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Katara/Nuevas nupcias

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Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Nuevas nupcias
XXIX

NUEVAS NUPCIAS

Hasta entonces, el éxito había acompañado plenamente aquella mi más que aventurada empresa. Los hanahivianos tenían ya las bases de una religión y sabían practicar su culto; pero era aquello suficiente? No. Si mi obra había de perdurar, era necesario completarla.

Pensé en la conveniencia de componer un libro, a manera de biblia, que explicase las leyes ya reveladas, e hiciese una historia detallada de cómo habían sido traídas a la isla, de las razones que tuvo Atúa para revelarlas, después de tenerlas ocultas tanto tiempo, así como qué motivos le movieron para enviar a Katara a fin de imponerlas; pero no me pareció necesario, convencido como estaba de que aquellos nuevos creyentes no habían de precisar de otras biblias ni de otros libros que de la piedra de las leyes y de mi palabra. Para ellos, la verdadera historia de aquella religión comenzaba en Katara, y el libro que la contuviese, ya vendría con el tiempo. Su primera página estaría formada por la piedra de las leyes y su revelación.

Lo que se imponía, en primer término, era su difusión antes de que sus principios, esparcidos caprichosamente, pudiesen bastardearse, cosa facilísima. Y puse manos a la obra.

Por de pronto, envié a una docena de los más animosos, después de bien instruídos y ensayados, para que fuesen llevando las leyes de Atúa por toda la isla, a guisa de apóstoles.

Yo mismo fuí a llevarlas a un lejano poblado donde hice levantar un gran templo para colocarlas. Fuí, después, a otros puntos y en todas partes se me recibió con alegría indescriptible. Llenada mi misión y seguro de que aquella religión viviría, pues tenía su fundamento en la naturaleza misma, volví tranquilamente a mi querida choza, donde se me recibió con grandes fiestas, cantando a coro la canción de Atúa.

Apenas hube descansado de mi excursión a pie por aquellas selvas, que no tuvo por cierto nada apenas de aventurada ni de fatigosa, se renovaron mis viajes de observación a la costa, casi siempre acompañado de Ricardo; pero corrieron los días y los meses y ¡nada! ¡nada!; siempre lo mismo.

Convencido de que bien podría suceder que aquella desesperada situación no tuviese término, seguro ya de que mi pasión por Heki era mayor cada día, y deseoso de nuevas emociones que me hiciesen menos ingrata aquella mi triste vida, llamé un día a Tahivao, y le dije: Quiero, Tahi—vao, que me digas la verdad; tienes hombre bueno para tu Heki?

—No me contestó, Heki no quiere a ninguno.

Aquella respuesta me llenó de alegría, y le pregunté: —Piensas tú que pudiera querer a Katara?

Tahi—vao, se quedó mirándome estupefacto, y acabó por decirme: —¿Por qué me preguntas eso?

—Porque yo desearía Heki me quisiese a míle contesté que Tahi—vao, comprendiéndolo todo, me contestó: Sí! Yo creo que Heki te ha de querer a tí porque todos te queremos.

—Muy bien le dije; y si ella me quisiese tú dejarías que fuese mi mujer?

—Sí, Katara — contestó en el acto — si dejaría, porque tú serías muy bueno con ella.

Perfectamente, Tahi—vao. Y como yo no quiero dudas, dile que venga ahora mismo a hablar conmigo.

Salió Tahi—vao, y a los pocos minutos entraba la divina Heki. La pobre niña, azorada, trémula de emoción, me pareció más encantadora que nunca.

Esperé que se serenase, la tomé cariñosamente de las manos, la hice sentarse a mi lado, y le dije: —Cuando yo me fuí a llevar las leyes de Atúa y viniste a despedirte de mí, me pareció que me querías decir algo, es cierto?

—Síme contestó es cierto. Temiendo que pudieses no volver nunca, yo Horé niucho y quería decirte que si tú no me querías para mujer tuya, yo me moriría.

Quedé admirado de la sencilla ingenuidad de aquella muchacha, que encontraba el ofrecerse por mujer como la cosa más natural del mundo.

Sin embargo, como eso era allí cosa corriente, como lo fué entre los antiguos hebreos, de igual modo que lo es hoy entre los musulmanes y entre muchas otras gentes, confieso que aquella fulminante declaración no me tomó de sorpresa. Entonces, le pregunté: —¿Y sigues pensando tú lo mismo?

—Lo mismo, Katara, lo mismo. Ahora, más que nunca, pues yo no olvidaré que tú impediste que Kora me matase, y después, que me diesen a Tupa.

—Sí — le dije pero eso no basta para que tú me quieras. Yo habría hecho lo mismo que contigo, con otra cualquiera.

