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Insolación: 20

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Insolación
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XX

Capítulo XX

Entre las condiciones de carácter de la marquesa viuda de Andrade, y de los gallegos en general, se cuenta cierto don de encerrar bajo llave toda impresión fuerte. Esto se llama guardarse las cosas, y si tiene la ventaja de evitar choques, tiene la desventaja de que esas impresiones archivadas y ocultas se pudren dentro. Cuando el andaluz regresó después de haber pegado cuatro saltos, enjugándose la frente con su pañuelo y abanicándose con el hongo, halló a la señora aparentemente tranquila y afable, ocupada en obsequiar con queso, bizcochos y pasas a las dos gorrioncillas, y muy atenta a la charla de la vejezuela, que refería por tercera vez las golpás de sangre causa de la defunción de su yerno. Pero el camarero, que era más fino que el oro y más largo que la cuaresma, se dio cuenta con rápida intuición de que aquello no iba por el camino natural de almuerzos semejantes, y adoptando el aire imponente de un bedel que despeja una cátedra, intimó a toda la bandada la orden de expulsión.

-¡Ea!, bastante han molestado ustedes a los señores. Me parece regular que se larguen.

-Oigasté... ¡El tío este! Si yo he entrao aquí, fue porque los señores me lo premitieron, ¿estamos? Yo soy así, muy franca de mi natural..., y me arrimo aonde veo naturalidá, y señoritos llanos y buenos mozos, sin despreciar a nadie.

-¡Ole las mujeres principales! -contestó con la mayor formalidad Pacheco, pagando el requiebro de la señá Donata. La cual no soltó el sitio hasta que don Diego y la señora prometieron unánimes acordarse de su empeño y procurar que Lolilla entrase en los talleres. Las gorrionas se dejaron besar y se llevaron las manos atestadas de postres, pero ni con tenazas se les pudo sacar palabra alguna. No piaron hasta que fueron a posarse en el salón de baile.

El camarero también salió anunciando que «dentro de un ratito» traería café y licores. Al marcharse encajó bien la puerta, e inmediatamente los ojos de Pacheco buscaron los de su amiga. La vio de pie, mirando a las paredes. ¿Qué quería la niña? ¿Eh?

-Un espejo.

-¿Pa qué? Aquí no hay. Los que vienen aquí no se miran a sí mismos. ¿Espejo? Mírate en mí. ¿Pero cómo? ¿Vas a ponerte el sombrero, chiquilla? ¿Qué te pasa?

-Es por ganar tiempo... Al fin, en tomando el café hemos de irnos...

El meridional se acercó a Asís, y la contempló cara a cara, largo rato... La señora esquivaba el examen, poniendo, por decirlo así, sordina a sus ojos y un velo impalpable de serenidad a sus facciones. Le tomó Pacheco la cintura, y sentándose en el sofá, la atrajo hacia sí. Hablaba y reía y la acariciaba tiernamente.

-¡Ay, ay, ay!... ¿Esas tenemos? Mi niña está celosa. ¡Celosita, celosita! ¡Celosita de mí la reina del mundo!

Asís se enderezó en el sofá, rechazando a Pacheco.

-Tienes la necedad de que todo lo conviertes en substancia. La vanidad te parte, hijo mío. Yo no estoy celosa, y si me apuras, te diré...

-¿Qué? ¿Qué me dirás? -prorrumpió Pacheco algo inmutado y descolorido.

-Que... es algo imposible eso de estar celoso cuando...

-¡Ah! -interrumpió el meridional, más que pálido, lívido, con voz que salía a golpás, según diría la señá Donata-. No necesitas ponerlo más claro... Enterado, mujer, enterado, si yo adivino antes que hables. Pa miserables tres horas o cuatro que nos faltan de estar juntos, y probablemente serán las últimas que nos hemos de ver en este mundo perro, ya pudiste callarte y procurar engañarme como hasta aquí... Poco favor te haces, si viniste aquí no queriéndome algo. Tú te habrás creído que yo me tragaba... ¡Y me llamas necio! Yo seré un vago, un hombre que no sirve para ná, un tronera, un perdido, lo que gustes; ¡pero necio! Necio yo..., ¡y en cuestiones de faldas! ¡Mire usted que es grande! Pero, ¿qué importa? Llámame lo que quieras... y óyeme sólo esto, que te voy a decir una verdá que ni tú la sabes, niña. No me has querío hasta hoy, corriente... Hoy, más que digas por tema lo que te dé la gana, me quieres, me requieres, estás enamoraa de mí... Poquito a poco te ha ido entrando... y así que yo te falte, se te va a acabar el mundo. Esta es la fija... Ya lo verás, ya lo verás. Y por amor propio y por soberbia sales con la pata e gallo... ¡Te desdeñas de tener celos de mí! Bien hecho... Así como así, no hay de qué. Boba serías si tuvieses celos. Algún ratito ha de pasar antes de que yo me pierda por otras mujeres... ¡Maldita sea hasta la hora en que te vi!... Dispensa, ¡dispensa! No quiero ofenderte, ¿sabes?, ahora ni nunca. No sé lo que me digo... Pero digo verdad.

