Katara/Paz que se turba
PAZ QUE SE TURBA
Son los apuntes de que me valgo para trazar esta sencilla narración, notas ligeras, a la vez que precisas, que me sirven para reconstruir con toda verdad, ayudado por la memoria, todos aquellos, para mí, inolvidables acontecimientos. En ocasiones, cuando tenía buen humor y tiempo y, sobre todo, cuando el asunto lo merecía, esos apuntes, que hoy recorro con amor al cabo de los años, eran tan detallados y minuciosos que son no pocos los que dejo de lado por su escaso interés y su insignificancia.
Por la precisión con que entonces anoté los que se refieren a los sucesos que voy a referir, por la especial gravedad de estos y hasta como una muestra de lo que es el cuaderno que me sirve de guía, me parece oportuno reproducir literalmente algunas de sus páginas: Enero 20—(1882).
Hermoso día. Se alza radiante el sol como si viniese a vivificarlo todo, después del cuadro de horror que había envuelto a HanaHiva. Los indígenas van y vienen, observando los desastres producidos por el temporal y el terremoto. No son gran cosa. Ni las chozas sufrieron, debido a su especial construcción, ni ninguna de las cuevas de la montaña se hallan dañadas, ni obstruídas. Solamente el suelo cubierto de ceniza, presenta un aspecto triste, más bien lúgubre; pero, en cambio, los árboles, que una fresca brisa agitó durante la noche, y despojó de la ceniza, aparecen verdes y con la lozanía de siempre. Su aspecto alegra y es un consuelo para todos. Mucha es la ceniza que ya se llevó la lluvia; pero suelo, cubierto de ceniza, presenta un aspecto do volverá pronto a su antiguo estado. La mar está tranquila y el viento se ha calmado por completo. Entre tanto, formando contrasto con esta naturaleza serena y plácida, el volcán sigue mugiendo y elevando a las nubes su colosal penacho negro, pero los isleños están tranquilos. Saben que ruge para aterrar a otros, no a ellos. Todos dicen que Katara ha vencido a Tupa, triunfo tan grande como inesperado para mí.
Todo está en calma y la hermosa Heki sigue viviendo. Pero y mis preciados objetos, mi verdadero tesoro el catalejo, el papel, mi querido cuaderno de apuntes? Acaso todo estuviese perdido bajo los escombros debido principalmente a lo torrencial de la lluvia.
Ya que el día anterior fué imposible, tan pronto amanece, llamo a varios de mis discípulos, y a la obra. La casa está totalmente en el suelo. Los escombros se remueven fácilmente, febrilmente. Pronto encontramos mi ropa, la que fué de lord Wilson, ya muy usada y vieja, pues me había lanzado afuera, al primer sacudimiento, casi desnudo. También aparece la ropa que se había quitado a los dos marineros, así como el catalejo y el almanaque de Gotha, por segunda vez seriamente remojado, pero todavía utilizable, secándolo bien.
Por fin, encontramos las botas marinas, aun en regular estado, que fueron de don Miguel y joh, alegría!: como en sus anchas cañas guardo yo el papel salvado del naufragio, este cuaderno, los lápices, y algunas otras cosas que me son de suma necesidad, puedo decir que está salvado aquello que más me interesa. Al caer la techumbre, cubrió las bo tas de tal manera que su contenido se salvó en gran parte del aguacero. Ante este hallazgo, me considero feliz. Los isleños, que se dan cuenta de mi satisfacción, charlan alegremente, comentando el acontecimiento a su manera. Me preguntan si se levantará la casa de nuevo haciéndose otra igual. Les contesto que no. Se hará para mí una choza como la de ellos, que se ríe de los mayores terremotos.
Katara Enero 23.
Amanece lloviendo con bastante fuerza. El agua que cae acaba de lavar bastante ceniza que había quedado en los árboles y va limpiando de ella el suelo, que tiene una gran pendiente, como estribación de la montaña.
Varios indígenas están ya terminando mi nueva habitación, que hago levantar casi al lado de la casa derruída por el terremoto.
Con los tirantes del techo de ésta, troncos de árboles, cañas, paja y barro, construyen una choza donde, si no tendré grandes comodidades, podré, al menos, dormir tranquilo. Dirigida la construcción por mí y por Ricardo, resulta una vivienda bastante mejor que las corrientes en la isla, pues la proveo de una puerta y un ventanucho para que tenga ventilación y luz. Frente a la ventana coloco mi mesita, hecha con tablas que fueron del Navia, y me sirve de asiento la silla de lord Wilson.
Con esto, con mi catre, hecho con cuatro palos cruzados y un trozo de la lona que fué la vela mayor del buque, y dos sillas de las de a bordo, verdaderamente, no podía ambicionar mayores comodidades.
Enero 27.
