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Ismael/XXVI

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XXVI

El capataz se movía en tanto de un lado a otro, con una actividad vertiginosa apresurando la merienda. Las mujeres atendían los pasteles y los peones los asados, a los que daban las últimas vueltas en las brasas, ya bien en punto y goteando grasa color de oro.

En una de esas inspecciones, el capataz cogió un asador y lo tendió para que una moza arremangada, y de brazo tan tostado como la carne con pelo, echase la salmuera; chupose luego los dedos, y dijo:

-¡Lindo no más! Ayasito se ha de yantar.

Y señaló el lado de sombra opuesto del ombú.

Pedro José Viera era oriundo de Porto-Alegre, Brasil, colonia entonces de Portugal.

Había cobrado verdadero cariño al suelo en que vivía; y sus raras prendas personales creáronle en el transcurso del tiempo un prestigio real entre los hombres del pago. Amaba la libertad por instinto, a su manera, y venían rozando sus oídos hacía meses, como voces extrañas de una vida nueva, los ecos simpáticos del movimiento inicial de Mayo.

Una de sus habilidades era de bailar en zancos; habilidad que debía él ejecutar por última vez acaso, el día en que lo exhibimos.

Cuando Perico, como le llamaban los paisanos, cogía sus zancos e iniciaba sus vueltas y quiebros en el patio con pasmosa destreza, era ésta la señal de «armarse el baile»; y los tupamaros, indios y cambujos en pintoresca amalgama de castas y razas coincidían en el mismo gusto, lanzándose a un pericón entusiasta, al son de la tradicional vihuela, cual si ese baile criollo constituyera el primer vínculo o lazo de unión de propensiones e instintos comunes, una faz risueña de la idiosincrasia nativa y de un espíritu nacional incipiente, tan distinto de la jota y de la petenera, como de la raza madre la variedad o sub-género que constituía el tipo de nuestra primera generación.

Perico el bailarín, aunque brasilero, hablaba sin dificultad el idioma de los criollos, bien que comúnmente le hacía gracia expresarse en una jerga especial, mezclando en sus dichos y conversaciones vocablos portugueses. Los paisanos celebraban sus ocurrencias, y le querían, porque era un buen compañero, servicial y hospitalario, a la vez que amigo de fandangos y velorios.

Como perneador en el baile, pocos le igualaban. Su fama pues, tenía un fundamento sólido.

En la edad del gaucho, -tiempos que ya se van alejando de nosotros-, la sencillez ruda, semi-bárbara de la vida se resumía en la danza, en la música -ambas primitivas- y en la proeza del músculo.

La fuerza brutal, desde luego, la destreza, la astucia, la habelidá para tañer, para bailar, cantar, domar, pelear y vencer, eran cualidades y condiciones sobresalientes. Los que las poseían ejercían insensiblemente cierta superioridad avasalladora en sus pagos, influían sobre el número y lo atraían por el ejemplo y la magia de las costumbres varoniles. Como el semental arisco de crines llenas de abrojos, repuntaban la grey con alaridos de feroz independencia personal, sin perjuicio de mostrarse siempre sufridos, callados y pacientes en su existencia original de taimonias y resabios.

La ley del hábito los retenía en el lazo de una disciplina social, que no se conciliaba con la deficiencia de los medios. En la época de que hablamos, pocos eran los que no habían revistado en blandengues y en caballería de milicias, y experimentado los deseos sensuales del mando, tan en armonía con las tendencias del fondo del carácter hispano-colonial, refractario a la obediencia y rebelde al servilismo.

Pedro José Viera se había asimilado las energías de su pago. Su prestigio se esparcía por todo el distrito de Capilla Nueva, y estaba en relación con algunos hombres de valer.

Explícase así, entonces, por qué había él logrado reunir tantos vecinos en el establecimiento de Cayetano Almagro, el día a que nos referimos.

Brillaba el sol de las diez, puro y, radiante, cuando Perico clavó el primer asador a la sombra del «ombú», gritando a un mulato de cabellera crespa, negra y espesa como un matorral, que revolvía en sus manos un sobre-costillar jugoso y caliente:

-¡Eh, muleque! ¿Trujiste el panbazo? ¡Mové esas tabas, muleque!...

El apostrofado corrió hacia la cocina.

Perico invitó seguidamente a yantar a la concurrencia, que hizo círculo en torno de los asadores, cuchillos y dagas en mano, en tanto él decía con voz bronca y alegre, refiriéndose al muleque:

-Este diavo foi parido d'una zanja... ¡Presto, Macario!...

Y luego, dirigiéndose a los del círculo que se repartían con suma velocidad granos de pecho y enormes tajadas con pelo hecho carbón, añadía dominando el conjunto:

Desemulen el ruido de tripas, mozos!... Metan diente al destajo... La picana pá mi compadre Fulgencio, que le gusta el rabo. Esta achurita pá Basilio que yerró el tiro a la barrosa...

-¿Ainda izo chegaste, Macario?...

Serapio, prendete a ese riñón por la parada de lomos, en el ciñuelo. ¡Tuitita tu sabeduría se jué por el trasero del mancarrón, flojonazo!

La mozada reía.

A Serapio se le coloreó un tanto el rostro; pero estaba muy entretenido con un buen trozo de carne de pecho, para perder el tiempo en contestar.

Y no era él solo. Movíanse todas las mandíbulas con fruición; chorreaban sabroso jugo los dedos; los cuchillos con los filos para arriba pasaban el bocado a los labios antes de dar el último tajo; las botas de «caña» circulaban de mano en mano para rociar las gargantas; las galletas duras y el panbazo que las mozas y Macario echaron en el pasto, se zabullían en las lagunillas de grasa caliente que al despegar la carne se formaban en el cuero, y crujían luego bajo los caninos blancos y lustrosos.

Al cabo de algunos minutos, siguiose la conversación sobre bueyes perdidos, y subieron de punto las bromas y la algazara y los planazos y las corridas; hasta que Perico poniéndose de pie con arrogancia, pidió los zancos.