La Atlántida (de Palau tr.)/Canto segundo

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La Atlántida: Poema de Mossen Jacinto Verdaguer ab la traducció castellana per Melcior de Palau (1886)
de Jacinto de Verdaguer
traducción de Melchor de Palau
C A N T O S E G U N D O
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
CANTO SEGUNDO


EL HUERTO DE LAS HESPERIDES


 Tarragona. Las bocas del Ebro. Las Columbretes. Valencia y Montgó. La cuchillada de Roldán. El Muley-Hacen. El héroe desembarca, y Gerión, para deshacerse de él, háblale de la reina Hesperis y del retoño del naranjo que es fuerza le presente quien la pretenda por esposa. Descripción de la Atlántida. El huerto de las naranjas de oro. Hércules, después de dar muerte al dragón que custodia al naranjo, alcanza su rama cimera. Las siete hermanas recuerdan llorando que al morir Atlas dióles como signo de la postrimerías de su patria la muerte del dragón. Recuerdo de la triunfal expedición de los Atlantes al Oriente. Su rota. Fatales auspicios de las Hespérides.


Embárcase, y, no bien le divisa pasar la antigua Tarraco, cierra el viejo muro que por ceñidor le dieron los Cíclopes; y, embrazando lanza y escudo, decir parece: —¡De coloso tiene musculatura, más yo con él lidiaría!

No teme de las cinco bocas del Ebro los formidables sorbos; y, al vislumbrar á lo lejos las almenadas Columbretes, pregunta á su arma férrea si los deformes gigantes que ayer dejó cadáveres en tierra reaparecen en la mar.


Más allá divisa la fructífera margan del Turia, hoy fragante guirnalda de la ciudad del Cid, y cuentan que percibió en las islas dulces cánticos, cual si ninfas le llamasen á su lecho de espumas.


Deja el Montgó de torvo aspecto, y la montaña que la espada de Roldán tajara en dos; de Murcia y Almería los picachos, y, rey de las Españas, el prominente Muley-Hacen con su turbante de nieves.


Cerca de donde alindan África y Europa, salta en tierra, y, vuela á embestir en Gades á Gerión el vaquero, el cual, atemorizado al verle llegar, alta la clava, á sus plantas postrándose, enlabiador le dice:


— Águila de los héroes: contempla las lágrimas que derramo: ¿tu postrer hazaña será darme la muerte? Á ti me doblego; detén, si te place, la diestra que idolatro, ¿Se te antoja mi corona real? Aquí la tienes.

Esta áurea corona vendrá, empero, estrecha á tu frente, que gigante igual á Hércules otro el mundo no sostiene; mira, hacia el Ocaso, cual para recibirte se esponja la Atlántida; esa es tu digno solio; sólo ella es grande como tú.


Hesperis, su reina gentil, ha enviudado, y un corazón aguarda que avigore el suyo; cuando de tal palmera gustes el regalado fruto exclamarás: «Dejadme reposar á su sombra.»


Mas es forzoso (así al decirle cavábale la fosa) es forzoso que para hacerle placentera ofrenda, del naranjo, que entre esmeraldas muestra más encendido el dorado fruto, consigas, de puntillas, apoderarte de la rama terminal.


Cuando despues alardees la flor de la belleza, sólo por contemplaros, verás el sol detener su curso. Si su vigor de Levante, su hermosura Poniente; nacedera semilla, bendígante los cielos.—


Ve Alcides la celada; deja, empero, al de Gades, y vislumbra á lo lejos verdeguear la atlántica planicie, y en ella las rubias cebadas y el amarillo candeal, cual piélago de oro que se prende entre arboledas y jarales.

Ni hay allí arenosas playas ní serranías; todo lo entapiza el césped relentecido por blanda niebla, meciendo, entre el bejuco de doblegadizas trenzas, la desmelenada palmera sus azucaradas támaras.


Enriscándose, ramonea la cabra un olmo sustancioso, desde el borde de un peñasco que pende sobre el río; y en fraternal ademán agrúpanse los bisontes á la regalada sombra de limoneros y manglares.


Gigantes ciervos cimbrean sus astas de alto ramaje, que el ave toma por árboles de magnitud excelsa, el silvático mastodonte azora las gacelas, y el corpulento mamut atemoriza los mastodontes.


