Histórica Evolución de la Sociedad Nacional
La ciudad – la campaña – tipos sociales
Recopilado en "Estudios Históricos e Internacionales", de Felipe Ferreiro, Edición del Ministerio de Relaciones Exteriores, Montevideo, 1989
La sociedad constituida en el territorio del Uruguay ofrece a los ojos del observador de hoy todas las características esenciales de una unidad casi perfecta.
Las ideas, las costumbres, los sentimientos, las pasiones que mueven o por los cuales se mueven los hombres, son sustancialmente comunes en los cuatro horizontes del país. Las mismas expresiones físicas raciales se advierten en todas partes igualmente.
Eso por un lado, y por otro el hecho de que nuestros autores de historia han seguido el hábito de estudiar el pasado de Montevideo en función del pasado de la República, llevan sin dificultad a la conclusión de que la población de Uruguay considerada socialmente procede de una célula matriz única que en el tiempo fue expandiéndose y sufriendo apenas modificaciones de detalle por obra o influencia de los agentes diversos circunstanciales y locales. Es decir, que el proceso de población de Uruguay se operó del mismo modo que el que caracteriza a Paraguay, por ejemplo: un núcleo fundacional – Asunción – y prolongaciones de él hacia los cuatro rumbos llevando siempre el tono característico de la ciudad madre.
Las cosas no pasaron así entre nosotros, sin embargo. Su modo de ocurrir fue diverso al paraguayo. Nuestra unidad social hoy perfectamente lograda fue pluralidad de sociedades en un principio y en cada sociedad va sin decir que existió también lo heterogéneo inicial que caracteriza a las poblaciones germinales, según la ley acusada por Gabriel Tarde.
Exagerando algo, acaso, para proceder con más brevedad, podemos establecer que en la etapa fundacional actuaron en nuestro país dos formaciones, que fueron, a saber:
- a) Una sociedad vertebrada: el pueblo que corresponde a Montevideo y su región.
- b) Una multitud de pequeños conglomerados sociales de estabilidad relativa pero creciente: las estancias y los puestos de faena y corambre primitivos de la campaña.
Equivocadamente, se admite que nuestro primer sillar fundacional fue en el tiempo la población de Montevideo.
No ocurrió eso, sino lo inverso precisamente. Nuestra campaña tenía dueños desde medio siglo antes, si de tales puede hablarse tratándose de cazadores y pastores, cuando empezó a surgir el Real de San Felipe y Santiago. Y nótese que descarto para no complicar demasiadamente esta disertación, a la población portuguesa de Colonia y a la de indígenas reducidos de Santo Domingo de Soriano. Refiriéndome exclusivamente a los paraguayos, correntinos, santafecinos y porteños que como accioneros, faeneros, corambreros, changadores, etc., habían venido a situarse en nuestro país.
Resta decir, que esos hombres por el modo como realizan la explotación ganadera en los primeros tramos de su actividad, cuando todavía no tenían ánimo de quedarse en el país, formaron en puridad de verdad agrupaciones de cazadores.
Adaptados al medio y fijándose en él definitivamente constituyen poco después nuestros clanes disímbolos y confusos de pastores. La fundación de Montevideo importó el establecimiento de una sociedad agrícola en nuestro país. Y así, en un momento dado en este breve Uruguay, existieron paralelamente situadas – dando desacustumbrado espectáculo – una sociedad agrícola, un pueblo pastor y una sociedad comercial, pues tal era Colonia del Sacramento por virtud de los pobladores portugueses de origen judío que introdujeron en el Río de la Plata el intercambio comercial y el contrabando.
No fue larga, sin embargo, esa época, porque la sociedad agrícola de Montevideo, para adaptase mejor al medio, hubo de dejar el arado y adoptar el lazo y las boleadoras. Se hizo pastoril esa sociedad, al igual de lo que ocurre con los asorianos en Rio Grande del Sur. Se igualó a la campaña en un sentido regresivo, si se quiere, pero al compenetrarse con los hábitos de sus pobladores también es cierto que les pudo transmitir a ellos más fácilmente sus propias costumbres y sus ideas morales y reglas de conducta superiores. De todos modos, ese acercamiento es un primer paso serio hacia la constitución de la sociedad uruguaya integrada.
