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Gotas de sangre/Crímenes al peso

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Crímenes al peso


Está demasiado reciente, para que necesite recordarse, el martirologio del niño Luis Feystag. Todavía se le ve sacar del bolsillo de su raída chaqueta los dientes que su verdugo, Eugenio Guerin, le hizo saltar a bofetadas. Aun se le ve, famélico y sediento, en la mesa de un restaurant rechazar por orden los platos y las bebidas que le brindaba el camarero que servía la mesa a Eugenio Guerin, y todos le recuerdan escribiendo por orden a su «buen papá», dándole gracias por los malos tratos que le hacía sufrir y ofreciéndole defenderle con su cuerpecito, lleno de horribles llagas, si alguien le atacaba en la calle. «Yo me pondré delante -escribía el niño- para recibir los golpes.»

Por todo ello, Eugenio Guerin ha sido condenado a ocho meses de prisión. ¿Nada más? ¡Nada más!

El doctor Garnier, dictaminando sobre el caso, dijo en la Audiencia:

«Los actos que se censuran a Guerin fueron cometidos bajo el imperio, no de una impresión patológica, sino de una cólera vengativa en un hombre de carácter excepcionalmente susceptible, excitable, despótico y violento, con un fondo de cosas raras que le transforman en un anormal, en un desequilibrado.»

Milagro que no lo absolvieron...; y cuando salga, dentro de ocho meses, si no antes, de la cárcel, no rezará con él eso que se llama estigma social, porque... «angelitos al cielo», y el que martiriza y mata a un niño no comete un crimen execrable ante la actual sociedad. Ese mismo Guerin estuvo anteriormente en prisión por haber martirizado otro niño, y la sociedad no sólo no lo estigmatizó, sino que le confió la guarda y custodia de otros angelitos.

El paradójico Óscar Whilde, condenado a una pena terrible, a dos años de hard labour, no encontró, al salir de presidio, una tierra piadosa donde pudiera vivir sin que le escupiesen al rostro el desprecio público; y cuando resolvió marcharse de todas, y se fue de un tiro de revólver, los amigos misericordiosos que tuvieron el valor de querer acompañarle al cementerio salieron de estampía por una bocacalle, dejando solo al muerto, porque la vecindad los veía y cuchicheaba...

Sin embargo, Óscar Whilde pudo, con perfecto derecho, decir a la sociedad:

-Yo, señora, he cometido una falta, un delito o un crimen, como usted quiera llamar a lo que he hecho. Usted, ejerciendo su potestad por conducto de un Tribunal ad hoc, me condenó al máximum de pena; me afeitaron la cabeza, me obligaron a destrozarme las manos haciendo cáñamo y a tirar de una noria. ¡Toda mi poesía fue a parar a una alcantarilla! Perdí el honor y también la fortuna. Pero ahora, extinguida mi pena, expiada mi culpa, yo debo ser una persona como otra cualquiera, porque no se puede imponer dos penas por un mismo delito. La única diferencia que existe entre la multitud y yo es que yo soy un gran poeta y la multitud se compone, generalmente, de grandes burros.

Gabriela Bompard, juzgada y condenada, pasó catorce años en prisión. Hubiera estado allí más tiempo si su ejemplar conducta no hubiera conmovido al presidente de la República. Al volver a la libertad y a París, la sentenciada de hace quince años deseaba un trabajo cualquiera, una ocupación, en cuyo desempeño pudiera seguir la conducta que observó en Clermont, un pan en el olvido de sí misma y de su historia... Pero la sociedad la dice:

-¡Ah, no! Para tener trabajo y pan necesitas hacer de pequeño monstruo; que se te vea en sitio muy visible, y que recuerdes lo pasado con frases ad hoc para excitar curiosidades malsanas; someterte, en fin, a un suplicio mil veces peor que la prisión donde purgastes tu crimen.

Y los mismos que iban a verla se lo callaban, una vez satisfecho el deseo de atisbarla de lejos, y salían a hurtadillas del establecimiento, como si hubiesen cometido un crimen.

-Es el estigma social -arguye el vulgo.

¿Pero dónde está ese estigma para los Guerin, martirizadores, uno y otro día, de indefensas criaturitas?

Es que en nuestra sociedad, positivista, pesa mucho más -como que tiene más carne y más hueso- un alguacil gordo, como Gouffé, que un niño flaco, como Luis Feystag. Los crímenes, como todo, se juzgan al peso...