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La Celestina: Razones 08

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La combinación esencialmente antidramática del exámetro y pentámetro bastaría para probar que tales obras fueron escritas sin ninguna intención escénica; pero a mayor abundamiento tenemos un texto positivo y terminente de Juan de Salisbury, el espíritu más culto de la primera Edad Media, un precursor del Renacimiento, el cual confirma la absoluta desaparición de todo género de actores trágicos y cómicos en fecha ya remota del tiempo en que él escribía su Policraticus, dedicado en 1159 al santo arzobispo de Cantorbery Tomás Becket.

El verdadero renacimiento del arte dramático de Plauto y Terencio se verificó en Italia, a fines del siglo XIV y durante todo el transcurso del XV, en una serie de piezas latinas que se designan con el título genérico de comedias humanísticas, importante y rara manifestación que apenas había sido estudiada en conjunto, hasta que Creizenach, en su excelente historia del drama moderno, escribió sobre ella algunas páginas doctas y juiciosas como suyas. Pero estas indicaciones, que para un libro general son suficientes, distan mucho de agotar la riqueza del tema, y así lo ha estimado el ilustre profesor de Roma Ireneo Sanesi, que actualmente tiene en prensa una historia de la comedia en Italia, a la cual auguramos un éxito tan venturoso como lo merecen la ciencia, conciencia y fina crítica de su autor, que ha tenido la rara generosidad de comunicarnos las primicias de su trabajo, en prensa todavía. El capítulo segundo de esta obra, consagrado a las comedias humanísticas, es una magistral monografía que, dándome a conocer con suma precisión algunos textos inaccesibles en España y completando mis indagaciones sobre otros, me ha puesto en camino de rastrear algunas semejanzas dignas de notarse entre este género literario y nuestra Celestina. Ya en 1900 hice una ligera indicación, que no he visto recogida por nadie, acerca de la comedia Poliscene. Y me consta que mi buen amigo el eruditísimo Arturo Farinelli ha trabajado también sobre este punto, que ilustrará sin duda con su especial competencia, como ha ilustrado tantos otros de literatura comparativa.

El iniciador del teatro humanístico, como de casi todas las formas literarias del Renacimiento, fue el Petrarca, que siempre se deleitó en la lectura de Terencio («Terentius noster»), y que seguramente le leía con otros ojos que los de Rosvita. En su edad madura revisó y anotó el elegantísimo texto del siervo africano. En su primera mocedad había compuesto una comedia llamada Philologia, y según Boccaccio otra, el Philostratus, si es que ambas no eran una misma con diverso título, lo cual no parece probable. Hoy no existe ninguna de ellas, acaso porque su autor mismo las destruyó como ensayos demasiado imperfectos. Del Philostratus, por lo menos, consta que era imitación de Terencio.

La más antigua comedia humanística que ha llegado a nuestros tiempos, y la única que pertenece al siglo XIV, es el Paulus de Pedro Pablo Vergerio, natural de Capodistria, a quien no debe confundirse con otro de su mismo nombre y apellido que figura entre los protestantes italianos del siglo XVI. El Vergerio senior es importante como historiador, humanista y pedagogo. Su libro De ingenuis moribus se leía todavía en las escuelas en tiempo de Paulo Jovio. Una rarísima edición barcelonesa de 1481 prueba que también había penetrado en España. No sería maravilla que fuesen conocidos también otros escritos suyos, pero me parece inverosímil que entre ellos se contase su comedia juvenil, que hasta estos últimos años ha dormido inédita en la Biblioteca Ambrosiana de Milán y en la del Vaticano. Y, sin embargo, esta obra presenta algún punto común con la Celestina, empezando por las promesas de moralidad que el título encierra. Vergerio pone a su obra el rótulo de Paulus comoedia ad iuvenum mores coercendos, y se propone, entre otras cosas, mostrar cómo los malos siervos y las mujeres perdidas estragan los más pingües patrimonios: «ad diluendas opes». El autor de la Celestina nos dice desde la portada que su libro contiene «avisos muy necesarios para mancebos, mostrándoles los engaños que están encerrados en sirvientes e alcahuetas». Los medios empleados son de tan dudosa eficacia moral en una comedia como en otra.

