Glorias del cigarro

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Apéndice a Mis últimas tradiciones peruanas (1910) de Ricardo Palma
Glorias del cigarro

Charla con Leónidas Ballén

I[editar]

Contra lo que habitualmente me pasa, siéntome esta noche con un humor tan barrabasado como andan los tiempos, y entre cigarro y cigarro me pro­pongo desterrar la murria, echando una mano de palique con el Leónidas de las Termopilas limeñas. Y llámolo así, amigo mío, porque tiene usted esta­blecidos sus reales en una garganta, desfiladero o paso estrecho, en esta tres veces coronada ciudad de los reyes, pues que, para ir a la Plaza de Armas, hay que darse de pies a ojos con las lucientes vidrieras y elegantes mamparones de su cigarrería, y ¿quién demonios resiste a la tentación de proveerse de un regalía fino?

Para nosotros los fumadores es usted, amigo Ballén, más tremendo ene­migo que aquel morazo como un trinquete y gran goloso de manzanas en agraz, de quien cuentan las historias que exigía de España, por vía de étrennes, al comienzo de cada año, el tributo de cien doncellas como cien perlas panameñas. Pasar por la tienda de usted y no pagar tributo es punto menos que imposible. Su establecimiento es como quien dice las horcas caudinas mejoradas en tercio y quinto. ¡Y con dos puertas! Casa de jabone­ro: el que no cae en la de Mercaderes resbala en la de Plateros.

II[editar]

Empecemos por un chismecillo.

Atrapóme el otro día un capitancito de nacionales, muchacho sin oficio ni prebendas, que calza guantes y que es parroquiano de Broggi, y díjome:

— ¡Hombre! ¿Qué me dice usted de Ballén? Todo un doctor metido a cigarrero. ¡Encanallarse así!

— ¿Y qué hay con eso? Trabajar es mejor que vivir del petardo, y en cuanto a lo de encanallarse, pienso que si no existe tradición profana ni sagrada que nos refiera que el diablo fue alguna vez zapatero, sastre o con­cejal, hayla, y muy auténtica, de que fue cigarrero en Huacho; lo que prueba, con lógica agustina, que el oficio es aristocrático, cuando el rey de los infiernos nada menos no tuvo pepita para ejercerlo.

— ¡Ah!, ésa no estaba en mi libro —murmuró el mocito.

Y tomó el tole.

Hágame usted república práctica con nenes de la laya.

Razón tuvo el que dijo que hay hombres que no rebuznan porque igno­ran hasta la tonada del rebuzno, y temen desafinar.

III[editar]

Desde que, con el descubrimiento de América, empezó a generalizarse en el mundo el uso y abuso del tabaco, ha venido a ser el cigarro una positiva necesidad de nuestra naturaleza, y tan imperiosa, que, como la bucólica, no admite vuelve luego. Con el trotecito que lleva la afición, témome que pron­to, en la plegaria matinal, no se pida a Dios el pan nuestro de cada día, sino el cigarro de cada día, sea en la forma de un veguero, de un cabaña, de un culebrín o de un limeño, que aunque quien pide a Dios puede pedir golle­rías, de cristianos es conformarse con lo que El buenamente da.

Desgracia y gorda fue para la humanidad que tan tarde se hubiese des­cubierto la hoja que hoy hace las delicias de los que gastamos pelos en la cara, y aun, ¡ésta es la tremenda!, de muchos de los seres que estilan ves­tirse por la cabeza. ¿No le parece a usted, señor Ballén, que si el pobrete padre Adán hubiera tenido a mano una caja de coquetas o de aprensados, maldito si da pizca de importancia a las zalamerías de la remolona serpiente? Entre un cigarro y la golosina aquélla, que a ciencia cierta nadie sabe si fue manzana o pera, de fijo que para su merced la elección no era dudosa. Así nos habríamos librado los humanos de mil perrerías y no vendríamos a la vida, sin comerlo ni beberlo, con esa manchita de aceite llamada pecado original.

