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La Atlántida (de Palau tr.)/Canto primero

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La Atlántida: Poema de Mossen Jacinto Verdaguer ab la traducció castellana per Melcior de Palau (1886)
de Jacinto de Verdaguer
traducción de Melchor de Palau
C A N T OP R I M E R O
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
CANTO PRIMERO


EL INCENDIO DE LOS PIRINEOS


Exposición. El Teyde. España naciente. La voz del abismo. Invocación al Dios de las venganzas. Declárase un voraz incendio entre Rosas y Canigó, del que son pábulo bosques y rebaños. La maza de Roldán. El incendio domina el Pirineo del uno al otro cabo. Hércules, después de batir á los gigantes de la Crau, se acerca y saca de entre las llamas á Pirene. Cuéntale ésta que, último vástago de la extirpe de Túbal y reina de España, acaba de ser destronada por Gerión, el cual, para mejor cortarle la retirada, viéndola huir al monte, ha pegado fuego á la maleza. Muere Pirene, y Alcides le erige un mausoleo de rocas en la extremidad de la cordillera, alargándola hasta el mar. Regueros de oro y plata que de los rusientes riscos descendieron á las llanadas. Conftent y Portvendres. Baja el héroe hacia Montjuich, en donde se hace á la mar, prometiendo fundar una gran ciudad al abrigo de aquellas sierras.


¿Ves ese mar que abarca la tierra de polo á polo? un tiempo fué jardín de Hespérides alegres; aun arroja el Teyde reliquias suyas, rebramando de continuo, cual monstruo que vela un campo de matanza.

Acá luchaban titanes, allá florecían ciudades; cánticos de vírgenes y gorjeos de pájaros por doquiera; hoy en marmóreos palacios congréganse las focas, y de algas se visten los prados do pacían los corderos.


Aquí extendió sus márgenes el hesperio continente; qué mares ó qué tierras fueron sus confines, no hay quien lo sepa; el sol, empero, que de una ojeada mide el hemisferio, fué pequeño para contemplarlo á su sabor de cabo á cabo.


Era el yugo de oro que unía las tierras ponentinas, y, corazón de todas, cual fuente del paraíso, dábales á beber claras argentinas aguas, y en sus inmensos brazos dormía feliz el mundo.


Por él, cual por anchuroso puente, trasmitíanse, en alas de perenne mayo, sus crías y sus simientes; aves de pintado plumaje y de dulcísimo trino, aromas, cánticos, tesoros.


Atlas fué su rey; aquél que de la azulada bóveda transportó los signos á una esfera de jaspe, y del sol y del astro que más lejano gira explicó la misteriosa y armónica danza.

Por ello, la mente fantaseadora de los hijos de Grecia le vió á modo de montaña, coronado de estrellas, y, agobiado, sin ceder, bajo su inmensa bóveda, sustentando sobre su firme espalda la máquina celeste.


En gigantez y en musculatura á él salieron sus hijos; mas ¡ay! su corazón fué quebradizo como el vidrio; que, después de haber trastornado reinos y tronos, también el de Dios escalar pretendieron.


Mas una noche la mar y el trueno rebramaron; trémula cual hoja á merced del Bóreas, trepidó Europa; y, despierta por el estruendo al alborear del día, de espasmo crujiendo su osamenta, no vió al mundo hermano.


Y, saboreando el no entibiado recuerdo de sus caricias, parecía decirle en su viudez: —¡Oh, Atlántida! ¿dó estás? Como solía, me adormecí anoche en tus brazos, y hoy, transidos de pavura, los míos no dan contigo.


¿Dó estás?— ¡Mas ay! allí donde la hermosa cautivaba los corazones, el piélago responde: — Yo anoche la engullí; ¡plaza! entre las tierras quiero para siempre tenderme; ¡ay de ellas si me levanto para ensanchar mi lecho!—

Abrumóla con su pesada siniestra el Omnipotente, y, ya cadáver, el mar la tragó de un sorbo; quedándole sólo el Teyde, dedo de su férrea mano, que parece decir á la humanidad:—¡Aquí fué la Atlántida!—


Varias islas rodean aquel mástil de nave rota, cual descuartizados miembros de impura Jezabel; cuando los venideros siglos contemplen, al pasar, el gran destrozo,—¡Mirad,—exclamarán,— á dó conducen las vías del placer!—


Fué el gigante á quien pintan en lucha contra el Olimpo entero; con sus brazos el naciente sol tocaba y el poniente; y, no satisfecho de oprimir con el puño la tierra, intentó subir á coronar su frente de luceros.


