Katara/Casi en marcha...
CASI EN MARCHA
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Corrió el tiempo, más de un año. Mi misión docente y regeneradora estaba cumplida. Ví que aquellos indígenas habían salido de su ruda ignorancia, disfrutaban de mil objetos útiles, hasta supérfluos, tenían leyes santas y sabias para regirse; pero, eran por ello más felices? Tal vez no. Me pareció que, en el fondo, continuaban siendo los mismos; y hasta me asaltó la idea de que por ciertos apetitos de un mayor bienestar y por algunas vagas aspiraciones a una determinada perfección en que antes no habían soñado nunca, empezase a desaparecer de Hana—Hiva aqueila encantadora sencillez de costumbres, aquella admirable placidez de espíritu que hacía de sus pobladores seres realmente envidiables.
Como ya nada parecía que conviniese enseñarles, y cuando comprendí que la nueva religión había echado allí profundas raíces, Katara entretuve mis interminables ocios en componer una gramática hanahiviana, cuyos apuntes guardo, y en escribir un vocabulario casi un diccionario de aquel idioma.
Bien se me alcanzaba la escasa o ninguna utilidad de aquellos mis trabajos; pero, al fin, eran para mí un agradable entretenimiento.
Una tarde, al regresar con Ricardo de una de nuestras infructuosas excursiones a la costa, me sentí muy mal, y difícilmente pude llegar al poblado. Me zumbaban los oídos, y apenas si mis piernas me sostenían. Me tomé el pulso, y lo encontré rapidísimo. Me miré la lengua en el espejito de la cartera del lord, y me pareció recordar aquella de don Miguel que tan pésimo efecto me produjo. Tomé un fuerte purgante, y me acosté.
Al día siguiente, ya me dí cuenta de que mí indisposición debía ser grave; y Heki corrió a buscar al médico. Este vino enseguida, me miró atentamente y movió la cabeza en forma muy poco tranquilizadora. Con todo su ignorante empirismo, él sabía de lo que se trataba. Yo le pregunté si sabía qué enfermedad era aquella y me dijo: —Me causa mucha pena esto que te digo; pero tú tienes la misma enfermedad del compañero que se murió.
No me asustaron aquellas palabras, porque ya me había anticipado a suponerlo. Tenía la fiebre infecciosa de Hana—Hiva y seguiría muy pronto el camino de mi infortunado compañero. ¡Qué pena morir en aquellas apartadas latitudes, lejos de los seres que anaba, lejos del mundo, sin haber podido realizar en él los sueños que había alimentado en mi juventud! Pero, si así debía ser... Por de pronto, a aquellos mis queridos hanahivianos, les había dado cuanto era posible que les diese y moría tranquilo con la conciencia de haber cumplido con mi deber.
En esta situación, seriamente alarmado, llamé a Ricardo y le ordené que me diesen todos los días dos baños calientes en una de las barricas salvadas del Navia; que me diesen fuertes purgas para limpiar el intestino, donde a mi entender debía residir el mal; que se me sirviese en abundancia un cocimiento de uiia planta diurética allí muy conocida; que se quemasen substancias balsámicas en mi choza...
Después, le dije: —Ricardito: presiento que voy a seguir el camino de tu inolvidable padre. Aquí quedas tú; pero como eres joven y fuerte, algún día volverás a España. Dí a mi familia dónde quedan mis huesos, por si alguna vez puede rescatarlos, y cumple igual encargo con la tuya y la de lord Wilson, a la cual entregarás estas mil libras en billetes del Banco de Inglaterra, después de copiar los apuntes que en ellos escribí. No olvides las familias de los pobres marineros aquí enterrados, ya que las conoces. Ahí tienes mi cuaderno de notas con la historia de cuanto nos ha sucedido. Procura que alguno las ordene, les dé forma, y las publique, pues las considero muy interesantes. Dí a todos que muero soñando en la gloria y en el bien de mi patria. Sigue haciéndote querer por estos bondadosos isleños. Vela por los seres amados que aquí dejo...
—Muy bien me dijo aquel animoso e inteligente muchacho; pero yo creo que no llegará ese caso. Usted no morirá. Me parece imposible que muera. Yo le cuidaré. Tenga usted ánimo; aun siendo su enfermedad la que dicen, son muchos los que se salvan...
Kora y Heki lloraban amargamente. Los ancianos, mis discípulos, mis amigos, en fin, todos cuantos iban a verme, parecían consternados, dándome todo ello la medida de la extrema gravedad de mi estado. Yo veía mi muerte tan segura que ya ni me preocupaba apenas de su próxima venida. Yo me iba y qué importaba? Un átomo en el Universo que iba a descomponerse y a transformarse. En resumen, nada.
Muchos días pasé yo en plena inconsciencia, entre la vida y la muerte; pero, al fin, me notaron un pequeño alivio, que poco a poco se fué acentuando; y al cabo de un tiempo, dijo mi galeno que yo viviría. Fuese por los remedios que a tontas y a locas me propiné, fuese por mi juventud y por mi robusta naturaleza, defendida por unas costumbres ordenadas y sobrias, fuese por lo que fuese, lo cierto es que yo mismo sentí renacer en mí una vida que dí tranquilamente por liquidada.
Al mes, aunque muy débil y hecho un espectro, por mi extrema flacura, ya me levantaba y daba algunos paseos del brazo de Ricardo...
¡Qué larga y qué penosa fué mi convale—` cencia! Mi pena mayor era por no poder ir con Ricardo a la costa, para ver si llegaba el ansiado barco...