El Pirineo y el Atlas, titánicos valladares con que Dios muró dos continentes fronteros, allí entroncan hermanados sus cordilleras, dando al condor encumbrada nieve, y al ruiseñor verjeles.


Parecía que, celosas Libia y Europa, diesen, cual pequeñuelas, la mano á la heredera del mundo, y que ésta, del genia á los fulgores, astro que brilla en su frente, las guiase al subir por la escala de los siglos.

Guadiana, Duero y Tajo, al arrastrar la plata y el oro que en copiosos raudales fluye de las planicies ibéricas, ruedan culebreando por lechos de pedrería, y doran y emperlan dehesas y aguazales.


Júntanse en su curso con líbicas corrientes; con el Río de Oro enrolla el Genil sus aguas; que si éste conduce murmurios y melodías de la Bética, transpórtalos aquél de Costa de Palmas y Marfil.


De pórfidos y mármoles vestida, cual hecha de copos de nieve, entre ambos ríos, espejándose en ellos, medio recostada en el Atlas, y de sus bosques á la sombra, asiéntase arrellanada la Babilonia de Occidente.


En lontananza, por entre gigantescos helechos, blanquea la anchurosa frente de sus torres y menhires, pirámides alpinas de mármoles sobre mármoles, que pretenden ocupar con sus cumbres las concavidades de los cielos.


Nunca el mar ha abarcado los ámbitos de sus inmensos reinos, que duermen todos á la sombra de su escudo giganteo; y Tangis, Casitérides, Albión, Tule y Mellaria, por sendos ríos, le envían barcadas de oro batido.

Mas ¡quién, tan hermosa al verla, lo dijera! en su solaz, cáncer de negro pecado corroe sus entrañas, y, entre los corruptos, purulentos humores que desprende, el sol vanamente la buscará mañana en su lecho.


Hacia el huerto ábrese paso por entre odorífero boscaje; despavoridos huyen los búfalos y los feroces leones; y, cuando por vez tercera asoma á sus espaldas risueño el día, de luz vestido álzase el oasis de verdor.


Y, corona formándole, divisa en breve amarillear las seductoras naranjas de oro, cual si cada una fuese nuevo rutilante sol, saliendo de las oleadas del aire á deslumbrar el mundo.


Acércase por entre setos de arrayán, y ya las auras, embebidas en miel, acarician sus sienes; percibe suaves murmurios de fuentes y blando follaje, y ve que en pluvia de pedrería los cielos se deshacen.


En filas los cinamomos y los enhiestos cidros, combándose al dulce peso de su flor temprana, enlázanse en umbrosos y verdes pórticos, en los que acecha el rayo del alba por entre rejas de aurífero fruto.

Balancéanse los cerezos, vivos ramilletes de flores en que Mayo y Abril vertieron su fragancia toda; y ya bermejea el fruto, alegrando entre tantas joyas como la vid trepadora se encarama á colgar.


Deslízanse arroyuelos y salpicadoras fuentes, cuyas aguas aduérmense á menudo entre las flores, que en la margen entreabren los pétalos para dar á las abejas el néctar de su seno.


Por marmóreas bocas, ríos arrojan los surtidores, y al llover disperso el copo de líquida plata, juguetón el iris corona los penachos de los árboles, y entre sus cambiantes vislúmbrase más azul el firmamento.


Cascadas mil quiebran sus olas espumajosas en escalinatas de pórfido y en cristalinas grutas; y pléyades de blancas ninfas, llevadas por la corriente, destrenzan su cabellera en los remolinos de la espuma.


Por el ribereño herbaje, cual lluvia de perlas, trisca festiva el ave del paraíso, óyense trinar el alegre sinsonte y el mirlo esquivo, y plañir á intervalos el tordo querencioso.

Y, liras del Edén, dícenle los ruiseñores que de su rama le plazca descansar á la sombra; y niños hermosos cual los ángeles, que con ellos huelgan y juguetean, tejiendo coronas y guirnaldas, ínstanle más y más.


Mientes no para Alcídes, y se apresura á internarse hacia donde, con su fragancia y rumorosas hojas, le atrae el naranjo que, por su fruta amarillísima, semeja un cielo de esmeralda con estrellas de oro.


Bajo frondosas arcadas, al son de dulce lira, gorjea, danza y retoza el juvenil corro de Hespérides; con pomas y cerezas juega en el musgo, y, saltando, desprende naranjas del ramaje.


