La Argentina: 11

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La Argentina de Martín del Barco Centenera
Canto décimo: En este canto se cuenta cómo, vuelto el Adelantado de Ibiaza, fue al Río de la Plata, y de la venida del capitán Rui Díaz en su demanda



¡Oh, mísero contento de esta vida,
aguado con sobrados descontentos!
Tras el deleite siempre viene asida
la pena, los disgustos y tormentos,
que no hace en un ser jamás manida
Fortuna sin tener mil mudamientos.
Mas, qué digo fortuna, la miseria
del hombre está sujeta a tal laceria.


En tanto que uno es hombre, está obligado
a dos mil infortunios y flaquezas,
que del primero padre se ha heredado
dolor, pena, congojas y tristezas,
que todas son reliquias del pecado
con otros mil defectos y vilezas,
que juntos en Adán los recibimos
cuando por el pecado en él morimos.


En el Ibiaza, pues, se ha recogido,
como dijimos, maíz y frijoles,
y habiendo los huidos convencido,
apresta Juan Ortiz sus españoles
para salir de allí; y no ha partido
cuando un gran temporal veréis, y dioles
en medio una laguna que pasaban,
a donde seis soldados se ahogaban.


Embárcanse en canoas los soldados,
y al tiempo del pasar andaba brava
la mar, que allí desagua do los hados
y el crudo vendaval que resoplaba
se juntan, y al pasar son anegados
delante Juan Ortiz, que los miraba,
seis hombres; y más que éstos se ahogaran
si los indios socorro no prestaran.


Pasada la laguna, se metieron
los soldados, y gente que venía,
por la montaña adentro, y padecieron
trabajo caminando en demasía.
Al fin al puerto, pues, todos vinieron,
pasado en caminar el cuarto día;
Juan Ortiz por la mar viene, y navega
dos días, y también al puerto allega.


Llegado, con placer es recibido,
y luego determina de partirse;
y a aquellos que dijimos pretendido
habían en la barca escabullirse,
en más grave prisión los ha metido
porque jamás intenten de huirse.
Con un Sotomayor fenece presto,
dejándole en un palo y horca puesto.


Al tiempo que el verdugo ya quería
quitarle la escalera, así hablaba:
«Oíd un poco ahora. Yo solía
una oración rezar, y acostumbraba
aquesto mucho tiempo cada día.
Y hoy, por mi desdicha, la olvidaba.
Dejádmela decir». Mas no ha acabado
cuando el sayón la escala le ha quitado.


El armada salió de aqueste puerto
en demanda del Río de la Plata.
Ningún piloto lleva que esté cierto
a dónde seguirá; mas ya desata
a los vientos Eolo, y bien abierto
habiendo sus cavernas, disparata
con ellos por el aire de tal modo
que parece acabarlo quiere todo.


La mar sube por cima las estrellas,
los cielos hacia abajo se bajaban,
las olas parecía que centellas
por cima de las aguas arrojaban.
Lloraban las mujeres y doncellas,
los hombres grande grita levantaban;
de sola contrición ya se procura,
que al mar tienen por cierta sepultura.


Anduvo algunos días el armada
fortuna acá y allá yendo y viniendo;
después, la mar estando sosegada,
navega, en breve tiempo descubriendo
la tierra tan de todos deseada.
Y sin saber dó están, yendo diciendo
¿qué tierra puede ser la que se vía?,
paró el armada allí, que anochecía.


Al tiempo, pues, que Febo matizando
venía de colores la mañana,
entraron por el río, costeando
la banda del Brasil, que es más cercana.
La vía a San Gabriel enderezando,
llevando de llegar crecida gana,
a cabo de tres días, medio a tiento,
tomó puerto el armada con contento.


Surgiendo en San Gabriel, que así se llama
el puerto a donde surge aquesta armada,
los indios acudieron a la fama.
Mas, ¡ay dolor!, la noche ya cerrada,
el viento sur sacude, y hiere y brama,
y tanto se embravece, que en nonada
la capitana corta árbol y antena,
y el almiranta asienta en el arena.


Al día de contento y alegría,
el triste corresponde y es vecino;
la gente sin ventura, pues tenía
contento, más tristeza sobrevino.
Dolor, angustia, aprieto y agonía,
aguas y huracán, mar, torbellino,
las naves traen en torno condenadas,
al fondo y en las costas desrumbadas.


Pilotos y maestros, marineros,
grumetes, pajes, frailes y soldados,
mujeres y muchachos, pasajeros,
andaban dando voces muy turbados.
Los gritos y alaridos mensajeros
allí son de una nave a otra enviados,
y cada cual socorro demandaba,
que igual era el dolor que se pasaba.