¿Qué otros factores actuaron en tal sentido? ¿Qué otros motivos han contribuido en el decurso de los años a esta formación social nuestra hoy tan perfeccionada?Veámosla rápidamente:
Hay causas generales, esto es las que el observador puede advertir en todos los procesos de la índole que estudiamos, sea cual fuere el país observado; y causas especiales o particulares a nuestra situación.
Interesan preferentemente las últimas. De las primeras basta registrar nombres y tal o cual detalle de precisión. Así tendríamos:
- 1º) La difusión creciente del mismo credo religioso (en la campaña en los primeros tiempos alternaban sólo la indiferencia con la superstición vasta).
- 2º) El desarrollo cada vez mayor de los principios de Autoridad, de Justicia y de Orden encarnados primero en el Monarca y luego en el Gobernante.
- 3º) La facilidad en aumento de los transportes que equivale, como dicen Brunhes y Vallaux, a la supresión de trozos de tierra, de dimensiones cada vez más grandes y por consiguiente al acercamiento progresivo de los hombres con las resultantes lógicas de intercambio y aproximación más frecuente. A ese respecto y ejemplarizando, hago notar que hace mucho menos de cien años, en 1855, la “diligencia” que recorría el camino de esta Capital a Melo venía a unir esos extremos una sola vez mensualmente, según se anuncia en los avisos de la empresa que pueden verse publicados en los diarios de la época. Podríamos decir entonces, en consecuencia, que el transporte de aquel tiempo hacíase sin supresión ninguna de trozos de tierra, desde que el hombre caminando durante un mes con los necesarios descansos debe recorrer una extensión equivalente a la distancia de Montevideo a Melo. Ahora bien; ayer las vías del ferrocarril tendidas entre Montevideo y Nico Pérez produjeron el acercamiento de los mismos centros mencionados, en el doble sentido de la facilidad del viaje y de su rapidez, en forma que entonces podía darse por suprimida la mitad del trozo de tierra que los separa. Hoy, con el auto-car que diariamente rueda en seis horas la vía que une a las dos ciudades, se puede concluir que se ha operado entre ellas una aproximación tal, como si Melo estuviese a la altura de Las Piedras. Mañana, probablemente, el avión será de uso corriente en ese trayecto y reducido así a poco más de una hora el término del viaje, tendremos que la supresión de distancias será mucho mayor aún. El viaje de Montevideo a Melo necesitará el tiempo empleado para recorrer a pie, el camino del Puerto a la Unión o tal vez menos.
El país se achica progresivamente por la aceleración de los transportes y la facilidad de las comunicaciones y la consecuencia indefectible de ello es, sobre sus pobladores, uniformizarlos socialmente, reducirlos a un todo orgánico, a una unidad que, mírese por donde se mire, presenta siempre los mismos aspectos y es en todos lados igual, en angustias, en agitaciones y en alegrías. Señalemos ahora las causas especiales o particulares determinantes de nuestra actual uniformación social. Es claro que hemos dejado de acusar muchas causas generales de fácil observación, pero nótese que por ello mismo se excusa la omisión, pues perderíamos tiempo subrayándolas.
De las causas particulares o especiales que interesa sobre todo destacar, la primera y quizá principal, estriba en las guerras civiles que con frecuencia ensangrentaron otrora el país y que comienzan en puridad de verdad con el alzamiento del pueblo oriental en 1811. Ese hecho, en efecto, mirado fríamente y sin pensar en sus trascendentales consecuencias imprevisibles en aquel momento, no fue otra cosa que una guerra civil de orientales contra montevideanos y a la inversa. La ganancia social de esa guerra fue la unión de los orientales, base de la unión ulterior de los uruguayos.
Hasta allí la campaña oriental (la Banda Oriental, estrictamente) aparecía en permanente estado de discordancia y disgregación. De allí para adelante, por virtud de la formación del ejército común, origen de una tradición común de sacrificios y de glorias, lo que podríamos llamar orientalidad, empieza a crecer pujante.