Tras cortinas de jazmín y brionia, su madre, cercanos al suyo vacío, engalanaba siete tálamos nupciales, encubertándolos con lentiscos en flor, que ya con atavío de boda llegan los velados.


En medio de sus juegos é infantiles risas, cubierto con una piel de león, distinguen pronto al héroe; su atlético pecho, y su apostura marcial y campesina, á la par que las hechiza, pone tristura en su corazón.

Acércase para apoderarse de la rama cimera del árbol, cuando ágil desenróllase el deforme dragón de flameantes ojos, y, blandiendo en torno la gruesa cola á manera de lanza, por poco le cercena entrambas manos con sus fauces y zarpas.


Él, hurtando el cuerpo, le aplasta la cabeza, y el monstruo abate sus alas y su vuelo; sanguinoso veneno salpica las flores, y su terrífica mirada apagándose va, cual luz de exhausta candileja.


Al morir, anúdase y se enrosca al tronco del árbol, haciéndolo crujir de cuajo á cada estremecimiento; y al ver las Hespérides que hilo á hilo se desangra, quejumbroso alzan hasta el cielo su virgíneo clamor:


-¡Ay! mísera Atlántida, mas ¡ay! de quienes te llaman madre; mucho será si vemos renacer el día, que punto por punto se cumple de nuestro padre el vaticinio, pues con Atlantes, patria y dioses, todo fenece.


« Gigantes fuimos,» exclamó al morir: «nuestro hálito hizo que la tierra sudara de espanto y manara sangre; la colina que atajarnos quiso, allanada se mira, que ni bosques, ni anchurosos mares nos fueron estorbo.

»De Libia extirpamos Arpías y Amazonas, azorándolas como á gorriones ariscos; con sangre de las Gorgonas teñimos sus arenales, garfeando, para descabezarlas, sus duras greñas de sierpe.


»Rompimos los Pirineos, los Apeninos y los Alpes; cuando el corazón nos dijo: «basta de guerra y carnaje,» ¡infelices! ya teníamos el África y la Europa uncidas á nuestros pies, como dos becerros al yugo.


»Y así hasta la cima (¡mas todo al alcanzarla se derrumba!). Á fuego y sangre acorralónos Atenas hacia acá, y, al vernos en retroceso, resonó la Atlántida á manera de fosa bajo nuestra férrea planta.


»Húndese mi imperio, que tantos ha derribado; aquél que despertó á nuestro paso por Oriente, con nuevo soplo vital, dará al viento nuestros huesos, nuestras cenizas y nuestro renombre.


»Mañana los claperes y dólmenes alzados por nuestras manos, cual hijos bastardos, no sabrán pronunciar nuestro nombre; responderán tan sólo «rastro somos de unos gigantes que fueron» á los siglos que indaguen nuestro origen y nuestra existencia.

»Y al hacerse mención de sabios y de esforzados y diestros guerreros, volveránse los ojos hácia donde nace el sol, y quizá olviden, haciendo gala de inspiración los nuevos maestros, que más de una lumbrera del mundo tuvo su orto en Occidente.


»Mas no: los mares que nos sepultan difundirán por los siglos, con áspero y bronco lenguaje, la gloria de los que dejamos el Egipto en el magisterio del mundo, pues antes de que Grecia existiera ya eramos aquí gigantes.»


»Cuando un héroe, de fornidos hombros y blonda cabellera, estruje con su planta al guardián del jardín, entonces para todos vosotros se ensanchará mi fosa.» ¡Ay! el guerrero que previó nuestro padre, vedle aquí.


Vedle, ya llega; contigo el leñador la emprende, oh atlántica estirpe, comiénzate á desgajar; tierra que la nutres de tu savia, poca has ya de darle, que al árbol y á ti viene á cortaros á cercén.


En sueños hemos visto á nuestro padre: visto le hemos soltar al jardín, cuyas rosas éramos, los caballos de Neptuno, mientras el Dios lo socavaba con forzado tridente. Sueño fué; no obstante, crujen ya sus playas y sus cumbres.

Madre, colgad de un sauce la lira, de vientos y huracanes á merced, que ya no danzaremos más á la deleitosa sombra; no enraméis nuestros tálamos con hojas de mirto, que ¡ay! allí, para darnos su ósculo, la muerte nos aguarda.—