Katara/Ingratas realidades
INGRATAS REALIDADES
Pasaron muchos años. Nuevos trabajos y nuevas preocupaciones, hicieron que aquellos mis amados recuerdos de Hana—Hiva, se fuesen esfumando poco a poco en la lejanía de los tiempos. Es ley inexorable de la vida.
Supe que el gobierno inglés y la compañía explotadora, habían convertido aquella isla en un verdadero emporio de riqueza. Solamente de algodón, se exportaba de allí todos los años un valor de varios millones de dólares; y en cuanto a minerales, se encontraron allí enormes vetas de cobre y de plomo argentífero que parecían inagotables. Además, la exportación de las maderas y de las frutas, constituía, por sí sola, una verdadera riqueza que era llevada a los principales puertos del Pacífico.
Conocedor de todo esto, y sabiendo que había, aunque de tarde en tarde, correo para Hana—Hiva, hice esfuerzos indecibles para que llegasen noticias de Katara a los inolvidables Kora, Heki, Aka—kúa, Tahi—vao, Okao y demás buenos amigos, así como para saber algo de ellos; pero fueron vanos mis empeños.
Por lo visto, no tenía interés ni tiempo la posta inglesa para ocuparse de aquellos infelices.
Hice encargar a una casa exportadora de algodón en Hana—Hiva que se ocupase de llenar aquella diligencia, y tampoco obtuve resultado. La contestación fué de que no eran conocidos. Así como, cuando naufragué allí, había muerto para mi familia, así, al cabo del tiempo, Katara no debía ser otra cosa que un recuerdo y un difunto para aquellos mis queridos isleños.
Pero llegó un día en que, ansioso de verles habían pasado más de veinticinco años y necesitado de un serio descanso, pensé en que nada mejor podría yo hacer que ponerme en viaje a Hana—Hiva. Tomé el ferrocarril del Pacífico en el que, pasando por Mendoza, llegué a Las Cuevas, al pie de la cordillera de los Andes, que atravesé a lomo de mula, siguiendo en tren por Llaillay, a Valparaíso. Allí me embarqué para el Callao, de donde yo sabía que el 30 de cada mes, salía un vapor para, Hana—Hiva, haciéndose el viaje en menos de' ocho días.
Cuando me ví en el Callao a bordo de un barco, el Newhaven, que me llevaría en tan breve tiempo a aquella tan remota isla, me parecía un sueño. El viaje no pudo ser más feliz; y un día, al caer la tarde, cuando ya anochecía, apareció de pronto en el horizonte la luz movible de un faro, y pude distinguir numerosos focos luminosos, que indicaban la existencia allí de una población de alguna importancia.
Indudablemente, nos aproximábamos a la isla; y habiéndole preguntado a un marinero qué luces eran aquellas, me contestó secamente: —Son las del puerto de Hana—Hiva, señor.
A la mañana siguiente, al amanecer, el vapor se acercaba a tierra y entraba, con las mayores precauciones, en un pequeño y bien abrigado puerto, provisto de buenos muelles a cuyo alrededor se extendía una población que tenía todas las apariencias de una pequeña ciudad. Veía aquello y me parecía mentira.
Por de pronto, ni aquello era la costa que yo conocía, ni aquellos los parajes que tenía bien grabados en mi memoria.
El vapor atracó a un sólido muelle de madera y salté a tierra, dirigiéndome al hotel que se me había recomendado como el mejor. Una vez allí, lo primero que se me ocurrió preguntar fué donde se encontraba la montaña del volcán que desde allí no había divisado, y se me dijo que en el extremo opuesto de la isla; pero se podía ir allí fácilmente en un ferrocarril construído a lo largo de ella, en una extensión como de sesenta kilómetros.
Sin pérdida de tiempo, tomé el tren, y me puse en viaje. Muy cerca del paraje donde yo había pasado tanto tiempo, había una estación y en ella descendí.
