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Katara/Curiosos comentarios

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Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Curiosos comentarios
XXII

CURIOSOS COMENTARIOS

Una tarde, salí en compañía de Ricardo, como solía hacerlo con frecuencia, en dirección a la costa; pero, a poco andar, como no me sintiese bien, regresé a mi vivienda, entorné la puerta y me acosté.

Cerca ya del anochecer, sentí que alguien conversaba cerca de mi ventana, y pronto reconocí la voz de Okao, Aka—kúa, y otros más.

Creyéndome en la costa, pues sin duda no me habían visto regresar y no andaba por allí Ricardo, iban a esperarme para despedir el día con el ofrecimiento de su acostumbrado saludo.

Como hablaban de mí, y lo hacían en la seguridad de que no podía oirles, me pareció prudente disimular mi presencia, y escucharles, en previsión de que ello me conviniese, como así fué.

Okao, con el tono de autoridad que le era propio cuando se dirigía a su gente, dijo: —Katara está en la costa, y aunque él no nos lo dice, va siempre a esperar a los que vendrán a buscarle. No se explica de otro modo que se pase allí tanto tiempo sin hacer otra cosa que mirar al horizonte. Yo deseo que esos que él espera no vengan nunca. Bien sabeis que cuando él llegó, yo era de opinión de que le matásemos, lo mismo que a sus compañeros. Me daban miedo. Podrían venir a quemar la isla y a todos nosotros. Abora, digo que hubiera sido muy mal hecho.

Si le replicó Aka—kúa — mal hecho.

Katara lleva en el pecho cosas de Tiki, todas grandes. Si él quiere que desaparezcan tierras y nazcan otras, puede hacerlo.

Sentí, entonces, la bien timbrada voz de Aho—nei, el mejor de mis maestros, que me quería con locura, el cual dijo: Y será de nosotros? ¿Será siempre de nosotros?

Sí será! — le replicó Okao. Es de nosotros porque hace cosas grandes para nosotros y seguirá siéndolo porque, aunque quisiera, no podría abandonarnos.

= No! exclamó Aka—kúa Yo no pienso así; si él quiere, se irá. El puede andar por sobre las aguas y podría también volar como un pájaro. No se vá porque no quiere, porque sabe que ya es de nosotros.

Oí entonces, la voz de otro maestro que observó: ¿Cómo podría volar si no es pájaro, ni tiene alas Pero, aunque las tuviese, como él nos dijo que las otras tierras, por donde sale el sol, están muy lejos, se cansaría. Además, como no tendría qué comer en ese viaje tan largo, se moriría de hambre.

Aka—kúa, con todo reposo, replicó al maestro: —No. El, si quisiese volar, podría llevar alimento consigo; y si tuviese que descansar, podría ponerse en el agua, como las gaviotas. Yo digo que él se irá si quiere, porque lo sabe todo; pero no se irá. El es nuestro, porque nos quiere, y además es de Kora, y sólo se iría llevándola, cosa que yo no permitiría. No, no se irá. Si se fuese, todos lloraríamos mucho, porque otro Katara jamás volverá. El debe ser muy amigo de Atúa; sólo así pudo venir y decirnos todo lo que nos ha dicho.

— Sí! ¡Sí! — exclamaron todos. Debe ser amigo de Tiki, porque dice y hace cosas tan grandes como él.

Al llegar a este punto, el maestro que acababa de hablar, preguntó: —Y cómo serán las tierras de Katara?

Y los árboles? ¿Y los animales? Y todo?

El dice que son parecidos a los nuestros; pero yo creo que han de ser de otra manera, y nos dice eso para que...

—Eso que dices—interrumpió bruscamente Aho—nei está mal, porque Katara jamás habla torcido; él nunca miente.

¡Así! ¡Así!

exclamaron todos.

Y durante un rato, hablaron acaloradamente en forma que no me fué posible entenderles. Se veía, desde luego que la sola duda de que yo fuese capaz de engañarles, ni aun en cosa tan inocente, era para ellos un motivo de verdadera indignación.

El maestro, corrido, al parecer, ante aquella verdadera avalancha de imprecaciones y de protestas, cuando los ánimos se calmaron, se apresuró a excusarse, diciendo: —Yo hablaré y vosotros me oireis. Yo no quise decir que Katara habló torcido. El habló siempre bien, y hablará siempre bien, porque es muy grande. Yo iba a decir que si él nos trajo cosas tan admirables, es porque allí todo debe ser mejor que lo nuestro, y si es mejor, es diferente.

No dejó de sorprenderme la lógica con que se expresaba el maestrito, el cual terminó así: —Y digo yo es acaso Katara el único que allí sabía todo lo que nos enseñó? Entonces, no le dejarían venir. Y si lo saben todos lo mismo que él ¿cómo no ha de ser diferénte todo?

No!

le replicó Aho—nei. El sabía más que todos, y enseñaba a todos, como aquí. Si le dejaron venir, es porque sabían que podía volver; y si nosotros le dejamos ir, es porque también sabemos que volverá.

—Bien, le contestó el maestro; pero ¿quién le enseñó tantas cosas como nos dijo y las muchas más que debe saber?

Y aquí sobrevino una verdadera tempestad de contestaciones y de preguntas. Cada cual daba su opinión.

Decididamente, aquellos buenos isleños me tomaban, no por un hombre como ellos, sino por un ser extraordinario, superior, capaz de producir verdaderos milagros.

En esto, escuché la voz de Ricardo, que regresaba, y a quien todos saludaron con alborozo, preguntándole por mí. Como él les contestase que yo me había vuelto del camino, un poco indispuesto, todos corrieron hacia la puerta, que abrieron con sumo cuidado, mientras yo me hacía el dormido. Me pareció conveniente dejarles en la creencia de que no me había enterado de su interesantísima conversación; y después de fingir que me había despertado el ruido que hicieron al abrir la puerta, me dirigí tranquilamente hacia ellos.

Les pregunté si estaban contentos, y me contestó el querido viejo Okao, aquel mismo que había pensado en la conveniencia de matarme: —Sí, Katara, estamos contentos; pero mucho más cuando te vemos y te oímos a tí, porque creemos que nos traes alegría y felicidad, pareciéndonos que muchas veces tienes un gran resplandor alrededor de tí.

Katara Si no fuese un anciano criado en pleno salvajismo e incapaz de desfigurar sus sentimientos quien hablaba de aquella manera, diríase que los términos en que a mí se dirijía, eran los de un consumado maestro en el arte de la lisonja. Pero hablaba con toda sinceridad. Evidentemente, sentía lo que decía.

Y yo pensé que si había fascinado a aquellos hombres, al extremo de parecerles hasta luminoso, bien podría hacer de ellos lo que se me antojase, llevándoles de igual modo que a las más altas virtudes, a los más horrendos extravíos.