Fruslerías
Mi amigo don Ruperto Vomipurga es, entre los médicos de mi tierra, todo lo que se entiende por un sabio en bacteriologia. Conoce íntimamente á todos los bacilos, sabe al dedillo sus mafias y picardías, y los trata tú por tú, con menos respeto que al arzobispo, por aquello de
A Dios se le habla de tú,
de tú á la Virgen María,
y al obispo se le dice
su señoría ilustrísima.
Ayer nos encontramos en la Casa de Correos, frente á una de las niñas estafeteras, chica que, al mirarla, se le hace á un cristiano la boca agua y los ojos despiden chiribitas.
—¡Bonita muchacha!—me dijo don Ruperto.
—Ya lo veo, doctor—le contesté—Es un lindo, microbio como para que lo estudie y clasifique usted, que hasta en el suspiro los persigue.
—¿Y por qué me la endilga y no la aprovecha usted para sus disquisiciones tradicionales? Yo, mi amigo, soy como el usurero aquel á quien fué un pobre diablo, á empeñarle un bonito cuadro—¿Es de usted? le preguntó el agiotista.—No, señor, es de Rubens, contestó el necesitado.—¡Ah, brihón! Lárguese ahorita mismo antes que lo mande á la comisaría. ¿Confiesa usted que no es suyo el cuadro, y tiene la desvergüenza de traérmelo, como si yo fuera ocultador de lo ajeno?—Aplíquese el cuento.
Entretanto, don Ruperto no tenía cuándo entregar su carta á la empleada. Recelando que la goma de la estampilla fuera almáciga de bacterias, no se atrevía á humedecer aquélla para pegarla en el sobre, y mirando á la simpática estafetera la dijo:
—Me parece, señorita, que anda usted algo delicada de salud.
—No, doctor; me siento bastante bien.
—A ver; dígnese usted sacar la lengua.
La joven obedeció un tanto alarmada. El médico pasó con delicadeza la estampilla por la lengua de la presunta enferma, y después de adherir aquélla al sobre, dijo:
—La felicito, niña; goza usted de cabal salud, y que sea por muchos años. Adiosito, y gracias por el servicio que acaba de prestarme.
Y echó la carta en el buzón, retirándose con más seriedad que pleito perdido.
No pude contener la risa al fijarme en el alelamiento del rostro de la joven, é inmediatamente fuí con el chisme donde mi camarada el Director de Correos.
Al día siguiente se colocó en las estafetas una esponja humedecida en agua de goma.
Débenme, pues, las empleadas del Correo el servicio (que tal vez no me agradecen las muy ingratonas) de que nadie les pedirá ya la lengua para humedecer estampillas.
Merceditas es una preciosa coqueta, de esas que promemeten, con el tiempo y las aguas, dorarle los cuernos al mismo diablo.
Sin duda tiene imán para que los poetas la persigan y la espeten á quemarropa, por lo menos, un soneto de aquellos que parecen una puñalada en el hígado. La sonetorrea es epidemia que compite con la peste bubónica, y acaso la aventaja.
Contáronme que Merceditas hasta en la sopa, en vez de fideos, encontraba versos ramplones.
Formaban en cierta noche su tertulia un romántico, que se jactaba de ser por entonces el enamorado á quien ella tenía en candelero de plata; uno de esos que se llaman decadentes, la cual decadencia no es chicha ni limonada, y que esperaba turno para reemplazar al anterior en el corazón voluble de la joven: y un clásico, que hacía ya meses estaba borrado en el escalafón de los pretendientes, y que concurría á la casa sólo por divertirse con la rivalidad amatoria de sus otros dos cofrades en Apolo.
A propósito de no sé qué tema de conversación, ocurriósele á Mercedes preguntar á sus poetas:
—Si uno pudiera escoger día en que morir, ¿cuál escogería usted?
El decadente, que fué el primer interrogado, creyó poner una pica en Flandes respondiendo:
en muriendo en tus brazos, cualquier día.
El romántico, como para dar berrinche á su rival, alardeando de ser actualmente el preferido, contestó:
en que de amarme dejes, vida mía.
Tocóle turno al clásico que, en puridad de verdad, habló muy á las derechas. Clásico, desencantado, prosaico había de ser, porque dijo... lo que dice todo hombre que no tiene flojos los tornillos del caletre:
quieres saber? El treinta de Febrero.