¡Qué terrible transformación! Nada se presentó a mis ojos que me hiciese recordar los días, no siempre tristes, porque muchos habían sido deliciosos, pasados en aquel sitio.
Los grandes árboles, habían en gran parte desaparecido, y se veían diseminados aquí y allá edificios de madera, cubiertos de tejas o de zinc. Chozas cónicas, sólo alguna que otra.
Busqué con la vista mi choza y el templo de Atúa, pero fué en vano: en su lugar se alzaba un galpón enorme, hecho con chapas de zinc, anexo a la estación. Ví gentes que iban y venían guiando carros tirados por caballos, otras, con pesadas cargas, otras, con herramientas al hombro, y no encontré una sola cara conocida, ni a nadie que demostrase conocerme. ¿Sería aquello una pesadilla ? Porque allí mismo, hacía un cuarto de siglo, era yo el ídolo de todas aquellas gentes; y al encontrarine en el mismo parȧje, rodeado de tan espantosa soledad, experimenté una congoja horrible. Si en aquel momento hubiese regresado el tren, me hubiese vuelto sin dar un paso más; y de haber sospechado siquiera lo que había de sucederme, acaso no fuese 'yo quien hubiese emprendido un nuevo viaje a Hana—Hiva.
Pero, ya que estaba allí, ¿por qué no averiguar algo siquiera de lo que yo tan vivamente deseaba? A un individuo joven, que pasó cerca de mí, le detuve para preguntarle en idioma hanahiviano, si conocía a un isleño llamado Aka—kúa, que había vivido allí muchos años, y me contestó: —No, sir.
Hablaba inglés, siendo nativo de la isla, y no me sorprendió. Los ingleses, como de costumbre, se habían apoderado, por lo visto, de aquellos sus nuevos súbditos hasta con el idioma.
Le pregunté, después, qué había sido de la familia de Tahi—vao, también antiguo vecino de allí, y me dijo: —I dont, know, sir.
Nada sabía aquel muchacho. Entonces, se me ocurrió dirigirme a una choza que quedaba no muy distante, donde esperaba encontrar gente antigua que pudiese darme las noticias que deseaba; y no me equivoqué.
Sentada a la puerta, estaba una vieja, casi desnuda, lo cual fué para mí buena señal. Indudablemente, era de las antiguas del poblado, y me serviría de base para mis indagaciones.
Me vió llegar con toda impasibilidad. Hom bres de mi porte y de mi raza los veía pasar por allí a cada momento; pero cuando le dirigí la palabra en su idioma, hablándolo y pronunciándolo seguramente tan bien como ella, se mostró sorprendidísima. ¡Cómo aquel hombre, que sería inglés, hablaba tan perfectamente el hanahiviano?
—Viviste siempre aquí? le pregunté.
—Sí, siempre aquí —me contestó.
—Entonces, tú conociste a Okao.
Se quedó mirándome con verdadera extrañeza, y me dijo: —Sí, le conocí. Era mi padre. Murió hace muchas lunas.
Y a Aka—kúa?
—También. Se fué muy lejos, y nadie sabe dónde está. Muchos dicen que murió.
— Conociste a Kora, hija de Aka—kúa?
—Sí, la conocí, también se murió.
Aunque iba dispuesto a recibir con serenidad toda clase de noticias, fuesen las que fuesen, confieso que aquella me entristeció. ¡Pobre Kora! Pregunté enseguida a la indígena: —¿Y los hijos de Kora?
—Sí, tenía dos, muy blancos, muy hermosos. Los llevaron los ingleses a trabajar en unas minas, no sé cuales, hace bastantes años, al otro lado de la isla, y no volvieron más.
—¿Sabes tú cómo podría encontrarles? Necesito verles.
