Fridolín el Bueno y Thierry el Malo/Capítulo XIV

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    Algunas semanas antes de pronunciarse la sentencia contra sus cómplices enfermó Thierry en su calabozo. El médico de la cárcel hizo que le trasladasen a una habitación un poco mejor, que le quitaran las cadenas, que reemplazaran con una buena cama el jergón donde hasta entonces había dormido, y que le prodigaran los cuidados que exigía su enfermedad.

     El cura y el médico iban a verle con frecuencia. Sin embargo, la mayor parte del tiempo estaba solo en su lóbrego encierro, en el cual no entraba la luz del Sol ni de la Luna.

     A través de los barrotes de la ventana no veía más que las paredes grises de una casa medio derruida y que por su excesiva proximidad a la ventana del calabozo parecía puesta a propósito para impedir que se viera lo que pasaba fuera de la cárcel.

     Thierry se aburría mucho en su calabozo; el tiempo se le hacía inmensamente largo, y pasaba ratos muy amargos.

     Ignoraba la suerte que le estaba reservada; no sabía si le condenarían a muerte o si le perdonarían la vida. Esta completa incertidumbre era uno de sus mayores tormentos: constantemente fluctuaba entre el temor y la esperanza, entre la vida y la muerte.

     El día que fueron sentenciados los bandidos advirtió Thierry inusitado movimiento alrededor de la cárcel. Generalmente, en el antiguo y sombrío edificio reinaba un silencio de muerte; pero aquel día se oían los pasos de multitud de hombres, puertas que se abrían y se cerraban con estrépito, ruido de armas y entrechocar de cadenas. Cuando Roberto, el ayudante del carcelero, le llevó la comida, le preguntó Thierry qué significaba aquel ruido y qué es lo que pasaba.

     -¿Que qué pasa? -replicó aquel hombre adusto, que por llevar muchos años en aquel oficio se había tornado duro e insensible-. ¿Quieres saber lo que pasa? Pues bien; hoy van a condenar a muerte a tus tres camaradas, y el viernes que viene les cortarán la cabeza. Es una lástima que hayas enfermado con tan poca oportunidad: si no hubiera sido por eso, habrías tomado parte en la fiesta y hubiésemos acabado de una vez con todos los tunantes; pero ahora tenemos que volver a empezar la misma tarea por un granuja como tú. ¡Vaya un trabajo que nos das!

     Y se marchó, cerrando violentamente la puerta al salir.

     Sintió Thierry tal terror al oír las palabras del carcelero, que empezó a temblar. Cada vez que oía pasos sentía que se le helaba la sangre en las venas; si se abría o se cerraba una puerta, se estremecía violentamente, y a cada instante temía que entrasen en su calabozo a leerle su sentencia de muerte. El día de la ejecución de sus compañeros, cuando llegó a sus oídos el lento son de la campana, experimentó inmensa angustia: sin embargo, el exceso del terror le dio fuerzas para levantarse y vestirse. Tan pronto corría a la puerta para escuchar como se acercaba a la ventana para oír lo que pasaba fuera. Entretanto el ruido aumentaba sin cesar. El rumor de la muchedumbre que se agolpaba ante el edificio, el redoble de los tambores, el estrépito de los carruajes, los pasos de los soldados y las pisadas de los caballos resonaban en los largos corredores y llegaban hasta su cuarto. Se le doblaron las piernas, y tuvo que sentarse en su cama. Aún estaba temblando, cuando de repente se abrió la puerta, y apareció el terrible Roberto seguido de otro ayudante del carcelero.

      - ¡Síguenos! -gritó con voz ronca.

     El terror de Thierry subió de punto al oír estas palabras. Como no tenía la menor idea de la marcha que en estos casos sigue la justicia, se imaginó que iban a llevarle al patíbulo y a ejecutarle inmediatamente. Pero no era esto, sino, sencillamente, que una de las cláusulas de su sentencia, la cual aún no le había sido notificada, le condenaba a presenciar la ejecución de los otros tres reos.

