Hacia el reino de los Sciris: El adivino
El adivino
El día en que, según los cálculos de los llacta-camayocs,debería terminar la cacería, se tomó las disposiciones necesarias a fin de que el Emperador presenciase, por expreso deseo suyo, la maniobra final del chacu.
Sesenta mil quechuas habían sido desplazados en todo el territorio, para la caza. Actuaban en la región del Cusco cinco mil, los mismos que, hacía tres semanas, salieron a los montes y quebradas, portando centenares de lazos, armas diversas, alcos de caza, abundantes víveres. La estacada esperaba ya en la llanura de Vilcamayo, al sur del palacio de Colcapata. Era un semicírculo inmenso, cuyos extremos abríanse mirando a las montañas, en un claro que medía medio tiro de honda. Aquella mañana, se vio a algunas mujeres atando a los cordeles los colgajos pintados y fantásticos, que debían servir para apriscar. A los arrabales de la ciudad llegaron, al amanecer, algunos guanacos fugitivos,saltando cercas y tapias.
La ciudad engalanose de fiesta. Humeaban los hogares, donde se alistaban provisiones de comida, chicha y coca para el pueblo. Mujeres en pollerón, desnudos los brazos, chorreando agua de las trenzas, descalzas o con ligeros llanques de cabuya, entraban ysalían de las casas, portando al hombro o a dos manos botijas de chicha de jora. O portaban enormes ollas, colmadas de patas cacaliente, tazones sin asa, de gran boca, de los que rebosaba el mote de maíz para los niños; rosadas cumbas entisadas de rastrojo de Puno, llenas de masato; torres de mates y potos de calabaza, de mayor a menor tatuados con punzones caldeados, amarillo pálido, tabaco, molle, azafrán, lúcuma madura, naranja del norte, arcilla de Nazca. Se había dado muerte a centenares de llamas, para carne del festín y en los corredores y patios pendían de los cordeles tasajos enteros y charqui, salados y penetrados de pimienta y ají. Se molía en los batanes el rocoto de los templos,la quinua y el olluco. Detrás de las casas, las tahonas crepitaban abrasadas, cociendo budines de papa, tortas de camote y bollos de picadillo, cuyo olor, denso y poroso, impregnaba el aire de una molicie enervante.
Túpac Yupanqui, desde el momento en que decidió abandonar las armas de conquista, trocándolas por el arado y el telar, venía mostrándose, más que nunca, bondadoso y sencillo. Ora salía a ver las faenas agrícolas, ora visitaba las forjas rechinantes y encendidas de los orífices y fundidores, donde las láminas y lingotes de metal gemían al asaltar la línea tersa de una efigie sagrada o el ángulo agudo de una barreta espléndida; ora, alcruzar las afueras de la capital, se asomaba a una choza y tomaba una hebra de las madejas para alfombras y tapices, cuyos hilossecábanse en las rasantes de las pircas, goteando alegres tintes de campeche, molle, quinua amarga y tayo; ora hacía llamar a un amauta y le formulaba largas interrogaciones sobre hechos fenecidos de otros incas, sobre los movimientos del tiempo, sobre el próximo novilunio, sobre los linderos, la distancia, los vientos, la natalidad, la vida y la muerte... Túpac Yupanqui hallábase entregado por entero a una vida profunda y tutelar, serena y constructiva, que le revestía de una especie de santidad apacible y sonriente.
Los nobles secundaban al Inca en su entusiasmo por la paz y el trabajo, aunque, en el fondo, lamentasen esta nueva política del Emperador, en nombre del espíritu guerrero de la raza y, sobretodo, por propia conveniencia de clase, ya que las expediciones de conquista redundaban, a la larga, en aumento de preeminencias y riquezas cortesanas.
Aquella mañana se hablaba en los corredores del palacio, en animados corrillos. Un joven antun-apu murmuraba contristado, ante unos curacas:
–Todo esto está muy bien. Mas no hallo oposición entre el chacu y la batalla. Sabéis que los hijos del Sol tienen una misión divina sobre la tierra: la de extender sin fin la religión del Inti y sus frutos benéficos. El Inca está en error. Una gran calamidad se avecina...
Los curacas asentían. Uno de ellos, cuidando de no ser oído, decía:
–Una gran calamidad se avecina. He soñado un alco gigantesco y negro, de ojos de fuego y piel enteramente limpia de pelo, que en una parva inmensa del Raymi, devoraba una era de quinua. Soñé que el alco misterioso iba zaceado por millares de quechuas, los que, al verle mascar el grano, lanzaban dolorosos gemidos.
