Katara/Katara, enviado
KATARA, ENVIADO
Algunos días después de lo relatado en las notas de mi cuaderno, que quedan transcriptas, todo parecía marchar como si nada hubiese sucedido. Los descalabrados, menos uno o dos, cuyas heridas eran de cierto cuidado, andaban ya tranquilamente por el poblado. Aka—kúa y Tahi—vao se miraban torvamente; pero yo esperaba poder reconciliarlos, con lo cual todos los demás harían lo propio. Dado el motivo del choque, el odio acabaría por desaparecer.
Mi actitud prescindente y conciliadora, lejos de irritar a unos o a otros en contra mía, más bien se interpretó en forma favorable para mí. Como me interpuse amigablemente, y después, cuidé y visité a los heridos por igual, todos siguieron pensando que era de ellos, es decir, de todos.
Por añadidura, la erupción volcánica declinaba, haciendo suponer que no tardaría en extinguirse. Con esto crecía y crecía mi prestigio. Yo resultaba venciendo a Tupa y cumpliendo cuanto había prometido.
Pensando en esto y en que era conveniente ir inculcando en aquellas gentes nociones de moral, así como en la necesidad de asentar mi autoridad sobre bases que nadie pudiese conmover, parecióme que ninguna ocasión como aquella para ir completando mi obra de redención y de piedad.
Yo debía continuar, mejor dicho, debía reanudar mis enseñanzas en las que la de moral resultaba ienexcusable. Pero ¿cómo?
imposible. No me entenderían. Haría cien discursos para convencerles de que deberían moderarse en la comida, o respetar el alimento del vecino, o no matar, y perdería mi tiempo. Solamente lo conseguiría haciendo de manera que creyesen ciegamente en la bondad de aquello que les enseñase.
Para ello, podía predicarles una religión cualquiera. Podía enseñarles el cristianismo, cuyas máximas no pueden ser más admirables pero probablemente nada conseguiría.
Tendría que hablarles de Cristo, de su sacrificio, de su doctrina, y corría el riesgo de que no me entendiesen. Podría explicarles el Antiguo Testamento, o el Korán; pero ni tenía tales libros, ni aún teniéndolos, me parece que hubiese conseguido nada con ellos.
¡Qué hacer? Recordé entonces el diálogo sostenido entre Okao y sus compañeros sobre Katara, suponiéndome un ser superior, pensé en que todos me reverenciaban, y me dije: el problema está resuelto proclamándose Katara como enviado de Atúa.
Y sin vacilar, resolví ponerlo por obra.
Una noche, con todo sigilo, escondí en la espesura una gran pizarra que, al día siguiente, llevé a orillas del mar. Una vez allí, tracé sobre ella, en gruesos caracteres, con un clavo, estos preceptos:
I. Adora a Atúa.
II. Venera a tus padres y ama a tus hijos.
III. Sé generoso con el débil.
IV. Dí siempre la verdad.
V. Aborrece la lujuria.
VI. No quites a otro su alimento.
VII. A nadie envidies.
VIII. No derrames sangre humana.
IX. Sé limpio y báñate.
X. Cultiva la tierra y cuida el árbol.
XI. Tén moderación en la comida.
XII. Resignate en la desgracia.
Hecho esto, dejé lo escrito a la intemperie durante un tiempo al cabo del cual, busqué una espaciosa caverna, socavada por las olas, en cuyo fondo, con no poco trabajo, hice un hoyo, donde deposité la pizarra, llenándolo después con arena y con grandes piedras.
Cuando hubiesen pasado algunos meses, la escritura, bajo la acción de la humedad, parecería de otra época; y como en los días de mar fuerte, las olas barrían la caverna, pronto se habrían borrado las huellas de mi paso por allí, que serían conocidas por el calzado.
Pensé entonces: Moisés, bajó del monte Sinaí diciendo a su pueblo ser portador de las Tablas de la Ley que le había dado Jehová; Mahoma, dijo a su pueblo que el Korán era revelación de Alah. Joe Smith, que fundó el mormonismo enterrando el Libro de Mormón en una cueva del estado de New York, dijo que Dios se lo había revelado en tres distintas ocasiones, y parecióme natural y justo emplear un procedimiento semejante desde que él se me imponía como necesario.
¡Era yo un farsante al proceder así? Evidentemente; pero como lo que yo buscaba era el convertirme en un benefactor, lo de menos eran los medios de que me valiese para conseguirlo. Aquellos buenos isleños iban a ser engañados por mí; pero como del engaño, por burdo que fuese, derivaría un beneficio, mi conciencia quedaba tranquila.
