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Katara/Nueva vida

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Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Nueva vida
VIII

NUEVA VIDA

Seguros ya los tres náufragos de la más afectuosa hospitalidad, y resignados a nuestra suerte, pensamos seriamente que era necesario ir normalizando nuestra vida, proenrando, a la vez, sacar partido de los elementos que llegásemos a tener a nuestro alcance para hacerla más llevadera.

Por de pronto, la inesperada aparición de Moro, me hizo peusar que las olas debían haber arrojado a la costa muchos despojos de nuestro querido barco, los cuales podríamos utilizar muy bien; y como a don Miguel le pareciese excelente la idea, una vez que, al lía siguiente, aunque con algún trabajo, pude calzarme sus botas, allá nos fuímos, seguidos le seis u ocho de los más fornidos isleños.

No nos habíamos engañado. Al llegar, lo primero que vimos, fué una de las lanchas, volcada y casi cubierta por la arena, muy cerca de la costa. Para don Miguel, aquello no era verdad. Le parecía sin duda, que desde ella a su querido bergantín, sólo habría un paso.

Una embarcación bien construída, aunque peKatara + queña, allí donde no había ninguna, representaba para nosotros un elemento de vida y hasta de defensa, importantísimo. Quién sabe si nuestra liberación no dependería de aquel bote.

No había pasado una hora, y ya la lanchita, sacada de la arena, estaba a flote. Los isleños, que seguramente no habían visto nada parecido, quedaron asombrados. No tenía vela ni remos, pero ello poco importaba. En cambio, el casco no había sufrido nada. Era el bote en que venía lord Wilson, porque el nuestro, después de chocar con el arrecife, se había sumergido seguramente. Sin pérdida de tiempo, después de amarrar bien la lancha con cables que aún conservaba, como resto de su aparejo, seguimos viaje por la playa.

A poco andar, empezamos a encontrar restos del Navia; y nunca podré olvidar que, al verlos, tanto don Miguel como su Ricardito, rompieron a llorar amargamente. Era el barco de sus amores, y aquello les venía a confirmar la amarga verdad de que lo habían perdido para siempre. Encontramos tablones, barriles, bancos de la cubierta, la vela de nno de los botes, el gran catalejo, en su caja de madera, algunos remos y otra infinidad de objetos, todos ellos utilísimos, que hicimos poner en sitio glonde las olas no alcanzasen.

No mucho más lejos, nos sorprendió un fúnebre hallazgo: el cadáver de uno de los cuatro marineros que venían en nuestro bote; y luego otros dos, casi al lado uno del otro, todos ellos con claras señales de haber sido golpeados por las olas contra algún peñasco.

Sacados a tierra, para darles sepultura, seguimos nuestra marcha, y como a la media milla, después de sacar muchos otros despojos, encontramos el cadáver de lord Wilson.

Su vista me impresionó profundamente. La mar lo había devuelto intacto y parecía que estuviese dormido. Le despojamos de sus ropas, pues se hallaba completamente vestido, cavamos una sepultura con las manos y los palos de que íbamos provistos, y le enterramos. Encima, pusimos un pequeño montículo de piedras, e hicimos señales bien visibles en las rocas, frente a su sepulcro, para dar con aquellos ilustres restos el día en que fuese necesario.

Como avanzaba el día, y mi marcha era muy trabajosa por el estado de mis piés, resolvimos volver, aplazando la exploración para el siguiente. Al regreso, dispuse que los cadáveres de los marineros, después de quitarles también las ropas, fuesen llevados al lado del lord y enterrados allí.

Cuando regresamos al poblado, ya casi al anochecer, quedaron estupefactos los isleños al vernos llegar con tan rico botín. Llevábamos las ropas de lord Wilson, su reloj que era un rico cronómetro, sus botas, y no menos de mil libras esterlinas en billetes del Banco de Inglaterra, que llevaba en su cartera, seguramente en previsión de cualquier accidente, para tener siempre recursos consigo; los vestidos de los tres marineros y las botas de uno de ellos, pues los otros dos estaban descalzos; y además, algunos tablones, bancos, sillas de viaje, cuerdas y cuanto pudieron cargar nuestros sufridos acompañantes.La amorosa isleña, que nos esperaba con la mayor impaciencia, se acercó a mí ensegui da, me habló en su lengua durante un rato, atropelladamente, parcciéndole sin duda que era imposible que no la entendiese, y yo la cahné tomando cariñosamente entre las mías sus dos manos, por cierto diminutas y bien formadas. Por ellas y por las de casi todos aquellos indígenas, así hombres como mujeres, se echaba de ver que los trabajos rudos no eran allí frecuentes, por no serles necesarios para vivir. Cobró en el acto gran cariño a mi grifón, seguramente por ser mío, y a su cuidado quedó durante mi excursión a la costa, con gran contento suyo.