Katara/Mirando al mar
MIRANDO AL MAR
Debo reconocer que muy entretenidas y hasta muy agradables resultaron para mí las largas horas dedicadas a la enseñanza de aquellos indígenas, tanto que, a no ser por el halago que encontré en mis lecciones, lo más seguro es que la vida se me habría hecho insoportable; pero, entre tanto, pasaba el tiempo, corrían los años, y ni el menor indicio venía a revelarme cuándo podría terminar mi penoso cautiverio.
¡Con qué ansiedad solía yo pasarme las horas y las horas sobre las peñascos de la costa, fija la mirada en el horizonte! ¡Y cuántas veces una ligera nube, el chorro de agua lanzado por una ballena, o una mera ilusión de mis sentidos, me hicieron creer que había llegado el momento de mi redención, para caer luego en mayor postración y desaliento!
Un día, pasada ya la media tarde, hallándome yo sobre un abrupto peñasco, no lejos del riacho donde tenía fondeado mi bote, siempre catalejo en mano, y teniendo cerca de mí la bandera blanca con el alto mástil que, llegado el caso, me serviría para hacer las señales de auxilio, fijáronse intensamente mis ojos en la azulada e inmensa superficie, llegaron poco a poco al horizonte y siguieron, en alas del deseo, hasta posarse en el caliente hogar, en la amada faz de los míos, en todas las inolvidables cosas que me ha bían hecho amar y bendecir la existencia.
Me recogí, después, dentro de mí mismo, pensé en mi más que desesperada situación, y sentí el corazón oprimido por una infinita tristeza. Lo que me sucedía, más bien que una realidad, se me antojaba un sueño, una espantosa pesadilla.
Mientras me entretenía contemplando las olas que se estrellaban furiosamente contra los acantilados de la costa, trataba yo de consolarme pensando que el arte de la navegación se desarrollaba día a día prodigiosamente; que infinidad de hombres, llenos de ciencia y de audacia, exploraban constantemente lo más apartados parajes del globo, ansiosos de gloria para esculpir sobre él sus nombres, con nuevos descubrimientos; que las más poderosas naciones enviaban sus flotas a cada paso a recorrer los mares, buscando ensanchar sus dominios y aumentar su riqueza abriendo nuevos mercados, con todo lo cual, y dada mi juventud, debía confiar enY pensando así, se me representó que más de una vez los sueños de mi juventud me habían dicho que acaso algo útil podía yo hacer en el mundo en bien de los míos, en bien de mi patria, hasta en bien de mi nombre. Pobres sueños míos, menguadas ilusiones! Si es que la casualidad no iba en mi auxilio, ni el derecho me quedaba siquiera de creerlos posibles, aun siendo como eran pura creación de mi propia fantasía. Cuando llegase mi última hora, me diría mi con ciencia que aquellas mis ansias generosas de hacer algo grande, movidas por la ambición, que es la más hermosa de las virtudes cuando se inspira en el bien colectivo, no habían servido para otra cosa que para sacar de la barbarie a un puñado de pobres salvajes, y para tan poca cosa casi no habría valido la pena de haber vivido.
Se me representó, también, en aquella hora de amarga melancolía, todo el dolor de cuantos seres yo amaba, al dar por segura mi muerte; vinieron en confuso tropel a mi memoria los extraños acontecimientos que habían rodeado mi existencia a partir del terrible temporal que sorprendió al Navia a la altura de Guayaquil, empujándole como arista que lleva el viento, a ignotas latitudes; medí los infinitos peligros a que me hallaba expuesto, tal vez exagerándolos — no obstante la generosa bondad de aquellas gentes y la grande admiración y el cariño que había tenido la suerte de inspirarles; y, al fin, pensando que no me quedaba otro camino que el de bajar la cabeza ante mi desgracia, me alejé lentamente de aquel escarpado peñón, que, por haber sido testigo de una hora de tan tristes como angustiosas meditaciones, jamás pudo borrarse después de mi memoria.