Nadie pudo darse cuenta, ni el mismo Ricardo, de aquel extraño trabajo mío; y una mañana pedí a Okao que convocase a los ancianos, diciéndoles que yo deseaba hacerles una revelación extraordinaria.
Vinieron, y les hice esta pregunta: —¿Qué opinión teneis de Katara?
Habló, primero Okao; y con no poca turbación, me repitió, más o menos, lo que yo había oído cuando hablaba de mí, sin sospechar él siquiera que yo pudiese oirle. Katara era distinto de los demás hombres, era como Atúa, capaz de hacer cosas muy grandes, incluso el salvar la isla de una catástrofe, calmar los elementos enfurecidos y apagar los volcanes.
Los demás, uno a uno, fueron diciendo lo mismo que Okao.
—Pensais vosotros que todos, en la isla, tienen de Katara la misma idea?
VOZ.
Todos, Katara, todos! — dijeron a una = —Pues bien, les dije con solemne acento.
Sabed que Atúa es mi padre y que él es quien me ha mandado para haceros felices y protegeros contra Tupa.
— Sí Sí gritaron a una. — ¡Atúa debe ser tu padre! Eso hemos pensado muchas veces. ¡Atúa te manda! ¡Atúa te manda!
—Sí. El me manda les dije.
Y al mandarme, mne ha dicho que os traiga sus preceptos, los cuales debeis cumplir.
= Los cumpliremos! dijo Okao, poniéndose de pie, como intérprete de todoscumpliremos! Pero ¿cuáles son?
— ¡Los —Yo sé donde están les contesté. El me lo reveló. Están escritos en una gran piedra y yo los encontraré; pero es preciso que me acompañeis a buscarlos y que, entre tanto, guardeis de esto que os digo el mayor secreto. ¡Cuándo quereis que vayamos?
—Ahora — dijo Okao ahora mismo.
Y todos se levantaron en actitud de ponerse en marcha.
—Bien les dije — vamos.
Y les conduje a la caverna, que distaría de allí poco más de una legua..
Durante el camino, aquellos hombres no hablaron de otra cosa que de aquella reve—lación, de aquella maravilla, de aquellas leyes. Parecía que se hubiesen enloquecido, y en verdad que el caso no era para menos.
Una vez en la playa, pensé si convendríasimular tanteos para dar con lo que buscábamos, pero me pareció de mejor efecto irme en derechura adonde se hallaba. Desde que ni remotamente podían sospechar que aquello era puramente obra mía, yo debía proceder de manera que se viese en todo mi plena infalibilidad.
Tan pronto llegamos al punto en que yo había enterrado la gran pizarra, golpeando en él con mi pie, les dije: —Desde hace tantas lunas como las de cien vidas de un hombre anciano, Atúa depositó aquí sus preceptos, escritos por él en una gran piedra; y como él ha visto que los necesitais, me ha enviado a mí para que los encontreis y podais cumplirlos. Cavad, y los encontrareis.
Y todos, a pesar de sus años, con la agilidad de jóvenes llenos de vigor, se pusieron a sacar con sus manos la arena y las piedras puestas por mí en aquel sitio.
No tardó la pizarra en hallarse al descubierto, y yo les dije: —Ahí teneis las leyes de Atúa. Esas son.
Atúa es grande.
—Sí, dijo Okao. Atúa es grande; pero Katara, su hijo, también es grande.
— Sí! ¡Sí! exclamaron todos bién Katara es grande.
— tamEra aquello para mí una verdadera consagración de los ancianos, como enviado de Atúa; y tomando de sus manos la piedra de las leyes, les pedí que las fuesen leyendo una a una.
¡Qué inmensa impresión causó su lectura en aquellos sencillos espíritus, llenos de justicia y de bondad, en medio de su ignorancia!
Cada precepto era recibido con regocijadas exclamaciones de admiración y de júbilo.
Ellos decían que como Katara les aseguraba que aquellas leyes eran grandes, por tales las recibían; pero agregaban que aún cuando Katara nada les dijese, ellos las considerarían grandes, porque en realidad, lo eran, como escritas por el mismo Atúa.
