Gotas de sangre/El Indulto de Soleilland

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El Indulto de Soleilland


Le Petit Journal, que en clase de periódico es de lo más conservador dentro de la República, publica el siguiente telegrama de Roma.

«Giovanni Passamante, que en 1878 atentó contra la vida del Rey de Italia, y que, habiendo enloquecido en presidio, está, desde 1889, en la casa de locos criminales de Monelupo, se halla próximo a morir. Veintinueve años de detención han transformado a este hombre, que no tiene más que cincuenta y siete, en un anciano débil y casi incapaz de moverse. El frustrado regicida perdió el juicio, y en su espíritu turbado sólo queda un recuerdo del acto que le valió su condena. Passamante murmura frecuentemente: ¡Qué gran borrico el policía que vino a mi proceso! Cuando sufre crisis de sofocación pide ver el Sol...»

Al leer este telegrama pienso que para todo, hasta para ser asesino y ladrón, hay que tener suerte. La Prensa recuerda, no sin amargura, que Vaillant, aunque no mató a nadie, murió en la guillotina, y que Soleilland -¡a quien por fin no se la cortan!- va a pasar una temporada en Cayena, en castigo a su perversidad de haber hecho toda clase de horrores con una niña.

Pero lo ocurrido con Vaillant fue culpa de su destino. ¡Hubiera esperado a que estuviese en la presidencia de la República un político como Fallières, completamente hostil a la pena de muerte, y a que formasen gobierno unos ministros, como los Clemenceau, que hubieran adoptado un proyecto de ley contra la referida pena!

Como Soleilland, asesino, Gallay, ladrón, estuvo oportuno en cuanto a la época de cometer su delito. Los tiempos son piadosos para los delincuentes en Francia. Condenado a siete años de trabajos forzados por los robos que hizo en una casa bancaria, para darse el pisto de hacer con la Merelli una excursión trasatlántica en yate, Gallay tuvo que ir a Guyana.

«Su vida allí -dice un periódico- fue de las más dulces. Considerado como prisionero de importancia, no fue sometido a ninguna de las duras faenas del presidio. Su ocupación consistía en cerrar las puertas de las celdas de los condenados.»

-¡Bribones! -exclamaría él al encerrarlos.- Esperad que os ponga a buen recaudo, por asesinos y ladronazos.

Sin embargo, el pobrecillo sufría demasiado para un barbilindo que gastaba monóculo. Compadecido el buen señor Fallières, cogió la misma pluma con que había indultado a Soleilland y conmutó en siete años de reclusión la pena de siete años de trabajos forzados que le fue impuesta, y con arreglo a ley, Gallay, cuando haya cumplido la mitad de la pena -de la pena de cerrar las puertas de las celdas-, recabará la libertad provisional.

Y volverá a caer en los brazos de la Merelli, que está más guapa que antes y con muchísima reputación de artista y tal. La sentencia condenatoria le ha venido de perilla, porque habiendo muerto en un hospital, de tristeza y asco, la mujer de Gallay, se le ha quitado a éste un estorbo para fletar, con dinero ajeno, otro yate.

De modo que aquí los verdaderamente castigados son:

La señora de Gallay, que fue ejecutada moralmente por Gallay y la Merelli, y los hijos de Gallay, que están en la miseria y en el oprobio.

La pequeña Marta que fue ejecutada materialmente por Soleilland, después de haber sido pasto de su bestialidad sádica.

Y los padres de la Marta, que, después de haberla perdido de modo tan trágico, reciben anónimos de apaches, que les dicen:

-Vosotros sois quienes merecéis ir a la guillotina, en lugar de Soleilland.

Eso.

¡Y Passamante, después de veintinueve años de presidio por haber hecho un gesto regicida, pidiendo un rayo de sol!...


