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Katara/Religión que nace

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Katara: Recuerdos de Hana-Hiva (Narración polinésica) (1924)
de Rafael Calzada
Religión que nace
XXVI

RELIGION QUE NACE

Una vez allí, y sin dar tiempo a mayores comentarios, ordené se construyese una amplísima choza cónica, la cual, a manera de monumento erigido a la grandeza de Atúa, sería el templo donde se guardaría y adoraría la piedra de las leyes; y era de ver el ardor con que todos se disputaban el honor de poner sus manos en aquella obra.

Entre tanto, la piedra se depositó en mi choza, donde, por orden mía, se estableció una guardia de ancianos, que se turnaban para impedir que nadie se acercase a ella; y bueno es decir que, no obstante la inmensa curiosidad de mis buenos indígenas, ni uno sólo dió señales siquiera de que quisiese romper la consigna. Todos callaban, comentando discretamente, y esperaban.

Llegó, por fin, el día señalado para la revelación, y presencié, sin la menor. sorpresa, la llegada de una inmensidad de hombres y de mujeres procedentes hasta de los puntos más remotos de la isla, que afluían al poblado, cuyos habitantes se disponían a protestar, resueltos a valerse de la fuerza para expulsarlos. Pronto se convencieron, por la enormidad del número de los visitantes, de que tal intento les sería imposible, a lo que se agregó mi terminante declaración de que todos deberían ser admitidos y bien tratados.

Según se iba aproximando el supremo instante, el bullicio de aquellas gentes, sin que yo pronunciase una palabra, se iba amortiguando poco a poco. Parecía como si su carácter expansivo y decidor, estuviese dominado por la emoción ante la solemnidad y la grandeza del suceso que se avecinaba.

Cuando me pareció que el eclipse no podía ya demorarse, me dirigí con aire solemne a mi choza, rodeado de los ancianos, donde esperé, lleno de impaciencia, que se produjese el primer contacto, del cual era bien seguro que yo solo podría darme cuenta; y tan pronto como ello sucedió, a las 5 y 45 minutos de la tarde, fuí a situarme, siempre seguido de los ancianos, llevando en alto la piedra de las leyes, a la puerta del templo que le estaba destinado. Una vez allí, colocado en una altura preparada con troncos de árboles, de modo que todos pudiesen verme y escucharme, cuando la oscuridad empezaba a producirse pues quiso mi suerte que fuese allí el eclipse casi total en medio de un profundo silencio, con voz potente, les hablé de esta manera:

Llevando en alto la piedra de las leyes.
Hana—hivianos: Atúa, que es grande, deseando que seais más felices, os envía sus leyes, por medio de Katara, que es su hijo.

Vuestros ancianos, por una revelación de Katara, las encontraron hace siete días en una cueva, a orillas del mar, donde Atúa las había enterrado hace muchísimas lunas; y en este momento en que Katara pide a su padre Atúa que cubra el sol con la mano derecha y bendiga su frente con la izquierda, vais a conocer esas leyes, que cumplireis, so pena de que os persigan siempre todas las enfermedades y las desgracias, y de que Tupa os haga daño a todas horas.

Al llegar a este punto, ví, sin sorpresa, que aquellos hombres contenían el aliento para no perder una sola de mis palabras; y conforme les iba dando a conocer las leyes, teniendo la piedra delante de mis ojos, sordos y prolongados murmullos de asentimiento y de admiración iban recibiendo la proclamación de cada una de ellas.

Cuando hube leído las doce y les pregunté si me prometían cumplirlas, escuché un ¡sí!

formidable, verdaderamente atronador, cuyo eco me pareció como si debiese ir resonando hasta los más apartados confines de la isla.

Una vez que el tremendo vocerío producido por mi peroración y mi pregunta se hubo calmado un tanto, Okao, dirigiéndose a mí, dijo con fuerte voz:

—Yo te prometo, Katara, en nombre de todos, que estas leyes de Atúa que tú nos traes, serán cumplidasgritaron — Cumplidas! ¡sí, cumplidas!

todos, dominados por un verdadero frenesí.

Okao agregó después: —Y te digo también, que todos te obedeceremos porque tú, hijo de Atúa, eres grande.

—¡Sí! prorrumpieron todos — ¡sí! ¡Katara es grande! ¡Katara es grande!

En aquel momento, siendo ya total el eclipse, y la oscuridad intensa, dije: —En nombre de su padre, del grande Atúa, Katara acepta vuestra promesa y le pide que retire su mano del sol para que vuelva la luz a iluminar el mundo.

Poco a poco, volvió la luz. Entonces, entregando la piedra a Okao, alcé las manos, pidiendo a todos que me imitasen, lo que en el acto hicieron, en prueba de sumisión a Atúa, y penetré en el templo, rodeado de los ancianos y seguido de cuantos allí cabían.

Con gran solemnidad, tomando la piedra de manos de Okao, la alcé para que todos la viesen, la coloqué en una especie de ara, que había preparado, y les dije: —En ese sitio, que es tapu para todos, quedan las leyes de Atúa, las cuales debeis adorar, viniendo a postraros ante ellas, después de alzar vuestras manos, el último día de cada siete, contados desde hoy, en que os fueron reveladas, y ya se os dirá cómo debeis orar. Atúa así lo quiere y Katara os lo manda.

Cuando, terminada la sencilla consagración, salí de la gran choza en medio de las frenéticas aclamaciones de aquella muchedumbre, brillaba el sol de nuevo en todo su esplendor; y pues ni uno sólo de aquellos hombres podía dudar tanto de la verdad de la revelación, como del inmenso poder de Katara, que alcanzaba hasta los mismos cielos, pude convencerme de que, a partir de aquel día, tenía a mi disposición, no una multitud de apasionados admiradores y amigos, sino un pueblo entero de creyentes.

No intento siquiera describir el indecible regocijo que se apoderó de aquellos buenos isleños. Se entregaron a sus juegos favoritos, organizaron danzas y gritaron hasta enrouquecerse; y cuando ya la noche se aproximaba, les ordené que se fuesen llevando grabadas en su memoria las leyes de Atúa.

Yo les dí el ejemplo, retirándome a descansar de las intensas emociones de aquel día inolvidable.