Gotas de sangre/Por estar así
Por estar así
Entre Lemoine, que salió de la cárcel, y Rochette, que tiene vistas a la calle, metieron en chirona a Juana Gilbert. Es lo que tiene París, que los sucesos duran poco en el cartel. Como cine, no hay otro en Europa.
Juana Gilbert, perteneciente al ramo de envenenadoras por vocación, está hoy en candelero... fúnebre, acusada de haber envenenado, entre otras personas de la familia de ella, a su padre, su madre y no se sabe si a su abuelo también.
El veneno que le servía para operar radicalmente a sus víctimas era siempre el mismo: arsénico. La forma de suministrarlo era lo único que variaba. Lo suministra en tortas, en quesos, en uvas, etc., y su repostería no fallaba ninguna víctima. Si alguna se hacía la remolona en comer, por ejemplo, el queso que la destinaba, al punto la decía:
-Cómalo usted... ¡Es más rico...!
Envenenaba por codicia y por afición. La idea de heredar al pariente a quien dio bolilla la daba gusto en la bolsa. La idea de matar sordamente, de llorar al difunto que sin la intervención de ella estaría vivo, y de acompañarle al cementerio con una corona de perlas, la hacía cosquillas en el sexo. Como su tocaya Juana Weber, Juana Gilbert tenía lúgubre la lujuria.
Y a esta mujer, borracha, ladrona, envenenadora y marchosa, por añadidura; a esta mujer con toda la barba, ya empiezan algunos médicos a disculparla, considerándola enferma. Estos galenos, que siguen de lombrosistas a pesar de la corrida en pelo que le dieron al fisiólogo italiano, han dicho a un periódico:
«Ciertas mujeres, en épocas fatales, pierden toda conciencia y se convierten, por irresistible empuje de sus desarreglados sentidos, en ladronas, y a veces en envenenadoras.»
No diré que no; pero ni tales alifafes orgánicos resucitan a las víctimas, ni parece probable que el hijo de la última mujer envenenada por Juana Gilbert se consuele con la idea de que la envenenadora no podía pasar, por hallarse en días fatales, de envenenarla como a una rata.
De tales pécoras no se libra siquiera el público que las ignora, porque se divierten distribuyendo arsénico a grandes distancias y a gentes que no conocen. Mal estábamos de alimentos, por lo microbiosos, según los doctores; pero ahora no va a ser posible el comer tranquilamente ni tartas ni queso, ni siquiera uvas, porque nadie sabe si proceden de una mujer que, estando indispuesta, le dio el histérico por espolvorear los alimentos con arsénico.
Y el hombre, que andaba de cabeza porque la mujer, estando así, le daba cada sofión y a veces con el zorro de limpiar los polvos, de hoy más tiene que guisarse lo que come si no quiere despertar vomitando la cena como una embarazada y con retortijones de tripas que sólo se calman en el cementerio.