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Katara/Furioso temporal

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Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Furioso temporal
III

FURIOSO TEMPORAL

Fuimos bien los primeros días después de la salida de Guayaquil; pero, de pronto, 80plaron vientos del Este, tan terribles, que obligaron al Navia a marchar en popa días y días en dirección opuesta a la costa; y a partir de aquellos momentos, todo fué a bordo confusión y sobresalto. Cuando, al cabo de algún tiempo, parecía como que quisiese amainar el viento, se desencadenó un temporal tan furioso que nos dimos por irremisiblemente perdidos. Don Miguel, que era un verdadero lobo de mar, como nacido y formado en el tormentoso de Cantabria, confesaba que jamás había visto nada parecido; pero contaba con agua y víveres en abundancia, tenía fe ciega en su gallarda corbeta, fiaba en su pericia y no se cansaba de repetir que todo aquello no era nada. Pero, a todo esto, las borrascas eran cada vez más imponentes, los vientos arreciaban y el barco navegaba al sudoeste con una velocidad aterradora. Aquello parecía no tener término. Lord Wilson, sin demostrar temor alguno, permanecía sereno: y sólo de vez en cuando, mientras observaba el horizonte, hosco y sombrío, se limitaba a decir flemáticamente que aquello era ya demasiado, too much.

En aquella horrible situación, corría el tiempo, y los elementos todos parecían haberse conjurado para llevar a nuestro bergantín por derroteros distintos de los que nosotros. buscábamos; y un día ¡ciertamente aciago! en que don Miguel y el piloto, se hallaban en el castillo de proa tomando la altura, cosa menos que imposible, a causa de lo anubarrado del cielo, un furioso golpe de mar, que envol vió el barco, los arrebató, desapareciendo en. las ondas. En aquel momento, falto el buque de dirección y de gobierno, sí que creíamos. próximo nuestro fin, y fué aquella la única vez que ví pintado el espanto en el rostro de lord Wilson.

Todos, entonces, arrostrando el peligro de vernos en igual modo barridos por las olas, corrimos a la borda y arrojamos cabos a la mayor distancia posible. Pasaron algunos minutos de indecible angustia, sin que don Miguel ni el piloto saliesen a la superficie; pero, al fin, apareció don Miguel, que era un famoso nadador, se le arrojaron varios cabos, pudo asirse de uno y, después de esfuerzos indecibles, le tuvimos sobre cubierta. Venía casi muerto y se desplomó sin sentido.

Por la popa y, a bastante distancia, divisamos al piloto, que pedía auxilio con ademán desesperado. Se le arrojaron cabos, que no alcanzaban, y entretanto, el buque corría velozmente alejándose del infeliz náufrago. Se le largaron salvavidas y se pretendió echar al agua uno de los botes de a bordo; pero fué imposible. Además, habría zozobrado en el acto. A todo esto, el Navia no podía retroceder. En el momento en que intentase virar, el viento lo habría tumbado irremisiblemente. Durante un rato, distinguimos unos brazos que se alzaban en demanda de socorro, una cabeza que se agitaba, y pronto no la vimos más. El desventurado piloto había perecido.

Volvimos al lado del capitán, que permaneció largo tiempo inanimado. Se le despojó de sus vestiduras, que se le sacaron a pedazos para ganar segundos, se le friccionó fuertemente, se le arropó, tomó un ponche de ron y poco a poco fué reaccionando. Estaba salvado él, y con él, todos nosotros. El comandante Jardón era un buen piloto, de la Escuela de Náutica de Ribadeo, y mientras contásemos con él, llevaríamos al Navia a buen puerto.

Aunque trabajosamente, pudo levantarse al siguiente día, tan tormentoso como todos los anteriores; y cuando se le dijo ¿dónde estamos, él movió tristemente la cabeza. No lo sabía, ni era tampoco posible averiguarlo. El golpe de mar, que el día antes le había arrebatado, con el piloto, mientras tomaban la altura, se había llevado consigo el sextante y cuantos aparatos tenían para determinar la longitud y la latitud en que nos encontrábamos. El contratiempo era verdaderamente fatal. No quedaba otro remedio que esperar a que el tiempo se serenase, y acudir a la brújula para dirigir la proa al rumbo conveniente.

Aquel mismo día, a la caída de la tarde, el mar se calmó, vimos el sol por primera vez, después de tantos días de furiosa borrasca, y corrieron los marineros a componer los infinitos desperfectos que el barco había sufrido en su obra muerta. Pudimos dormir tranquilamente aquella noche, y el día siguiente amaneció tranquilo y sereno. Todo se puso en orden. Se recordó con sentimiento al desgraciado piloto, y algunos oraron por él. Se arreglaron las jarcias, se hizo abundante comida, cosa poco menos que imposible durante el temporal, y nuestra corbeta puso proa al nordeste.