IV[editar]

Que la nicotina del cigarro es un veneno dicen los galenos que, de paso sea dicho, son casi siempre grandes fumadores. Usted, que es de la profe­sión, sabrá si sus cofrades en Hipócrates poseen el antídoto, que lo que es este humilde sacristán no ha de ir a importunar con la curiosidad al médico de casa. Para mí la susodicha opinión es grilla; pues a ser sincera, buen cuidado tendrían los médicos de no imitar a los frailes, que en la práctica hacen lo contrario de lo que predican, y más cuando está de por medio la pelleja. Lo que yo sé es que el tal veneno torna mejores a los hombres, y si no vea usted la prueba en el par de ejemplitos que voy a desembuchar, así porque a pelo vienen, como por libertarme de una indigestión de pa­radojas.

Por regla general, los tiranos no fuman. Si Rosas, el Nerón argentino, hubiera pitado siquiera corbatones, menos tarea habría tenido la sanguina­ria mazorca. Y si García Moreno, el Calígula del Guayas, en vez de los ca­ramelos de chocolate a que era aficionado, hubiera encendido de vez en cuando, no digo yo un habano, sino un Cartagena o un Virginio, como hay Dios que la Historia se habría ahorrado la ignominia de consignar en sus páginas las bárbaras matanzas de Jambelí. ¡Sobre que estoy tentado de creer que el que fuma es incapaz de sacramentos!

V[editar]

¿Y qué dice usted sobre la influencia del cigarro en la paz doméstica? ¿Tie­ne un marido alguna desazón con el boa constrictor llamado suegra?

La suegra es el eximio divisor,

y la pobreza el aislador mejor.

Pues en vez de coger una estaca y derrengar a la vieja, y que se arme una sarracina y acuda la guardia urbana y la policía preventiva y las demás instituciones de moda, coge un flor de Lima o un chalaco, restrega un fós­foro y se echa a contemplar las espirales del humo.

Desengáñese usted. Nada hay como el tabaco para volver bobas hasta a las culebras de cascabel. Decididamente hay que saber echar agua al vino.

Y como pretexto, ¿cuál otro más socorrido que el de fumar un cigarro? Va usted al teatro con madama, y de pronto, al echar un vistazo por las butacas de la platea, descubre unos ojos más incendiarios que el petróleo. ¡Demonche! ¿Y cómo dejar sola a la conjunta? Por fin llega el entreacto.

—Hija, voy a fumar un cigarrillo en el corredor.

—Que no tardes.

— ¡Quia! En cuanto dé cuatro pitadas me tienes de regreso.

Por eso hay viuditas muy confortables que, conocedoras de este manejo, sólo aceptan, en segundas nupcias, marido que jure formalmente renunciar a la petaca. . . en el teatro. Bien dice el Corán cuando dice que la mujer es el camello que Dios concedió al hombre para atravesar el desierto de la vida.

VI[editar]

Que el cigarro es un curalotodo, una eficaz panacea para los males que afligen al hombre, una especie de quitapesares infalible, es cuestión que no puede ya ponerse en tela de juicio. Por eso tengo en más estima una cigarre­ría que una botica. Y si no vea usted lo que leí en un centón, escrito por un fumador de cuyo nombre no quiero acordarme.

Va de cuento.

Hablaba un predicador en el sagrado pulpito sobre las miserias y des­venturas que a la postre dieron al traste con la paciencia del santo Job. Los feligreses lloraban a moco tendido, salvo uno, que oía con la mayor impasi­bilidad la enumeración de desdichas, y que, interrumpiendo al sacerdote, le dijo:

—Padre cura, no siga usted adelante, que estoy en el secreto. Si ese señor Job gastaba tan buenas pulgas, fue porque tenía en la alacena muy ricos puros, de esos que llevan por nombre Club Nacional y que se encuen­tran en casa de Ballén. Así cualquiera se aguanta y lluevan penas, que no en balde dice el refrán: A mal dar, pitar.

