Fridolín el Bueno y Thierry el Malo/Capítulo XIII

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     Waller pertenecía a una familia respetable y muy distinguida, y no había tomado este nombre sino para ocultar el suyo. Su padre era un elevado funcionario, magistrado integérrimo y universalmente estimado. Waller, cuyo nombre de pila era Carlos, mostró desde la infancia las más felices disposiciones. Era muy guapo; sus padres no omitían ningún gasto para darle una excelente educación, y en cuanto cumplió los diez y ocho años le enviaron a la Universidad para que concluyese su carrera. Allí se distinguió por su cultura y por la amenidad de su carácter. Pero, por desgracia, tenía el defecto de irritarse y de dejarse arrebatar fácilmente por la ira. Sus padres, deslumbrados por sus brillantes dotes, se habían descuidado bastante en enseñarle los divinos preceptos de la religión, que hubiesen dulcificado aquel carácter irascible inculcando al joven saludables principios de humanidad y amor a sus semejantes. Pronto fue cruelmente castigado por haber consentido que este defecto se enseñorease de su corazón.

     Un día que iba paseando con otros estudiantes un amigo suyo, un caballero que hasta entonces había profesado a Waller particular estimación, excitado por la alegría de la comida, se permitió algunas bromas que el orgulloso Waller no podía tolerar. Inmediatamente empezaron a disputar. Por desgracia, en aquella época los caballeros tenían la costumbre de llevar espada. Los dos amigos, convertidos en adversarios, se dirigieron a un bosquecillo cercano, y Waller tuvo la desgracia de matar a su contrario.

     Waller, con la espada llena de sangre en la mano, permanecía inmóvil como una estatua y tan pálido como el amigo a quien acababa de inmolar. Todos sus condiscípulos le instaron a que huyese inmediatamente, y él se marchó sin saber adónde dirigirse. Después de vagar durante varios días por el bosque presa de viva desesperación y expuesto a los mayores peligros, encontrose por casualidad con un amigo de la infancia, el hijo de un obrero que vivía cerca de la casa del padre de Waller. Este muchacho le contó que era militar, que jugando había perdido el dinero que pertenecía al regimiento, y cuya custodia le habían confiado. Para sustraerse al castigo que le amenazaba, Valentín (éste era el nombre del amigo de Waller) desertó, se hizo cazador furtivo, y tomo el nombre de Schlik. En la desesperada situación en que se hallaba, no vaciló Waller en adoptar la misma vida.

     Internose, pues, en el bosque con Schlik, y ambos vivieron con el producto de su caza. Pero de este modo no podían atender a todas sus necesidades: tornaron, pues, el partido de robar a los viajeros, y ellos fueron los que atacaron al hermano de la señora de Finkenstein, a quien salvara tan oportunamente el padre de Fridolín.

     Poco tiempo después conoció Schlik a Josse, el cual se unió a los dos amigos. Les era muy necesario para que fuese a vender la caza; pero le despreciaban por su afición al vino y su grosería, y Waller jamás intimó con él.

     Este Josse había sido uno de los labradores más ricos del cantón de Hirsfeld. Su mujer era inteligente y virtuosa, y sus hijos preciosos; pero el orgullo y la pereza, el afán de hacer buen papel en las fiestas y la poca afición a ocuparse en sus asuntos le acarrearon la ruina. Una vez olvidados sus deberes de buen padre de familia y de fiel cristiano, se entregó a todos los vicios. El juego y el vino acabaron de arruinarle; y como su soberbia no le permitía soportar la humillación de la miseria en que sus propios vicios le habían sumido, huyó de su casa, y poco a poco llegó a convertirse en bandido. Él y Schlik robaban las granjas aisladas y atacaban a los indefensos viajeros. Waller dirigía estas expediciones, en las cuales, sin embargo, rara vez tomaba parte, a no ser que fuese necesario su auxilio para salvar a sus compañeros de algún peligro.

