres ladrones dormidos, descansando de la fatiga de su expedición del día anterior. Los sorprendieron y los cogieron sin que pudieran defenderse, y hasta el mismo Waller, al verse rodeado de tanta gente, saludó al juez con nobleza y presentó las manos para que se las atasen, sin pronunciar una sola palabra.

     Los otros dos estaban furiosos y se desataban en insultos contra Thierry: no por eso dejaron de atarlos y meterlos en la carreta con Thierry y todos los objetos hallados en el subterráneo.

     Durante los primeros días los ladrones fueron interrogados con mucha frecuencia, y con arreglo a sus declaraciones tomaron informes en los diferentes lugares en los cuales habían vivido durante más o menos tiempo. Los bandidos pasaron más de un año en la cárcel, y a fuerza de investigaciones consiguió la justicia reconstituir toda su vida y todos sus crímenes. Cuando terminó el proceso los jueces elevaron sus conclusiones al Tribunal Supremo de la comarca y esperaron su fallo.