Está terminada mi choza. Coloco el papel y demás objetos preciosos en sitios donde no puedan ser alcanzados por la humedad, ni corran el menor peligro de ser destruídos o dañados. Muchos isleños, hombres y mujeres, especialmente mis discípulos, vienen a ver la choza, admirando su construcción y el, para ellos, suntuoso mobiliario que algunos ya conocían. Lo de la mesa, las sillas y el catre, les resulta un lujo inaudito, un sibaritismo refinado; pero como es de Katara, lo encuentran muy natural y piensan seguramente en imitarle con el tiempo, aunque todo ello les serviría de incomodidad. Para qué lo necesitan? Okao y algunos discípulos, se me acercan para hacerme varias preguntas, entre ellas, si el fuego que aún está enviando Tupa durará mucho tiempo. Nuevamente los tranquilizo, les aseguro que es Katara quien quiere que el fuego siga, y que no tardará en extinguirse, porque no será ya necesario. Se muestran conformes.
Febrero 2.
Amanece. Como de costumbre, son muchos los isleños, de todas las edades, que vienen a saludarme, deseosos de oirme y siempre aguardando alguna revelación, o alguna novedad. En esto, oigo a mis espaldas gritos rabiosos, estridentes, lanzados por mujeres que luchan. Me vuelvo y veo a Kora y Heki que se arañan, que se golpean furiosamente.
Los celos de Kora se habían exacerbado, sin duda, ante mi interés por salvar la vida de Heki. Por pronto que corro a separarlas, ya Kora derriba a Heki, a quien, una vez en el suelo, aplica en el rostro rabiosos puñetazos.
Ayudado por algunos de los presentes, consigo separarlas. Kora resulta con grandes arañazos en el rostro; pero Heki aparece Ilena de sangre que le mana en abundancia de boca y narices. En aquel lastimoso estado, continúan insultándose de una manera atroz y amenazándose de muerte. En este momento llega Aka—kúa, dispuesto a defender y vengar a su hija, y aparece enseguida Tahi—vao, padre de Heki, en busca de lo mismo. Al ver a sus hijas en aquel estado, se embisten, sin más armas que sus puños. Pido a los presentes que me ayuden a separarlos y, o no quieren, o parecen no entenderme. Unos acometen a Aka—kúa y otros a Tahi—vao, concluyendo por luchar unos contra otros, primero, a brazo partido, después, valiéndose de palos y de piedras. En vano grito y vocifero para poner paz entre aquellos energúmenos. Todo es inútil; todos prestan oídos sólo a su deseo de derribar al adversario. A todo esto, Kora, libre ya de los que la contienen, hecha una furia, se lanza de nuevo sobre Heki, a quien derriba fácilmente; y cuando va a golpearle la cara con una piedra, llego en el momento preciso de detener su brazo, librando así a la pobre niña, si no de la muerte, de quedar horriblemente desfigurada, acaso desnarigada, desdentada o tuerta. Con algún trabajo consigo quitar a Kora de encima de Heki, dando lugar a que esta se levante y huya a esconderse en el monte. Quiere Kora seguirla, pero yo la sujeto y se lo impido.
Entre tanto, los hombres, a los que se agregaron algunas mujeres, divididos en dos bandos, continúan la pelea. Cuando me vuelvo hacia ellos, noto bastantes heridos con las piedras y los garrotes, y algunos que yacen en el suelo, entre ellos Tahi—vao, el padre de Heki, cuyos defensores empiezan a declararse en plena derrota. El terrible Aka—kúa y los suyos, quedan dueños del campo. Aprovechando un instante de tregua, debido a la fatiga de los combatientes, abro mis brazos y les pido que me escuchen, consiguiéndolo. Mientras hablo, oigo rugidos e imprecaciones que unos a otros se dirigen, pero que, poco a poco, se van amortiguando. Por fin, mi palabra les domina y todo hace presentir que terminó la lucha. Respiro. Pero ¿cuál es mi situación? Dividido el clan en dos bandos ¡por cuál me decido?; y si por ninguno, ¿qué soy ni qué valgo sin otro apoyo que el mío propio y el de Ricardo? La gravedad del caso es extraordinaria, sobre todo, si aquellos hombres, o parte de ellos, cegados por la ira, empiezan a desconocer la superioridad de Katara. Por suerte, Aka—kúa y los suyos son los vencedores, y siempre puedo contar con su amparo.
Desde luego, no debo pensar en Heki. Me es necesaria la alianza con Aka—kúa, que perderé, repudiando a Kora, y esa alianza no sólo me pondrá a cubierto de Tahi—vao y los suyos, sino de las seguras asechanzas de To—hú, el cual, aun desnarigado y deforme como está, demuestra en ocasiones alimentar todavía sueños de venganza.
Hecha la paz, cuando menos, la tregua, acudo a los heridos. Ninguno es grave. Unos, descalabrados, otros, magullados, y nada más.
Los hago conducir a sus viviendas, y se les cura como es posible con intervención del médico, que se muestra diligente y afanoso en el desempeño de su misión.