     -¡En nombre del Cielo! -exclamó llorando-. ¿Qué vais a hacer conmigo?

     -¡Ahora lo verás! -le respondió Roberto.

     Los dos carceleros le cogieron por los brazos, le llevaron, o mejor dicho, le arrastraron por los largos corredores hasta otro cuerpo del vasto edificio, y le hicieron entrar en una de las habitaciones del piso más alto. Ya había mucha gente asomada a las ventanas para ver pasar el cortejo.

     -¡Aquí está Thierry, el ladrón! -gritó Roberto.

     Todo el mundo se volvió para mirarle durante un instante, y luego volvieron a ocupar sus puestos. Los dos carceleros llevaron a Thierry a una ventana que habían reservado para él. Al ver la luz del día, la belleza del firmamento, el verdor de los prados y de los bosques y todas las maravillas cuya contemplación le estaba vedada desde hacía tanto tiempo, quedó sobrecogido de asombro y como deslumbrado. El magnífico espectáculo de la Naturaleza le impresionó profundamente y le arrancó un suspiro; pero pronto se fijaron sus miradas en la multitud que se había reunido en torno del patíbulo. Vio llegar a Waller, a Schlik y a Josse, que subieron al cadalso; vio relucir la cuchilla sobre la cabeza del primero de los tres reos; vio brotar la sangre, caer a un lado una cabeza...

     -¡Jesús! -exclamó.

     Y cerró los ojos para no ver la ejecución de los otros dos. Estaba medio muerto cuando le llevaron a su calabozo.

     Desde aquel día estuvo desanimado y muy abatido. Noche y día tenía ante los ojos la terrible cuchilla, y siempre le parecía estar viendo la sangre de sus compañeros. Tenía miedo de que le esperase la misma suerte, y se lamentaba y se desesperaba. Pero estaba muy lejos de enmendarse interiormente. Su corazón no sentía el temor de Dios ni el sincero amor a Jesucristo, que predispone al pecador al arrepentimiento. Su único deseo era librarse de la muerte, del patíbulo; y como la mujer del carcelero, que iba a verle de cuando en cuando y a cuidarle desde que estaba enfermo, le dijese un día que no le condenarían a muerte y que se limitarían a tenerle unos cuantos años encerrado en una casa de corrección, sintió que se le quitaba de encima un peso abrumador. Volvió a ser como antes -es decir, hipócrita y malo-, y ya no pensó más que en imaginar los mejores medios para escaparse de la cárcel y en forjar sus planes para después.

     En tanto que ocurría todo esto, el Conde de Finkenstein había colocado a Fridolín en casa del guarda mayor del distrito de Hirsfeld para que fuera iniciándose en la administración de las propiedades rurales. La mujer del guarda era una señora muy caritativa: se enteró de que Thierry estaba malo, y de cuando en cuando le mandaba algunos de los manjares que le permitía comer el estado de su salud. Un día le llevó Fridolín un pollo asado. Aunque compadecía al preso, la alegría de cooperar a una buena obra daba a su rostro cierta expresión de contento no exento de inmensa compasión. Thierry no supo ver en aquel contento más que una alegría insultante, una insolente ironía; además, el vistoso uniforme verde de Fridolín desagradaba extraordinariamente a aquel celoso.

     -¡Yo soy desgraciado, y tú triunfarás! -le dijo con acento de rabia y envidia-. ¡Has sabido meterte en el castillo de Finkenstein por medio de tu maldito corzo, que fue mi perdición! ¡Ese condenado animal es el autor de todas mis desgracias! Hasta ahora he tenido mala suerte; pero confío en ser más afortunado en lo sucesivo. Mi madre hará que me pongan en libertad a fuerza de dinero, y todavía le quedarán bastantes escudos para que yo pueda pasar el resto de mi vida tranquilamente: no necesitaré servir como tú, y no tendré que ser el humilde lacayo de los demás.