Quedamos así con dos unidades: Montevideo por un lado y la Banda Oriental por el otro. Ambas pugnan un duro pleito. Las dos tratan de superarse mutuamente. Ninguna admite la disminución en beneficio de la otra. Dura esa pugna desde 1811 hasta 1830. El reconocimiento de la independencia por los demás Estados es un triunfo de la Banda Oriental, pero quien usufructúa luego este hecho es Montevideo porque se adueñó del Gobierno y se prebendó con el mando de todo el naciente Uruguay.
Pronto, sin embargo, como no podía ocurrir de otro modo, la campaña se percata del fraude de que es objeto, de que el vencido le sustrae las ganancias correspondientes al triunfo que ha sido suyo y otra vez y otra y otra más se encienden las hogueras de la guerra civil. Aparecen los caudillos, grandes y chicos, como expresiones más altas de la indignación de la campaña contra la ciudad prepotente que quiere dominar a todo e imponer su ley por medio del Jefe de Policía que envió al efecto y de los legisladores elegidos fraudulentamente por indicación de aquél.
Y bien; este es el cuadro que se repite por lustros y por décadas. Pero dejando lo político para observar lo social, ¿qué vemos en él o como resultante del eterno drama? Pues, una aproximación creciente y fecunda de orientales entre sí y de orientales con montevideanos; el trasiego de habitantes de una región del país a otra; el olvido de los “pagos” y de las “querencias” de tintes característicos; el debilitamiento general y feliz de las tendencias y pasiones localistas y, en su consecuencia,, el aumento progresivo del núcleo oriental con desmedro de los núcleos locales y diferenciados de Salto, de Cerro Largo o de Soriano. Ahí está, pues, en resumen, la ganancia de las guerras civiles desde el punto de vista social.
Otra causa particular o especial concurrente a la uniformación que estudiamos es la que procede del hecho de haber traído la República durante muchos años a una inmigración pareja y de sólo procedencia latina, especialmente de españoles e italianos. De ahí derivaron para nosotros en los social incalculables beneficios. El inmigrante español y el italiano no nos trajeron buenas costumbres y buenos hábitos; fácilmente adoptables porque sólo se separaban de los nuestros en diferencias de grado. Entroncaron con facilidad en el medio y también se dejaron asimilar por él, pasando sin mayor dificultad de la infalible iniciación de “pulpero” y acopiador de frutos a la de estanciero y amigo del trabajo agrícola.
Este buen inmigrante, fundador de nuevas prosapias y pionero de nuestro progreso rural, este inmigrante que no venía a vivir sólo del intercambio con perjuicio evidente de nuestra economía como sucede hoy, contribuyó grandemente a desteñir nuestros localismos, a difundir los ideales religiosos y a demostrar prácticamente las ventajas atractivas del trabajo y de la paz.
No tengo tiempo de señalar, como podría, otras causas especiales o particulares determinantes de la actual casi perfecta uniformación social del país.
Apremia la hora y para redondear esta exposición, debo pasar de una vez a subrayar aunque sea esquemáticamente las características de nuestras sociedades iniciales, por un lado las de Montevideo y su región; por otro, las de los núcleos pastoriles de la campaña.
Veámoslas, pues.
El pueblo fundador de Montevideo y su región se constituyó, como es sabido, por tres aportes sucesivos y de procedencia diversa.
El inicial vino de Buenos Aires y estaba formado por vecinos de allí (indianos, peninsulares y algún extranjero) y de los pueblos aledaños. Fue el aporte más breve y el más desdibujado. Era poseedor, en general, de hábitos y costumbres urbanos modificados por el medio rioplatense de entonces que exigía aptitudes para la vida pastoril.
El segundo aporte consistió, como es notorio, en un buen núcleo de familias canarias, de origen netamente español y portadoras, por consiguiente, de las virtudes y defectos heredados y de los usos y modos de actuar de su ambiente isleño: usos austeros y modos de actuar propicios a cualquier abnegación.
El último aporte fundacional estuvo formado por peninsulares procedentes de los diversos reinos y provincias de la monarquía, pero especialmente de Galicia.