Querida Heki, tú eres mi mujer.
—No sé — me replicó pero yo te digo que, mucho antes de eso, cuando nos instruías debajo del sicomoro, yo venía soñando que debía ser mujer de Katara.

Despues de un breve diálogo, cuando me hube convencido de que aquella preciosa criatura estaba perdidamente enamorada de mí, estrechándola entre mis brazos, le dije: —Muy bien, querida Heki. Tú eres mi mujer. Corre a buscar a Tahi—vao y dile que venga en seguida.

Cuando iba a salir, se volvió bruscamente y me dijo: —Pero... Kora, que me aborrece, ¿estará conforme?

—Sí, estará le contesté; y si no, será lo mismo. Dí a tu padre que venga.

Momentos después, se hallaban delante de mí Heki y Tahi—vao, a quien dije: —Ya que tú estás conforme y Heki lo desea, la tomo por mujer. Yo lo deseo también porque es hermosa, me quiere y parece buena.

Buena, Katara, buena! — exclamó Taivao alborozado.

Tómala y te alegrarás, y yo también estaré muy alegre.

Y allí terminó la ceremonia. En Hana—Hiva, al menos mientras yo no los estableciese, no había otro sacramento, ni otra formalidad para el matrimonio.

Al retirarse padre e hija, dije cariñosamente a ésta:

—Cuando se haya puesto el sol, aquí te espero.

Aquel mi dorado sueño de que Heki fuese mía, iba a realizarse; pero ty Kora? ¡y el terrible Aka—kúa? sobrevendría algún conflicto por consecuencia de aquellas mis nuevas nupcias?

Dadas las costumbres allí corrientes y por todos respetadas, yo supuse que no, y por eso no vacilé en dar aquel paso; pero, por las dudas, llamé a Ricardo y le ordené que sin demora me trajese a Kora y a su padre.

La pobre Kora, adivinándolo todo, por las idas y venidas de Heki y de Tahi—vao, entró en mi choza, con una criatura en brazos, s0llozando amargamente; y en cuanto a Akakúa, se presentó con cierto aspecto de fiereza, pero con expresión del mayor respeto.

—Katara os llama les dije para daros una noticia que teneis que aceptar sin enojo.

Su padre Atúa le ha ordenado que tome hasta tres mujeres, y no más, y acaba de cumplir su mandato, tomando la segunda, sin que por eso deje de amar, como siempre, a la primera...

Al decir esto, el rostro de Kora pareció iluminarse súbitamente y, con voz ahogada por la emoción, me dijo: No dices mentira, Katara? ¡Atúa lo ordena? ¿Tú serás mío siempre?

—Sí, querida Kora, sí. Katara será siempre tuyo, siempre, pero con una sola condición que tú seas amiga de Heki, porque él hará que Heki sea amiga tuya y si no, no.

Estuvo, la infeliz indecisa unos momentos, y al fin, dijo: —Bien, estoy conforme, porque tú nunca dices mentira. Yo no seré nunca enemiga de Heki.

Evidentemente, hablaba con el corazón; ¿cómo declararse amiga de la mujer que aborrecía Habría mentido. Por eso se limitó a decir que no sería su enemiga; y si más yo le exigiese, estaría por completo fuera de lo razonable. Haciendo ella aquel, inmenso sacrificio, me daba la más elocuente de las pruebas de que su cariño era verdadero y grande.

Comprendió en el acto que, oponiéndose a que Heki fuese también mi mujer, ella dejaría de serlo; y no pudiendo someterse a ese gran dolor, tomó sin vacilar el camino que su corazón le ordenaba. Además, Katara, que jamás mentía, aseguraba que obedecía órdenes de Atúa, las cuales estaban de acuerdo con lo que era allí el uso corriente, de que varias mujeres perteneciesen a la vez a un solo hombre. A qué, entonces, rebelarse?

—Y tú dije dirigiéndome a Aka—kúa, cuya expresión un tanto hosca se había suavizado, ¿qué dices?

—Pues yo digo —me contestó que está bien. Si Atúa manda que tengas tres mujeres debes tenerlas, y a todas puedes quererlas y ampararlas por igual. Yo sólo deseaba saber si, al tomar por mujer a Heki, seguirías queriendo lo mismo a Kora, y pues me dices que sí, yo te digo que estoy contento.

—Bien, querido Aka—kúa, bien, mi querida Kora, contad siempre con mi cariño, pues os aseguro que seré siempre vuestro. Podeis ir tranquilos.

Kora, enajenada de gozo, me abrazó efusivamente; Aka—kúa me abrazó también, y se fueron.

Yo, respiré. Acababa de resolver, con todafelicidad, uno de los más graves conflictos en que me había visto envuelto desde mi arribo a la isla.