Unas infantas se acercaban. El guerrero y los curacas, llamados por un esclavo, fueron a unirse a otros grupos.
Por una puerta pequeña, en cuyos quicios había adosados dos frisos en granito, plateados al fuego que representaban, el uno, el sacrificio de un niño y el otro, el nacimiento de Maita Cápac,aparecieron dos ñustas, de radiante belleza una de ellas y de una triste fealdad la otra. Venían tomadas del brazo, a paso reposado,inclinadas. Las princesas volvieron a desaparecer por el lado delos recintos destinados al príncipe heredero, en el preciso momento en que acaecía un hecho imprevisto, que dejó paralizados a todos.
Un adivino, a quien nadie conocía, penetró al palacio por el pórtico que daba a la Plaza de la Alegría, lanzando voces desgarradoras y agitando a dos manos un cayado de punta lancinante. Con el cabello largo y desgreñado, las facciones descompuestas por el terror, envuelto en un rebozo de púrpura en jirones, corriendo y saltando, cual si pisase en millares de clavos candentes, buscaba con ojos desorbitados por el ansia y la desesperación no se sabe qué cosas tremendas e inauditas, en los muros, en los monolitos cubiertos de oro, en las soleras de los techos, en las estatuas y pilastras, en el aire mismo. Levantaba el cayado y lo hincaba en las rosetas y aristas de las paredes. Como si persiguiese insectos o arañas, se inclinaba y se ponía en cuclillas para buscar, con la punta de su vara o con el dedo, en el pavimento y en las junturas de las pieles y tapices. Gruñía y lloraba con infinita desolación.
La corte presenciaba esta escena, estupefacta. Le dejaron circular por donde le llevaba su locura. Clamaba, rugía y se quejaba en palabras ininteligibles. Después se revolcó en el suelo y se desprendió de sus harapos. Entonces se le cogió por la fuerza. Se le intimidó. Pero le abandonaron en seguida, como si su cuerpo quemase, cuando dijo:
–¡Soy el adivino! ¡Todas las patas de la araña dan haciaadentro! ¡Calamidad! ¡Calamidad!
Le llevaron a presencia del Inca, quien, percatado del aire profético del quechua, ordenó en tono de vaga inquietud:
–Que hable. Dejadle.
Y el aterrorizado quechua, en quien ardía la pavesa desconocida, la mecha intermitente de los astros, habló,abatiéndose a pausas, en una especie de sublime agonía:
–¡Veo quipus enredados, como anonadadas serpientes!... Uno de los cordones va creciendo y anudándose a los tabernáculos del Coricancha; es rojo como un arroyo de sangre. También se anuda a los malaquis y a las momias de los emperadores... Veo a un extranjero, de faz barbada y blanca, saquear las reliquias sagradas del Rímac y del Titikaka... Veo al yllapa cruzar un cielo nuevo y deshacerse en tres cosas distintas, enlazadas por un compás idéntico en sus cursos... ¡Se pierden! Ya no puedo mirarlas. Oh terrible ceguera la mía. Veo un ejército innumerable, en el que los guerreros, inclusive el jefe, tienen la misma talla, de tal modo que todos parecen jefes o todos simples soldados... Vienen otros ejércitos y se traba entre ellos una lucha, en la que no se vierte una sola gota de sangre ni una lágrima. Más que combate, parece un juego amable e inocente... Unas nubes pestilentes rezuman de las grietas de la tierra y sofocan y enervan a los combatientes,haciéndoles perder el ritmo de la lucha y trocando el orden y armonía de ella, en sudor y fatiga y desazón. ¡Ah calamidad!...¡Oigo cómo crecen los caminos, serpenteando entre cubiles, dólmenes y nidos!...
El adivino fue sacado. Tenía un enorme cráneo, achatado por la parte superior, en un plano perfectamente horizontal, desde la altura del nacimiento del pelo en la frente, hasta el mismo colodrillo de la cabeza. Si no fuese por los huesos intactos y el cuero cabelludo de todo el cráneo, creeríase en un corte a machete. En cambio, la anchura del rostro alcanzaba un diámetro excesivo, semejando la imagen que producen los espejos convexos.
