La Amistad Rioplatense

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LA AMISTAD RIOPLATENSE

Recopilado en "Estudios Históricos e Internacionales", de Felipe Ferreiro, Edición del Ministerio de Relaciones Exteriores, Montevideo, 1989

Saludemos la jornada hoy vivida con plenitud de cordialidad sencilla como la inicial de una gran etapa de coordinación y convergencia de nuestros pueblos rioplatenses. Marcadas por impresiones imborrables quedan las horas que hemos jalonado juntos. Sobre la sucesión vertiginosa de los hechos que el río del tiempo arrastra hacia el olvido, florará inmarcesible su recuerdo.

Detengámonos a examinar lo actuado, como el viajero que después del recorrido por la ciudad que le deparó emociones, sube a la cercana colina dominante para mirar a aquélla por última vez y poder llevarse, antes de abandonarla, una visión entrañable de ella.

Fuimos juntos, argentinos y orientales, hasta el pie de la estatua de Artigas en donde vosotros, nobles y generosos hermanos argentinos, quisisteis depositar la ofrenda de algunos gajos de laurel, sencilla y austera ceremonia de tocante ritual republicano. Nosotros, los orientales, no estamos desacostumbrados a la visión, siempre grata de los homenajes a Artigas por parte de extraños. Pero, entre los que nos hemos habituado a presenciar y éste vuestro de hoy, hallamos diferencias de significación profundas y claras. En aquellos actos, generalmente ateridos de frío protocolo oficial, no es al Blandengue mismo a quien en la intención se rinde pleito homenaje, sino al pueblo oriental presente, que dispuso personificar en el Héroe sus máximas glorias y para expresarlo en voces eternas le dio en bronce consagratorio el lugar históricamente más eminente del suelo nacional.

Sin conocer ni su obra ni su vida ejemplar – porque no es necesario desde que la sentencia de que Artigas es el supremo héroe nacional públicamente está dada – pueden realizarse esos homenajes corrientes que obligan nuestra gratitud, pero no tanto a nuestra emoción. Éste vuestro, ha sido otra cosa. A éste vuestro, lo concebimos tal cual lo pensasteis con prescindencia de nosotros y, por imperativo de vuestra libre conciencia argentina, que a esta altura de la averiguación del pasado sabe y lo acaba de expresar en libro que por lo brillante, sesudo y varonil será inmortal, uno de vosotros mismos – mi ilustre amigo Manuel Galvez – que Artigas, caudillo de los orientales, es o fue el “verdadero padre y creador del federalismo y de la democracia” en la Argentina.

Nada más injusta y calumniosa que la versión, ya felizmente casi desmonetizada, del antiporteñismo cerril y sistemático del Jefe de los Orientales. Oligarcas inescrupulosos la inventaron para poder des fraudar arteramente al incauto y buen pueblo de Buenos Aires. Los historiadores de cuño unitario-argentino y también orientales – se mantuvieron indisculpablemente fieles a ese legado, y por su culpa décadas y décadas vivimos bajo la presión del tremendo engaño…

Pero la verdad siempre logra abrirse camino, su oscurecimiento u ocultamiento, aunque dure siglos, no es jamás definitivo. Y, por eso, esta vez la hemos visto también resurgir luminosa. Ya no es duda hoy – felizmente – que cuando Artigas dijo dirigiéndose en ocasión solemne a las autoridades de Buenos Aires: “El pueblo porteño es y será siempre nuestro amigo, pero su Gobierno actual no lo será jamás”, hablaba con razón y hacía una distinción que las circunstancias imponían. Sus expresiones no eran producto de cálculo ni de otra consideración que no fuera la manifestación sincera de su profundo ideal americanista.

En 1825, bajo la sugestión de entusiasmo que le causó la visita de Alvear y Díaz Vélez en la hoy ciudad de Sucre, Bolívar escribía “me lisonjeo de que nuestras repúblicas (se refiere a las americanas de origen español) se ligaran de tal modo que no parezcan en calidad de naciones, sino de hermanas, unidas por todos los vínculos que nos han estrechado en siglos pasados, con la diferencia de que entonces obedecían a una sola tiranía, y ahora vamos a abrazar una misma libertad con leyes diferentes y aun gobiernos diversos; pues cada pueblo será libre a su modo y disfrutará de su soberanía, según la voluntad de su conciencia”. ¡Maravilloso panorama el presentido por el Libertador! pero que no llegó a cristalizar a pesar de ser lógico y el más justo porque la mayoría de los hombres públicos americanos de la primera época no supieron resistir por igual y al mismo tiempo en todos los pueblos a la influencia extranjera de oculta tendencia hegemónica, que traía tras de sí el mal de las Intervenciones…

Pero, digámoslo de una vez. Lo que Bolívar recién en 1825 advertía esperanzado que iba a producirse y que sería nuestro desiderátum, acaso porque también recién entonces su ideal político evolucionaba francamente de regreso del doctrinarismo; eso mismo había impulsado, caracterizado, y dado motivo sustancial a la actividad de nuestro Artigas en su lucha en pro de las autonomías locales.

En el pensamiento de nuestro Héroe, la guerra de la Revolución no se hacía en América para subdividirla en Estados extraños entre sí, sino para emancipar sus pueblos de todo vasallaje y mantener su reunión sobre bases confederativas. El americano era en él algo natural y profundo y ni concebía siquiera la disgregación. La regionalización de las luchas militares y políticas no le hizo perder el punto de vista general de los ideales comunes.

