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Katara/Hacia el viejo mundo

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Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Hacia el viejo mundo
XXXIII

HACIA EL VIEJO MUNDO

Después de proveerme de ropa y de aquello más indispensable por el momento, tomamos el gran ferrocarril interoceánico que, en menos de cinco días, debía conducirnos a Nueva York. Largo era el viaje, mucho más desde que a su duración se agregaba el ansia de llegar pronto; pero la excursión era variada y amena, los pullman—cars » sumamente cómodos y, además, iba ya la maleta provista de buenos libros, a lo que se agregaba la lectura de los periódicos.

Conversé con el buen Ricardito, que ya estaba hecho un mozo, durante aquel viaje, creo que más que durante un año de los de permanencia en la isla.

Cómo te ibas encontrando por aquellas tierras le pregunté, entre otras cosas.

—Muy bien, señor, —me contestó. — Estaba yo como si hubiese nacido allí. Tenía muchos amigos y todo el mundo me quería.

—¡Hola! Todo el mundo, eh? — le dije.

¡Y no tenías novia? ¡No te gustaba alguna isleñita?

Se puso el muchacho colorado como la grana, miró al suelo y me dijo: —No señor, no tenía ninguna, era muy pronto; pero debo confesarle que si seguimos allí muy poco tiempo más, la habría tenido, y muy seriamente. Me gustaba mucho la hermanita de Heki, y ella gustaba también de mí. Era muy bonita. Me acuerdo siempre de ella.

Fué aquello para mí una sorpresa, pues en todo había pensado menos en que el buen Ricardo saliese de Hana—Hiva enamorado, con la particularidad de que si no llega a libertarnos el ballenero del capitán Thompson, aquel muchacho y yo habríamos concluído por ser parientes.

—¿Y qué te pareció cuando me viste ungido profeta de Atúa?

—Nunca quise hablarle de ello — me dijo pero hubo momentos en que me parecía que aquel Katara era un profeta verdadero.

Yo, cristiano, como usted, encontraba tan sublimes aquellos mandamientos, que no los he de olvidar ya munca, y observaba y practicaba todo aquello con tanta devoción como los mismos indígenas.

Ya!

le observé.

Eras, entonces, un convertido, Ricardo? ¿Sabes lo que dices?

—Un convertido, eso no, porque no renegaré nunca de la fe que me enseñó mi madre; pero un convencido sí, un convencido de que todo aquello que usted decía y predicaba, era bueno.

He de confesar que escuchaba con placer, bien que no con sorpresa, lo que aquel inteligente joven me decía. ¿Cómo había de sorprenderme, si, en más de una ocasión, yo mismo llegué a creerme un iluminado, un enviado real y efectivo? A fuerza de empeñarme en parecerlo, se operaba en mí un verdadero fenómeno de auto—sugestión que me obligaba a considerar como positivo y cierto aquello mismo que fingía.

—Y qué opinión traes de aquellos pobres indígenas ?

—Pues que, salvo sus pequeñas faltas, me contestó porque todos tenemos alguna, son muy buenos, tan buenos, cuando menos, como los paisanos de nuestra tierra asturiana.

—Tienes razón le dije. Lo mismo pienso yo. Aquellos infelices, con todas sus pequeñas trapacerías, no pueden ser mejores.

Fué, para mí, aquel viaje, a través de la gran República, motivo de serias meditaciones. La opulenta California, que dejaba a mis espaldas, me hacía pensar que aquellos bancos de arena aurífera, los riquísimos placeres encontrados treinta o cuarenta años atrás, en las márgenes del Sacramento, habían atraído allí a una inmensa población, venida de todas partes del mundo, ávida de una riqueza que encontró, cuando el oro se hubo agotado, en la explotación de la tierra.