     Thierry se comió todo el pollo con avidez, sin dar las gracias a Fridolín por el trabajo que se había tomado, y éste se marchó muy triste al ver que Thierry no se había corregido de su maldad y de su grosería acostumbradas.

     Thierry empeoró, y llegó a estar muy grave. El párroco de Hirsfeld iba a verle con mucha frecuencia, y se pasaba largos ratos junto a su cama procurando inspirarle cristianos sentimientos. Aconsejábale insistentemente que confíase en la misericordia de Dios, a fin de que no fuese inútil para su alma la preciosísima sangre que Nuestro Divino Redentor derramó por la remisión de nuestros pecados, y le suplicaba que se arrepintiese de sus faltas y se convirtiera sinceramente, sin lo cual se condenaría para toda la eternidad. Pero Thierry no hacía gran caso de las palabras del caritativo sacerdote. A veces daba algunas señales de arrepentimiento, y un día llegó a decir al cura que sentía mucho no haber seguido los consejos de su padre y haber engañado a su madre con sus mentiras.

     -Bien, hijo mío -le contestó el sacerdote-; me alegro mucho de verte por fin en tan buenas disposiciones. ¡Ojalá sean el anuncio de tu salvación! Pero dime, Thierry: ¿por qué sientes no haber escuchado los consejos de tus padres?

     -¡Ah! ¿Por qué? Pues porque si los hubiese seguido, habría estudiado mucho en la escuela, hubiese aprendido un oficio, tendría una buena cerrajería, y, por consiguiente, sería uno de los más ricos de mi pueblo. Ahora, en cambio, llevo más de un año en esta maldita cárcel, estoy enfermo, solo, careciendo de todo; y aun cuando salga de aquí curado, será para encerrarme de nuevo en una casa de corrección.

     Como ven nuestros lectores, no pensaba más que en las cosas de este mundo, y su corazón estaba aún muy lejos de alentar los sentimientos religiosos de fe y de confianza en la bondad de Dios y en el amor y en los merecimientos de Jesucristo, sentimientos que son los únicos que pueden legitimar el arrepentimiento a los ojos del Señor y asegurar el perdón de los pecados.

     Un día salió el cura del calabozo profundamente afligido por encontrarle siempre insensible a sus paternales exhortaciones. El carcelero se acercó al sacerdote, y le hizo varias preguntas acerca de Thierry: éste, que era muy curioso, se acercó a la puerta para escuchar lo que respondería el venerable anciano.

     -Señor cura -dijo Roberto-, ¿qué os parece la enfermedad de este tunante? ¿No se largará pronto al otro mundo? Empiezo a cansarme del trabajo que nos da.

     -Amigo mío -respondió el eclesiástico-, no seáis tan poco compasivo: al desgraciado le quedan pocos días de vida. Está muy malo. Tened un poco de paciencia.

     -¡Paciencia! -replicó Roberto-. ¡Bah! ¿Quién será capaz de tener tanta paciencia como vos, señor cura, con un granuja tan terco y tan malo como ése? Sois demasiado bueno, y me parece que perdéis el tiempo: el pillastre está completamente pervertido. ¿Creéis que todavía puede hacer penitencia? Yo por mi parte lo dudo mucho.

     -¡Ay, amigo mío! -suspiró el sacerdote-. Desgraciadamente, su corazón es como el terreno pedregoso en el cual cae la semilla de la palabra divina: parece que en cuanto cae un grano se lo llevan en seguida los pajarillos. Hasta ahora mis trabajos no han dado ningún resultado: ese desgraciado me preocupa mucho, y temo que muera impenitente.

     -Pues yo -exclamó Roberto- no me preocuparía tanto. Si ese tunante quiere darse una vueltecita por el Infierno, que se la dé: eso es cuenta suya; a nosotros nos tiene sin cuidado. Puesto que no desea otra cosa, que se vaya, y que lleve feliz viaje.

