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Insolación: 21

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Insolación
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XXI

Capítulo XXI

La buena fe, que debe servir de norma a los historiadores así de hechos memorables como de sucesos ínfimos, obliga a declarar que la marquesa viuda de Andrade se dedicó asiduamente -desde las dos de la tarde, hora en que llegó a su casa, hasta cerca de las nueve de la noche- a la faena del arreglo definitivo de su equipaje, resolviendo la marcha para el siguiente día, sin prórroga. El trajín fue gordo, y aumentó sus fatigas el desasosiego moral de la señora. Anduvo hecha un zarandillo; removió hasta el último trasto de la casa; mareó a la Diabla; aturrulló a los demás criados; y al agitarse así, la impulsaban sus nervios, tirantes como cuerdas de guitarra, al par que sentía una especie de punzada continua en el corazón, un calor extraño en el epigastrio, un saborete amargo en la boca. Después de haber comido -por fórmula y sin ganas- pidiole Ángela licencia, ya que era el último día, para decir adiós a su hermana. La negó en un arranque de cólera; la otorgó dos minutos después. Y así que la chica batió la puerta, la señora, rendida de cuerpo, más encapotada que nunca de espíritu, se retiró a su dormitorio... Tenía que poner el S. D. a un sinnúmero de tarjetas; pero ¡estaba tan molida!, ¡de humor tan perro! Además la punzadita aquella del corazón se iba convirtiendo en dolor fijo, intolerable... ¿Se aplacaría un poco recostándose en la cama? A ver...

Cerró los ojos, mascando unas hieles que tenía entre la lengua y el paladar. ¿A qué venían las hieles dichosas? Ella había obrado bien, mostrándose digna y entera. En realidad, ningún desenlace mejor para la historia. De un modo o de otro ello iba a acabarse; era inevitable, inminente: mejor que se acabase así... Porque si aquella última entrevista fuese muy tierna, qué tristeza y qué... Nada; mejor así, mejor cien veces. Ella había tenido razón sobrada: una cosa son los celos, otra el amor propio y el decoro de que nunca está bien prescindir. Y a quién se le ocurre, allí, en su propia cara, ponerse a bailar con... Veía el salón de baile aéreo, el brincoteo de las gorrionas, los incidentes del almuerzo... y las hieles se volvían más amarguitas aún. Cierto que ella fue quien abrió puertas y ventanas: de todos modos, el proceder de Pacheco... Sí... buen tipo estaba Pacheco. En viendo una escoba con faldas... ¡Ay infeliz de la mujer que se fiase de sus exageraciones y sus locuras! ¡Requebrar a las cigarreras así, delante de...! ¡Y qué fatuo! ¡Pues no había querido convencerla de que estaba enamorada de él! ¿Enamorada? No, no señor, gracias a Dios... Conservaría sí un recuerdo..., un recuerdo de esos que... Allí tenía, en el medallón de oro, junto al pelo de Maruja, una florecita de la acacia blanca... ¡Qué tontera! Lo probable es que a Pacheco no volviese a verle nunca más... Y esta punzada del corazón, ¿qué será? Será enfermedad, o... Parece que lo aprieta un aro de hierro... ¡Jesús, qué cavilaciones más simples!

Bregando con la imaginación y la memoria, se quedó traspuesta. No era dormir profundo, sino una especie de somnambulismo, en que las percepciones de la vida exterior se amalgamaban con el delirio de la fantasía. No era la pesadilla que causa la ocupación de estómago, en que tan pronto caemos de altísima torre como volamos por dilatadas zonas celestes, ni menos el sueño provocado por la acción del calor del lecho sobre los lóbulos cerebrales, donde, sin permiso de la honrada voluntad, se representan imágenes repulsivas... Lo que veía Asís, adormecida o mal despierta, puede explicarse en la forma siguiente, aunque en realidad fuese harto más vago y borroso.