En 1817, en medio de los azares de la guerra en que se hallaba empeñado, supo encontrar el modo de festejar y hacer que se celebrara en todo el territorio que estaba bajo su mando, la victoria de Chacabuco, que era para él – según palabras textuales – “un triunfo de la armas de la Patria contra el poder de los tiranos”. En 1813, en una hora grave de su vida, había escrito al General French: “La libertad de la América es y será siempre el objeto de mi anhelo. Si mi honor, empeñado ahora por la conducta maligna de Sarratea, hace oír el grito de mi defensa, ni honradez nivelará mis pasos consiguientes, sin envilecerme jamás. Un lance funesto podrá arrancarme la vida, pero mi honor será siempre salvo, y nunca la América podrá sonrojarse de mi nacimiento en ella”.

¡Coincidencia admirable! Hablando vuestro ilustre San Martín en 1819 en un documento público, en que también debió referirse a sí mismo, dijo en otros términos pensamientos iguales a esos de Artigas. He aquí sus palabras:

“Desde que abandoné el servicio de la España para venir a sostener la justa causa que defiende la América del Sud, mi país, me propuse no defenderme jamás de los ataques”, etc.

II

Señores delegados:

Si es verdad que cumplisteis un acto de significativo justicia y claro sentido americanista al allegaros hasta el pie de la estatua de Artigas, no es menos cierto que lo realizasteis igualmente junto con nosotros, al rodear poco después la tumba de Manuel Oribe.

En el orden del tiempo, éste sucedió a aquél como rector y propulsor de los viejos designios solidaristas. Un documento de cancillería ha poco divulgado, convence de ello – entre muchos otros hechos que fueron expresión de los mismos ideales – con irrefragable elocuencia. Estamos en 1847. El Perú teme a la posibilidad de una invasión del ex General Santa Cruz, preparada o propiciada por España. Quiere alcanzar la seguridad de poder repelerla, y para eso se dirige en consulta a las demás repúblicas hermanas. Y bien, en representación de la nuestra respondió en dicha emergencia la Cancillería de Oribe, entonces a cargo del doctor Villademoros, y sus palabras fueron éstas:

“Por su parte el Gobierno de S.E. el Presidente, no correspondería a sus ardorosos sentimientos Americanos, si pudiese un solo momento mirar con indiferencia el atentado que se prepara torpemente contra la libertad e independencia de las Repúblicas Sud Americanas. Así es que uniendo el suyo al grito del Continente indignado declara sin excitación que mirará como injuria y ofensa propia la que en este caso se infiriese a cualquiera de las Repúblicas de Sud América; que pondrá en acción todos sus esfuerzos y recursos para combatir la odiosa invasión, y que estará pronta a correr con ellos a donde quiera que lo haga necesario el peligro común.”

El documento es suficientemente elocuente como para desviarse del intento de desarrollar sus ideas. Permitidme tan solo que os recuerde que los conceptos de solidaridad americana expresados por la Cancillería de Oribe en 1847, retomados ochenta años más tarde – en 1917 – para ser aplicados con relación a un espacio más vasto, pero con alguna mayor restricción en cuanto al contenido dieron fama continental al Canciller Baltasar Brum.

La memoria de Oribe merecía – señores delegados argentinos – el tributo de vuestro hidalgo y reparador homenaje.

III

Y llegamos finalmente al motivo directo de vuestra visita a Montevideo. Consideramos nosotros que el pergamino que le habéis traído al Doctor Herrera es como un título consagratorio de su acierto en materia de política internacional americana.

Nos reconforta esa idea porque él es nuestro jefe y su orientación es la de nosotros. El doctor Herrera, representante genuino de nuestra democracia, es, al mismo tiempo, historiador eminente de nuestro pasado y, sobre todo, un gran patriota. Amar al propio país intensamente como lo hace el doctor Herrera no significa ser enemigo de ninguna patria extranjera. Es, por el contrario, la base firme y segura para una mayor comprensión y colaboración solidaria entre las naciones. Lo decía el celebrado Gavinet con palabra elocuente: “El punto de partida de la política exterior de un país es la política nacional, pues que de ésta depende el rumbo que se ha de imprimir aquélla; y, asimismo, el punto de partida de la política interior, es la idea que se tiene del papel que la nación ha de representar en la política extranjera.”

No hace muchos años, en 1931, un escritor hondureño, tratando en su tesis de licenciatura el problema del establecimiento de la Base Naval Norteamericana en el Golfo de Fonseca con relación al Derecho Internacional, recordaba al comienzo mismo de su trabajo, y como expresión de lo que debía ser la obra diplomática en defensa de la soberanía de nuestros pueblos, unas palabras que el Doctor Luis Alberto de Herrera, “el gran internacionalista uruguayo”, como lo llama el referido autor centroamericano, dijo en cierta ocasión al Ministro de Guatemala en Washington, preconizando la defensa vigorosa de nuestra persona internacional.

Son ideas y sentimientos profundos y antiguos en el Dr. Herrera lo que motivaron los actos que han dado lugar a vuestro homenaje.

Y permitidnos, señores delegados, que nosotros, para quienes el Dr. Herrera es el líder indiscutido en nuestras luchas democráticas, os manifestamos las expresiones de una ilimitada gratitud por vuestro gesto.

Señores delegados:

Os invito a levantar las copas y brindar por la gran Nación Argentina y por su Ejército y por su Armada, cuyos canales históricos conservan el recuerdo glorioso de tantos uruguayos y que se ven en este acto tan dignamente representados. ¡Por nuestro Uruguay y por nuestros pueblos hermanos de América!


Discurso publicado en El Debate el 29/12/1940