Katara/Noche en vela
NOCHE EN VELA
Llegó la noche, y nos acostamos en una de las chozas, teniendo indistintamente a nuestro lado, hombres y mujeres. En cada uno de aquellos grandes conos podían dormir holgadamente quince o veinte personas. Aunque tanto mi cuerpo como mi espíritu, fatigados y maltrechos, pedían reposo, yo apenas pude pegar mis ojos en toda la noche, mientras toda aquella buena gente dormía a pierna suelta. Por primera vez, desde el embarrancamiento del Navia, me había sido posible concentrarme por un momento en mí mismo y darme cuenta de mi desesperada situación. Había salvado mi vida, es cierto; pero ¿cuál sería mi destino? Mis padres, cuantos seres me amaban en el mundo, me llorarían por muerto; y, entre tanto, tal vez estuviese condenado a llegar a viejo y a morir entre aquellos salvajes, lo cual sería para mí casi lo mismo que vivir enterrado. Los recuerdos del espantoso viaje, a partir de la salida de Guayaquil; el pesar de haber visto perecer a mi excelente compañero y amigo el sabio Wilson; las perspectivas de una existencia inútil, a la vez que llena de penalidades entre aquellos infelices isleños, de quienes nada podría esperar, como tampoco ellos de mí; las obligaciones sagradas que acaso ya nunca podría yo cumplir; todo, todo, fué desfilando por mi imaginación calenturienta en aquella noche interminable.
Durante aquellas largas horas de insomnio, experimenté, de pronto, en mi rostro una sensación extraña; parecióme que un cuerpo suave y viscoso le tocaba, y dí un salto, bien seguro de que algún reptil había penetrado en la choza, eligiéndome a mí para su víctima; pero apenas me incorporé, dando un fuerte grito, sentí unos ladridos de alborozo y que se me acercaba, pues lo toqué, en medio de aquella oscuridad, un cuerpo sedoso y velludo. ¿Qué era aquello? ¿Acaso una pesadilla? Lleno de sobresalto, corří hacia la abertura que servía de entrada, y salí, seguido de casi todos mis compañeros, a quienes desperté y asusté con mis voces. Apenas me ví fuera, aquel mismo cuerpecito velludo que había tocado con horror en la oscuridad,apareció ladrando y saltando delante de mí, en medio de los mayores trasportes de alegría.
Cuando se calmó, lo toqué, y empezó a lanzar pequeños ladridos que me parecía conocer perfectamente. Yo no podía verle, pues la noche era oscurísima; pero aquel perrito era indudablemente mi Moro, mi incomparable Moro.
¡Cómo estaba allí? Sólo tenía el hecho una explicación cuando el barco se hundió, le siguió arrastrado por el remolino, volvió a la superficie, y nadó; y después, subido sobre alguna escotilla o sobre cualquiera de losmil despojos del barco, llegó hasta la orilla.
Una vez allí, buscó fácilmente mi rastro, lo siguió, penetró en la choza, y su primer demostración de cariño, fué lamerme la cara.
No puedo ocultar que al verle conmigo,cuando no tenía ni la más remota sospecha de que pudiese vivir aún, experimenté una inmensa alegría. Me pareció que me encontraba menos solo, aún siéndome tan grata la compañía de don Miguel y su hijo. Además, su llegada, parecía como si fuese para nosotros un feliz augurio.
La aparición de Moro, cuando llegó el día, fué un motivo del más vivo interés para aquella gente, la cual comprendió, por mis ademanes, que era mío y que la casualidad le había llevado a tierra. Como seguramente no habían visto nunca ninguno de su raza y tenía tan raras habilidades, fué objeto de lacuriosidad de todos durante muchas horas.
Aunque apenas había dormido, yo me sentí muy reanimado aquel día. Noté que había mejorado bastante de mis pies y, si bien descalzo, pude caminar un poco. La joven de los medicamentos y de los abrazos, corrió hacia mí, me hizo nuevas demostraciones de cariño y se empeñó en hacerme una nueva curación que encontré muy oportuna, pues el resultado de la anterior parecía inmejorable.
Los hombres más respetables de aquella que llamaré aldea de indígenas, redoblaron sus atenciones conmigo y con mis compañeros, pareciendo contentísimos de la hospitalidad que nos dispensaban y de la gratitud y satisfacción con que nosotros la recibíamos; y en cuanto a las expresivas demostraciones de la bondadosa doncella, asunto para mí de no escasa importancia, pude convencerme de que nadie demostraba la menor contrariedad por ello.