Encontrábase ya en el vagón, con la Diabla enfrente, la maletita y el lío de mantas en la rejilla, el velo de gasa inglesa bien ceñido sobre la toca de paja, calzados los guantes de camino, abrochado hasta el cuello el guardapolvo. El tren adelantaba, unas veces bufando y pitando, otras con perezoso cuneo, al través de las eternas estepas amarillas, caldeadas por un sol del trópico. ¡Oh Castilla la fea, la árida, la polvorosa, la de monótonos aspectos, la de escuetas lontananzas! ¡Oh sombría mole, región desconsolada del Escorial, qué felicidad perderte de vista! ¡Oh calor, calor del infierno, cuándo acabarás! Asís sentía que el sol, al través de las cortinas corridas que teñían con viso azul el departamento, se le empapaba en los sesos como el agua en una esponja, y que en sus venas la sangre se volvía alquitrán, y la punta de cada filete nervioso una aguja candente, y que los ojos se le salían de las órbitas, igual que a los gatos cuando los escaldan... El polvillo de carbón, unido al de los páramos castellanos, entraba en remolinos o en ráfagas violentas, cegando, desvaneciendo, asfixiando. No valía manejar desesperadamente el abanico: como toda la atmósfera era polvo, polvo levantaba al agitar el aire, y polvo absorbían los sedientos pulmones. «¡Agua! ¡Agua! ¡Agua por Dios! Ángela, va una botella llena ahí en el cesto...». Revolvía la Diabla el fondo de la canastilla..., nada: sin duda el agua se había olvidado. ¡Ah!, una botella... El vaso plano... Asís bebía. ¡No es agua, no es agua! Es manzanilla, jerez, brasa líquida, esas ponzoñas que roban el juicio a las gentes... Venga un río, un río de mi tierra, para agotarlo de un sorbo... Mientras la señora gemía, el inmenso foco del sol ardía más implacable, como si estuviesen echándole carbón, convertidos en fogoneros, los arcángeles y los serafines. Y así atravesaban la pedregosa tierra de Ávila, con sus escuadrones de enormes cantos, y las llanuras de Palencia, y los severos desiertos de León, y la vieja comarca de la Maragatería. ¡Que me abraso!... ¡Que me abraso!... ¡Que me muero!... ¡Socorro!...

¡Aah! ¿Qué ocurre? Salimos del país llano... ¡Montes queridos! Cada túnel es una inmersión en la noche, un baño en un pozo: al volver a la claridad, montañas y más montañas, revestidas de frondosos castañares, y por cuyas laderas... ¡oh deleite!, se despeñan saltando manantiales, cascaditas, riachuelos, mientras allá abajo, caudaloso y profundo, corre el Sil... Las mismas rocas sudan humedad; de la bóveda de los túneles rezuman gotas gordas; el suelo se encharca. Al principio, Asís revive como el pez restituido a su elemento: su corazón se dilata, cálmase el hervor de su sangre, se aplaca la horrible sed. Pero los riachuelos van engrosando; los túneles menudean, lóbregos, pantanosos; al término se divisa un cielo color de panza de burro, muy bajo, en el cual se acumulan nubes preñadas de agua, que al fin, abriendo su seno, dejan caer, primero en delgados hilos, luego en cerrada cortina, la lluvia, la eterna lluvia del Noroeste, plomo derretido y glacial, que solloza escurriendo por los vidrios. Y aquella lluvia, Asís la siente sobre el corazón, que se lo infiltra, que se lo reblandece, que se lo ensopa, hasta no poder admitir más líquido, hasta que, anegado de tristeza, el corazón empieza también a chorrear agua, primero gota a gota, luego a borbotones, con fúnebre ruido de botella que se vacía...

Pan, pan. Dos golpes en la puerta de la alcoba... -¡Jesús!... ¿Quién? ¿Pero dormía o soñaba o qué es esto? -Y la señora palpaba la almohada-. Húmeda, sí... Los ojos... También los ojos... ¡Lágrimas! ¿Quién está?... ¿Quién?

-Yo, amiga Asís... Gabriel Pardo... ¿He venido a molestar? Por Dios, siga usted con sus preparativos... Me he encontrado a la chica; me dijo que mañana sin falta salía usted para nuestra tierra... Cuánto sentiré incomodarla... Me retiro, me retiro.

-Por Dios... De ningún modo... Tome usted asiento... Salgo en seguida... Estaba lavándome las manos.

Y en efecto, se oía ruido de chapuzón, de lavaroteo. Pero nos consta que lo que lavaba la señora eran los párpados. Luego se dio polvos, se compuso el pelo, se arregló los encajes de la gola. Apareció muy presentable. Pardo había tomado un periódico, creo que La Época, y leía distraído, sin entender: «La dispersión veraniega ha comenzado. Parten hoy para Biarritz en el expreso, el duque de Albares, las lindas señoritas de Amézaga...».

Apenas habían tenido tiempo los dos paisanos para trocar unas cuantas frases de excusa, cuando se oyó sonar la campanilla y en el corredor retumbaron pasos fuertes, varoniles. De sofocada, la señora se volvió pálida: una sonrisa involuntaria y una luz vivísima cruzaron por sus labios y sus ojos. Pacheco entró, y al verle el comandante Pardo, reprimió el impulso de pegarse un cachete en el hueso frontal.