Libronos nuestro Dios de aquel tormento,
de aquel trance y dolor tan doloroso,
desistiendo el feroz y crudo viento,
y viendo bonanza con reposo.
Mas, ¡ay!, que en acordarme del tal cuento,
temblando estoy, confuso y temeroso,
que tales cosas vi, que parecía
que el juicio final llegado había.


¿Quién duda que el demonio no procure
impedir cuanto puede a los cristianos
a que la fe no crezca, porque dure
el reino que él obtiene en los paganos?
¿Pues no está claro ya, sin que se jure,
cuán extendida está entre los indianos,
y con cuánto fervor se han bautizado,
y sus malditos ritos renunciado?


Pues esta causa tengo yo por clara,
por donde Satanás tanto procura,
con su mala intención inicua avara,
que nuestra armada nunca esté segura.
Que en su tanto le quita el cetro y vara,
y viendo su reinado poco dura,
movido de rencor y crudo duelo,
con las ondas del mar enturbia el cielo.


¡Gran Dios, Señor inmenso y soberano,
que permitís azote, como vemos,
aqueste Satanás con cruda mano!
El secreto tan alto no entendemos;
sabemos pero bien, que nos es sano
el mal que muchas veces padecemos,
que son por los pecados cometidos
los males muchas veces infligidos.


El freno que le pone Dios eterno
le hace estar a raya; que si fuera
en manos del demonio, en el infierno
al humano linaje ya tuviera.
Es tan malo de aquéste su gobierno,
que en sus penas a todos ver quisiera,
con saber que de aquesto la ganancia
que le viene es tormento en abundancia.


Y así dice San Pedro que rodea,
buscando a quien tragar muy presuroso,
el adversario diablo, y que pelea
contra el linaje humano riguroso.
Incita, mueve al hombre y le granjea
con sus mañas y artes (que es mañoso),
y cuando más no puede con sus tretas,
conténtase en hacerle mil burletas.


¿Qué diremos de aquel gran marinero
Carreño, que en tres días vino a España
de las Indias, trayendo mal tempero,
huracanes, tormenta muy extraña?
Ni gente de la mar ni pasajero
en pie estaba, y andaba gran compaña
de diablos, que las velas marinaban
y la nave con fuerza se llevaban.


Larga escota, el piloto les decía,
y cavan el trinquete y la mesana;
y si les dice aiza, con porfía
amainan los traidores con gran gana.
Y viendo que al contrario se hacía,
al contrario mandó, y así fue sana
su nave por los diablos marinada.
¡Y quién duda que fue de Dios guardada!


Mil cuentos semejantes yo pudiera
decir aquí, mas sólo por aviso
a todos doy por cosa verdadera
que si quieren gozar del Paraíso
no traten con Satán. Uno dijera,
descálzame aquí, diablo. De improviso
un diablo de la bota le tiraba
y la pierna a las vueltas le arrancaba.


Al armada volviendo, había quedado
la capitana en seco, y sin entena,
sin árbol, que ya dije fue cortado.
Un día de bonanza con mar llena,
por el consejo y orden y mandado
de Juan Ortiz, zaborda en el arena;
y así, quedando hecha fortaleza,
la gente sale a tierra sin pereza.


El almiranta en flote estuvo días,
mas torna a dar en seco, y desrumbada
ha sido, entrándole agua por mil vías.
Procúrase que luego sea varada,
sus fuerzas conociendo ya ser frías,
la gente fuera apenas de ella echada,
cuando yendo la mar y menguando,
la nave cae, el un lado recostando.


Estando capitana y almiranta
entrambas al través, sale la gente
a tierra, do se aloja alegre y planta
haciendo sus chozuelas prestamente.
El zapicano ejército se espanta
de ver tantos cristianos de presente,
y acuden con gran copia de venados,
avestruces y sábalos, dorados.


La gente que aquí habita en esta parte
Charruahas se dicen, de gran brío,
a quien ha repartido el fiero Marte
su fuerza, su valor y poderío.
Lleva entre esta gente el estandarte,
delante del Cacique, que es su tío,
Abayubá, mancebo muy lozano,
y el Cacique se nombra Zapicano.


Es gente muy crecida y animosa,
empero sin labranza y sementera.
En tierras y batallas, belicosa,
osada y atrevida en gran manera.
En siéndoles la parte ya enfadosa
do viven, la desechan, que de estera
la casa solamente es fabricada,
y así presto do quieren es mudada.