El protagonista de la comedia, Paulo, es un estudiante haragán y desaplicado, a quien su siervo Herotes arrastra por el camino del vicio. A esta perversa influencia se contrapone la de otro siervo, bueno y leal, Stichus, que advierte lealmente a su señor de los peligros que corre y procura apartarle de la vida disipada que lleva en compañía de otros estudiantes tan corrompidos como él y de rufianes y meretrices. La intriga se reduce a una odiosa tercería, en que la inmunda vieja Nicolasa cede por dinero a Paulo su propia hija, Úrsula, que Herotes se encarga de hacer pasar por virgen después de haberla desflorado.

Como se ve, la semejanza con la Celestina es muy vaga y genérica. Los dos criados de Paulo traen a la mente los de Calisto, pero son diversos sus caracteres. Stichus resulta constantemente bueno en la comedia latina. Pármeno, que al principio da sanos consejos a su amo, se pervierte con el trato de su compañero y los regalos amorosos de Areusa, y llega a hacerse cómplice del asesinato de Celestina. Sempronio, en la obra española, es un gentil racimo de horca, un rufián o poco menos, que acaba por dar de puñaladas a una vieja para robarla una joya. Pero su perversidad no iguala de ningún modo a las negras maquinaciones de Herotes, que se complace y encarniza en el mal con tanto deleite como Yago, y hace alarde y reseña de sus propios crímenes, jactándose de haber arrastrado a la pobreza y a la infamia a muchos mancebos ilustres. Tampoco la madre Celestina, aunque pertenece a la familia de Nicolasa, parece capaz del horrendo parricidio moral que a ésta se atribuye: a lo menos en la Tragicomedia no lo comete, ni artísticamente podía cometerlo.

Por otra parte, hasta la forma exterior, que no es la prosa, como en la mayor parte de las comedias humanísticas, sino el trímetro yámbico acataléctico o senario, muy incorrectamente manejado, aísla de sus congéneres esta pieza, en que por primera vez reaparecen los nombres clásicos de prótasis, epítasis y catástrofe. De nada de esto hay vestigio en la Celestina. Lo que tienen de común ambas piezas es el ambiente escolar en que se desarrollan: «Paulo es un estudiante universitario (dice el señor Sanesi); sus procederes, sus palabras y las de todos los que le rodean, nos descubren un rincón de la vida estudiantil de aquel siglo tan remoto de nosotros. Ni la ávida Nicolasa, ni la diestra Úrsula tienen mucho de común con las mujeres del teatro latino; son, por el contrario, figuras copiadas del natural, ofrecidas directamente por la realidad, y pertenecen a aquella clase de mujeres de que no es difícil a un joven, ni habrá sido difícil a Vergerio cuando frecuentaba los cursos de las universidades de Padua, de Florencia o de Bolonia, hacer conocimiento personal o adquirir experiencia inmediata.»

Los mismos tipos pudo encontrar, y seguramente encontró, en Salamanca el bachiller Fernando de Rojas, sin necesidad de conocer el Paulus. La exacta observación del crítico italiano da nueva fuerza a la opinión de los que hemos sostenido que la Celestina puede muy bien ser obra de un estudiante, y si no lo es, ciertamente lo parece. Los escolares del Renacimiento solían ser muy hombres cuando frecuentaban las escuelas, y eso que no se había llegado todavía a los felices tiempos en que, para disfrutar de los privilegios del fuero académico y acogerse a la blanda jurisdicción del Maestrescuela, solían matricularse personas que pasaban de treinta años, y hasta verdaderos bigardos y malhechores, de lo cual en la biografía, todavía inédita, de un dramaturgo español del siglo XVII hay un curioso ejemplo.

Comedias universitarias son en su mayor número las comedias latinas escritas en Italia durante el siglo XV, y lo son, ya porque reflejan costumbres meramente académicas, como la comedia anónima que Sanesi llama electoral, y es obra, al parecer, de algún alemán concurrente a la escuela de Padua; ya porque son estudiantes algunos de los interlocutores; ya porque consta haber sido escritas y representadas por escolares, como lo fue en el estudio de Pavía, la horrible y obscenísima comedia Janus sacerdos, en 1427, imitado por Mercurio Roncio de Vercelli en la suya, no menos feroz, De falso ypocrita et tristi, que se representó diez años después en la misma universidad lombarda. Una y otra permanecen afortunadamente inéditas, y el mero hecho de su existencia arguye la profunda depravación intelectual y moral de la sociedad en que nacieron. Apenas se concibe que en tiempo alguno hayan podido ser materia de chistes, pronunciados en público teatro, en solemnidad académica, por jóvenes cultos, estudiosos, ilustres, los vicios y torpezas más hediondas, que ni nombrarse deben entre cristianos y que por su enormidad misma requieren el cauterio de la ley penal, no el de la sátira, y son incompatibles con la representación festiva.