—No, será casi imposible que los encuentres, porque los ingleses dicen casi todos losConfieso que me causó dolor aquella respuesta. Ya que estaba en Hana—Hiva, a dondejamás volvería, yo no me resignaba a irme sin abrazar a aquellos dos jóvenes que debían serme tan caros, por ser míos, sin ayudarles de alguna manera y sin saber cómo podría en adelante comunicarme con ellos.
⚫ Pedí a la anciana me dijese qué nombres tenían los hijos de Kora cuando se fueron a las minas, por ser frecuente allí cambiarlos, llegada la pubertad, eligiendo cada cual el que le resultaba más grato. Sabiendo los nombres que habían elegido, acaso me fuese posible dar con ellos valiéndome de la policía de la capital, que era el puerto.
Después, le pregunté: —¿Te acuerdas tú de Tahi—vao y de su hija Heki?
contestó. Heki se —Sí, me acuerdo, casó primero con Katara; pero como Katara se fué y ella vió que nunca volvía, se casó con otro, y tienen muchos hijos. Trabajan muy lejos, en el algodón.
De pronto, la anciana, que hasta aquel instante había permanecido sentada, se puso de pie y, mirándome fijamente, me dijo: Y tú, quien eres, que me preguntas tantas cosas y hablas lo mismo que yo? Eres inglés?
Creí prudente no descubrirme—¿para qué?
y le dije: —No, no soy inglés. Yo soy un hombre que estuvo aquí el año que vinieron los ingleses, conocí a esas personas que he nombrado y no volví más.
No pareció muy convencida la vieja, a quien dije enseguida: —Tú acabas de nombrar a Katara. ¿Quién es Katara?
—¡Ah! dijo ella era el hijo de Atúa, que nos dió leyes muy grandes y se fué diciendo que volvería; pero no viene, y muchos lo esperamos. Trajo una piedra con las leyes de Atúa, y mandó levantar una gran choza para ponerlas.
—¿Y dónde están? — le dije.
—Vinieron unos ingleses, cuando llegaron aquí, trayendo libros que decían eran los más grandes, y unas cruces. Esos ingleses dijeron en todas partes que Katara era un loco y un malvado, que cuanto había dicho eran puras mentiras y engaños. Después, rompieron la piedra en mil pedazos y quemaron la choza.
Ahora, todos tienen que seguir en la isla la religión de las cruces y del libro grande, que llaman de Cristo.
A juzgar por lo que oía, toda mi obra, toda aquella mi tan paciente como bien llevada obra, estaba en el suelo. Debía resignarme.
Como no la había defendido, tenía que suceder. Era, entonces, de rigor que nadie supiese que aquel Katara, aquel tan admirado Katara, se hallaba en Hana—Hiva. Sólo serviría ello para que pasase yo por la pena de ver, comparando tiempos y cosas, la magnitud de mi caída.
—¿Y cómo vives tú? — le pregunté.
—Ahora, muy mal, señor —me dijo.. Antes, lo teníamos todo, trabajando muy poco, o nada; y ahora, trabajando desde que sale el sol hasta que se pone, apenas podemos vivir. Los ingleses dividieron la isla en muchos pedazos, que son de ellos, y nadie puede entrar allí ni tomar nada, sin sufrir grandes castigos. ¡Ah, señor, esto es terrible! Ellos trajeron unas cosas que llaman monedas. El que no las tiene, no puede comer, y para tener esas monedas, hay que trabajar todo el día. Son muchos los que mueren en esos trabajos, pues padecen mucho, por no estar acostumbrados a ellos. Yo tengo dos hijos que ganan monedas cortando madera y trabajando en las minas, y así es como podemos vivir.
¡Pobre viejecita! Me quedé mirándola con verdadera lástima, y pensé con dolor que así estarían seguramente todos los habitantes indígenas de Hana—Hiva.
Le dí algunas monedas que recibió con expresivas muestras de gratitud, pues no espeM raba seguramente tan espléndido regalo. Y sin querer averiguar más, para no seguir recibiendo tristes impresiones, me fuí a la estación, donde tomé el tren que regresaba al puerto.