Tan sueltos y ligeros son, que alcanzan
corriendo por los campos los venados,
tras fuertes avestruces se abalanzan
hasta dellos se ver apoderados;
con unas bolas que usan los alcanzan
si ven que están a lejos apartados,
y tienen en la mano tal destreza
que aciertan con la bola en la cabeza.


A cien pasos (que es cosa monstruosa)
apunta el Charruaha a donde quiere,
y no yerra ni un punto aquella cosa
que tira, que do apunta allí la hiere.
Entre ellos aquél es de fama honrosa
a cuyas manos gente mucha muere,
y tantas, cuantos mata, cuchilladas
en su cuerpo se deja señaladas,


Mas no por eso deja de quitarle
al cuerpo del que mata algún despojo.
No sólo se contenta con llevarle
las armas o vestidos a que echa el ojo,
que el pellejo acostumbra desollarle
del rostro. ¡Qué maldito y crudo antojo!
Que en muestra de que sale con victoria
la piel lleva, y la guarda por memoria.


Otra costumbre tienen aún más mala
aquestos Charruahaes, que en muriendo
algún pariente hacen luego cala
en sí propios, su carne dividiendo,
que de manos y pies se corta y tala
el número de dedos, que perdiendo
de propincuos parientes va en su vida,
el Charruaha por orden y medida.


Paréceme que ya me he detenido
con esta gente tanto, que olvidado
dirán que tengo al campo que tendido
pinté en el arenal desabrigado.
Con su memoria estoy tan afligido,
que temo de me ver en tal estado.
Espérenme a otro canto de amargura,
y ayuden a llorar tal desventura.


Agora a Melgarejo con su gente
volvamos. Como supo que pasado
había Juan Ortiz, muy prestamente
la vuelta el Argentino se ha tornado.
El caso se le cuenta en San Vicente
por los que del patax han arribado;
con él vienen algunos de su hecho
pretendiendo sacar algún provecho.


Saliendo, pues, en nuestro seguimiento,
la isla do estuvimos han tomado;
en los sepulcros vieron el descuento
de la terrible ruina y triste hado;
la horca dio también su documento
y muestra de temor y mal sobrado.
Con todo al Ibiaza pasan derechos,
a donde son de todo satisfechos.


Mas quiero yo contar aquí primero
de monos una cosa muy galana,
que cierto me contó este caballero,
diciendo que él lo vido una mañana,
estando en esta isla muy entero
su juicio, y razón muy libre y sana.
De monos vio juntarse gran canalla,
y él púsose a escondidas a miralla.


Un mono grande, viejo como alano,
estaba a la cuadrilla predicando,
hería y apuntaba con la mano,
mudando el tono a veces, y gritando.
El auditorio estaba por el llano,
atento a maravilla y escuchando,
y él subido en un alto y seco tronco,
de dar gritos y voces está ronco.


A su lado en el tronco dos estaban,
a la banda siniestra y la derecha.
Aquéstos la saliva le quitaban
que gritando el monazo vierte y echa.
Concluso su sermón, todos gritaban,
y la cuadrilla y junta ya deshecha,
aprieta cada cual dando mil gritos,
y despacio va el mono y pajecitos.


Rui Díaz muy confuso contemplaba
el bruto razonar de aquel monazo.
Y como el arcabuz presto llevaba,
tirando le mató de un pelotazo.
Los dos monillos pajes que llevaba,
oyendo aquel terrible arcabuzazo,
aprietan por el monte, dando gritos,
mas en breve acudieron infinitos.


Fue tanta multitud la que venía
de monos a la muerte de aquel viejo,
que la tierra do estaba se cubría,
y huye de temor el Melgarejo.
Un indio del Brasil que allí venía,
con sobrado dolor y sobrecejo
le dice, y embebido en cruda saña:
«¿Por qué has muerto al Señor de la montaña?».


Entre los indios era conocido
aquel monazo viejo y respetado,
y por señor y rey era tenido
de aquel áspero monte y despoblado.
Rui Díaz de esta isla fue partido,
el rumbo al Argentino enderezado,
la costa y tierra firme van bojando
y con los Guaraníes rescatando.


En tanto que camina lo que queda
al Río de la Plata, quiero agora
volver a mi real. ¡Quiera Dios pueda
según el corazón lo siente y llora!
Quien quisiere saber cual dio a la rueda
su vuelta la fortuna burladora,
comience con requiescant en la gloria
el infelice canto de esta historia.