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Katara/Naufragio

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Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Naufragio
IV

NAUFRAGIO

Pero, ¿a qué distancia nos encontrábamos de la costa americana? No era posible saberlo. Quien opinaba que a 1600 millas, quien que a 2000, quien a más todavía. Lo único cierto, era que nos hallábamos en pleno océano Pacífico, con rumbo a la Polinesia Oriental, sin saber cuando podríamos volver a encontrar tierra.

Así pasaron dos días durante los cuales no se habló de otra cosa que de los peligros a que nos vimos expuestos; pero, de pronto, volvió a encapotarse el cielo, volvieron a encresparse las olas, a soplar los vientos del nordeste, empezó a llover a torrentes, y otra vez el Navia se vió obligado a seguir su anterior derrotero. Don Miguel protestaba, maldecía, blasfemaba, decía que el infierno se había conjurado contra él, contra aquel hermoso barco al cual quería con amor de padre, pero era necesario salvarse y seguir, seguir hasta donde le llevase el destino. Y así, un día, y otro, y otro, abrazados por el furioso temporal con brazos que parecían lanzados por las nubes para aniquilarnos, seguimos y seguimos seguros ya de que no tardaríamos en descansar, sepultados en las olas, de aquellas espantosas fatigas.

Al fin, un día, allá en el horizonte, pareciónos distinguir por la proa, entre la densa bruma, la vaga silueta de una montaña. ¿Sería tierra? ¿La fingiría nuestro deseo? Pero, no. Don Miguel, después de mirar con un poderoso catalejo, nos aseguró que estábamos próximos a tierra; y como el bergantín volaba, pronto pudimos convencernos, a simple vista, de que aquella era efectivamente una montaña, que ya teníamos muy cerca. Dió órdenes el capitán para arriar las velas, en previsión de cualquier peligro; y cuando se estaba en plena maniobra, sentimos una tremenda conmoción que a casi todos nos derribó al suelo. El Navia había embarrancado en un arrecife, próximo a la costa.

Corrió don Miguel a la bodega, y pronto volvió a cubierta, demudado saltándosele los ojos de las órbitas. El buque tenía un rumbo. enorme y se iba a pique sin remedio.

—¡Al agua los botes!--gritó en el acto. —¡Nadie sin salvavidas!

El buen lord no pronunció siquiera su acostumbrado too much: no dijo nada. Yo tampoco. Teníamos la muerte demasiado cercana para perder un sólo segundo en exclamaciones. Tomé en el acto un salvavidas de los de
A todo esto, el Navia se había tumbado ...
cubierta, me lo aseguré bien al cuerpo, me despojé de la ropa pesada y de las botas y esperé el momento de saltar al hote. A todo esto, el Navia se había tumbado sobre estribor y su popa se hundía rápidamente; y como las olas, que parecían montañas, barrían su cubierta, la operación de lanzar los botes, aparecía imposible, además de inútil. Por fin, después de mil desesperados esfuerzos, flotaron, y, menos cuatro marineros que se llevaron las olas, con los demás, en número de quince, conseguimos subir a las lanchas, en momentos en que el Navia se hundía para siempre. Algunos minutos después sólo se divisaba parte de sus palos a una de cuyas cofas vimos asido a uno de los cuatro marineros que acababan de desaparecer.

En medio de una lluvia torrencial y de uno de esos huracanes que sólo conoce el que ha pasado los trópicos, con las ansias de los que van a perecer, todos nos asimos a los remos, cada bote izó su vela, dándole bastantes rizos para evitar que volcase, y pusimos proa a tierra; pero muy pronto, la otra lancha en que iba lord Wilson, con el segundo de a bordo, zozobró y todos sus ocupantes fueron al agua. Intentamos prestarles auxilio, pero fué en vano. Harto haríamos nosotros con no tener que seguir su suerte.

Seguimos navegando, viéndonos tan pronto en la cima de una montaña de agua, como en un profundo abismo, hasta tener la tierra como a una milla de distancia; y cuando empezaba a nacer en todos la esperanza de que, al fin, nos salvaríamos, chocó nuestra quilla con un peñasco, una terrible ráfaga de viento. volcó la lancha, y todos nos encontramos sumergidos en el agua.

¿Qué sucedió después? Yo no lo recuerdo. Sólo sé que acudí a todas mis fuerzas para no morir. Excelente nadador desde mis primeros años, dueño de un buen salvavidas y con la costa cerca, creí posible mi salvación, y nodesfallecí. Nadé, descansé, volví a nadar, me vi veinte veces sepultado por las olas, volví a la superficie otras tantas, no pensé en nada, ni en nadie, sino en vivir, y al fin, en el enorme descenso de una ola, que me envolvió, me pareció como si mis pies hubiesen tocado tierra. ¿Sería el peñasco de algún arrecife, es decir, el mayor de los peligros, pues el mar me mataría contra aquellas rocas? Pero, no. Mis pies, que llevaba desnudos, habían tocado un fondo blando, arenoso. Seguí nadando, y poco tiempo duró mi incertidumbre. Volví a tocar arena. Por lo visto, me hallaba en una inmensa playa que se extendía hasta más de media milla de la costa. Por fin, cuando ya mis fuerzas parecían abandonarme por completo, cuando de continuar en aquella situación, habría perecido sin remedio, aun viendo mi salvación al alcance de mi mano, sentí que mis pies tocaban en terreno firme. Volvieron a alzarme las olas, volví a pisar tierra, y así, descansando unos segundos, para volver a flotar, fuí avanzando poco a poco, hasta llegar a la orilla. Y allí, exámine, extenuado, muerto de frío, se nublaron mis ojos y perdí el conocimiento.

Cuando lo recobré, era ya casi de noche. En los primeros momentos, ni sabía dónde me hallaba, ni tenía la menor noción de lo que me había sucedido. Ví a mi lado, tratando de animarme, a don Miguel y a un muchacho como de diez años, hijo suyo, llamado Ricardo, que le acompañaba en el viaje. Cuando pude darme cuenta de quiénes eran, fuí poco a poco recordándolo todo. De los siete que nos habíamos refugiado en el bote, ellos dos y yo éramos los únicos que habíamos conseguido llegar a tierra.