Por fortuna, estas dos comedias, y alguna otra, como la Conquestio uxoris Canichioli, son excepciones en la rica galería del teatro humanístico, que rara vez es casto y morigerado en la dicción, pero no ultraja, por lo menos, los fueros de la naturaleza. Su materia es varia: hay piezas que pueden considerarse como cuentos dialogados, unos de origen clásico, por ejemplo, la comedia Bile, otros derivados de Boceaccio o de tradiciones populares, que ya habían recibido diversas formas, incluso la dramática, en lengua vulgar francesa o italiana.

Por la singularidad de su forma alegórica, por el prestigio del nombre de su autor, memorable en todos los órdenes de la cultura artística y científica, varón de muchas almas, como sólo el Renacimiento los produjo, debe mencionarse la comedia Philodoxus o Philodoxeos, que el florentino León Bautista Alberti compuso (según las investigaciones del señor Sanesi) antes de la segunda mitad de 1426, cuando la enfermedad y la dura pobreza le hicieron suspender los estudios de Derecho que había comenzado en la universidad de Bolonia. Esta comedia, bastante confusa, que su propio autor procuró aclarar con un comentario, tuvo en el tiempo de su aparición maravilloso éxito, a causa de que Alberti la hizo pasar por obra de un antiguo poeta llamado Lépido, encontrada en un vetustísimo códice. Nadie sospechó el engaño; pero cuando fue declarado por su propio autor, la pieza perdió algo de su crédito, suerte común de las falsificaciones más hábiles. Todavía el Philodoxos se leía y comentaba en las escuelas a principios del siglo XVI. Precisamente en 1501, dos años después de la primera edición de la Celestina, salía de las prensas de Salamanca la comedia latina de Alberti, para estudio y recreo de los discípulos de un cierto bachiller Quirós, que explicaba en aquella Universidad los poetas clásicos.

El bachiller Quirós afirma, y no podemos menos de darle crédito, que el opus pulcherrimum; de León Bautista Alberti, era enteramente desconocido en Salamanca hasta su tiempo. Es de creer, pues, que tampoco le conociese el bachiller Rojas antes de esa fecha. Pero nada importa averiguarlo, porque el Philodoxus no se parece en nada a la Celestina, ni en la fábula, ni en los caracteres, ni mucho menos en la interpretación alegórica que su autor quiso darle. Hay, sí, un joven ateniense llamado Filodoxo, enamorado de la romana Doxa, y que se vale para conseguir sus fines de un amigo suyo llamado Fronesio. Otro pretendiente de la misma joven, hombre rico y brutal, llamado Fortunio, cansado de perseguirla con inútiles ruegos, se decide por el rapto, entrando a viva fuerza en su casa; pero en vez de Doxa se lleva por equivocación a su hermana Femia. Al fin, todo se compone merced a la oportuna intervención de una especie de comisario de barrio, jefe de los centinelas o vigilantes nocturnos (Chronos, excubiarum magister), el cual decide que Fortunio se quede con la doncella raptada y Filodoxo se case con su amada Doxa. Pero ésta es la corteza del drama; en el fondo hay una idea simbólica, a la cual responden exactamente los nombres de los personajes. Filodoxo, el amante de la gloria (Doxa), llega a desposarse con ella. Fortunio, el favorecido por la fortuna, cree conquistar la Gloria y se queda con la Fama (Femia), que es cosa no despreciable, pero de calidad inferior. Chronos es una personificación del tiempo, y a este tenor todos los personajes. La moraleja es fácil de inferir: sólo la sabiduría y la prudencia pueden conquistar la verdadera gloria; la fortuna y la riqueza tienen que contentarse con la fama. La comedia de Alberti está en prosa y consta de doce escenas. En la larga serie de las Celestinas sólo encontramos una y muy tardía, la Doleria del Sueño del mundo, que tenga el carácter alegórico de la obra de Alberti. Una y otra son lánguidas y fastidiosas, aunque de intachable honestidad.

