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Katara/A bordo del ballenero

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Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
A bordo del ballenero
XXXII

A BORDO DEL BALLENERO

Cuando ya la isla de Hana—Hiva con sus costas abruptas y su lujuriante vegetación se fué perdiendo en el horizonte, envuelta entre la bruma, y pude recogerme dentro de mí para convencerme de que realmente marchaba con rumbo a mis nativos lares, pareció como si me abandonase la tensión nerviosa que hasta aquel momento me había sostenido, y caí por un tiempo que no acertaré a precisar, en un marasmo del que me pareció que no podría volver. ¡Tales eran mi debilidad, mi cansancio, la intensidad de las emociones que acababa de sufrir!

Cuando se aproximaba la hora de comer, el capitán John Thompson se acercó a mí con objeto de invitarme, lo mismo que a Ricardo, para que le acompañásemos; y agregó que, como nuestra indumentaria se encontraba en un estado tan deplorable, ponía a nuestra disposición cuanta ropa nos fuese necesaria. Por cierto que no me hice de rogar; y ya antes de la comida, me dí un prolongado baño, recreándome en aquel jabón de a bordo, que encontré delicioso, aun siendo bastante ordinario, y me pareció ser otro hombre cuando sentí mi cuerpo en contacto con buena ropa interior, con un traje ligerísimo y con unas excelentes botas que se diría me hubiesen sido hechas a medida.

La comida, seguramente muy mediana, me pareció magnífica. Durante ella, pude enterarme de cuanto con respecto al barco me interesaba. Se llamaba Oceanic, era de la matrícula de Southampton, y tenía un porte de mil quinientas toneladas. Se dedicaba a la pesca de la ballena en los mares australes, y regresaba con rumbo a San Francisco de California, donde se dedicaba al cabotaje de la costa del Pacífico durante la época de abril a octubre, en que la pesca del cetáceo no era posible. El buque estaba construído a prueba de toda clase de peligros, incluso el de chocar con témpanos, tan corrientes hacia las regiones polares. Eso sí, todo apestaba allí a grasa de ballena. Aunque iba bien guardada en buenas barricas, parecía que desde las jarcias al timón, todo estuviese saturado de aquella substancia.

Siguiendo la conversación, y ya establecida cierta familiaridad, le dije: —¿Qué tal la expedición, capitán? ¡Buenos resultados!

—Detestables, señor—me contestó. — Este negocio está perdido. En el Norte, la ballena, a fuerza de ser perseguida, se está acabando, y por eso he pensado en el Sur; pero aun allí, abunda poco. No hemos pescado ni una docena, y alguna bien pequeña; y como cada una puede dar una utilidad que no alcanza a dos mil dólares, entre la grasa, las barbas y los huesos, ya usted se imaginará si podremos estar satisfechos. Cuesta mucho la gente y se gasta gran cantidad de carbón, aunque navegamos bastante a vela. En cambio, el viaje anterior, fué muy bueno. Pescamos diez y seis. En fin, paciencia, otro año será mejor.: Y hablando de otra cosa — le dije, tenía usted conocimiento de esa isla donde arribó ahora! ¿cuál es su situación geográfica?

—No señor me contestó. Ni tenía noticia de ella, ni figura en mis cartas marinas.

Es un caso extraño, habiendo sido tan explorados estos mares. Yo me lo explicaría, si fuese de reciente formación, cosa frecuente aquí, donde las islas nacen a lo mejor y desaparecen, como los hongos; pero parece antigua.

—Sí, — le dije ―es antiquísima. Sus pobladores se creen ser los únicos habitantes del mundo.

—No me sorprende contestó.

Otras conozco en que sucede lo mismo. Pues repito que me extraña no verla en ningún mapa.

Después de todo, en medio de estos mares inmensos, y no formando parte de ningún archipiélago, como sucede con la de Pascua, ello tiene su explicación, aunque no muy satisfactoria. En cuanto a su situación, tuve buen cuidado de tomarla. El punto donde anclamos y subió usted a bordo queda exactamente a los 115°23' de longitud Oeste del meridiano de Greenwich y 12°37' de latitud Sur. Clima enteramente tropical; pero me imagino que el calor debe ser allí muy soportable. Le calculo una superficie bastante mayor de 1000 millas cuadradas. Tiene mucha población?