Los tres núcleos se compenetraron y se confundieron rápidamente. El porteño sirvió a manera de puente para unir la ciudad a la campaña. El isleño impuso su sello agrícola a la naciente sociedad. Y el peninsular, finalmente, la canalizó, en forma rudimentaria desde luego, hacia la vía del intercambio comercial realizado en su aspecto de permuta de productos.
Mirando hacia afuera, esta sociedad primitiva vivía pendiente de dos peligrosas amenazas que de rechazo auspiciaban la unión y la solidaridad en lo interior. El peligro de la amenaza indígena viniendo de tierra y el de la lusitana llegando por mar o por el rumbo Oeste de Colonia o por el Este de Rio Janeiro y San Vicente.
La sensación tranquila de seguridad vino para nuestra población recién a mitad del siglo XVIII cuando ya era fuerte relativamente el número de habitantes y poseía al mismo tiempo una cintura de murallas y baluartes desafiantes.
Tomando en ese momento la sociedad montevideana observada a través de la documentación pertinente ya podemos advertirla perfilada así:
1º) Esta sociedad es sinceramente creyente católica, pero su religiosidad firme no está ensombrecida nunca ni por la intolerancia ni por la práctica ordinaria o frecuente de penitencias públicas generales. Sólo en ocasiones señaladas, como la Semana Santa, o por circunstancias extraordinarias, como el arribo de un núcleo de sacerdotes misioneros; las ceremonias de ritual ponen tonalidades de tristeza en su ambiente. El gran acto religioso, clásico, de los montevideanos de todos los tiempos, el que vuelca la población entera en un solo grupo que recorre las calles alfombras de palmas e hinojos, es la procesión de Corpus, ceremonia luminosa y ajean disciplinas y cilicios. De la tolerancia de los montevideanos dan buen testimonio, en todo tiempo, los viajeros ingleses visitantes. El rasgo antedicho debe proceder de la influencia gallega que siempre se caracterizó por el equilibrio en la fe, acaso debido al hábito de ver pasar por el “camino de Francia”, rumbo a la tumba del Apóstol Santiago, a millares de peregrinos de muy diversas contexturas morales.
2º) Esta sociedad es desde sus comienzos amiga de la instrucción. Apenas fundada Montevideo, en 1733 o 34, cuando su vecindario estaba todavía casi indefenso, frente a todos los peligros en acecho y era misérrima, tanto económica como numéricamente, ya luce en el vecindario la preocupación superior de crear una escuela y mantenerla. Con el establecimiento de la Residencia de los jesuitas, esa aspiración alcanza en 1746 éxito definitivo. Dos décadas después ya teníamos, aparte de otras escuelas primarias, un par de cátedras de enseñanza secundaria y en proyecto que al parecer no pasó de tal, una biblioteca real o pública que debía formarse con los dos mil volúmenes de la librería de los jesuitas expulsos, librería que – digámoslo de pasada – ya venía sirviendo de muchos años atrás para difundir cultura en el vecindario. La revolución de 1810 encontró formados un colegio secundario que funcionaba en el convento de San Bernardino y varias escuelas públicas, incluyendo una de niñas.
La revolución o sus agitaciones barrió con estos establecimientos cuya vida próspera aseguraban la subvención municipal y el bolsillo privado. Ella destruyó igualmente las escuelas parroquiales que ya funcionaban en todos los pueblos de la jurisdicción de Montevideo. Pero de todos modos subsistió el interés tradicional por la cultura y forma episódica, si así puede decirse, aparecen y desaparecen las escuelas de todo el período siguiente. Una historia convencional que ya no puede postularse, la hecha a base de ataques a España y todo lo español, ha mantenido en olvido – para ser lógica – este rasgo, invariable a través del tiempo, de la sociedad montevideana relativo a los temas de instrucción y cultura. Devolverlo a la luz, como lo hacemos, es, pues, procede con justicia al mismo tiempo que enaltecer la memoria de los fundadores.
