Insolación: 22
Capítulo XXII
No entremos en el saloncito de Asís mientras dure el tiroteo de explicaciones (¡cosa más empalagosa!), sino cuando la pareja liba la primera miel de las paces (empalagosísima también, pero paciencia). Ni Pacheco pregunta ya nada acerca de don Gabriel Pardo y su amistad, ni Asís se acuerda del baile en el merendero. El gaditano habla al oído de la señora.
-¿Pero tú te creíste que yo no sabía que mañana te vas? A Diego Pacheco no se la ha pegado ninguna hembra... ¡Niña boba! Esta mañana ya habías dispuesto la marcha, claro que sí, y si te viniste a almorsá conmigo, fue que te di un poquillo de lástima... Decías tú allá en tus adentros: sólo faltan horas; vamos a complacer a este, que tiempo habrá de que estalle la bomba y dejarlo plantao... ¡Y ahora también piensas en cosas así, muy tristes; en que ya no nos vemos, en que se acaba el cariñito y las fatigas y el verme y el hablarme...! ¡Ay chiquilla! Me quieres tú mucho más de lo que te figuras. No te has tomado el trabajo de echar la sonda ahí en ese pechito... ¡Tonta! ¡Cómo te acordarás de estos ratos, allá en tu país, entre aquella gente sosaina! Aquí se queda un hombre que te quería también un poquitillo... ¡Pobrecita, la nena!
No estaban los amantes abrazados, ni siquiera muy juntos, pues Pacheco ocupaba el sillón, y el diván Asís. Sólo sus manos, encendidas por la misma fiebre, se buscaban, y habiéndose encontrado, se entrelazaban y fundían. Callaron entonces y fue el instante más hermoso. Por el mudo diálogo de los ojos y por el contacto eléctrico de las palmas, se enviaban el espíritu en arrobo inefable. Con la nueva y victoriosa dulzura de semejante comunicación, Asís sentía que se mezclaba un asombro muy grande. Miraba a Pacheco y creía no haberle visto nunca: descubría en su apostura, en su cara, en sus ojos, algo sublime, que realmente no existía, pero que la señora debía encontrar en aquel instante, pues así sucede en toda revelación para que resplandezca su origen superior a la materia inerte y al ciego acaso, y a Asís se le revelaba entonces el amor. Poco a poco, sin conciencia de sus actos, acercaba la mano de Diego a su pecho, ansiosa de apretarla contra el corazón y de calmar así el ahogo suave que le oprimía... Sus pupilas se humedecieron, su respiración se apresuró, y corrió por sus vértebras misterioso escalofrío, corriente de aire agitado por las alas del Ideal.
-No estés tan tristón -tartamudeó con blandura mimosa.
-Sí que estoy triste, prenda. Y es por ti. Estoy de remate. Estoy hasta enfermo. No sé por dónde ando. Parece que me han dao cañaso. Es un mal que se me entra por el alma arriba. Si sigo así, guardaré cama. Después que te vayas la guardaré... Es cosa rara, chiquilla. ¡Válgame Dios, a lo que llega un hombre!
-Te pones tan lejos... Aquí, cerquita -murmuró la señora con el tono con que se habla a los niños.
-No..., déjame aquí... Estoy bien. Mira tú qué cosas más raras hace la guilladura cuando entra de verdad. Ni ganas tengo de acercarme; la manita me basta...
-¿No te gusto?
-No como me gustarían otras. ¡Ah! Ya sabes si tengo ilusión por ti... Y así y todo..., ahora prefiero callar y no acercarme, gloria... ¡Ay!... ¿Pero qué es eso? ¿Llora mi niña?
Puede que llorase, en efecto. No debía de ser el reflejo de la lámpara lo que tanto relucía en su mejilla izquierda... Pacheco exhaló un suspiro y se puso en pie, desenclavijando su mano de la de Asís.
-Me voy -pronunció con voz alteradísima, ronca, resuelta.
De un brinco se levantó Asís, echándole los brazos al cuello y sujetándole.
-No, Diego, que no... ¡Vaya una ocurrencia! ¡Irte ya! ¡Pues si apenas llegaste! ¿Cómo irte? ¿Tienes que hacer? No, irte no quiero.
-Niña... El mal camino andarlo pronto. No tengo ánimos para más. Estoy que con una seda me ahogan. ¿A qué aprovechar unos minutos? Es la despedida. Yéndome ahora me ahorro alguna pena. Adiós, querida... Cree que más vale así.
-No, no, no te vas... Por lo mismo que ya es la última noche... Diego, por Dios, mi vida... Tú quieres sacarme de quicio. No puede ser.
Pacheco sujetó los brazos de la señora, y mirándola de hito en hito, exclamó con firmeza:
-Piénsalo bien. Si me quedo ahora, no me voy en toda la noche. Reflexiona. No digas después que te pongo en berlina. Te conviene soltarme. Tú decidirás.
Asís dudó un minuto. Allá dentro percibía, a manera de inundación que todo lo arrolla, un torrente de pasión desatado. Principios salvadores, eternos, mal llamados por el comandante clichés, que regís las horas normales, ¿por qué no resistís mejor el embate de este formidable torrente? Asís articuló, oyendo su propia voz resonar como la de una persona extraña:
-Quédate.