Las comedias humanísticas que verdaderamente pudieron influir en la Celestina se reducen a tres: la Philogenia, de Ugolino Pisani; la Poliscena, atribuida a Leonardo de Arezzo y la Chrysis, de Eneas Silvio Piccolomini. Daré a conocer rápidamente estas obras en lo que tienen relación con la nuestra. Son tres historias de amor, pero tratadas de muy diversa manera. He aquí cómo expresa Sanesi el argumento de las primeras escenas de la Philogenia, únicas que a nuestro asunto interesan: «Epifebo, que ama a Filogenia y desea violentamente poseerla, va de noche bajo sus ventanas y tiene con la doncella un largo y apasionado coloquio. La joven, en quien luchan el amor y el deseo con el freno del pudor y de la educación, se muestra al principio indiferente e incrédula. Pero Epifebo habla con tanta dulzura, suplica con tanto calor, invoca la muerte con tanta angustia, manifiesta los propios tormentos con tanta viveza y sinceridad de palabra y emplea tanto arte en disipar sus temores y sus dudas, que finalmente la doncella cede al destino y abandona ocultamente la casa paterna. El joven, acogiéndola entre sus brazos, la conduce sin dilación a su propia casa, donde (como él dice) «pasarán todos los días al modo de los epicúreos.»

Los sucesivos lances de la comedia, que ya pueden inferirse por tal principio, pertenecen enteramente al género de Boccaccio y recuerdan la historia de la hija del Rey del Algarbe, tan traída y llevada por diversos amadores. Epifebo, perseguido por los parientes de Filogenia, acaba por casarla con un rústico, tan codicioso como crédulo y necio.

Sólo en el coloquio de la ventana, en la intervención episódica de las dos cortesanas Servia e Irzia, y en el noble carácter de los padres de Filogenia (Cliofa y Calisto), que un tanto recuerdan a Pleberio y Alisa, cuando se despiertan sobresaltados al sentir ruido en la cámara de su hija, puede verse algo que se parezca a la Celestina. Tengo por muy dudosa esta fuente.

No así la Poliscena, atribuida generalmente (acaso con error) al célebre humanista Leonardo de Arezzo, a quien, por no confundirle con su infame homónimo del siglo XVI, no llamaremos Aretino. Esta comedia, que se conoce también con los nombres de Calphurnia y Gurgulio, corrió impresa desde 1478 y tuvo la honra de ser explicada en cursos universitarios, hasta en la remota Polonia. Es de suponer que llegase a España antes que el Philodoxus, y todo el que atentamente la lea notará sus semejanzas y diferencias con la Celestina. Creizenach advirtió ya que el contenido de la Poliscena se parecía mucho al del Pamphilus. En pocas líneas, pero muy exactas, da idea Gaspary, en su excelente Historia de la literatura italiana, del argumento de esta comedia: «Un joven, llamado Graco, encuentra a la joven Poliscena que volvía con su madre Calfurnia de oír un sermón en la iglesia de los frailes menores. Enamórase súbitamente de la doncella y ésta de él. Graco se vale de la mediación de su esclavo Gurgulio (nombre tomado de una comedia de Plauto) y Poliscena acude a su esclava Tharatántara, hábil en todo género de tercerías. El parásito, después de haber tentado inútilmente a la madre con promesas y ofrecimientos, va una mañana a ver a Poliscena, mientras Calfurnia está en la iglesia, y con bellas palabras, y pintando muy al vivo los tormentos de su amador, induce a la joven a concederle una entrevista. Graco se vale de la ocasión sin ningún escrúpulo; sobreviene la madre, enfurecida, y amenaza con citarle a juicio; pero el padre de Graco, Macario, pone remedio a todo permitiendo que su hijo se case con Poliscena.»

Tal es el asunto de esta pieza, brutal y refinada a un tiempo, pues, aunque escrita en prosa, remeda con suma habilidad la lengua de los poetas cómicos latinos. Si en la comedia humanística hay algún prototipo innegable de la fábula de Rojas, éste es sin duda alguna. La semejanza consiste, no sólo en la acción, sino en los tipos del siervo Gurgulio y de la vieja Tharatántara. Esta última, sobre todo, parece abuela de Celestina. Como ella se lamenta de los males de la vejez y recuerda los perdidos goces juveniles: Memini ego me quondam, a multis amari, memini etiam, me multis egregie saepius illudere ac fune quasi ligatos trahere. Verum heu me jam effoetam manent fata ultricia, non ita ut pridem ambior, nec ullis artibus pristinum vigorem possum reparare. Como ella tiene fama de hechicera: Non verentur etiam me veneficam nuncupare ac blanditiis fallacibus me palpare ipsos incusant, ac magico carmine vitam auferre conati. Y al mismo Graco, después de hacer un horrible retrato de la vieja, añade como último improperio: Suspecta etiam admodum est veneficii nomine.