     Un día encontró Schlik en el bosque a un muchacho, un curtidor que estaba haciendo acopio de corteza de encina. Saludáronse, y una vez entablada la conversación, no tardaron en reconocerse. Nacidos en el mismo pueblo, habían ido juntos a la escuela. Schlik no pudo contener las lágrimas al saber por el curtidor, llamado Rist, que su madre, la cual aún vivía, no cesaba de llorar su deserción y que esta pena la llevaría al sepulcro. La familia de Waller no era menos digna de lástima. El malhadado duelo había desatado contra ella la indignación de muchos personajes poderosos y lo bastante injustos para hacer víctimas de su ira a los parientes del culpable. El padre no sobrevivió a la desgracia, y la madre murió también poco después. El hermano, joven, de talento, instruido y adornado de las mejores cualidades, no era todavía más que simple procurador: el odio y la influencia de la familia del muerto le cerraban la carrera de la magistratura. Afortunadamente, ya se había hecho la tercera amonestación del matrimonio de su hermana cuando se supo el resultado del desafío: celebrose, pues, el enlace; pero el día de la boda fue más bien un día de duelo. La otra hermana vivía en casa de su hermano, a quien cuidaba, y no tenía esperanza de casarse.

     Adivinando a la primera ojeada que Schlik era cazador furtivo, quiso interrogarle a su vez el curtidor. Schlik confesó fácilmente que se dedicaba a tan bajo oficio.

     -Déjale: sigue mi consejo -le dijo el curtidor-. De la caza furtiva al robo y del robo al asesinato no hay más que un paso, y este paso se da insensiblemente.

     En lugar de responder alejose Schlik sollozando, y se apresuró a contar a Waller cuanto le había dicho. Waller sintió que se le desgarraba el corazón; lloró la muerte de sus queridos padres, y lamentose de la situación en que se hallaban su hermano y sus dos hermanas.

     -¡Ay! -exclamó-. ¡Todas esas desgracias son obra mía, y se las habría evitado a mi familia si hubiese sabido dominar mis pasiones!

     Hasta entonces había tenido la esperanza de que se olvidaría su duelo y de que podría volver a su patria; pero viendo que tenía que renunciar a esta ilusión, resolvió marcharse a América. Para esto necesitaba mucho dinero; con el objeto de proporcionárselo intentó robar el castillo de Finkenstein.

     -Allí -pensaba- encontraré el dinero que necesito para macharme, y una vez en América, ganaré una gran fortuna que me permitirá devolver a sus dueños ese dinero.

     Él disponía así las cosas. Dios las dispuso de otro modo, y aquel robo frustrado puso fin a los crímenes de aquella cuadrilla de malhechores.

     El día que debía pronunciarse la sentencia, el presidente, acompañado de su secretario, entró en la oscura y antigua sala donde los doce jueces, ancianos respetables todos, estaban ya reunidos. En la sala había gran afluencia de espectadores. Waller fue el primero que compareció entre dos gendarmes. En cuanto le vieron entrar y presentarse con la distinción que le era propia, sintiéronse impresionados todos los presentes. El silencio era solemne. Aunque la vida que llevaba desde hacía bastantes años y su larga estancia en la cárcel habían alterado considerablemente la expresión de su rostro, todavía se comprendía que debía de haber sido muy guapo. Pronunciaron los jueces su fallo, y Waller fue condenado a la pena de muerte. El desgraciado escuchó su sentencia con calma y serenidad, y cuando terminó la lectura pidió la palabra y dijo:

     -Señor presidente, merezco la sentencia que acabáis de leerme. Esperaba esta condena, y me someto humildemente a la ley. Después de haber faltado a todos mis deberes para con Dios y para con la sociedad, justo es que expíe mis crímenes con la muerte. Entrego sin murmurar mi cabeza a la cuchilla de la ley, a fin de dar de este modo una satisfacción a los derechos de la Humanidad, que he pisoteado, y a la justicia de Dios, a quien he ofendido.