Mas el derrocador silboso rayo del Tonante le despeñó de su gradería de hacinados riscos al bullente mar de azufre é ígneas olas, en donde brama, retorciéndose so la pesada carga de un volcán.


Y á tí ¿quién te salvó, oh nido de las naciones iberas, al sumergirse en los mares el árbol de que pendías? ¿quién te sostuvo, oh joven España, al hundirse, bipartida, la nave á que, cual góndola, te hallabas amarrada?

¡El Altísimo! Él, atestando tu popa de náufrago tesoro, te atraca á los peñascales del Pirineo, de águilas nido, bajo el cielo más azul, tras el antemural de la Europa, y mecida, cual Venus, de dos rientes mares.


Por eso los griegos imaginaron en ti el Dios de las riquezas, viéndote florecer entre argentíferos peñones; mejor que el oro de Cólquida, hallaron en ti preciado vellón, y á Homero diste el Elíseo, y á Salomón el Ofir.


Al verte heredera de la Atlántida, los pueblos que te adulan dijeron en su entierro:— ¡Qué le importa! ¿qué importa á las abejas hallar roto el jarrón, si, flor de los venideros siglos, les quedas tú? — Mas ¡ay!


Cuando el huracan remueve con sus alas el negro abismo, yo percibo, de los mares entre el diálogo, su hondo acento, tétrico gemido que le arranca aún el cataclismo, y á las tierras que hermanas suyas fueron dice:— ¡Adiós!


Fuí la mayor; daros pudiera el nombre de hijas; Europa entre madréporas dormía allá en los profundos, Cáucaso y Apeninos eran hileras de islas, y ya Abril coronaba de rosas mi frente.

De un lecho de perlas he visto alzarse Iberia y Nápoles; he visto el Sahara, Grecia y Egipto del mar en el fondo; he visto la ola que hoy me cubre, jugueteando sobre Siberia, y, espinazo de Europa, erizarse los Alpes.


Giganta yo, apuñaba cual mano de Dios el orbe, con Atlas, Sierra Estrella y los Pirineos por dedos; mas una noche, sus fauces abriendo, sepultóme el negro abismo, y los cuatro elementos danzaron á una sobre mi seno.


¿Y vosotras? vosotras, abriendo los ojos al sol, echáis sobre mí la mar que os envuelve, y, como huérfanas de madre sonriendo en la cuna, me dais por mortaja vuestros pañales de espuma.


¿Qué importa que hoy el divino Platón muestre á la historia mi nombre escrito con astros en los linderos del cielo ¡ay de mí! si ya perdisteis, ingratas, mi recuerdo, y para siempre me abruma la inmensidad del mar?—


¡Señor de las venganzas, infundid aliento á mi canto, y referiré el terrible golpe que, arrojándola al fondo, hizo que rebosaran los anchurosos Mediterráneo y Atlántico y desunieran los mundos!

Por los tiempos en que el grande Alcides recorría la tierra, baleándola, con maciza clava, de bastardos gigantes y de monstruos doquier alzados contra Dios, estalló en llamas el nevado Pirene.


Desde donde el sol, ya al nacer, dora su selvas, con estridor y rebramos el incendio, del torbellino en alas, conducía sus ríos de lava á Roncesvalles y á Asturias, sin que le fueran estorbo ventisqueros, torrentes, ni gargantas.


Semejaba inmensa sierpe de escama bermejiza que, humo y llamas respirando, pasase horripilante, á través de la Europa, de un mar al otro, á refrigerar su melena de chispas y de fuego.

Avanzando, ruge, relincha y ulula, con su hálito quemando, cual telarañas, las nubes hibernales; de cerro en cerro, de un bote salva los valles, en los que vierte, á manera de cráter, las llamas del infierno.


Arrollando arboledas, desgájanse los peñascos de las cumbres, los fresnos y las destrizadas hayas crujen por la vertiente, y en las alturas enróscanse el humo y las llamas con la tolvanera de los derruídos carcomientos albergues.