3º) En esta sociedad, la mujer integraba activamente el núcleo comunal. A la inversa de lo ocurrido en las ciudades lusitanas o de ese origen y en las españolas de Andalucía o indianas con mayoría de habitantes de esa estirpe de tradición morisca, lugares, todos, donde la mujer vivía entonces casi oculta para quienes no fuesen sus familiares próximos, en Montevideo desde los primeros tiempos la mujer salía libremente a la calle y en su hogar tenía estrado amplio para recibir y agasajar a los visitantes extraños y extranjeros que el esposo o el padre juzgaban dignos de recibir bajo el techo familiar.
Es esa una característica digna de ser recordada porque siempre resistió triunfalmente a la presión de la influencia del vecino portugués. Los extranjeros la notan y la encomian en sus libros de viajes desde Dom Pernetty, por ejemplo, para citar un antiguo, hasta Freyssiné en 1820 o Marmier en 1850.
Nuestras mujeres fueron siempre, además, amigas de andar a la moda francesa o inglesa.
Frecuentemente se les ponderó como discretas, virtuosas y de conversación viva y atractiva por los huéspedes y transeúntes que pasaron por la ciudad dejando los recuerdos de ella consignados en sus memorias de viaje.
Fueron, además, nuestras mujeres, desde un principio, colaboradoras de sus esposos en el mantenimiento del hogar. Amasaban en los primeros tiempos el “bizcocho” destinado a alimento de las tropas del “presidio” y a abastecimiento de los buques de arribada o tránsito, y más tarde se acostumbraron a preparar los caramelos y masas que sus esclavos – antecesores lejanos de los actuales “heladeros” y “maniseros” – salían a ofrecer en la venta callejera.
En resumen, la mujer montevideana fue desde los principios un ser social ricamente dotado.
4º) Esta sociedad es, desde su comienzos, amiga de la vida pública y de la dilucidación contradictoria de opiniones, inclinándose hacia un lado u otro, más bien por personalismo que por razonamiento. El rasgo que apuntamos se puede observar claramente en la época de la ciudad indiana por los detalles expresivos que nos ofrecen de vez en vez las actas capitulares y la correspondencia de los comandantes militares y gobernadores con el Superior de Buenos Aires y por los conflictos corrientes y aparentemente de mero protocolo entre el clero parroquial y el Cabildo.
Entre nosotros las disputas que estallaban entonces con motivo de las elecciones de capitulares y en razón de discusión de candidaturas fueron tan enconadas desde el principio que allá por 1738 o 1739 el gobernador de Buenos Aires, Salcedo, a fin de cortarlas radicalmente llegó a tomar la decisión de designar “a dedo”, como se dice, a los capitulares.
En los archivos y especialmente en el de la Escribanía de Gobierno y Hacienda, se cuentan por millares los expedientes y expedientillos obrados por causas de discrepancias sobre ceremonial entre la autoridad eclesiástica y la civil o militar. A quien los lea con cuidado no le será difícil penetrar la verdad que existe en el fondo de ellos, según la cual, para mí, la reclamación de fueros o precedencias en todos los casos o casi todos ellos, acusa un estado de crisis de antipatías personales o de grupo. Es la ocasión propicia para “hacer saltar” la que da pretexto a los combates que vienen preparándose de lejos y por otros motivos que el incidental…
No nos favorece, a mi juicio, ese rasgo que deriva hacia los ulteriores característicos de la trampa electoral y del personalismo inmisericorde.
5º) Esta sociedad es desde sus comienzos conservadora y, acaso mejor, egoístamente quietista en materia de innovaciones políticas.
Razones que se dirían derivadas de una fe clarividente en el porvenir superior que aguardaba a Montevideo, por lo menos con relación a las tierras de Uruguay, determinaron en su vecindario desde el fundacional exiguo y casi misérrimo un impulso de acción que siempre subordinó a la conveniencia local la opinión exigida ocasionalmente por los problemas generales o de índole abstracta. Eso mismo hace que su sociedad sea, por lo común, típicamente conservadora en materia política. Alzarse contra el Rey podía costar caro a la ciudad; defenderlo de cualquier modo, merecerle premio y títulos de honor para su escudo. La tendencia esa es rasgo invariable y característico y contribuyó en gran modo a las manifestaciones de leal ismo españolista y de conservadorismo recalcitrante que se manifiesta en el período de la emancipación, primero, en la adhesión de los montevideanos, hasta el sacrificio, a la Regencia, y a las Cortes de Cádiz durante el período 1810 -1814, y en su fácil acomodamiento con lusitanos y después con los brasileños durante las guerras de Artigas y de la Independencia. En esos ciclos históricos – como es sabido – la campaña oriental “hace el gasto” por la Libertad entendida a su modo que, cierto es, no siempre era el ajustado y superior, y Montevideo es el baluarte de la reacción que la resiste o el centro de la acción que quiere sofocarla.