     Señores -continuó-, conocéis mi vida. Habéis sabido procuraros mis títulos universitarios; en ellos habéis encontrado satisfactorias pruebas de mis estudios y de mis costumbres, exceptuando mi malhadada inclinación a las pendencias. Si; puedo alabarme de ello: mi conducta anterior ha sido intachable. Tal vez sería hoy, como vosotros, un magistrado justamente estimado, si mi carácter arrebatado, que mis sentimientos religiosos hubiesen debido dominar, no me hubiese acarreado la perdición. Sí; la ira ha sido el origen de todas mis desdichas. Puedo aseguraros que desde el fatal instante en que maté a mi amigo no ha habido para mí un momento de reposo. Al levantarme veía ante mí la sangre derramada por mi mano, y esta visión me perseguía cuando iba a acostarme. ¡Cuántas noches he sufrido los tormentos del insomnio! ¡Cuántas lágrimas he derramado en mi lecho! El vino, que había excitado mi vehemente temperamento, se me hizo odioso desde aquel instante; me prometí a mí mismo no volver a beberle jamás, y cumplí mi palabra, aunque esta resolución no tenía ya ninguna importancia. También hice promesa de no derramar en mi vida una sola gota de sangre humana. ¡Ay! ¡Este juramento lo he violado de un modo espantoso!

     Señor presidente, os suplico que hagáis presente mi arrepentimiento a la familia de Finkenstein, cuya tranquilidad turbó tan cruelmente mi infame proyecto: decidle que tenía el propósito de no derramar una gota de sangre en el castillo, y tened la bondad de creer que es verdad lo que afirmo.

     Tengo que haceros otra petición, a la cual doy la mayor importancia. Tened la bondad, pues, de acceder a ella. Ya sabéis que el nombre que llevo es un nombre falso. ¡Ah, por favor! ¡No reveléis mi verdadero nombre, a fin de que no quede mancillada para siempre la familia a la cual he deshonrado!

     Por último, señor presidente, os suplico que me enviéis un sacerdote para que me confiese. Desgraciadamente, desde hace mucho tiempo no asisto al oficio divino ni frecuento los sacramentos, y a esto se debe mi perseverancia en los crímenes que me habían apartado de la comunión de los fieles. Después de haber vivido mucho tiempo como un réprobo y un pagano, quiero tener por lo menos el consuelo de morir como cristiano.

     -Hacedlo así -dijo el juez, prometiéndole concederle cuanto le había pedido y tendiéndole la mano.

     Con sus negros ojos llenos de lágrimas, Waller miró conmovido al venerable anciano, colocó sobre su corazón y estrechó amorosamente la mano que le habían ofrecido, y se volvió rápidamente. Y mientras todos los presentes prorrumpían en llanto, le llevaron a la cárcel, donde empezó a prepararse para entrar en la eternidad.

     Mientras duró su cautiverio estuvo Schlik profundamente afligido. La ventanilla de su calabozo, que estaba cerrada con una fuerte reja, daba a la iglesia. Cada vez que oía el ruido de las campanas se estremecía de emoción. También oía perfectamente los acordes del órgano, y hasta el fervoroso canto de los fieles. Pero estaba demasiado afligido para unir su voz a la de sus hermanos; oraba en el silencio del recogimiento, y se prosternaba con la imaginación en medio del santo templo, no sin derramar lágrimas de contrición. El cementerio, que rodeaba a la iglesia, con sus tumbas y sus cruces hacía surgir en su alma las más graves reflexiones. Cada vez que veía un entierro helábasele la sangre de terror al pensar en su próxima muerte.

     -¡Ah! -pensaba un día contemplando el entierro de una madre, cuyos hijos lanzaban dolorosos gemidos entorno a su tumba-. ¡Ah! ¡Cuánto llorará mi pobre madre cuando sepa que muero en el patíbulo!

     Proponíase escribirle, cuando recibió una carta de la virtuosa mujer.

     Valentín supo por esta carta que el Gobierno había concedido un indulto a los desertores, y que su madre había conseguido hacer desaparecer hasta la más leve señal de la falta que el juego le había hecho cometer, reembolsando la cantidad que había sustraído. Así, pues, todavía hubiese podido vivir tranquilo y dichoso si él mismo no hubiera empeorado su situación abandonándose a la desesperación y cometiendo todo género de excesos.