— ¡Hombre de Dios! —contestó el cura— . Si entonces ni había clubs, ni don Leónidas pasaba de la categoría de proyecto en la mente del Eterno, ni se conocía el tabaco. . .

— ¿No se conocía? ¡Ah! Pues ya eso es otro cantar. Compadre, préste­me su pañuelo.

Y nuestro hombre se echó a gimotear como un bendito.

VII[editar]

Comerciantes conozco, y ustedes también, que no darían un grano de arroz al gallo de la Pasión. Pero va un prójimo a proponerles una transacción, y si barruntan provecho de ella, en el acto lo agasajan con un chorrillano. Se abre la discusión, y el agasajado cierra los ojos y pasa por todo. Sería pre­ciso tener entrañas de sarraceno y no saber estimar en lo que vale un ciga­rro, para andarse en regateos con quien lo ha conquistado a uno por medio de un soberbio chorrillano.

VIII[editar]

Dicen que el café es la ninfa Egeria de los hombres de talento, y en prueba de ello nos citan a Voltaire. Pues tengo para mí que la tal ninfa debía ser muy enclenque, cuando el poeta de La Henriada necesitaba sorber sendas narigadas del cucarachero, especie de abono huanífero para el cerebro. Tabaco en polvo o tabaco en humo, allá va todo.

Lo positivo es que en los tiempos que vivimos todo hombre de letras fuma, y no como quiera, sino hasta en pipa, y que las más bellas creaciones del humano ingenio sa­len envueltas entre las azuladas nubes de un habano, por entre los puntos de la pluma, pues escribir con lápiz es como hablar en voz baja. Si mi amigo don Pedro Ruiz consigue, que sí conseguirá, volar como las gaviotas y asombrar al mundo con lo portentoso de su invento, sostengo que el cigarro habrá entrado por mucho en la maravilla.

IX[editar]

En materia política creo, como artículo de fe, que en el cigarro se encarna la verdadera república. ¿Hay algo de más democrático e igualitario que esto de que se nos apropincue en plena calle un ñiquiñaque o papamoscas cual­quiera, y en tono meloso nos endilgue un «permítame usted su fuego»? Vamos, si esto no es democracia purita, consiento en que me emplumen como a las brujas.

La elocuencia y aplomo parlamentarios tienen en el cigarro el más po­deroso auxiliar. Por si usted no lo sabe, diréle que allá en tiempos no leja­nos fui concejal, y saqué en limpio que los mejores oradores eran los que fumaban más ricos habanos.

De fijo, Leónidas, que en este Congreso que ya empieza a asomar las narices, va usted a hacer su agosto y sacar el viento de mal año. ¿Qué se­nador o diputado no buscará elocuencia y aplomo en una caja de unionistas? Eso es de cajón, o de reglamento, hasta entre los que aspiran a sentar plaza de cultos y distinguidos paquidermos.

X[editar]

¿Qué apostamos a que usted, amigo Leónidas, que es mozo leído y escribido, y que aún conserva el chic del estudiante del cuartel Latino, qué apostamos, repito, a que usted, espiritual causeur y hábil cancanier de la Chaumiere y de la Closerie de Lilas, con toda su letra menudita y sus bigotes a lo rey de Italia, no acierta a decirnos cuál fue la causa por la que Napoleón III capituló como un pelele en Sedán? Por mí, y no diga usted a nadie que es codeo, ¿va apostada una cajita de. . . sabrosos? ¡Vaya en gracia! (Nota bene: Yo fumo colorado maduro).