—Bien les dije. — Katara está muy contento porque os oye hablar de esa manera; pero necesita que todos cuantos pueblan la isla, cuando conozcan las leyes, hablen lo mismoexclaHablarán! Katara, ¡ hablarán!
mó Okao, — y todos repitieron la misma afirmación. Los que no lo hagan, serán enemigos de Atúa y enemigos de Katara, y los castigarenios. Todos hablarán otroscomo nos— Katara les dije cree que así será; pero manda que guardeis estas leyes como un secreto hasta que llegue el momento en que deben ser reveladas a los demás. Podreis confesar que las hemos encontrado; pero lo que dicen, no. Me prometeis guardar este secreto?
exclamaron todos.
— —¡Lo prometemos!
—Pues bien, les dije; cuando hayan pasado siete días, yo haré que Atúa ponga sobre el sol su mano derecha, y alargue la izquierda hasta tocar en la cabeza de Katara para que éste pueda revelar sus leyes a todos, y todos las acaten.
Los ancianos me escucharon con aire de sumisión y me mirabau con asombro. ¡Katara tapando el sol y recibiendo sobre su frente la mano de Atúa! Aquello era el colmo de las maravillas, más admirable aún que contener terremotos y apagar volcanes.
Y sin embargo, nada más sencillo para mí.
Por una venturosa casualidad, entre las notas astronómicas del Atlas de bolsillo que había sido de Lord Wilson, figuraban las relativas a los eclipses de sol y luna que habían de producirse eu el espacio de bastantes años; y pues por ellas sabía yo que al séptimo día tendría lugar uno total del sol, me pareció bien aprovechar aquella feliz coyuntura para proclamar mi dodecálogo mientras aparecía ante mis futuros creyentes como autor del más estupendo de los milagros. El mismo recurso empleó Colón con los indígenas de Jamaica, para que le creyesen un ser sobrenatural, y a ello debió tal vez el haber salvado de que lo exterminasen. ¿Por qué no imitarle?
Como yo ignorase la longitud y la latitud en que me hallaba, me era de todo punto imposible determinar el momento preciso en que el eclipse habría de producirse, así como si él sería parcial o total; pero sabiendo que tendría lugar, no me fué difícil calcular la hora aproximada, desde que no me cabía duda de que debería encontrarse Hana—Hiva entre los grados 100 y 130 al Oeste del meridiano de Greenwich, pues recordaba que la curva de sombra circula sobre la superficie terrestre a razón de 30 kilómetros por minuto; y en cuanto a su intensidad, me asaltó el temor de que ésta fuese mínima, y aun de que no llegase a producirse allí el fenómeno, en caso de que la isla se hallase más lejos de la línea ecuatorial de lo que yo suponía, es decir, entre ocho y diez grados cuando más.
Podía suceder, y era lo probable, que HanaHiva no cayese dentro de la zona de totalidad; pero, en último caso, yo confiaba en que habría de quedar en la faja meridional del cono de penumbra.
Corría, pues, el riesgo de sufrir una seria derrota ante aquellos creyentes; pero toda vez que dentro del cálculo de probabilidades, habría eclipse en aquella región del Océano Pacífico, no vacilé en predecir que Atúa taparía el sol con su mano, no importando que lo cubriese mucho, o lo cubricse poco. Lo esencial era que el fenómeno se produjese, en cuyo caso mi triunfo sería colosal; y si no se producía, ya buscaría yo la manera de enderezar al entuerto, dada la inmensa fe que en mí habían depositado aquellas gentes. Bien valía la pena, por lo mismo, de que aquella aventura astronómica se corriese.
Hecho el solemne anuncio, y llevando yo mismo en alto la sagrada piedra, nos fuimos acercando lentamente al poblado, esta vez, en medio de un religioso silencio. Yo callaba; y aquellos buenos ancianos, maravillados de lo que habían visto y oído, ordinariamente locuaces, parecían mudos. Diríase que el estupor les hubiese cortado la palabra.
Ya en el poblado, donde la gente quedó comentando con la mayor extrañeza mi excursión a la playa en compañía de los ancianos, pronto se supo todo: que éramos portadores de las leyes de Atúa, así como el día y la forma en que serían reveladas. ¡Qué poderosa curiosidad, qué inmenso interés el de aquellos isleños! Los siete días que mediarían entre el descubrimiento de la piedra de las leyes y su revelación, les iban a parecer siete siglos.
Pero, así convenía a mis fines. La tensión en que tales hombres tendrían su ánimo durante ese tiempo, contribuiría en gran manera a que el éxito de la revelación fuese completo. Si los ancianos relataban a todos el milagro del encuentro y a él se agregaba el de que al conjuro de Katara se oscureciese el mundo en pleno día, ¿cómo había de atreverse nadie a poner en duda la divinidad de aquellas leyes?Katara