El diálogo de Tharantántara con Poliscena tiene también rasgos celestinescos, especialmente en lo que toca a la recomendación de las prendas del amante y al encarecimiento de los extremos de su pasión: Itame iuvet Jesus, posteaquam, te amare coepit, nunquam vidi ipsum hilarem, placidum nemini, satago obsonia ac pulpamenta quae scio omnia, demulceo verbis quantum possum, at nequit esse, inquit, neque potare, noctes ducit insomnes, ingemiscit perpetuo... La semejanza continúa en el acto o escena en que Tharatántara da cuenta a Graco del desempeño de su comisión. Pero en la Poliscena todo marcha por la posta, sin rastro de estudio psicológico y sin recato ni comedimiento alguno. Poliscena otorga una cita a las primeras de cambio, aprovechando la ausencia de su madre, que está en la iglesia, y el nudo se desata por los procedimientos más brutales y menos complicados. Si de esa comedia, así como del Pamphilus, pudo aprovechar algo Fernando de Rojas, nunca con tan humildes materiales se levantó edificio tan grandioso y espléndido.

Si la Poliscena fue la primera imitación consciente y deliberada de la dramaturgia plautina, la Chrysis, compuesta en 1444 por el futuro Pio II (Eneas Silvio Piccolomini) cuando asistía a la dieta de Nuremberg, es la primera tentativa formal de reproducir el metro propio de la comedia, el senario yámbico de los latinos, abandonando la prosa en que habían escrito todos sus predecesores, con la única excepción de Vergerio. En la Chrysis no hay verdadera acción, sino una serie de escenas que pintan muy al vivo las costumbres de las meretrices y de los jóvenes disolutos. Hay coincidencias con la Celestina, pero todas ellas se refieren a pasajes que están antes en Plauto: «Ningun amante (dice Casina a Crisis) me agrada por más de un mes; siempre las nuevas calendas me traen nuevos amores.» Y Crisis la replica: «Tu constancia es excesiva, porque conviene celebrar también con nuevos amores las nonas y los idus, o, como hago yo, procurarme a cada nuevo sol nuevos amantes.» La misma doctrina inculca Celestina a Areusa en el acto VII: «Nunca uno me agradó, nunca en uno puse toda mi afficion. No hay cosa más perdida, hoy, que el mur que no sabe sino un horado; si aquel le tapan, no avrá dónde se esconda del gato; quien no tiene sino un ojo, mira a quánto peligro anda... ¿Qué quieres, hija, deste número de uno? más inconvenientes te diré dél que años tengo acuestas; ten siquiera dos, que es compañía loable... E si más quisieres, mejor te yrá, que mientras más moros más ganancia.»

En uno y otro pasaje se ve la imitación de los consejos que Scapha dirige a Philamatium en la Mostellaria de Plauto (v. 188-90):


Tu ecastor erras, quac quidem ezpectes unum atque illi
Morem praecique sic geras atque alios asperneris.
Matronae, non meretricium, est unum inservire amantem.


Hay también en la Chrysis una lena llamada con toda propiedad Canthara por su insaciable amor a la bebida. Eneas Silvio, que lleva muchas veces la imitación hasta el plagio, pone literalmente en su boca el mismo ditirambo que pronuncia la vieja del Curculio.

Puede tenerse por cierto que Rojas desconocía la existencia de la Chrysis, obra que todavía está inédita a estas horas, y que su sabio autor, cuando llegó a las altas dignidades eclesiásticas, y por fin a la cátedra de San Pedro, procuró destruir con suma eficacia, lo mismo que otros escritos suyos, no enteramente juveniles, pero compuestos cuando hacía vida secular y profana. Era el principal entre ellos la célebre Historia duorum amantium, de la cual ya hemos dicho algo en el primer tomo de estos Orígenes, por haber sido muy bien traducida a nuestra lengua en el siglo XV y haber influido grandemente en la Cárcel de Amor y en otras ficciones sentimentales.