En el fondo, la explicación de estos procesos, lo mismo que la del de la apertura ilimitada del puerto a las inmigraciones inasimilables de extranjeros que arribaron en cantidad enorme antes y durante la Guerra Grande, se ha de hallar, a mi juicio, por la convicción del vecindario nativo, cierta o equivocada, no importa ahora averiguarlo, de que por ahí había una clave para el engrandecimiento material o moral de la ciudad.
Pasemos ahora, casi en fuga, porque el tiempo apremia, a señalar las características esenciales de las sociedades de la campaña. En ese sentido hay que hacer, desde luego, una distinción de grupos determinada por las influencias de la situación geográfica.
La sociedad al Norte del Río Negro por su misma procedencia originaria o por obra de los contactos ulteriores más frecuentes, se asemeja en alto grado a las sociedades de Río Grande, Misiones, Corrientes y Entre Ríos, sin perjuicio de sentir además vivamente la influencia paraguaya en virtud de estar muy penetrada de troperos y trabajadores del campo originarios de aquel país.
La sociedad del Este, desde Cerro Largo hasta Maldonado, por fuera de los límites jurisdiccionales de Montevideo, vivía empapada de hábitos y costumbres riograndenses por la misma razón obvia de aproximación e intercambio que anotamos en el caso anterior.
Por último, las sociedades de Colonia, Flores y Soriano, se podrían caracterizar por sus modos de vida y acción afines a la de Buenos Aires y regiones circunvecinas con quien estaban más estrechamente unidas que con Montevideo en virtud de la tradición fácilmente mantenida por el frecuente tráfico de Río.
Pero después de establecidas estas primeras diferenciaciones, para que podamos unir en un rasgo común a las sociedades de campaña, basta con que recordemos la adopción general por ellas de muchas prácticas de procedencia indígena. Juegos, armas, vestimentas y hasta tipos de vivienda de construcción fácil y material siempre a la mano fueron copiados por nuestros “campestres” de todos los ámbitos del país a sus habitantes primitivos. A veces la copia perfeccionó al modelo y todavía se usa y presta buenos servicios. Otra, lo reprodujo vilmente, y hasta con torpeza en ocasiones. Por eso se perdió o dejó pronto de lado.
Pero hay otros rasgos comunes a todas estas sociedades que en un principio fueron como de pueblos cazadores, rasgos materiales algunos y otros ya de fibra espiritual manifestada en tendencias, inclinaciones y modos de pensar.
La idéntica actividad en el trabajo quizá sea causa principal de este rasgo común. Todas estas sociedades eran pastoriles, en efecto, y todas por la cuenta que en ello tenían, se copiaban de unas a otras los mejores métodos de labor y las prácticas más fáciles y menos peligrosas para hacer a ésta rendidora.
Se caracterizaron por mucho tiempo las sociedades de la campaña por su indiferencia en materia de cultura, lógica resultante de una vida sin mayores perspectivas para el vuelo espiritual.
Se pueden singularizar igualmente por su ignorancia en materia religiosa, cosa explicable si se considera que los misioneros cristianos sólo de tarde en tarde y fugazmente recorrían el país. La superstición basada en deformaciones de la enseñanza cristiana o en mal comprendidas referencias del credo indígena, llenó por mucho tiempo gran parte de la sed espiritual del hombre de la campaña.
Pero no todas deben ser sombras en este cuadro apenas abocetado que vamos trazando. También algo luminoso y alto identificó a nuestras sociedades rurales primitivas. Ese algo fue su imperturbable, su indeclinable adhesión a la igualdad entre los hombres, base y raíz de la convicción democrática.
Conferencia en Curso Internacional de Vacaciones el 13 de enero de 1938.