—Bastante, le contestéhabitantes.

Unos 20.000 — Diablo! exclamó el capitán — muchos son. Bien se conoce que no ha sido civilizada todavía. El día que la civilicen, antes de treinta años no tiene ni la mitad.

Daba pruebas el capitán, al hablar así, de estar bien enterado de que civilizar aquellas gentes, era sinónimo de exterminarlas. Es increíble la rapidez con que disminuyen, y hasta se extinguen, apenas dejan de vivir en pleno salvajismo.

—Son antropófagos?

—No, señor le dijeme preguntó.

Muy lejos de eso.

No se recuerda allí de un solo caso de antropofagia. Lo único que hacen, digo mal, que hacían hasta mi llegada, era sacrificar seres humanos a sus dioses.

—Pues en algunas islas polinésicas dijo se devora carne humana. Bien podría suceder ahí lo mismo.

― —No lo discuto, señor capitán le repliqué pero no lo creo. Para mí, eso de que los polinésicos se devoren unos a otros, han de ser patrañas de los exploradores para dar mayor interés a sus relatos. Nada hay que tiente más a mentir que la relación de un viaje a países remotos.

Nos levantamos, y me fuí a dormir. Me dió el capitán un excelente camarote, inmediato al suyo, y recuerdo bien que el endiablado olor a grasa de ballena, apenas si me dejó conciliar el sueño en toda la noche. Al amanecer, me subí a cubierta, donde, en una cómoda silla de viaje, dormí a pierna suelta hasta la hora del almuerzo. El piloto, que era el que había bajado a tierra, mandando el bote, era un joven bastante ilustrado, a quien acosé a preguntas durante el viaje. Qué había sucedido en aquel tiempo que había yo pasado fuera del mundo? Algunas cosas extraordinarias, pero no tantas como yo me imaginaba, las cuales me fué poco a poco refiriendo. Algunos inventos notables, ninguna gran guerra, ningún cambio de régimen político y ninguna seria transformación en el mapa de los pueblos civilizados. En resumen, nada. El mundo, marchaba lo mismo que al dejarlo yo. En realidad, todo estaba lo mismo.

Siguió su marcha el vapor, sin tocar en otro punto que en Acapulco, puerto del Sur de México, célebre en la historia de las Indias Occidentales, para tomar carbón, y pocos días después llegábamos a San Francisco.

Me despedí muy afectuosamente del capitán y del piloto, y gratifiqué a la gente de a bordo, la cual quedó muy satisfecha de aquel náufrago a quien suponían en la mayor indigencia. No sabían que yo había salvado mi dinero y que contaba, además, para un apuro, con las libras de lord Wilson.

Una vez en tierra, antes que al hotel, corrí a las oficinas del cable trasatlántico y telegrafié a mis padres lo siguiente: Hállome aquí sano, salvo. Dénme noticias. Voy pronto ».

Al otro día, recibía este telegrama: « Inmensa alegría. Todos buenos, esperándote ».

Mi gozo fué indecible. Si poco o nada había cambiado en el mundo, nada tampoco en cuanto a los míos. Era todo lo que podía desear.

También telegrafié a los señores Murrieta, diciéndoles: Regreso después cinco años Polinesia, donde Navia naufragó, pereciendo lord Wilson. Capitán falleció. Traigo su hijo y restos lord. Sigo viaje ».

Pensé detenerme allí el tiempo necesario para visitar con calma aquella hermosa ciudad, ya entonces muy adelantada, mucho más desde que era casi seguro que no volvería a encontrarme en ella nunca; pero como la impaciencia me devoraba, una vez que hube recorrido aquella soberbia bahía, visitado el puerto y visto lo que San Francisco tenía entonces de más atrayente, mi única preocupación fué continuar mi viaje.