El Far—West, el lejano Oeste del inmenso territorio de la Unión, que se suponía estéril y refractario a todo cultivo, se iba convirtiendo en tierra de promisión, merced al esfuerzo del hombre, que se valió del riego, de los abonos, y de otros mil medios, para hacerlo fecundo. La hermosa ciudad edificada sobre el lago Salado, me hizo pensar que los mormones que la habían fundado, huyendo de crueles persecuciones, vivían allí felices, en plena poligamia, y sabían hacer felices a todas sus mujeres, empezando por su segundo pontífice, el famoso Brigham Young, sucesor de Joe Smith, que alcanzó, en plena paz con sus numerosas mujeres, a la fabulosa cifra de ciento veinte hijos. Las magníficas ciudades que veía a mi paso, industrias por todas partes florecientes, exuberante agricultura, me representaban el milagro comenzado por un grupo de puritanos,llenos de fe, que fundaron la Unión Americana, y continuado por el espíritu de democracia y de libertail en que sus sucesores su pieron inspirarse.

Por fin, llegamos a Nueva York. Dediqué solamente un par de días a recorrer con Ricardo las principales avenidas y los parques de la gran urbe, visitando sus museos y sus más notables edificios, y tomamos el primer vapor que salía, un lujoso trasatlántico que en unos seis días nos condujo a Liverpool. Allí tomamos el tren rápido que pronto nos puso en Londres, hospedándonos en el Royal Hotel, inmediato a Black—Friars Bridge, del que yo tenía los mejores recuerdos, y al día siguiente nos encontramos en la vieja y acreditadísima casa bancaria de los Murrieta, situada desde su fundación, en Old Broad Street, Adams Court, 7, E. C., donde creo sigue todavía.

En el acto de llegar, el bondadoso don José Murrieta, que actuaba entonces como jefe de la casa, dejó todos sus asuntos, siempre importantes y numerosos, para recibirnos y atendernos. Nos hizo infinidad de preguntas, empezando por decir que todos nos suponían muertos en algún naufragio, y que estaba enterado de que yo me había embarcado con lord Wilson, por habérselo así él escrito desde Buenos Aires. Nos dijo que la noticia de que traíamos los restos de lord Wilson, su grande y excelente amigo, les había sido muy grata, y sobre todo, a la familia de aquel que los creía perdidos para siempre.

Cuando puse en sus manos las mil libras esterlinas en deteriorados billetes del Banco de Inglaterra, para que las hiciese llegar a poder de la familia de su amigo, lleno de estupefacción, me dijo: ¡Cómo! ¡Trae usted este dinero! ¡Cosa más rara! ¡Cómo ha podido salvarse?

Se lo conté, con todos sus detalles, y me dijo: —No. Yo no recibiré ese dinero. Su acción es demasiado digna para que no sea usted mismo quien lo entregue a su hermano Henry, tambien muy amigo mío, que es quien en adelante se llamará lord Wilson, pues hasta ahora, por no poderse comprobar la muerte del ilustre sabio, no ha podido usar el título. Además, él tendrá una especial sa tisfacción en que usted le refiera cuanto sepa y recuerde de su hermano. Mañana iremos a visitarle.Y así fué. El hermano del lord, y lord, desde que yo hube traído la noticia de la muerte del propietario del título, comprobándolo por mi dicho y el de Ricardo, vivía en el magnífico palacio de la familia, en el aristocrático barrio de Pall—Mall.

Nos esperaba y nos recibió con esa espe cial y expresiva afectuosidad, tan propia de los ingleses, cuando se trata de personas de su intimidad, o que les son gratas, al revés de cuando tratan con desconocidos o indiferentes.

También me abrumó a preguntas, demostrando lo mucho que admiraba y quería a su ilustre hermano, aunque seguramente no debía haberle desagradado el ser heredero del título, bien que no lo fuese de su sabiduría: tomó nota de la situación geográfica de aquella isla de Hana—Hiva, todavía sin dueño, y cuando llegó el momento de decirle que le enviaría el cajón con los restos de que era portador, y de poner en sus manos las mil libras esterlinas del finado y su magnífico cronómetro, me dijo en el acto: — No, señor! Yo le pido perdón, pero no puedo aceptar ese dinero. Es un obsequio que yo me permito ofrecerle, rogándole tenga usted la bondad de aceptarlo. Usted es joven, ha sufrido inmensamente por haber querido acompañar a mi hermano, y esas pocas libras deben ser suyas. Tan sólo he de aceptar el reloj como un recuerdo triste del hermano querido.

