La Atlántida (de Palau tr.)/Canto tercero

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CANTO TERCERO


LOS ATLANTES


  Júntanse en el templo de Neptuno. Arenga del caudillo. Sus malos augurios. Pregunta á los que vienen de remotos países qué nuevas traen á la asamblea. Uno, que llega de las comarcas de Poniente, responde que un brazo de mar las ha medio anegado. Otro, recién venido de Tule, deduce fatal pronóstico de las auroras boreales. Entra súbito un Titán, que llega por la vía del Sur, y, tembloroso aún, refiere haberse escapado de una espada de fuego que abrasó á sus compañeros. Perciben á la sazón que un terremoto conmueve el templo, á la par que un rayo decapita la estatua triunfal de Neptuno. Oyen el clamor de las Hespérides, y, convirtiendo en armas los árboles y las columnas del atrio, embisten á Hércules. Gran combate.


De rocas sobre rocas son los gigantescos muros del templo donde los Atlantes circundan á Neptuno, altivos cual los robles y las braceantes encinas que al risco parecen decir: — Somos tan roqueños como tú.—

Allí, para con sus más bravos vasallos desposarlas, aguardan á sus hermanas, las de célica mirada; súbito, á un mal augurio, cual presa de cien furias, en nueva Babel truécase el templo á sus gritos.


Álzase uno que del ángel caído es imagen viviente; su nombre Dios borró de humana recordación; del inmenso templo las techumbres, á que con su cabeza alcanza, retiemblan á la ronca tronada de su acento.


— Titanes: algo temeroso espera con pavor la tierra, que tal vez contar no podamos á nuestros hijos; parece que hoy se derrumba la torre de nuestro orgullo, y bajo nuestras plantas se tambalea el mundo herencia nuestra.


Nos lo dicen los nubarrones en figura de espectro, pregónanlo las tempestades con ayes y gemidos, y en el firmamento lo escriben astros de ígnea cabellera, entrelazándola con cifras de centellas y de rayos.


Contemplo replegarse el cielo en hórridas brumas, asomando á partes, como por entre alas de cuervo; veo la tierra henderse, hambreante, á nuestras plantas, y caérsenos la corona, poco firme en nuestras sienes.

Marchítanse las flores á medio abrir; antes del caer de las hojas, peregrinando, laméntanse las aves, como huyendo inmerecido castigo, y al verlo, quien seguirlas no puede, rompe á llorar.


Solo junto á la corneja muéstrase alegre el buho: cuentan que los ríos lanzan atrás su corriente, y que un infante, al ver de este día la luz en nuestro suelo, ha retrocedido al vientre, chillando de pavura.


Y ¿qué nos toca á nosotros? ¿seguir la corriente, ó contra el hado empujar la barca á vela y remo? ¿mofarnos de los sobrado crédulos ó coligarnos con ellos? Titanes de roblizo corazón: ¿qué hemos de hacer? decidme.


Antes, qué vientos os traen contad. Tú, cuya vida se desliza junto al lecho de oro del astro diurno, ¿por qué, dime, dejaste los campos de florida yerba, que á marchitar no bastara el hálito de todos los dioses? —


— Tuve un hijo, — responde,— cual palmera
do el colibrí se mece en primavera;
un día rebelóse contra mí:
y, aunque apuesto, y gentil, y joven era,
yo la muerte le dí.

En un hoyo enterré al hijo del alma,
con hojas le cubrí de ceiba y palma,
porque el Zemí no le pudiese ver;
mas ¡ay! del corazón la dulce calma
huyóse á no volver.


Mis ojos ya cerrarse no pudieron,
que entre mameyes y caobos vieron
otros dos fulgurando en el zenit;
«Padre, dormid,» mis hijas me dijeron;
«son dos astros, dormid.»


«No son estrellas, no, ninas hermosas,
que del alto jardín éstas son rosas,
y aquéllas, mis espinas de dolor.
Dormid vosotras, flores candorosas,
el sueño del amor.»


Eran ¡ay! ojos de fruncida ceja,
que curiosos lanzábanme esta queja:
«¿Cómo tu hermoso hijo no está aquí?»
Un brazo desde el cielo caer se deja;
¡el brazo del Zemi!

¡Perdón! grité, saltando de la hamaca;
mas resonó su voz en mi barraca:
«En la cueva del crimen bulle el mar;
de cuanto ves, por si tu mancha saca,
ni rastro ha de dejar.»


Dijo: y ya de la cueva el mar salía;
sobre el herbaje el agua se extendia;
mirar quise el lugar donde nací;
ni cabañas, ni selvas ya no había,
ni sus picachos vi.


