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Fruta prohibida

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FRUTA PROHIBIDA

Y don Juan—este sujeto es un almacenero italiano con quien tengo alguna relación—le dijo, guiñando los ojos, a la pardita que de la gran casa vecina, va todos los días a la compra y que él ha tiempo festeja, regalándole ticholos y otras golosinas.

—Vea, si quiere que vamos al Escatin esta noche, escápese... yo le doy conque disfrazarse.. ¡Nos vamos a divertir!

Y a la respuesta afirmativa de la invitada, seducida por las dádivas contínuas, esperanzas de otras mayores y promesas de diversiones, siguió un papel de cinco nacionales nuevito y lindo.

Y un mundo de ilusiones envolvió a don Juan, mientras se ocupaba en desgorgojar un cajón de fideos picados.

¡Cómo se divertiría!

Ya le parecía sentir la música espeluznante del baile y verse prendido del talle gentil de la pardita, llorándole en la oreja sus súplicas amorosas.

Después se trasportaba con la imaginación a un pequeño cuarto de cierto café conocido y allí, teniendo a su compañera de baile sentada en las faldas, saboreaba una suculenta buseca o un jubee steack con huevos.

Y atrevido y lujurioso llegaba hasta comer con ella en el mismo plato y con el mismo tenedor, contándole con su mano y sirviéndole los pequeños bocaditos sabrosos que ella hacía desaparecer con tanta gracia entre sus dientes blancos y menudos.

¡Qué imaginación desorejada de almacenero!

¿Quieren creer que llegó hasta besarle las piernas a la pardita?

Pero... cuánta prudencia se necesitaba para que no apercibiera la aventura doña Teresa, su consorte {-—} una gran mujer blanca a quien hasta los hombres de galera le decían piropos cuando dejaba su cuartito vecino a la trastienda y salía a la vereda a lucir su cuerpo macizo pero airoso, cubierto por un sencillo vestido de percal.

Y entusiasmado con sus sueños no veía don Juan a su dependiente Palombi — a ese ganso de Palombi, como le llamaba cuando hablaba intimamente de él — que se hacía señas con doña Teresa y le tiraba besos con la punta de los dedos, que esta hacía como que recogía adelantando su labio inferior, grueso, rosado, atrayente.

Por fin llegó la noche y con ella la hora del placer para el calaverón almacenero.

¡Con qué aire de exquisita cortesía preguntó a Palombi si había cerrado bien las puertas del almacén!

¡Cuánta dulzura demostró al ir a avisar a su esposa que iba a estar ausente hasta tarde por tener que hacer en la Lógia a que pertenecía!

¡Y el muy tonto que siempre llamaba imbécil a su dependiente Palombi, salió sin notar la alegría que se pintaba en el rostro de los que quedaban en casa!

Y a la media hora tuvo que regresar a buscar dinero; se había ido sin un peso al baile y no tenía con que pagar ni un chop a su adorada.

Despacio abrió la puerta de la trastienda y paso trás paso penetró a su dormitorio y al de su esposa dirigiéndose a la caja de fierro que dormía en un rincón, casi cubierta por ropas que no se usaban.

Y encendió un fosfóro...

Momentos después acudió la policía atraída por unas voces de auxilio, y al penetrar al patio del almacén se encontró con un espectáculo risible.

Palombi, el largo y escuálido Palombi, sujeto del cuello por la nervuda mano de mi amigo don Juan y no teniendo más vestido que una camiseta de punto que apenas le llegaba a la cintura, recibía la más completa paliza con que puede obsequiarse a un campeador de fruta prohibida, tomado en flagrante delito de mordisco clandestino.

Y la policía quitó a la víctima de entre las uñas de su verdugo.

¡Cómo se quejaba Palombi!

Le debían haber roto una costilla ¡no podía caminar! ¡aquellos dolores lo mataban!

La policía quiso llevarlo al Hospital, pero doña Teresa se opuso formalmente.

—¿No oían, acaso, como se quejaba Palombi? ¿No veían que no podía tenerse en pie?... Por otra parte ella lo cuidaría en su cuarto.

Provisoriamente se trasladó al enfermo a la cama matrimonial de don Juan.

El pobre almacenero, acusado de lesiones corporales graves, fué conducido a la Comisaría.

Y al cerrarse tras él la puerta de su casa, cesaron por completo y como por encantamiento los ayes del vapuleado Palombi que quedaba en el lecho de que el ofendido marido lo había arrancado poco hacía, violentamente.

Como este proceder le escocía, don Juan no pudo menos que decir:

—¡Mire que es salvaje esta policía!... ¡No vé que Palombi se hace el chancho rengo... no más?...