Admiré y agradecí la generosidad de aquel gran señor; pero rehusé terminantemente el aceptar su espléndido obsequio. En realidad, pensé que, despues de mis contrariedades y mis andanzas, buena falta me hacían; pero me pareció que, aceptándolas, coronaba mi obra con un acto de evidente pequeñez.

Por fin, despues de un verdadero pugilato de caballerosidad, en el que intervino el inolvidable don José, deseoso de vencer, mi obstinación, no obstante elogiarla calurosamente, terminó la contienda por una especie de Katara transacción que yo propuse: aquel dinero se destinaría, por partes iguales, al socorro de náufragos en las costas inglesas y en las españolas.

El noble lord, no sólo aceptó complacido mi proposición, sino que me dió la enhorabuena con un fuerte apretón de manos, haciendo igual cosa el señor Murrieta, cuya casa era factor importantísimo de la marina mercante entre España e Inglaterra, y su más decidida protectora..

Cuando, al día siguiente, nos fuimos a despedir del señor Murrieta, éste me dijo: —Téngame usted por verdadero amigo suyo, y que su viaje sea feliz; pero este muchacho se queda conmigo. Su padre, don Miguel, era todo un buen marino y un excelente hombre a quien yo estimaba mucho; y ya que le perdió por acompañar a mi amigo, el ilustre lord, en su arriesgadísimo viaje a vela por mares llenos de peligros, corre por mi cuenta el hacer de él un hombre de provecho.

Dígaselo usted así a su buena señora madre, y que esté tranquila.

Queriendo, como yo quería, entrañablemente, a aquel mi joven compañero de tantas penurias y tantos peligros, a quien debía la vida, pues por sus gritos pidiendo socorro pude salvarme de las garras de To—hú, confieso que el noble rasgo del señor Murrieta, me emocionó fuertemente. Era un premio que ciertamente merecían, tanto el sacrificio del padre, como la inteligencia y la bondad del hijo.

Estreché la mano al señor Murrieta, a' quien expresé mi gratitud por sus bondades, y aquella misma noche tomaba el tren para París en «Charing Cross Station» a donde Ricardito, que me abrazó llorando, me fué a despedir encargándome cariñosos recuerdos para su mamá y hermanos.

Tres días después, me hallaba tranquilamente en el seno de mi familia, que me recibió en medio de un alborozo indecible y que escuchó, llena de asombro, la relación de aquellas mis poco menos que inverosímiles aventuras.

Tan pronto pude, pasé una extensa memoria a la Real Sociedad Geográfica de Madrid, de la que remití un duplicado al Ministerio de Ultramar, haciéndole saber el casual descubrimiento de Hana—Hiva, por si al gobierno le parecía conveniente enviar allí un buque de guerra que la ocupase. La Sociedad me acusó atento recibo, dándome las gracias; pero, en cuanto al gobierno, nunca supe que se hubiese ocupado seriamente del asunto, no obstante haberle dedicado algunos renglones dos o tres periódicos de la Corte.

Entre tanto, no habían transcurrido seis meses, y leía yo, hallándome ya en Buenos Aires, en la sección telegráfica del gran diario «La Prensa»: Londres, Octubre 10, 1886. « The Daily » Telegraph», dice, refiriéndose a un telegra»ma recibido del Callao, que llegó a aquel » puerto el crucero inglés Albert, despues de » haber tomado posesión en nombre del go»bierno, de la importante isla de Hana—Hiva, » situada en el mar Pacífico, al Este del Archipiélago de las Marquesas, enarbolando » la bandera inglesa y dejando allí el perso» nal suficiente para organizar su administra»ción. Sus habitantes son pacíficos. La isla » es riquísima en minerales, plantas y otros » productos. Una importante compañía se organiza para ocuparse de su explotación».

En el acto, ví en el hecho que motivaba aquella noticia la mano del lord inglés, a quien había tenido que revelar yo la existencia de Hana—Hiva, con motivo de la muerte de su hermano. El había comunicado el descubrimiento a su gobierno, el cual, ni tardo ni perezoso, envió un buque de su escuadra á ocupar la isla. Admiré, una vez más, a Ingla terra; pero declaro que al ver que se disponían a explotar y civilizar... compadecí de todo corazón a los pobres hanahivianos.