Soltaba esta andanada paseando por el pequeño recinto, como las fieras en sus jaulas de hierro; unas veces sepultaba las manos en los bolsillos del pantalón, y otras las desenfundaba para accionar con violencia. Su rostro, descompuesto por la cólera, perdiendo su expresión indolente, mejoraba infinito: se acentuaban sus enjutas facciones, temblaba el bigote dorado, resplandecían los blancos dientes, y los azules ojos se obscurecían, como el agua del Mediterráneo cuando amaga tempestad. El piso retemblaba bajo sus pasos; diríase que el aéreo nido iba a saltar hecho trizas. Aquella tormenta de verano, aquella cólera meridional, no cabía en el cuartuco.

Al encajar la puerta el mozo, los amantes se habían olvidado de que el nido tenía otro boquete, la ventana, abierta por Asís y dejada en la misma situación durante todo el almuerzo. Y la ventana justamente miraba al salón de baile, ocupado por parte de la bandada de gorriones, entretenidísimas a la sazón en atisbar la riña amorosa, mientras abajo Lolilla se consagraba al carnero y al arroz.

-Anda..., ella está de morros con él... Está amoscá.

-Porque bailó con nusotras... Me lo malicié, hijas.

-¡Jesús! Pus no se ha resquemao poco... ¡Qué gesto!

-¡Ay! ¡Miales! Él le está haciendo cucamonas pa que se le pase... ¡Ole!... Hombre, no nos ponga usté el gorro... Siquiera pa repichonear podían tener la ventana cerrá.

-¿Quién os manda mirar?

-Pa eso tiene una los ojos... ¡Calle!... Pus ella, en sus trece... Que nones... Las orejas le calienta ahora.

-¡Virgen! ¿Qué cosas le habrá icho, pa que él se enfade así? Mueve los brazos que paecen aspas de molino... ¿A que le pega?

-¿Que lae pegar, mujer, que lae pegar? Eso a las probes. A estas pindongas de señoronas, los hombres les rinden el pabellón. Y eso que cualisquiera de nosotras les pue vender honradez y dicencia. Digo, me paece...

-No, pus enfadao ya está.

-¿Va que acaba pidiendo perdón como los chiquillos? ¿No lo ije? Miale... más manso que un cordero... Ella na, espetá, secatona..., vuelta a la manía de ponerse el abrigo... Se quie largar... ¡Madre e Dios, lo que saben estas tunantas! Me lo maneja como a un fantoche... ¡Qué compungío que está!... ¿A que se pone de rodillas, pa que le echen la solución? ¡Ay, qué mujer, paece la leona del Retiro! Empeñá en que me voy... Y se sale con la suya... Mia... ¡Se largan!

La turba se precipitó por la escalera del merendero. Verdad: Asís se largaba, se largaba. Salía tranquilamente, sin prisa ni enojo: hasta sonrió a Lolilla, que armada del soplador de mimbres avivaba el fuego. Con voz serena explicó al mozo, atónito de semejante deserción, que se les hacía tarde, que no podían aguardar ni un minuto más; que avisase al cochero, el cual probablemente estaría con el simón por allí, en alguna sombra. Mientras Pacheco, demudado, con pulso trémulo, buscaba en el portamonedas un billete, Asís trazaba en el piso rayas con la sombrilla, hasta dibujar una celosía complicada y menuda. Al terminarla extendió la mano; cogió una ramita florida de la acacia que sombreaba el merendero, y se la sujetó en el pecho con el imperdible. Acercose obsequiosa la señá Donata, ofreciendo a sus huérfanas, sus nietecitas, «pa juntar un ramo de cacias y de mapolas, si a la señorita le gustan...». Dio Asís las gracias rehusando, porque se marchaba acto continuo; y acercándose disimuladamente a la vieja, le deslizó algo en la mano, recia y curtida cual la piel del arenque. Acercose el simón: sin duda el cochero se había atizado un par de tragos, porque su nariz echaba lumbre, reluciendo al sol como la película roja que viste a los pimientos riojanos. La señora tomó por la escalerilla que bajaba desde el puente; Pacheco la siguió...

-En el coche harán las paces -piaron las gorrionas mayores-. ¿A que sí?

-La fija. En entrando...

Grande fue el asombro de aquellas aves más parleras que canoras, viendo que, tras un corto debate al pie de la portezuela, la señora tendió la mano a Pacheco, y este llevó la suya al sombrero saludando, y el simón arrancó a paso de tortuga, bamboleándose sobre la polvorosa carretera.

-Pus ella vence... Me lo deja plantadito.

-¿A que él se nos vuelve aquí? -indicó la gorriona primogénita, alisando con la palma las grandes peteneras de su peinado, untadas de bandolina.

No volvió el muy... Ni siquiera torció la cabeza para hacerles un saludo o enviarles una sonrisa de despedida. ¡Fantasioso! Estuvo pendiente del simón mientras este no traspuso los hornos de ladrillo; luego, cabizbajo, echó a andar a pie.