Una vez en la Plaza de la Alegría, el monstruo dio síntomas de tranquilidad. Poco a poco recuperaba el estado normal de su conciencia y volvía de su mundo prodigioso, aludiendo y significando cosas y circunstancias de la realidad. A las preguntas que le formulaban, dio respuestas cada vez más en razón. Al fin,al llegar al asilo de enfermos, sus palabras y acciones se entonaron de nexo y sentido.
–¿Cómo te llamas? -se le interrogó.
–Ticu.
–¿De qué ayllo eres?
–De los collahuatas.
–Ya se ve que eres chuco. ¿Dónde vives?
–En los arrabales de Hurin-Cusco, cerca del palacio de Yucay...
–¿Para quién vaticinas?
El chuco estaba sudando frío. Se enjugó la frente y una lividez mortal cubrió su gran cara. En el patio del asilo, de vastos y elevados muros, le hicieron sentar en un poyo derruido. Le rodeaban los guardias y la enfermera más antigua del asilo, una dulce vieja aymará, vestida de lliclla negra. Ticu daba señales de suma postración. Su voz se hacía hueca y débil, apagándose.Aunque toda demostración de trastorno cerebral había cesado,inspiraba miedo su cráneo modelado, su rostro irregular, la expresión fenomenal y desnaturalizada de su conjunto.Singularmente, sus ojos daban miedo, esos ojos hundidos,simples, desmembrados, bajo aquella frente sin techo y sin alero,sacada a espetaperros al aire racional. Le miraban de lejos,frunciendo la nariz, como si estuviesen ante un cadáver que empieza a descomponerse. Volvieron a preguntarle:
–¿Para quién vaticinas?
Se encajonó aun más la frente, al través, de una a otra sien. El chuco estiró los brazos y las piernas, como un enfermo en su lecho y no respondió.
–¡Oye! ¿Para quién vaticinas? ¿O solo por puro gusto te untas el cuerpo con sabandijas vivas?...
–¡Déjale! -dijo la viejecita, lastimada de piedad en su corazón-.Déjale. No le atormentes. Ya no puede más.
Ticu la observó de pies a cabeza y volvió los ojos al estanque,rodeado de molles florecidos, que azulaba en el patio, en la mañana clara. Quedose así inmóvil un instante, perfilado sobre el blanco estucado del muro. En las comisuras de sus labios prognaticios se habían detenido espumarajos, resecos por la fiebre. Por allí se entreveía, clavados en la mandíbula inferior, un par de incisivos retorcidos y amarillos, por toda dentadura.
–¡Eres un sicofante! -le dijeron.
Toda la cordura humana asomó a las pupilas del monstruo, de un golpe. Su rostro se reorganizó, despejándose e iluminándose.Su nariz adquirió el ademán de levantarse, sus belfos presentaron gesto y hasta sus orejas se asomaron a ver mejor el resto de la máscara. Miró el chuco, de uno en uno, a los guardias y a la vieja. Les miró a la cara, a los vestidos, a los pies, a la tierra enque pisaban. Sonrió y con acento sereno:
–¡Déjenme! Yo no soy adivino. Díganle al Emperador que yo soy un quechua igual a los demás. Pídanle que me deje ir a mi choza. Yo no he hecho nada, en buena cuenta. Se hace mal en tenerme por extraviado. Mi cabeza no tiene que ver nada. ¿No andan tantos collahuatas por los dominios del Inti? Antes bien,las tablillas me dieron el ser simple, sencillo, obediente. Yo soy un simple quechua, que riega los oasis y grutas de recreo de Yucay. ¡Oh padre Viracocha, Señor de los Incas, luz del Imperio!¡Que me dejen ir a mi choza, donde me aguarda mi lampilla para abrir las acequias de regadío, entre los árboles sagrados!...
La vieja seguía mirando al suelo, compungida. Ticu se afanaba por convencerles del estado realmente normal en que se sentía.Pero era en vano. Los guardias, a una voz, clamaron:
–¡Eres un sicofante! Has calumniado a la nobleza. ¡Maldito del Sol. ¡Gusano pestilente! ¡Carcoma del Oráculo Sagrado!
Un niño, triste y pobre, vino corriendo. Era un hijo de Ticu. Saltó a sus rodillas y le echó los bracitos al cuello, besándole. Ticu le miró extrañamente, y, desprendiendo la espina que sujetaba la manta a sus hombros, probó su punta, como la de un cuchillo, en la palma de su mano, tomó al pequeño por el mentón y le hundió la espina en uno de los ojos, hasta hacerla desaparecer...
Se oyó un grito desgarrador de la criatura.