Pues, señor, existe en La Habana, plaza de Santa Clara, número 85, un soberbio edificio, conocido por la Real e Imperial Fábrica de la Honradez, cuya fama deseo que alcance usted a eclipsar. Don Luis Susini e hijo, pro­pietarios de la casa, fundada, si no miente mi memoria, en 1862, recibie­ron en cintajo de la Legión de Honor, y fueron declarados proveedores de Su Majestad Imperial, quien, como usted sabe, era un fumador de encargo y copete. Cada mes le enviaba Susini imperiales de tabaco de la Vuelta de Abajo, y dos cajas surtidas de sport, jockeis, trompetillas, arrobadores, de­leites, papiros o cigarrillos rusos, y qué sé yo qué otros nombres, amén de un centenar de cajetillas de joloches (panquitas, como decimos en Lima) para el uso de mademoiselle Celina Montaland. Picaronazo, no sonría usted, ni quiera armarse gresca defendiendo la honradez de las gallinas.

¿Quién le dice a usted, mi amigo, que el chambelán de servicio, emba­rullado una mañana con el julepe que le dan los huíanos y las marchas y contramarchas se dejó algunas leguas atrás el carro donde venían los consa­bidos para el consumo diario del soberano? ¿Qué creerá usted que hizo el muy bellaco y traidorazo para libertarse de la justísima peluca que merecía? ¡Ahí es nada! Comprar una docena de cigarros hamburgueses, imitación de habanos. A Napoleón se le cansaban las quijadas de chupar y chupar para conservar el fuego de los apagosos mastodontes, y se apoderaron de su áni­mo mil legiones de diablos azules, y mandó destituir a Susini, y dijo que la tal honradez de la Honradez era engañabobos y pamplinada.

En cuanto a Guillermo de Prusia, acostumbrado desde chiquitín al vomipurga de la cerveza alemana y a intoxicarse con el tósigo de los cigarros hamburgueses, conservó toda la sangre fría, y sablazo por aquí y cañonazo por allá, cerró la noche, y don Napoleón pidió alafia.

Báileme usted este trompo en la uña y dígame si es pajita.

XI[editar]

¿Es a las mujeres lícito fumar? Mientras la mujer sea mujer, esto es, mien­tras no se jubile para entrar en la categoría de las viejas, que son seres del género neutro, no se la puede permitir ese vicio o virtud hombruna. No niego yo que por coquetería, por verla hacer un gracioso mohín, por capri­cho, de vez en cuando, como las fiebres intermitentes, pueda morder una panquita, pero de una panquita no ha de pasar el antojo. Esta mi tolerancia la formulé hace años en un soneto que voy a darme el gustazo de copiar.

Burla y escarnio de los hombres sea

eternamente el ángel hechicero

que fuma como fuma un granadero,

y echa más humo que una chimenea.

Quédese vicio tal para la fea

que no tiene noviazgo en candelero

y que, con el cigarro y el faldero,

su doncellez impávida pasea.

Esto no es sostener que no me incite

el contemplar, golpeando una panquita,

a una muchacha de gentil palmito,

y poderla decir: — Si usted permite

que la pida limosna, señorita,

cuando acabe. . . regáleme el puchito.

Por Dios, Leónidas, no permita usted a Crinolina que lleve el pasaporte de una linda carita, rozarse con el mostrador de su pulcro establecimiento. Sería imperdonable que, por ganar unos cuartejos, se hiciera usted cómplice del (páseme la palabra) desmujerizamiento de la mujer. Aunque le digan a usted que van por cigarros para el papá o el abuelo que están en casa con romadizo y gota. . ., ¡nada!, ¡no hay que darlas cuartel! Sea usted inflexible, como el Ruy Gómez del Hernani, y no se deje engatusar por las marullerías de unos labios de cereza y los guiños de unos ojos negros.

Pero ya es tiempo de poner remate a esta charla, que se haría intermi­nable si dejara correr al papel por entre los puntos de la pluma todo lo que me viene al magín sobre las glorias del cigarro.

Pongo punto final, firmo, enciendo un patriotita y entre palomas. Bue­nas noches.