     Después de leer esta carta derramó Schlik un torrente de lágrimas y maldijo mil veces el juego, que le había sumido en la desgracia.

     Terminaba su madre la carta dándole prudentes y piadosos consejos y exhortándole a buscar en la religión el valor y los consuelos necesarios para que tan culpable vida terminase con una muerte ejemplar.

     Schlik resolvió seguir tan buenos consejos, y cuando el respetable párroco de Hirsfeld se presentó en su celda, se confesó con tal humildad y tanta compunción, que el piadoso sacerdote se conmovió y le prodigó todos los consuelos de su sagrado ministerio.

     Schlik se puso después a leer con piadoso recogimiento un libro de oraciones que el sacerdote le había dejado con este objeto. Apenas terminó, cuando se abrió la puerta y apareció el carcelero anunciándole que Waller quería hablarle. Schlik siguió al carcelero a la celda de su amigo: éste estaba de rodillas y rezaba.

     -¡Schlik! -exclamó Waller abalanzándose a él. Y ambos se arrojaron uno en brazos del otro con tal fuerza, que las paredes se estremecieron con el ruido de las cadenas. Estuvieron largo rato llorando juntos. Por fin dijo Waller:

     -He sabido que te has arrepentido y que has vuelto los ojos a Dios: yo he hecho lo mismo. Ya está todo arreglado. Puesto que hemos vivido como pecadores, es preciso que muramos arrepentidos: es lo único que tenemos ya que hacer. Yo te he obligado a cometer muchos crímenes: si no me hubieras sido tan adicto, no serías ahora tan desgraciado. Perdóname, querido, ¡oh!, perdóname, ya que has sido el único amigo que no me ha abandonado en la desgracia.

     Ambos lloraban. Sentáronse uno junto a otro, y estuvieron hablando de asuntos piadosos hasta el momento en que el carcelero llevó a Schlik a su celda.

     -¡Adiós! -dijo Waller abrazándole otra vez-. Ahora ya estamos dispuestos a morir llenos de confianza en los merecimientos de Nuestro Señor Jesucristo y en la religión de nuestros padres. Nuestra separación será corta: mañana a las nueve nos separará la muerte para reunirnos en el mismo instante y por toda la eternidad. ¡Adiós, adiós! ¡El Señor misericordioso sea contigo!

     Josse no se mostró más insensible que sus compañeros. La visita de su mujer y de sus hijos, que fueron a verle a la cárcel, le conmovió profundamente, y con la mayor humildad les pidió perdón por el daño que les había hecho.

     Su desgraciada esposa y sus hijos se arrojaron en sus brazos, y durante un instante se mezclaron sus lágrimas a las del bandido. Consolado por esta entrevista, animado por las palabras de su mujer, a quien halló muy resignada, lleno de sincera humildad se prosternó Josse a los pies del sacerdote, y desde aquel momento fue otro hombre: ya no pensó más que en ser digno de reunirse a su familia en la otra vida.

     Preparados de este modo para el trance fatal, los tres reos vieron llegar el día de la ejecución más bien confiados en la misericordia divina que temerosos ante la idea del patíbulo.

     En cuanto amaneció aquel funesto día la multitud acudió a la pradera donde debía cumplirse el castigo de los culpables. También se reunió mucha gente en la iglesia para suplicar al Supremo Juez que se dignase conceder una santa muerte a los condenados. Muchas lágrimas derramaron los fieles en el santo templo, en tanto que fuera de la iglesia se oía el fúnebre tañido de la campana, el rumor de la multitud y el redoble de los tambores.

     Los tres reos encamináronse con resignación al cadalso; dieron a los espectadores algunos consejos saludables, y después de confesar públicamente sus faltas y de besar la imagen de Cristo que les presentaba el venerable sacerdote, entregaron su cabeza al verdugo.