-¡Ya pareció aquello! ¡Se despejó la incógnita! ¡Y decir que no hará dos semanas que se conocieron en casa de Sahagún! ¡Mujeres!...

El gaditano -lo mismo que si se propusiese evidenciar lo que Pardo adivinaba- apenas se hubo sentado sacó del bolsillo un tarjetero de piel inglesa, con monograma de plata, y se lo entregó a Asís, murmurando cortésmente:

-Marquesa... las señas que usted me pidió que le trajese. Las señas de la pitillera... ¿no recuerda usted? Puede usted copiarlas, o quedarse con el tarjetero, si gusta... Viéndolo se acuerda usted más del empeñillo.

¡Ay! Asís trasudaba. Era para volarse. ¡Vaya un pretexto que daba a su visita nocturna el bueno del gaditano! Si lo quería más claro don Gabriel...

Miró al comandante, que se hacía el sueco, tratando de no ver el tarjetero dichoso. No hay posición más desairada que la de tercero en concordia, y don Gabriel, notando la ojeada expresiva que trocaron Pacheco y Asís, creía estar sentado sobre brasas, tanto le apretaban las ganas de quitarse de en medio. Pero convenía hacerlo con habilidad y educación. Un cuarto de hora tardó en preparar la retirada honrosa, echándole el muerto al Círculo Militar, donde aquella noche había una conferencia muy notable. Los círculos, ateneos y clubs, serán siempre instituciones benéficas, por lo que se prestan a encubrir toda escapatoria masculina -así la del que va en busca de la propia felicidad, como la del que evita el espectáculo de la ajena-, verbigracia, Pardo.

Aflojó el paso al llegar a la esquina de la calle, y se puso a reflexionar acerca del impensado descubrimiento. Raro es que el amigo de una dama, en caso semejante, no desapruebe la elección. -¡Cómo escogen las mujeres! En dándoles el puntapié el demonio... Indulgencia, Gabriel; no hay mujeres, hay humanidad, y la humanidad es así... Esta desazón, además, se parece un poquito a la envidia y al des... No, hijo, eso sí que no: despechado no estás: lo que pasa es que ves claro, mientras tu pobre amiga se ha quedado ciega... ¡Cómo se transformó su fisonomía al entrar el individuo! La verdad: no la creí capaz de echarse un amante... y menos ese. O mucho me equivoco o le cayó que hacer a la infeliz. Ese andaluz es uno de los tipos que mejor patentizan la decadencia de la raza española. ¡Qué provincias las del Mediodía, señor Dios de los ejércitos! ¡Qué hombre el tal Pachequito! Perezoso, ignorante, sensual, sin energía ni vigor, juguete de las pasiones, incapaz de trabajar y de servir a su patria, mujeriego, pendenciero, escéptico a fuerza de indolencia y egoísmo, inútil para fundar una familia, célula ociosa en el organismo social... ¡Hay tantos así! Y sin embargo, a veces medran, con una apariencia de talento y la viveza propia del meridional; no tienen fondo, no tienen seriedad, no tienen palabra, no tienen fe, son malos padres, esposos traidores, ciudadanos zánganos, y los ve usted encumbrarse y hacer carrera... Así anda ello. Ya las mujeres... qué diablo, estos hombres les caen en gracia... Eh, dejémonos de clichés... Asís, que es de otra raza muy distinta, necesita formalidad y constancia; la compadezco... Bueno es que no se casará; no, casarse no lo creo posible. De esa madera no se hacen maridos. Como aventura tendrá sus encantos... ¡Qué casualidad! Y dirán que no hay coincidencias... ¡Tarjetero, tarjetero...!

Así meditaba el comandante. ¿Era injusto o sagaz? ¿Obedecía a su costumbre de analizarlo todo, o a una puntita de berrinche? Se caló los lentes y se retorció la barba. ¿A dónde iría?

-Al Círculo Militar, ya que me sirvió de pretexto para escurrir el bulto. ¡Poco gusto que les habrá dado cuando yo tomé la puerta...!

Tras esta ingrata reflexión apretó a andar. La obscuridad de la noche le exaltaba, y ese grupo que ve con la fantasía todo el que sale huyendo de hacer mala obra a dos enamorados, se empeñaba en flotar, vaporoso e irónico, ante don Gabriel. Fortuna que este género de visiones no suele resistir a los efectos anodinos de una conferencia sobre «Ventajas e inconvenientes del escalafón en los cuerpos facultativos».