El plan era absurdo, y sin embargo, los medios de realizarlo se presentaban entonces asequibles, rodados. La Diabla, fuera de casa, por casualidad feliz; la cocinera lo mismo; cuestión de engañar a Imperfecto, que era la quinta esencia de la bobería, y a la portera, que siempre estaba dormitando a tales horas. Para conseguir el apetecido resultado, combinose un atrevido plan de entradas y salidas, de pases y repases, que hizo reír a los dos delincuentes... Y a las doce de la noche, las puertas de la casa se hallaban cerradas, y dentro de ella el contraventor de las pragmáticas sociales y de las leyes divinas.
Si la cosa no hubiese pasado de aquí, creo sinceramente, lector amigo, que no merecía la pena, no ya de narrarla, sino hasta de mencionarla en estos libros de memorias y exámenes de conciencia de la humanidad, que se llaman novelas. Porque aun siendo el caso tan desatinado y enorme; aun constituyendo una atrevida infracción de todo lo que no debe, ni puede infringirse, bien cabe suponer que en las fiebres pasionales tiene algo de necesario y fatídico, cual en las otras fiebres, la calentura. Pero lo que me parece verdaderamente digno de tomarse en cuenta, como dato singular y curioso; lo que quizás convendría analizar sutilmente -si no es preferible dejarlo sugerido a la imaginación del lector para que lo deduzca y reconstruya a su modo- es la causa, la génesis y el rápido desarrollo de aquella idea inesperadísima, que desenlazó precipitada y honrosamente la historia empezada por tan liviano y censurable modo en la romería del Santo...
¿A cuál de los dos amantes, o mejor dicho, aunque la distinción parezca especiosa, de los dos enamorados, se le ocurrió primero la idea? ¿Fue a él, como único paliativo, heroico pero infalible, de su extraña guilladura? ¿Fue a ella, como medio de conciliar el honor con la pasión, el instinto de rectitud y el respeto al deber que siempre guardara, con la flaqueza de su voluntad ya rendida? ¿Fue que esa idea, profundamente lógica (y en el caso presente tal vez expiatoria), se presenta a la vuelta del amor, tan fatalmente como sigue a la aurora el mediodía, al crepúsculo la noche y a la vida la muerte?
Que cada cual lo arregle a su gusto y rastree y discurra qué caminos siguieron aquellos espíritus para no reparar en inconvenientes, no recelar de lo futuro, cerrar los ojos a problemas del porvenir y mandar a paseo las sabias advertencias de la razón, que tiembla de espanto ante lo irreparable, lo indisoluble, lo que lleva escrito el letrero medroso: «Para siempre», y avisa que de malos principios rara vez se sacan buenos fines. Y reconstruya también a su modo los diálogos en que la idea se abrió paso, tímida primero, luego clara, imperiosa y terminante, después triunfadora, agasajada por el amor que, coronado de rosas, empuñando a guisa de cetro la más aguda y emponzoñada de sus flechas, velaba a la puerta el aposento, cerrando el paso a profanos disectores.
Por eso, y porque no gusto de hacer mala obra, líbreme Dios de entrar hasta que el sol alumbra con dorada claridad el saloncito, colándose por la ventana que Asís, despeinada, alegre, más fresca que el amanecer, abre de par en par, sin recelo o más bien con orgullo. ¡Ah!, ahora ya se puede subir. Pacheco está allí también, y los dos se asoman, juntos, casi enlazados, como si quisiesen quitar todo sabor clandestino a la entrevista, dar a su amor un baño de claridad solar, y a la vecindad entera parte de boda... Diríase que los futuros esposos deseaban cantar un himno a su numen tutelar, el sol, y ofrecerle la primer plegaria matutina.
-Está el gran día, chichi... -exclamaba Pacheco-. Vas a tener un viaje...
-¿Y para el tuyo? ¿Hará buen tiempo?
-Lo mismo que ahora. Verás.
-¿Despacharás en ocho o diez días la ida a Cádiz?
-No que no. Y la aprobación del papá y too. Muerto está él porque me case y siente la cabeza. Le diré que después de la boda me presento diputao por Vigo con la ayuda del papá suegro. Verás tú. Para despabilar un asunto me pinto solo... cuando el asunto me importa, ¿sabes?
-¿Escribirás todo lo que prometiste?
-Boba.
-Simplón, monigote, feo.
-Reina de España.
-En Vigo..., ya sabes... formalidad.
-Hasta que el cura... -(Pacheco hizo con la mano derecha un ademán litúrgico muy significativo)-. Entretanto... me dedicaré a tu chiquilla. ¿Eh? A los dos días... te la he conquistao. Puede que te deje plantaíta a ti pa casarme con ella.
Siguieron algunas bromas y ternezas más, que ni hacen al caso, ni deben figurar aquí en modo alguno. De repente, Diego tomó la mano derecha de la señora, preguntando:
-¿Te acuerdas tú de una buenaventura que te echaron en la feria?
E imitando el acento y modales de la gitana, añadió:
-Una cosa diquelo yo en esta manica, que hae suseder mu pronto y nadie saspera que susea... Un viaje me vasté a jaser, y no ae ser para má, que ae ser pa satisfasión e toos... Una presoniya está chalaíta por usté...
El gaditano, siempre presumido, agregó:
-Y usté por ella.