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La manifestación de mujeres -en su mayoría madres- contra el presidente de la República por haber conmutado la pena capital a Soleilland es una ironía del destino del señor Fallières. Excelente persona, probo ciudadano, intachable político, sentimental y humanitario por añadidura, el señor Fallières, dechado de integridad, no podía esperar nada desagradable de la Prensa ni del público. Sin embargo, la Prensa le asaetea con denuestos, y el público, en su parte más dolorosa, en el corazón de las madres, le maldice. La presidencia de la República tenía reservado al señor Fallières el más amargo trance de su vida.

Repugnaba a sus sentimientos de hombre la aplicación de la pena de muerte. Repugnaba también a su conciencia de político que en toda su vida predicó la abolición de la pena capital. Consecuente con sus sentimientos y con su conciencia, el señor Fallières venía conmutando, con sujeción al derecho de gracia que le concede la ley, todas las penas capitales, y nadie le censuraba su piedad.

Pero entre el señor Fallières y el público se atascó un monstruo que con perversidades y refinamientos inauditos -que no narró la Prensa porque no podía narrarlos- violó, asesinó y profanó después de muerta a una niña infeliz, hija de jornaleros. Las obreras hicieron causa común con la madre de la víctima, por piedad hacia ella y también por conveniencia propia, siendo así que las violaciones y los asesinatos de niñas a quienes sus padres, ocupados en la diaria labor, olvidan en el hogar y en el arroyo, no dejan sosegar el corazón materno, y del corazón de París salió un clamor de muerte contra el solapado y sangriento verdugo de la niña Marta.

El señor Fallières creyó que no debía responder a ese clamor, como el señor Carnot creyó que no debía responder al clamor que le pidió gracia para Vaillant, y así como de la mayoría, decepcionada, surgió entonces el puñal de Caserio, de esa misma mayoría surge ahora la protesta de las madres marchando hacia el Eliseo con el corazón en la mano...

Al conmutar la pena de muerte que el jurado impuso a Soleilland, el señor Fallières ha cumplido con sus sentimientos y con su conciencia; pero ha olvidado los sentimientos y la conciencia del pueblo que le hizo Presidente. Don Alfonso XIII no es un Monarca electivo, sino hereditario, y sin embargo el Rey atendió al clamor popular que le pedía el indulto de Pardina.

El señor Fallières se ha equivocado, a mi juicio, y su error se lo señala un periódico reaccionario con esta consideración, que me parece tan razonable como justa:

«El señor Fallières es adversario de la pena de muerte. Entendido. Le Temps nos advierte con este motivo que el jefe del Estado no podía olvidar las teorías del senador y del diputado. Pero si el senador y el diputado son libres de apreciar la ley y de reclamar una modificación, el presidente de la República no tiene la misma libertad, sino que debe aplicar la ley, independientemente de su juicio personal sobre la misma. La pena de muerte está vigente en el Código Penal, y si la Constitución reserva al jefe del Estado el derecho de gracia, se entiende que no ha de usar arbitrariamente de él. Para salvar la cabeza de un reo de muerte es de rigor que el presidente inquiera qué circunstancias atenuantes pueden justificar una conmutación de pena, y es también de necesidad que el presidente se inspire en la equidad, y no en sus propios sentimientos».

A esta consideración, legal, hay que añadir la del voto público, que debe pesar mucho en el fallo de un presidente electivo. El señor Fallières tiene, pues, en contra de su decisión, el mandato de una ley que no ha sido abrogada por el Parlamento, y que era de ineludible aplicación en el caso, único por lo monstruoso, de Soleilland, y el mandato de la opinión pública, que le pedía la aplicación de la ley.

No se atrevió el sentimentalismo del señor Fallières con el espectro de un cadáver desfilando por la sosegada estancia del Eliseo, e involuntariamente tiene que presenciar el pavoroso desfile de miles de mujeres, angustiadas y llorosas, cuyo número va aumentando de calle en calle porque llevan un banderín de enganche. ¡De enganche en el corazón!...