     -¡No digáis eso! -replicó el sacerdote-. Ese muchacho, aunque está completamente corrompido, tiene un alma inmortal, y el alma de un cristiano es demasiado preciosa a los ojos del Señor para que no se intente su salvación por todos los medios que estén a nuestro alcance. Si sólo se tratase de una desgracia temporal, podríamos permanecer indiferentes; pero pensar que esa alma será eternamente desgraciada... ¡Oh, es demasiado horrible! ¡Tened compasión de él!

     -Después de todo -dijo Roberto-, si los huesos de ese tunante sólo tuvieran que arder en el Infierno uno y mil años, me alegraría de que así fuese; pero la verdad es que cuando pienso que ya no saldría nunca de ese lugar de tormento, se me hiela la sangre en las venas, casi siento compasión hacia él, aunque es muy malo.

     Mientras Thierry escuchaba este diálogo latíale el corazón con violencia; las duras palabras del feroz carcelero le habían impresionado más que las frases impregnadas de dulzura y de indulgencia del excelente sacerdote.

     -¡Ya no hay remedio! -pensaba-. ¡Me muero! ¿Y estaré realmente expuesto a ir al Infierno? ¡Se me ha hecho tan largo el año que he pasado en la cárcel! ¡Cuánto más horrible será estar mil años en el Infierno! ¡Y esto es lo que me desea ese despiadado Roberto! Sin embargo, a pesar de su crueldad tiembla al pensar en el fuego eterno, y no se atreve a desear que me condene para toda la eternidad. ¡Oh, sí; un castigo eterno es la cosa más horrible que puede uno imaginarse!

     Y el señor cura -continuó Thierry- es un hombre excelente. ¡Cuán bondadoso es conmigo! ¡Cuánto se interesa por mí! Hasta ahora no he escuchado sus exhortaciones; creía que sólo me hablaba de Dios porque es costumbre y porque tenía el deber de hacerlo. Pero ahora comprendo que me compadece realmente y que quiere hacerme un beneficio. No le mueve ningún interés, y, sin embargo, ¡cuántos sacrificios ha hecho ya por mí! ¡Ah! Verdaderamente, es un santo, mientras que yo soy muy ingrato y muy malo. ¡Sí, muy malo!

     Thierry lloró amargamente, tomó la resolución de convertirse, y para conseguirlo decidió confiarse sin reservas al respetable sacerdote.

     Cuando al día siguiente muy temprano entró el cura en el calabozo a petición de Thierry, comprendió a la primera ojeada que se había operado en su corazón un cambio notable, porque el enfermo se apresuró a saludarle con respeto y a decirle:

     -Señor cura, decidme lo que tengo que hacer para que Dios me perdone mis pecados y me conceda una buena muerte. Tened la bondad de repetirme lo que tantas veces me habéis dicho: ya estoy dispuesto a escucharos con atención y a seguir vuestros consejos.

     Lleno de alegría al verle en tan buenas disposiciones, el sacerdote se sentó junto a la cama de Thierry y le habló del sacramento de la penitencia. Con los ojos fijos en el rostro del anciano, Thierry parecía devorar sus palabras. Aquélla fue la primera vez que el sacerdote pudo hablar con entera libertad, porque veía que sus consejos eran bien acogidos. Thierry se arrepintió sinceramente, e hizo un acto de contrición con muchísimo fervor. Al día siguiente escuchó el párroco la confesión de Thierry, el cual se acusó de todos sus pecados, no sin derramar abundantes lágrimas. Desde aquel instante experimentaba el pecador indecible felicidad al oír hablar de Jesucristo, que había venido al mundo para salvar a los pecadores; y cada vez que el sacerdote se levantaba para marcharse, Thierry estrechaba y besaba la mano del virtuoso ministro del Señor (cosa que nunca había hecho antes), le manifestaba su gratitud con los ojos llenos de lágrimas y le suplicaba que volviese pronto.

     -¡Ah! -decía-. ¡Es una dicha para la pobre Humanidad que haya sacerdotes dedicados a prodigar consuelos al pecador con el fin de que recobre la paz y la esperanza! ¡Si no fuese por ellos, un criminal como yo no podría menos de entregarse a la más violenta desesperación!