Gotas de sangre/Sociedad desorejada
Sociedad desorejada
Con escama de algunos incrédulos, que creen que la Luna es de pan de horno y París un dechado de finuras, he llamado la atención del lector sobre la tendencia general en los malhechores franceses de cortarle, y a veces mascarle, la oreja al prójimo. Sabido es que, discurriendo sobre la procreación de la especie, el doctor Pinard ha dicho que «actualmente se procrea en Francia lo mismo que se procreaba en la edad de piedra», y que a esto se debe el que las generaciones son raquíticas y garabatosas moral y materialmente. Puede que a dicha circunstancia se deba igualmente la referida tendencia a desorejar al prójimo, porque estemos haciendo, sin notarlo, la vida lacústica que hicieron los primeros animales.
El examen de estas consideraciones podría llevarme muy lejos; pero como mi único fin trascendental, en este caso, es llevar esta carta al correo, me voy derecho a la oreja.
Anteayer precisamente noté, en rápida conversación con el lector a propósito de la envenenadora Juana Gilbert, que ya no se envenena por pasión exclusivamente, sino también por gusto. Lo mismo se debe decir del desorejamiento. Hasta hace poco tiempo se desorejaban los amantes celosos y los hombres reñidores. El desorejamiento de Montpellier viene a probar que también se desoreja por gusto.
El hecho de autos refiere que dos oficiales suecos, tenientes de la Guardia del Rey de Suecia, que estaban en Montpellier «perfeccionándose en la instrucción francesa», salieron de paseo y fueron acometidos por dos energúmenos que les mordieron cruelmente las orejas. Los lóbulos respectivos, desprendiéndose, cayeron al suelo, de donde fueron recogidos por los oficiales con la esperanza de que se los pegasen; pero el cirujano que los curó en el hospital adonde fueron conducidos teme que los lóbulos no se peguen; en cuyo caso los oficiales de la Guardia Real de Suecia volverán a su país con todo el aspecto de dos fieros mastines, como prueba de haberse «perfeccionado en la instrucción francesa.»
Si los agresores conociesen a los agredidos pudiera creerse que les habían operado para que no se hicieran los suecos o los sordos; pero consta que ni tenían con ellos ningún motivo de resentimiento, ni les conocían, ni esperaban tropezárselos, con notorio detrimento de los consabidos lóbulos. Los desorejaron, pues, por afición.
¡Qué no habrán escrito los cronistas parisienses contra la costumbre torera de cortarle la oreja al toro y contra la costumbre congolesa de merendarse al extranjero! Pero ya no hay más remedio que reconocer que por mucho que valga un toro, y por honda que sea la simpatía que inspire a los cronistas parisienses, dos oficiales suecos valen lo menos dos miuras, y que si es repugnante el espectáculo de un congolés comiéndose, en el desierto, una chuleta de un alemán o belga, no es menos repugnante el espectáculo de dos franceses que en la poblada y culta Montpellier mascan las orejas de dos suecos.
Vivir expuesto a comprar un queso espolvoreado con arsénico es una broma, y no salir de paseo sin correr el riesgo de regresar sin orejas o de tener que meterse los lóbulos en el bolsillo con ánimo de que un cirujano los remiende y trate de pegarlos al pabellón de la oreja, es otra broma considerable.
Pero más pesada es todavía la broma de que, si continúan tales operaciones quirúrgicas, se convierta la población en una sociedad de desorejados y desorejadas.