De Haytí la cordillera de gran fama,
rota en islas está; ya el de Bahama
bello país, es sólo un arenal,
y famélico aún el mar rebrama,
viene; ¡quizá lo llama
mi sangre criminal!—


Habla uno que, cerca de la helada Tule, el sol echa de menos: — También es ¡ay! de diluvio mi augurio; vi extenderse por Oriente la boreal aurora en bermejas espirales, en rubias trenzas y en hebras de oro delicado.

Y, á la manera que la ola arrastra perlas y conchas, parecía desengastar y llevarse los astros; mas de pronto, arrojándolos, cual flores entre escombros, fatídicas señales borroneó en los cielos.


¡Guay! de vosotros, Atlantes, mas ¡guay! de vuestro imperio que, como el sol, desciende al mar desde su zenit; lo que los cielos anuncian en misterioso lenguaje, bien á las claras lo pregona en su desvarío la tierra dolorida.


He visto horrendos sacrificios de vírgenes y de infantes, he visto á la inocencia supeditada por el tenebroso crimen; doquier, convertidos los pueblos en ferial de vicios; y á éstos, robar el incienso á los dioses en el templo mismo.


He visto á tiernos niños volquearse en la orgía, á padres poner en venta á sus hijos, á nietos descartar al postrado abuelo cual insufrible carga; y al hermano beber la sangre del hermano; he visto... —


Interrúmpele un Titán, engendro de la naturaleza, que, bisojo y de contrahecha figura, acaba de entrar; y lívido, cual difunto que escapa de la fosa, del templo por las tumbas hace resonar su clamor.

— Cerca del África adormecíame anoche con mis héroes, cuando vi descender del firmamento un Genio colosal; su sombra cubría el Atlas, y con un rayo, que vibraba del Simoún en alas, á todos malhería.


Ya comenzaba á petrificarme, cuando volviéndose dijo: «En ese trigo bastardo no es cosa de mellar la hoz.» Desperté: el pavoroso fantasma desaparecido había; mas de mis bravos quedaba tan sólo un montón de huesos.


Aun retumba su voz por el templo, cuando asordante traquea por las alturas el carro de los truenos; con insólito retemblor natura le responde, y angélico lloro resuena en el matemo claustro.


De súbito, un terremoto, que se auna á la tempestad, encharca el ídolo en borbollones de sangre y agua cenagosa, al par que ¡oh asombroso prodigio! un rayo cercena su cabeza, volteándola por el fango, ennegrecida y rota.


Á su rojizo lampo ¿qué divisan, pues se encogen? Ven pasar á la deshilada tétricos fantasmas entre sombras de sus mayores, que con asco les escupen en la frente, marcada ya con estigma infernal.

Mas ellos, sin descorazonarse, estrechan la asamblea, é, insensatos, discuten si algo hacer les interesa: si alzar del suelo, á peso de brazos, al iracundo dios, ó rehundirlo, pues no juzgan que valga otro trabajo.


Á la sazon llega al templo el clamor de sus hermanas; sacrílego uno de ellos arrebata el tridente á Neptuno; otros trozos de pilares y barbacanas, y al encuentro de Alcídes diríase que el viento les impulsa.


Agréganse los hijos de las selvas, arrancando tambien de cuajo seculares robles, de vital savia, como ellos, y abetos que verguean las nubes al oscilar, cual brazos de la tierra luchando con el cielo.


Otros, más ancianos, salen en tumulto de las cavernas, blandiendo armas de piedra y osamentas de mamut; famélicos, abandonan las eternales noches del profundo averno, no bien les ha dado el viento de carne humana.


El matador de monstruos, que á pasos agigantados iba al encuentro de Hesperis, portador del florido retoño, trabado se ve; con los de ellos anúdanse sus brazos, y un bosque de armas encendidas se hinca en su pecho.

Mas él, cual por entre endebles cañizares, se abre paso blandiendo la clava de terrible manejo, que, sedienta de sangre, incendio y lágrimas, sentía agitarse en su espalda, férrea como ella.


¿No habéis visto el huracán, al barrer tierra y cielos cómo arrebata al Pirineo su nieve, su maleza y sus peñascos, y, al arramblar con ellos, revueltos con picachos de sierra, cómo hace refluir hasta sus orígenes las aguas de los ríos?


Tal al romper el héroe aquella armipotente marejada, engólfase en el olaje, golpeando con el despiadado hierro; y, firme é inquebrantable, á ajeno embate opone su embate, como nave que en el abordaje se presenta al descubierto.


Allí, donde más libre macear puede, desata sus iras; empuja, tala y arrastra cual despeñado torrente; los adalides de cuatro en cuatro caen; la chusma, como espigas, ciento á ciento.


Así con cercenadora guadaña tiende la Muerte su mies; á cada golpe hay un puñado menos; con sangre de sus hijos la Atlántida se abreva, y, al rumor de los tajos, tumbos y lamentos, treme desde el uno al otro cabo.