Al ver que sus lágrimas no pueden apagarlo, volviéndose se desgreñan y escapan los pastores; balando los corderos les siguen, y, sin tocarlos, osos y aulladores lobos huyen con ellos.


Tal huía el moro cuando, con un río de hierro, aquellos peñones nos trasmitían el grito del esforzado Roldán; junto con la amenaza de sangre y exterminio su mazo cayó donde aun Esterri lo atalaya tembloroso.


Ni le valen al águila sus potentes alas de oro; cercana al cielo, á donde se remonta como á colgar su nido, rojas llamas la abaten, y con las cornejas y cisnes acuáticos la tuesta el incendio voraz.

Ramal de un abrasador torbellino de brasas, anega el valle con sus aldeas, la sierra con sus pinares; hasta los marinos linderos, plateada franja de España, las rugientes olas disputan á los mares.


Impele por el atajo hircos, gamos y tejones: enróscase en las honduras, del llano brinca al cerro, derrumba por la vertiente la peña que se asoma, y á rastra se la lleva, en carbón y cenizas convertida.


Y el entre Francia y España almenado muro de roca, vestido de nieve y tempestades, alcanza, cual brazo de Dios, el estrellado toldo de damasco azul, cabalgando en el otro horrible Pirineo de brasas.


Diríase que la serpiente monstruo, simulando un cometa, se enarbolaba, del incendio en alas, al cielo de safir, ó que para asaltarlo se subían en hombros sarmentosos demonios, escoria de los lóbregos antros.


Al atestarse de bote en bote de humareda los espacios, y al fundirse con la ardentía de cabo á cabo la cordillera, bajo el manto de llamas azotadas por el huracán, dolorida como un corazón gimió la tierra.

En tanto, del Ródano junto á las aguas, deformes y rebultados gigantes apedrean al héroe griego; bajo cualquiera de los bloques que á manta le lanzan cobijarse pudieran rebaño y rabadanes.


Sepulto le creen bajo peñas, cual en su fosa, cuando la llama del coraje relampaguea en sus ojos, y con su maza los tumba y los tritura, cual terrones de áspero barbecho el paso del rodillo.


Desalado, dirige entonces sus pasos al gran incendio al verlo crestear rojizo por cima de las nubes; y al percibir quejidos, hunde en él los desnudos brazos, haciendo retemblar de asombro aldeas y pastores.


Entre los riscos de Canigó ábrese un barranco oculto por zarzales y peñas caedizas, en las que de una en otra, á manera del alto puente del Diablo, el fuego atravesado se había en arco gigantesco.


Sólo algunos almeces hechos ascua culebrean al abismarse, hermosa estela de chispas y de llamas dejando en pos, mas de repente chisporrotean en las aguas de la hondonada, y tristes ayes responden al borbollón de las olas.

Pirene, léjos de los hombres, allí moraba, de osos y lobos en hórrida y húmeda guarida, sobre una peña, mal cubierta con un manto de blondos cabellos, medrosa y escalofriada, dando el postrer suspiro.


De entre el bosque de llamas mustia la arrebata, cual delicada rosa que, trasplantada, echa menos su margen regadiza; y, no bien la pone al plácido frescor de un sauce, cuando en languido deliquio:— ¡Aquí moriré! — le dice.


—Y á ti, que del corazón en las alas me has acogido, darte quiero la llave de mi España idolatrada, de ese pedazo de cielo que en la tierra guarda para ti una florecencia de amor, si de tiránicas garras te place libertarla.


Aun se oreaban las cabelleras de los cerros que el Diluvio destrenzó al velarlas con el mar, y ya, olvidadizo el hombre, abría en ellos grandes canteras junto al Eufrates, levantando la altanera Babel.


Viendo el Altísimo arrimar escalas á su palacio, envuelve en confusiones la orgullosa torre, y, cual suele la pollada de volantonas avecillas, los pueblos primitivos abandonaron el nido á la desbandada.

Cada cual voló á su rama del mundo; Túbal á España, eligiendo el más feliz de los reinos de su padre, y, donde Tarragona se tiende, edificó una choza, que allí campos y riberas le evocaban recuerdos de su Edén.