Traducida u original, la había leído de seguro Fernando de Rojas, y no fue de los libros que menos huella dejaron en su espíritu y en su estilo. La novela del futuro Pontífíce es, como la tragicomedia española, una historia de amor y muerte de dos jóvenes amantes. En una y otra se mezcla el placer con las lágrimas, y una siniestra fatalidad surge en el seno mismo del deleite. Pero es diversa la condición de las personas, puesto que Eurialo y Lucrecia son amantes adúlteros, y diversa también la catástrofe, que en la obra de Eneas Silvio pertenece al orden moral, y se cumple, no por ningún medio exterior, sino por el fuego de la pasión, que consume y aniquila a la mísera enamorada. «Esta nuestra, como vido a Eurialo partir de su vista, cayda en tierra, la lleuaron a la cama sus sieruas hasta que tornasse el espíritu. La qual como en sí tornó, las vestiduras de brocado, de púrpura y todos los atavíos de fiesta y alegría encerró y de su vista apartó, y de camarsos y otras vestiduras viles se vistió. Y de allí adelante nunca fue vista reyr ni cantar como solía. Con ningunos plazeres, donayres ni juegos jamás pudo ser en alegría tornada, e algunos días en esto perseverando, en gran enfermedad cayó, de la qual por ningun beneficio de medicina pudo ser curada. Y porque su coraçon estaua de su cuerpo ausente y ninguna consolación se podía dar a su ánima, entre los bragos de su llorosa madre y de los parientes que en balde la consolaban, la indignante ánima del anxioso y trabaxoso cuerpo salió fuera.»

En lo que la historia de Eurialo y Lucrecia pudo servir de modelo a la Celestina fue en la elocuencia patética de algunos trozos y en aquella especie de psicología afectiva y profunda que el culto, gentil y delicado espíritu de Eneas Silvio adivinó quizá el primero entre los modernos. Porque aquí no se trata del amor místico, dantesco o petrarquista, que toma las perfecciones de la criatura como medio para ascender a otra perfección más alta; ni tampoco del amor cortesano, que es mero devaneo en la lírica de Proveza y en sus imitadores; ni tampoco de la pasión desenfrenada y furiosa, pero declamatoria, que se exhala en las quejas delirantes de Fiammetta, sino de un género de pasión más apacible y humano, ni enteramente sensual, ni reducido a lánguidas contemplaciones. Este amor, finamente estudiado con una penetración que honraría al más experto y sagaz moralista de cualquier tiempo, constituye el mérito principal de las epístolas que contiene el tratado de Eneas Silvio, que, al revés de tantas otras composiciones artificiales, no es más que la interpretación estética de un suceso real acaecido en Siena cuando entró en ella triunfante el emperador Segismundo.

Hay pasajes de la Celestina que inmediatamente traen a la memoria otros del Eurialo. La descripción de la hermosura de ambas heroínas se parece mucho. Eurialo envía a Lucrecia su primera carta por medio de una vieja tercera, y las palabras con que la recibe son tan ásperas como las de Melibea en el principio de sus amores:

«Como la alcahueta recibió la carta de Eurialo, luego a más andar se fue para Lucrecia, y fallandola sola le dixo: «El más noble y principal de toda la corte del César te envía esta carta, y que ayas dél compasion te suplica.»

Era esta mujer conocida por muy pública alcahueta: Lucrecia bien lo sabía; mucho pesar ovo que muger tan infame con mensaje le fuesse embiada, y con cara turbada le dixo: «Qué osadía, muy malvada henbra, te traxo a mi casa? Qué locura en mi presencia te aconsejó venir? Tú en las casas de los nobles osas entrar y a las castas dueñas tentar, y los legítimos matrimonios turbar? Apenas me puedo refrenar de te arrastrar por essos cabellos y la cara despedaçar. Tú tienes atrevimiento de me traer carta? Tú me fablas? Tú me miras? Si no oviesse de considerar lo que a mi estado cumple más que lo que a ti conviene, yo te facía tal juego, que nunca de cartas de amores fueses mensajera...»

Mucho temor oviera otra qualquiera; mas ésta que sabía las costumbres de las dueñas, como aquella que en semejantes afrentas muchas vezes se avia visto, dezia consigo: «Agora quieres que muestras no querer», y allegando más a ella dixo: «Perdóname, señora; yo pensaba no errar y tú aver desto placer. Si otra cosa es, da perdon a mi ynocencia. Si no quieres que buelva, hecho he el principio, en lo ál yo te obedeceré. Mas mira qué amante menosprecias.»

No prolongaré este cotejo haciendo notar otras semejanzas de detalle que en las entrevistas de los amantes pueden encontrarse. Lo principal es el ambiente novelesco análogo, la suave y callada influencia que en la concepción de Rojas ejerció un escritor digno de inspirarle.

Volviendo sobre nuestros pasos, creemos inútil mencionar otras comedias humanísticas, ya por ser de fecha algo posterior a la Celestina, ya por no tener con ella más que conexiones remotas. Por lo tocante a la comedia italiana del Renacimiento, las fechas dicen bien claro que no pudo influir en la Celestina, la cual es anterior a todas las obras de Maquiavelo, Ariosto y Bibbienna.


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