Leyes dió á su prole; nutrióla con doctrinas salvadas del naufragio en el seno del arca, y grabó en su alma el nombre de un Dios Altísimo, á Él dirigiendo las nacientes alas del corazón.


De mano en mano, rodando los siglos vino el áureo cetro á las de mi padre idolatrado; cuando, por mala ventura mía, la tirana muerte le arrojó de trono tan magnífico que el mismo sol pudiera haber bajado á relevarle.


Sola quedando yo de tan regia estirpe, viene á España, cual leñador al árbol caído, Gerión el tricéfalo, de los repugnantes monstruos que esconde la candente Libia, el más odiado y feroz.


Al verme débil mujer, me roba el cetro de mis mayores, fortifica con torres la mercadera Gades y al darte á ti, Gerona inmortal, otras de firmeza mayor, supo la angostura en que, perdida al verme, me oculté.

Temeroso quizá de que un día recuperase el trono, quemó, para abrasarme, las selvas circunvecinas, y, al ver cerrado el cerco de llamas, emprende el Camino de Gades, con sus tardas vacas por delante.


¡Espiro! Heredera soy de sus aldeas y rebaños: si te placen, de ellos te hago merced, suplántale acucioso, de Túbal vindica el nombre, y es tuya su corona; quiera el Omnipotente agrandarla en tus sienes!—


Dice, y la muerte, con frío y helante beso, petrifica y deja para siempre mudos sus labios, y junto al yerto cadáver llora y gime el griego, como árbol al que tronzaron las ramas florecientes.


Mas ya, enrojecidos por el fuego, estallan los montes, y por horados y espeluncas, hileras de volcanes escupen los derretidos tesoros de sus entrañas, que las verdeantes planicies aparan en su falda.


Y las volcadas ánforas manan hasta agotarse auríferos arroyos de virginal fulgor; por él, al verse atestado el cielo de chispas y de humo, diera el de los luceros que rutilan en su fondo.

Al deshacerse el litarge en aljofaradas madejas, mézclase el preciado oro en copos de gualda espuma, y descienden de ribazo en ribazo, guiados por el íris, á travesear, cual niños, á los pensiles catalanes.


Así, cuando floran la malva y el romero, rosada miel de colmena viértese en las campiña; y así al despertarse, riente el sol, tras la alborada, con su rubia cabellera enmanta los cielos.


Con él ciñéronse los montes, coronáronse los valles, avergonzando con su brillo el de las trémulas estrellas; con nueva lluvia de rosas enjoyáronse los rosales, y con nuevo rocío de oro, acebos y tomillos.


La pirenaica Venus puso nombre á Portvendres, el abrasador incendio al antiguo Pirene, y, al cuajarse el virginal líquido en cuenco de esmeralda, dió á Conflent aun más agraciado nombre.


Cuando los lacrimosos levantes fueron, con sus rociadores de nubes, apagando el monte, en su cúspide, bañada por el albor del naciente día, depositó las cenizas de Pirene, embeleso de su corazón.

Y desalmenando de picos y resaltos aquella comarca, descrestando montes y descabezando cerros, un mausoleo erigióle de sierras sobre sierras, que sobrepuestas, sin orden, hacen gemir el orbe.


Desde tal hazaña de Hércules, pudo mi dulce Cataluña asentarse al abrigo de otro castillo de rocas; más distante durmió España de Francia su vecina, que alargóse hasta el mar el brumoso Pirine.


En trabajo tan ciclópeo, desazónale la sed; y, para abrevarse con sangre de su enemigo Gerión, por las vertientes, que amarillean con el oro de distinta cosecha, desciende, hecho un tigre, de Creus á Montjuich.


Allí, postrándose humilde ante el altar de Júpiter, oró, y, volviendo los ojos á las olas, ve venir meciéndose cortadora barca, cual cisne de blancas alas nadando entre escollos.


Una ciudad fundar promete á su regreso, que difunda por el orbe de aquella barca el nombre, y, que cual cedro al verla crecida y gallarda, —Es de Alcides la gigante hija,— exclamen todos.

No en vano para ella pidió el tridente al poderoso Dios de las aguas, y á Júpiter el rayo; que si con leyes, ¡oh, Barcelona! enfrenaste los mares, centellas fueron un tiempo tus barras en los campos de batalla.